Finalmente, aquella mujer dejó tranquilo a Valia, ymientras él se enjugaba los labios lo examinó con una mirada rápida como si quisiera fotografiarlo. Su naricita chata, sus espesas cejas de persona mayor, que cubrían sus negros ojos, y todo su aire serio y grave recordaron, sin duda, algo a aquella mujer, pues se echó a llorar. No lloraba tampoco como mamá: su rostro permanecía inmóvil y solamente las lágrimas corrían rápidamente una tras otra como si rivalizaran en rapidez.
Habiendo acabado de pronto de llorar, lo mismo que había empezado, preguntó:
—Valia, ¿no me conoces?
—No.
—Y sin embargo vine a verte dos veces. ¿No te acuerdas?
Quizá hubiera venido, y hasta dos veces; quizá nunca había estado allí; Valia no sabía nada. Además no tenía para él ninguna importancia que hubiera venido o no aquella mujer desconocida. Pero le impedía leer con sus preguntas.
—¡Yo soy tu madre, Valia!
Muy sorprendido buscó a mamá con la mirada, pero mamá no estaba allí.
—¿Es que puede haber dos mamás? —dijo—. Dices tonterías.
La mujer se echó a reír, pero aquella risa no gustó a Valia; se veía bien que no tenía gana alguna de reír y que lo hacía a propósito para engañarle.
Durante algún tiempo estuvieron los dos callados,
—¿Sabes ya leer? ¡Eso es bueno!
Él no respondió.
—¿Qué es lo que lees?
—¡La historia del rey Bova! —contestó con una -serena dignidad y con un respeto evidente para el ¡gran libro.
—¡Ah! Eso debe de ser muy interesante. Cuéntame esa historia, te lo ruego —pidió humildemente la mujer.
Y había de nuevo algo falso en aquella voz, a la que ella procuraba dar las notas dulces que tenía la de mamá, pero que aun así era aguda y desagradable. Había igualmente algo falso en todos sus movimientos. Se colocó mejor sobre la silla y aun extendió el cuello preparándose a escuchar atentamente a Valia; pero cuando éste, de mala gana, se puso a contar la historia, ella se abismó en sus pensamientos y quedó sombría como una linterna apagada. Valia se ofendió por sí mismo y por el rey Bova; pero queriendo ser galante acabó la historia apresuradamente.
—¡Eso es todo! —dijo.
—Pues bien, hasta la vista, mi querido niñito —dijo la extraña mujer, empezando de nuevo a apretar sus labios contra el rostro de Valia—. Pronto volveré otra vez. ¿Estarás contento de verme?
—Sí, vuelve si quieres —contestó él galantemente. Y con la esperanza de que se fuera antes—: ¡Muy contento!
Se marchó. Pero tan pronto como Valia encontró en el libro la palabra en que había quedado vio entrar a mamá. Le miró y se echó a llorar también. Que la otra mujer llorara se comprendía: probablemente lamentaba ser tan desagradable y enojosa; pero ¿por qué lloraba mamá?
—Oye —le dijo a mamá con aire pensativo—: Aquella mujer me ha disgustado terriblemente. Dice que es mi mamá. ¡Como si un muchacho pudiera tener dos mamás a la vez!
—No, querido, eso no pasa nunca, pero te ha dicho la verdad: es verdaderamente tu mama.
—Y tú, ¿qué es lo que eres?
—Yo soy tu tía.
Este fue un descubrimiento inesperado, pero Valia le recibió con una indiferencia imperturbable: si se empeñaba en ser su tía, ¿por qué no? Le daba absolutamente lo mismo. Las palabras no tenían para él la importancia que para las personas mayores. Pero su ex mamá no lo comprendía y se puso a explicarle cómo era que antes había sido su mamá y ahora no era más que su tía.
—Hace mucho tiempo, mucho tiempo, cuando tú eras todavía muy pequeño...
—¿Así? —y levantó su mano a veinte centímetros de la mesa.
—No, todavía más pequeño.
—¿Como nuestro gatito? —preguntó Valia lleno de alegría.
Hablaba de su gato blanco que le habían dado recientemente y que era tan pequeño que se colaba fácilmente, con sus cuatro patitas, en un platillo.
—Sí.
Tuvo una risa feliz, pero en el mismo instante tomó su aire grave habitual y con la condescendencia de un hombre que se acuerda de las faltas de su juventud observó:
—¡Qué mono debía ser yo entonces!
Pues bien, cuando él era aún pequeño y mono, corno su gatito, aquella mujer le había llevado allí y le había regalado para siempre... igual que a un gatito. Y ahora, cuando ya era grande e inteligente, le quería recobrar.
—¿Quieres irte a tu casa? —preguntó la ex mamá. Y se puso roja de alegría cuando Valia dijo resueltamente y con aire grave:
—No, no me gusta.
Y se puso a leer de nuevo.
Valia creía terminado el incidente, pero se engañaba. Aquella mujer extraña, de rostro lívido como si le hubieran chupado toda su sangre, llegada no se sabe de dónde y luego desaparecida otra vez, perturbó toda la casa, expulsó de ella la tranquilidad y la llenó de angustia sorda. Mamá-tía lloraba frecuentemente y preguntaba a Valia si quería abandonarla; papá-tío se pasaba sin cesar la mano sobre el cráneo calvo, levantándose sus crasos cabellos blancos, y cuando mamá no estaba delante le preguntaba también si quería ir a casa de aquella mujer.
Una noche, cuando Valia estaba ya en la cama, pero sine dormirse todavía, el ex papá y la ex mamá hablaban de él y de aquella mujer extraña. El ex papá hablaba con una voz baja y enfadada que hacía temblar ligeramente los cristales azules y rojos de la gran araña.
—¡Estás diciendo sandeces, Nastasia Filipovna! No tenemos el deber de devolver el niño. En interés suyo no le tenemos. No se sabe de qué vive esa mujer desde que fue abandonada por... aquel... ; en fin, yo te digo que el niño perecería en casa de aquella mujer.
—Pero ella le ama, Grischa.
—¿Y nosotros no le amamos? Razonas de una manera extraña, Nastasia Filipovna. Se diría que querías desembarazarte del niño.
—¿No te da vergüenza decir eso?
—Te pido perdón. Reflexiona fríamente, tranquilamente. Una mujer cualquiera echa al mundo un niño y para desembarazarse de él lo regala; después vuelve y declara: «puesto que mi amante me ha abandonado, me aburro y quiero recobrar el niño. Puesto que no tengo bastante dinero para frecuentar los teatros y los conciertos, me voy a divertir con mi niño...» No, de ningún modo. Se engaña usted, señora. No lo tendrá.
—Te equivocas, Grischa: sabes bien que está enferma, abandonada de todo el mundo...
—¡Ah, Nastasia Filipovna! ¡Un santo perdería la paciencia contigo! Pero tú olvidas que se trata del porvenir del niño. O quizá eso te importa poco, que sea un hombre honrado o se haga un canalla. Y yo estoy seguro que en casa de esa mujer se hará un pícaro, un ladrón, un canalla y... un canalla.
—¡Grischa!
—No, te lo ruego. ¡Me pones fuera de mí! Hallas siempre un placer en decir sandeces. «Está abandonada de todo el mundo...» Y nosotros, ¿no estamos solos? ¡No, no tienes razón! ¿Por qué diablos me habré casado contigo? Te baria falta por marido un verdugo...
La mujer, que no tenía corazón, se echó a llorar. El marido le pidió perdón, demostrándole que había que ser bestia como un asno para hacer caso de las palabras de un idiota como él. Poco a poco ella se tranquilizó y preguntó:
—¿Y qué dice M. Talonsky?
Él se enfadó de nuevo.
—Pero ¿quién te había dicho que es inteligente? ¿Sabes lo que me ha declarado? Que todo depende del punto de vista del tribunal... ¡Vaya un descubrimiento! ¡Como si nosotros no supiéramos sin él que todo depende del tribunal! Naturalmente, él no tiene-, mucho que perder: pronunciará un discurso ante lose jueces y hasta la vista... ¡Ah si yo tuviera autoridad, ya les ajustaría bien las cuentas a todos esos bribones de abogados!
En este momento mamá cerró la puerta del comedor y Valia no oyó el fin de la conversación. Permaneció aún mucho tiempo sin dormir en su lecho, rompiéndose la cabecita por comprender quién era aquella mujer extraña que quería llevársele y perderle.
Al día siguiente esperó toda la mañana a que la tía —así llamaba ahora a la ex mamá— le preguntara si quería irse a casa de su madre. Pero no se lo preguntó. El tío tampoco le preguntó nada, pero ambos miraban a Valia como si estuviera gravemente enfermo y en vísperas de morir, acariciándole y comprándole grandes libros con láminas de colores.
La mujer extraña no vino más, pero a Valia le parecía que le estaba espiando detrás de la puerta y en cuanto atravesara el umbral le cogería y lo llevaría a un lugar negro y horrible, lleno de monstruos malos que escupirían fuego. Por ]a noche, cuando el ex papá trabajaba en su despacho y la mamá hacía media,. Valia leía sus libros, en los que las líneas se habían hecho más pequeñas y menos espaciadas. Reinaba un silencio que cortaba el ruido de las páginas vueltas o la tos del ex papá que llegaba de su despacho. La lámpara con pantalla azul proyectaba su luz sobre el tapete de terciopelo, pero los rincones de la alta habitación permanecían envueltos en las tinieblas misteriosas. Allí en aquellos rincones había grandes tiestos de flores de hojas y raíces fantásticas que trepaban hacia fuera y semejaban serpientes luchando entre sí. A Valia le parecía que entre ellas se movía alguna cosa grande y negra.
Seguía leyendo. Ante sus ojos pasaban bellas imágenes tristes que evocaban la piedad y el amor, pero aun con más frecuencia el miedo. Valia compadecía a la pobrecita hada del mar que amaba tanto al hermoso príncipe que abandonó por él a sus hermanas y el océano profundo y tranquilo; pero el príncipe no sabía nada de aquel amor, porque el hada del mar era muda, yse casó con una alegre princesa; se festejaba la boda: la música tocaba sobre el bajel y todas sus ventanas estaban profusamente iluminadas cuando la pequeña hada del mar se arrojó, buscando la muerte, en las ondas obscuras y frías. ¡Pobrecita hada del mar, tan dulce, tan triste, tan buena!...
Pero con más frecuencia aún Valia veía hombres monstruosos horriblemente malos. Volaban hacia alguna parte, en la noche negra, con sus alas agudas; el aire silbaba sobre sus cabezas, y sus ojos brillaban como carbones encendidos. Los rodeaban otros monstruos y pasaba algo horrible: una risa cortante como un cuchillo, largos gemidos lastimeros, vuelos curvos como los de los murciélagos, danzas salvajes a la luz lúgubre de las antorchas, cuyas lenguas de fuego estaban envueltas en nubes rojas de humo; sangre humana y cabezas de muertos blancas con barbas negras... Todo esto eran fuerzas tenebrosas y terriblemente malas que procuraban perder al hombre, espectros malévolos y misteriosos. Llenaban la atmósfera, se escondían entre las flores, cuchicheaban entre sí y señalaban a Valia con el dedo. Le espiaban a través de las puertas de un cuarto obscuro, reían yesperaban a que se acostara para cernirse sobre su cabeza. Miraban desde el jardín por las ventanas negras y lloraban lastimeramente con el viento.
Y todas estas fuerzas malvadas, terribles, tomaban la forma de la mujer que había venido a ver a Valia. A la casa venían muchas personas, y Valia no se acordaba de sus rasgos; pero el rostro de aquella mujer se había grabado en su memoria. Era largo, delgado, amarillo como el de un muerto ytenía una sonrisa engañosa, fingida, que dejaba dos arrugas profundas en los extremos de la boca. Si esta mujer le cogiera, Valia se moriría.
—Escucha —dijo una vez Valia a su tía, fijando en ella su mirada, que cuando hablaba se clavaba siempre en los ojos de su interlocutor—. Escucha: ya no te voy a llamar tía, sino mamá... como antes. Es una tontería que esa otra mujer sea mi mamá. Mi mamá eres tú y no ella.
—¿Por qué? —preguntó roja de alegría como una joven a la que acaba de decir un galanteo.
Pero junto a la alegría tenía también miedo por Valla. Se había hecho tan raro, tan tímido... Tenía hasta miedo de dormir solo como había sido su costumbre hasta entonces. Con frecuencia lloraba y soñaba durante la noche.
—¿Por qué? —repitió.
—No te lo podría decir. Pregúntalo más bien a papá. Él también es mi papá y no mi tío —dijo resueltamente.
—No, mi pequeño Valia; era verdad: aquella mujer es tu mamá.
Valia reflexionó un poco y respondió, imitando al tío:
—¡Encuentras siempre un placer en decir sandeces!
Nastasia Filipovna rió. Pero antes de acostarse habló largamente con su marido, que gruñó como un tambor turco, tronó contra los abogados y las mujeres que abandonan a sus hijos y después los dos fueron a ver cómo dormía Valía. Contemplaron largo rato al muchacho dormido. La llama de la bujía que Gregorio Aristarjovich llevaba en la mano oscilaba y daba al rostro del niño, blanco como la almohada en que descansaba su cabeza, un aspecto fantástico. Parecía que sus ojos negros, de largas pestañas, miraban severamente exigiendo una respuesta y amenazando con grandes desgracias, mientras sus labios conservaban una sonrisa extraña, irónica. Se diría que misteriosos y malévolos espectros se cernían sin ruido sobre aquella cabeza de niño.
—¡Valia! —dijo en voz baja Nastasia Filipovna asustada.
El niño suspiró profundamente, pero no se movió, como si estuviera encadenado por un sueño de muerte.
—¡Valia, Valia! —repitió el marido con voz trémula.
Valía abrió los ojos, los cerró y los volvió a abrir de nuevo y saltó sobre sus rodillas, pálido y asustado. Echó sus delgados brazos desnudos, como un collar de perlas, alrededor del cuello de Nastasia Filipovna, escondiendo la cabeza en su pecho, y cerrando bien los ojos, como si temiera que se abrieran ellos solos, susurró:
—¡Tengo miedo, mamá! ¡No te vayas!
Fue una mala noche. Cuando Valla se quedó al fin dormido tuvo un acceso de asma; se ahogaba, y su pucho, blanco y grueso, se alzaba y se bajaba bajo las compresas de hielo. No se calmó hasta el alba, y Nastasia Filipovna se fue a dormir con el pensamiento de que su Marido no sobreviviría a la separación del niño.