Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич 24 стр.


Después de un consejo de familia en el que se decidió que Valia debía leer lo menos posible y ver a otros niños con más frecuencia, se empezó a traer a la casa muchachos y muchachas. Pero Valia no quería a aquellos niños brutos, escandalosos, alborotadores ymal educados. Rompían las flores, desgarraban los libros, saltaban por encima de las sillas, se pegaban como monitos a quienes se hubiera abierto la jaula. Valia, grave y pensativo, los miraba con una extrañeza desagradable; iba donde Nastasia Filipovna yle decía:

—¡Lo que me cargan! ¡Me gusta más estar contigo!

Por las noches leía de nuevo, y cuando Gregorio Aristarjovich, furioso porque se diera a leer a los niños aquellas historias diabólicas, trataba dulcemente de quitarle el libro, Valia, sin decir nada, pero resueltamente, apretaba el libro contra sí. El otro acababa por dejarle y se ponía a reprochar amargamente a su mujer:

—¡A eso se llama educar un niño! No, Anastasia Filipovna; tú estarás, quizá, en tu puesto educando gatitos; pero niños no. Le has mimado tanto que ni siquiera te atreves a quitarle el libro. No hay más que decir; ¡una gran educadora!

Una mañana, estando Valía en el comedor con Nastasia Filipovna, entró Gregorio Aristarjovich como un rayo. Tenía el sombrero caído sobre la nuca y el rostro cubierto de sudor. Desde el umbral de la puerta gritó regocijado:

—¡Hemos ganado el pleito! ¡Hemos ganado!

Los brillantes de las orejas de su mujer temblaron y dejó caer sobre el plato el cuchillo que tenía en la mano.

—Pero ¿es de veras? —le preguntó sofocada por la emoción.

Su marido puso el gesto serio para inspirar más confianza, pero un instante después olvidaba su intención y se echaba a reír alegremente. Luego, comprendiendo que el momento era demasiado solemne para reír, se puso grave, cogió una silla, colocó al lado su sombrero y se aproximó a la mesa con la silla. Después de mirar severamente a su mujer guiñó un ojo a Valia, y entonces solamente empezó a hablar:

—Afirmaré siempre que Talonsky es un abogado genial. Ese no permite que se la den... ¡Oh no, honorable Nastasia Filipovna!

—Así, pues, ¿es verdad?

—¡Tú siempre escéptica! ¿No te lo estoy diciendo?

El tribunal ha desestimado la petición de Akimova. Y señalando a Valia, añadió con un tono oficial: —Y la han condenado a pagar las costas.

—¿Esa mujer no me llevará ya?

—¡Ya lo creo que no! ¡Ah! Mira: te he comprado libros...

Se dirigía al vestíbulo a buscar los libros cuando un grito de Nastasia Filipovna le detuvo en seco: Valia se había desmayado y reclinaba su cabeza en el respaldo de la silla.

La felicidad reinó de nuevo en la casa. Como si un enfermo grave que hubiera habido en ella se hubiera restablecido por completo, todo el mundo respiraba alegremente. Valia no tuvo ya relaciones con espectros malévolos, ycuando los monitos venían a verle era el más emprendedor de ellos. Pero hasta en los juegos fantásticos ponía su seriedad habitual, y cuando jugaba a los pieles rojas creía deber suyo ponerse completamente desnudo y teñirse desde la cabeza hasta los pies. En vista del carácter serio que iban tomando los juegos, Gregorio Aristarjovich pensó si debía tomar parte en ellos. Como oso demostró un talento mediocre; pero tuvo un gran éxito, muy merecido, en el papel de elefante de las Indias. Y cuando Valia, silencioso y severo como un verdadero hijo de la diosa Cali, se sentaba sobre sus hombros y golpeaba suavemente con un martillito su cráneo calvo, parecía verdaderamente un principillo oriental que reina despóticamente sobre los hombres y los animales.

Talonsky procuraba insinuar a Gregorio Aristarjovich que Akimova podía pedir la revisión del pleito por el tribunal de casación y que este nuevo tribunal podía decidir de otra manera; pero a Gregorio Aristarjovich no le cabía en la cabeza que tres jueces pudieran anular el veredicto pronunciado por otros tres jueces, puesto que las leyes son las mismas. Cuando el abogado insistía, Gregorio Aristarjovich se enfadaba y se servía de un argumento supremo:

—Pero ¿no es usted el que nos defenderá ante el nuevo tribunal? Entonces no hay nada que temer. ¿No es verdad, Nastasia Filipovna?

Ella reprochaba dulcemente al abogado sus dudas yel otro sonreía. A veces se hablaba de aquella mujer que había sido condenada a pagar las costas y se la llamaba siempre «pobre». Desde que no se podía ya llevar a Valia no inspiraba a éste aquel miedo secreto que envolvía su rostro como un velo misterioso y desfiguraba sus rasgos. En la imaginación de Valia era ya una mujer como todas las demás. Oía decir frecuentemente que era desgraciada y no podía comprender por qué; pero aquella pálida faz de la que parecía que habían chupado toda la sangre se hacía para él más simple, más natural y comprensible. La «pobre mujer», como se calificaba, comenzaba a interesarle; se acordaba de las otras pobres mujeres, de las que había leído en sus libros, y experimentaba hacia ella una piedad mezclada con ternura tímida. Se la figuraba sola en una habitación negra, llena de miedo y llorando sin cesar como lloraba el día de su visita. Hasta lamentaba haberle contado tan mal entonces la historia del rey Boya...

Se vio que tres jueces podían no estar de acuerdo con lo que habían decidido otros tres jueces: el tribunal de casación anuló el veredicto del tribunal anterior y la madre de Valia adquirió el derecho de llevárselo a su casa. El Senado confirmó el veredicto del tribunal de casación.

Cuando aquella mujer vino a llevarse a Valia, Gregorio Aristarjovich no estaba en casa: se había acostado en la cama de Talonsky, enfermo de rabia y de dolor. Nastasia Filipovna se había encerrado en su cuarto con Valia, que estaba ya dispuesto para el viaje. La criada condujo a Valia adonde le esperaba su madre, que estaba en el salón. Llevaba Valia una corta pelliza y zuecos demasiado altos que embarazaban sus movimientos; un gorro de piel cubría su, cabeza. Debajo del brazo llevaba el libro que contenía la historia de la pobrecita hada del mar. Su rostro estaba pálido y su mirada era seria.

La mujer alta y delgada le estrechó contra su mantón usado y se enjugó las lágrimas.

—¡Cómo has crecido, mi pequeño Valia! Estás desconocido —bromeó con una triste sonrisa.

Valia, después de ajustarse su gorro de piel, la miró, no a los ojos como tenía por costumbre, sino a la boca. Esta boca era demasiado ancha, pero de dientes finos; las dos arrugas que Valia había notado cuando la primera visita de su madre estaban en su sitio, en los extremos de la boca, pero se habían hecho aun más profundas.

—¿No te enfadas conmigo? —le preguntó.

Pero Valia repuso simplemente:

—Ea, vámonos.

—¡Mi pequeño Valla! —se oyó en el cuarto donde se hallaba Nastasia Filipovna.

Apareció en el umbral con los ojos henchidos de lágrimas y los brazos extendidos; se lanzó hacia el niño, se arrodilló ante él yle puso la cabeza sobre el hombro. No decía nada; solamente los brillantes temblaban en sus orejas.

—¡Vamos, Valla! —dijo severamente la mujer alta cogiéndolo del brazo—. Nuestro sitio no está entre gentes que han martirizado tanto a tu madre... ¡Sí, martirizado!...

Se sentía el odio en su voz seca. Le hubiera ocasionado placer haber dado con el pie a la otra mujer, que permanecía arrodillada junto a Valia.

—¡No tienen corazón! ¡Querían quedarse con mi único hijo! —dijo con cólera y tiró de Valia hacia sí.

—¡Vamos, no seas corno tu padre, que me abandonó!

—Sea usted para él una buena madre —gimió Nastasia Filipovna.

Los trineos avanzaban suavemente y sin ruido llevándose a Valía de la casa tranquila con sus bonitas flores, su mundo misterioso de bellos cuentos, infinito y profundo como el océano; con sus ventanas, cuyos cristales estaban sombreados por las ramas de los árboles. Pronto la casa se perdió en la masa de las (lemas cesas, parecidas como letras, y Valía no volvió a verla. Le pareció que atravesaban un río cuyas orillas estaban formadas por filas de linternas encendidas, tan próximas las unas a las otras como las perlas de un hilo. Pero cuando se acercaban a aquellas linternas, las perlas sé espaciaban, separadas por intervalos obscuros, mientras que tras ellos formaban un solo hilo iluminado. Le parecía entonces a Valia que no avanzaban y permanecían en el mismo sitio. Todo cuanto le rodeaba se convertía para él en un cuento de hadas: él mismo, aquella mujer que era su madre y le apretaba contra sí con su mano negra, y todo lo demás que veía.

Tenía fría la mano en que llevaba el libro, pero no quiso pedir a su madre que le desembarazara de él.

Hacía calor en la pequeña habitación sucia donde se condujo a Vana. En un rincón, junto a una cama grande, había otra pequeña; hacía mucho tiempo que Valia no dormía en camas semejantes.

—¿Tienes frío? Espera, vamos a tomar el té. ¡Qué encarnadas tienes las manos!... Bien; ya estás aquí con tu mamá. ¿Estás contento? —preguntó con la sonrisa mala de una persona a quien se hubiera obligado toda su vida a reír bajo los golpes de los palos.

Valia, con una franqueza que a él mismo le asustó, dijo tímidamente:

—No.

—¿No? ¡Y yo que te había comprado juguetes! Mira allí, en la ventana.

Valia se acercó a la ventana y se puso a examinar los juguetes. Había Miserables caballos de cartón con piernas feas y gruesas; un clowncon un gorro encarnado, gran nariz, y cara atontada y sonriente; delgados soldados de plomo que, habiendo levantado una pierna, quedaron en esta postura para siempre.

Hacía mucho tiempo que Valía no se divertía con juguetes: le eran completamente indiferentes; pero, por cortesía, no lo dio a entender su madre.

—Sí, son bonitos esos juguetes.

Pero ella había notado la mirada que elniño había dirigido a la ventana, yle dijo, con la misma sonrisa desagradable y falsa:

—Ya ves, querido mío; yo no sabía lo que te gustaba. Además hacía ya mucho tiempo que te los había comprado.

Valia calló no sabiendo qué responder.

—¡Estoy sola, Valía; sola en el mundo! No tengo a nadie a quien pedir consejo... Creí que te gustarían.

Valia seguía callado. De pronto ella se echó a llorar con lágrimas ardientes que se precipitaban unas tras otras y se arrojó sobre la cama, que produjo un ruido lastimero. Por debajo de su falda se veía un pie calzado con una bota grande y usada. Apretándose con una mano el pecho ylas sienes con la otra fijaba una mirada triste y repetía sin cesar:

—¡No le ha gustado! ¡No le ha gustado!

Valía con paso firme se acercó al lecho, puso su manita roja sobre la gran cabeza huesosa de su madre y dijo, con el aire grave habitual en él:

—¡No llores, mamá! Yo te querré mucho. Los juguetes no me interesan; pero te querré mucho. Voy leerte la historia de la pobrecita hada del mar, ¿quieres?...

Bribón

I

No pertenecía a nadie. No tenía nombre y nadie podía decir dónde pasaba el largo invierno ni de qué se alimentaba. Cuando quería aproximarse a las casas otros perros hambrientos como él, pero orgullosos de pertenecer a aquellas casas, le expulsaban sin piedad. Cuando empujado por el hambre o por la necesidad instintiva de encontrarse entre seres vivientes hacía su aparición en la calle, los chicos le tiraban palos y piedras y las personas mayores le perseguían con gritos de maldad y silbidos terribles. Presa de terror corría de un lado para otro, tropezaba contra las vallas y contra los hombres; por fin llegaba al extremo de la aldea y se escondía en un jardín desierto, en un rincón que él sólo conocía. Allí lamía con su lengua las heridas recibidas, y su miedo, su desconfianza de los hombres iba en aumento constante.

Una sola vez le habían demostrado piedad. Era un aldeano borracho que acababa de abandonar la taberna. Amaba y perdonaba a todo el mundo y balbuceaba algo de las personas de buen corazón. Se apiadó de la suerte del pobre perro, sobre el cual había caído su mirada por casualidad.

—¡Chucho! —le llamó, aplicándole el nombre que se da atodos los perros—. ¡Ven acá, chucho; no tengas miedo!

El perro tenía muchas ganas de acercarse, daba señales de cariño con su cola, pero no se atrevía.

—¡Ven acá, ea, tonto! ¡A fe mía que no te haré daño!

Pero en tanto que el perro, vacilante y acelerando el balanceo de su cola, se acercaba a pasitos cortos, el humor del borracho cambió súbitamente. Recordó todo el mal que le habían hecho las personas de bien ysintió disgusto y cólera. Y cuando el perro se prosternó ante él sobre el lomo le dio un fuerte puntapié en las costillas.

—¡Largo de aquí, cochino animal!

El perro lanzó un aullido provocado más bien por la sorpresa y por la decepción que por el dolor. El campesino, tambaleándose, se fue a su casa; allí pegó cruelmente y por largo rato a su mujer e hizo pedazos la toquilla nueva que le había regalado la semana pasada.

Desde aquel día el perro desconfiaba de los hombres que manifestaban deseos de acariciarle, y con el rabo entre piernas huía a todo correr. A veces hasta intentaba morder y había que echarle a palos o a pedradas.

Durante el último invierno se instaló bajo la terraza de una casa de campo desierta que no tenía guarda, y él mismo se convirtió en guarda voluntario: por la noche se ponía delante de la casa y ladraba con todas sus fuerzas. Luego se echaba bajo la terraza y gruñía furiosamente, pero en este gruñido se notaba satisfacción y orgullo de sí mismo.

La noche de invierno era terriblemente larga. Las negras ventanas de la casa desierta miraban tristemente al jardín inmóvil cubierto de nieve y de hielo. A veces una lucecita azul se reflejaba en las ventanas: era una estrella descendente o un rayo de Luna que caían sobre los cristales.

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