—¡Tiene una manera de decir las cosas ese Semenio Nicolayevich! Es tan conmovedor, que le parte a uno el corazón.
Sollozó levemente y continuó:
—Había una vez —dijo Semenio Nicolayevich—, había una vez un chantre... Había una vez...
Las lágrimas le cortaron la palabra. Luego de haberse acostado, susurró con voz ahogada:
—Ese buen Semenio Nicolayevich ha contado toda mi vida. Cómo viva en la miseria mientras no era más que ayudante del chantre... todo... No ha olvidado tampoco a mi mujer... Que el buen Dios se lo recompense... ¡Era tan emocionante, tan emocionante! Como si yo estuviera ya muerto y se me hiciera la despedida... Había una vez un chantre... Había una vez...
Al oírle hablar de esta manera, todos comprendieron que no tardaría en morir. Era tan evidente como si la muerte estuviera ya allí, a su cabecera, Parecía que su cama estuviera ya envuelta en un frío de tumba. Y cuando calló, tapándose la cabeza con la sábana, el estudiante se frotó nerviosamente las manos, que se le habían quedado heladas. Lorenzo Petrovich soltó una risa brutal y comenzó a toser.
Los últimos días, Lorenzo Petrovich estaba muy turbado y volvía la cabeza sin cesar hacia el cielo azul, que se vislumbraba por la ventana. Ya no permanecía inmóvil, como antes: agitábase en el lecho y se enojaba con los compañeros enfermos. Manifestaba su mal humor hasta con el doctor. Este era un hombre bueno, de gran corazón, y una vez le preguntó con afecto:
—¿Qué tiene usted?
—¡Me aburro! —contesto Lorenzo Petrovich, con el tono de un niño enfermo, cerrando los ojos para disimular sus lágrimas.
Aquel día anotaron en el diario donde se inscribía la temperatura, así como todo el curso de la enfermedad: "El enfermo se aburre".
El estudiante seguía recibiendo las visitas de la joven a quien amaba las mejillas de la bien amada estaban teñidas de un color vivo cuando llegaba de la calle, y era agradable, y también un poco triste, el mirarla.
—¡Mira qué calor tengo en las mejillas! —decía acercando el rostro a los ojos de Torbetsky.
Este miraba, mas no con los ojos: miraba con los labios, larga y fuertemente, pues se encontraba mucho mejor e iba recuperando fuerzas. Ya no se preocupaba de la presencia le los otros enfermos, y se besaban sin recato. El chantre volvía delicadamente la cabeza; pero Lorenzo Petrovich no fingía ya que dormía, y miraba a los amantes con provocación y burlonamente. Y ellos querían al chantre, y no querían a Lorenzo Petrovich.
El sábado, el chantre recibió una carta de su familia. Hacía una semana que la esperaba. Todos sabían que la esperaba, y participaban de su inquietud. Alegre y activo ya, recorría las salas mostrando la carta, recibiendo felicitaciones y dando las gracias. Todos sabían, desde hacía mucho tiempo, que su mujer era muy alta: pero aquella vez contó un nuevo detalle, inédito hasta entonces:
—¡Cómo ronca mi mujer! Cuando duerme, se le puede pegar con una maza, que no despertará: ¡Sigue roncando! ¡Lo mismo que un granadero!
Frunciendo maliciosamente las cejas, añadió con orgullo:
—Y esto, ¿a que no la habéis visto? ¿Eh?...
Enseñaba un extremo del papel sobre el cual se veían los contornos irregulares de una mano de niño, en medio de la cual había una inscripción: "Tosia te envía sus saludos". La manita, antes de ponerse sobre el papel, estaba, probablemente, muy sucia; por lo menos había dejado manchas en la carta.
—¡Es mi hijo! ¡Es la mar de travieso! No tiene más que cuatro años; pero ¡es tan inteligente, tan inteligente! ¡Ha puesto su manita el picarillo!...
Retorciéndose de risa, se golpeaba las rodillas con las manos. Su cara tomaba por un instante el aire de un hombre sano; al mirarle no se diría que sus días estaban contados. Hasta su voz se volvía robusta y sonora cuando se ponía a cantar su cántico religioso favorito.
Aquel mismo día llevaron a la sala de conferencias a Lorenzo Petrovich. Se puso agitadísimo, temblorosas las manos y con una sonrisa aviesa en los labios. Rechazó coléricamente al enfermero, que le quería ayudar a desnudarse, se acostó y cerró los ojos. Pero el chantre esperaba, impaciente, a que los volviera a abrir y, al llegar este momento comenzó a asaetear con preguntas a su vecino sobre lo que había ocurrido en la sala de conferencias.
—Es emocionante, ¿verdad? Probablemente han dicho: "Había una vez un comerciante..."
Lorenzo Petrovich, enfurecido, lanzó al chantre una mirada de desprecio, volvióle la espalda y de nuevo cerró los ojos.
—No te envenenes la sangre —prosiguió el chantre—. Pronto curaras, y todo irá bien.
Echado de espaldas, contempló pensativo el techo, donde se veía un rayo de sal venido no se sabe de dónde. El estudiante había salido a fumar. En la sala reinaba silencio, roto de vez en cuando por la respiración lenta de Lorenzo Petrovich.
—Sí, padrecito —decía rebosante de alegría el chantre—. Si por casualidad te encontraras en nuestro pueblo, ven a verme. No está a más de cinco kilómetros de la estación. Cualquiera a quien preguntes, te llevará a mi casa. Ven a verme: te recibiré como a un rey. Tengo allí una, sidra deliciosa, de una dulzura incomparable.
Suspiró y, tras breve pausa, siguió:
—Antes de entrar en mi casa, visitaré el monasterio, la catedral. Luego me llevaré bien en los famosos baños de vapor... ¿Cómo se llaman?...
Lorenzo Petrovich seguía callado, y. era el mismo chantre quien se respondía:
—Baños del Comercio... Luego iré a mi casa...
Se calló, contentísimo. Durante unos instantes no se oyó más que la respiración irregular de Lorenzo Petrovich, que parecía la de una locomotora en una vía de reserva. Y antes de que el cuadro de felicidad próxima imaginada por el chantre desapareciera de sus ojos, oyó palabras terribles; terribles, no sólo por su sentido, sino también por la maldad y rudeza con que fueron pronunciadas,
—Dio es a tu casa sino al cementerio adonde irás —dijo Lorenzo Petrovich.
—¿Como, padrecito? —preguntó el chantre, sin comprender.
—¡Digo que es el cementerio lo que te espera!
Volvióse hacia el chantre para que le oyera mejor, para que ni una sola de aquellas palabras crueles se perdiera, y agregó;
—O puede ser que te descuarticen aquí mismo, para mayor gloria de la ciencia, y para instruir a los estudiantes...
Y soltó una risa larga y siniestra, malévola.
—Pero vamos, padrecito, ¿qué es lo que dices? —balbució el chantre.
—Digo que aquí tienen una manera chusca de enterrar a los muertos: primero, cortan al desgraciado un brazo, y le entierran; luego una pierna, y la entierran igualmente, y así sucesivamente. Si el difunto no tiene suerte, su entierro puede prolongarse todo un año.
El chantre miró con horror a su interlocutor, que siguió diciendo palabras horribles y repugnantes por su cinismo:
—En verdad, pobre chantre, me sorprendes: a pesar de tu edad avanzada, eres ingenuo como un santo. Trazas proyectos para el futuro. Tienes intención de visitar el monasterio, la catedral; hablas de tu manzano y, sin embargo..., no tienes más que una semana de vida...
—¿Una semana?
—Sí, mi viejo; nada más. No soy yo quien te lo dice: son los médicos mismos quienes lo afirman. Ayer, cuando tú no estabas aquí, les oí hablar entre ellos... Creían que yo dormía. "Nuestro chantre es cosa acabada —dijeron no tiene más que una semana de vida..."
—¿Nada más que una semana? —balbució el desventurado chantre, con voz apenas comprensible.
—Nada más, mi viejo. La muerte no esperará: no. tiene piedad.
Y, alzando su enorme puño, agregó, después de mirarle un instante:
—¡Mírale! Es forzudo, ¿eh? Podría matar a un hombre y, sin embargo...
Yo también... ¡Sí, yo también! ¡Ah, mi pobre chantre, qué tonto eres! "¡Visitaré el monasterio, la catedral!" No, viejo; ya no visitarás nada...
El rostro del chantre se había tornado amarillo. No podía ni hablar, ni llorar, ni gemir. Silencioso, dejó caer la cabeza sobre la almohada y, esquivando la luz del día, tapóse la cara con la sábana.
Pero Lorenzo Petrovich no tenía ganas de callarse, como si aquellas palabras crueles le hicieran un bien. Y con hipócrita bondad, continuó:
—Sí, padrecito; una semana nada más. No tendrás tiempo de ir a los baños del Comercio. Quizá te pongan un baño caliente en el infierno... Es lo más probable...
En este momento entró el estudiante, y Lorenzo Petrovich calló. Tapóse también la cabeza con la sábana, pero se la quitó en seguida y, mirando irónicamente al estudiante, le preguntó, con la misma hipocresía de hombre de bien y con sonrisa aviesa:
—¿Y la señorita? ¿Tampoco hoy vendrá?
—No... no se encuentra bien —respondió fríamente el estudiante.
Es una lástima. Pero, ¿qué es lo que tiene?
El estudiante no respondió. Acaso ni siquiera había oído la pregunta. Hacía tres días que no veía a la joven. El estudiante hacía como que miraba por la ventana sólo por distraerse; en efecto, espiaba la entrada del hospital con la esperanza de ver llegar a su amada. Así, pegado el rostro a los vidrios, nervioso, tan pronto desesperado como abrigando una esperanza, pasaba las horas. Cansado, pálido, tomó un vaso de té y se acostó, sin reparar en el silencio inusitado del chantre, ni en la locuacidad, inusitada también, de Lorenzo Petrovich.
—¿No ha venido hoy la señorita? —inquiría el último con sonrisa siniestra.
IV
Aquella noche fue desmesuradamente larga. La lámpara eléctrica, cubierta con una pantalla, alumbraba débilmente la sala. El silencio era turbado, a veces, por los ronquidos o los gemidos de los enfermos. Una cachara cayó al suelo, y el estrépito producido fue como el de una campanilla, y vibró largo tiempo en el aire tranquilo e inmóvil.
Nadie durmió aquella noche en la sala 8; pero todos estaban quietos en sus camas y parecían dormir. Sólo el estudiante Torbetsky, no haciendo caso de los demás, se volvía de todos lados, suspirando. Por dos veces hasta salió al pasillo a fumar un cigarrillo. Al fin, durmióse con un sueño profundo, y su pecho se levantaba con plácida regularidad. Probablemente tenía sueños de dicha, pues en sus labios afloraba una sonrisa de contento. Aquella sonrisa parecía muy extraña, casi misteriosa, en el rostro de un hombre dormido.
El reloj, que estaba en el compartimiento vecino, anunciaba las tres, cuando Lorenzo Petrovich, que comenzaba a dormitar, oyó un leve sonido, tembloroso y tierno, como una canción lejana y triste. Prestó oído: el sonido se prolongó, hízose más fuerte y parecía, ahora; el llanto de un niño, encerrado en un cuarto oscuro, (pie, teniendo miedo a las tinieblas, y a la vez a los que le han encerrado, trata de reprimir sus sollozos. Lorenzo Petrovich, completamente despierto, al instante comprendió lo que pasaba: era una persona mayor, un hombre, que lloraba, sofocado, tragándose las lágrimas.
—¿Qué es eso? —inquirió asustado. Nadie le respondió.
Los sollozos cesaron. La sala se había vuelto más triste aun. Las paredes blancas estaban impasibles y frías. No había nadie a quien poderse quejar de la soledad y del miedo, y pedirle protección.
—¿Quién llora? —insistió Lorenzo Petrovich—. ¿Eres tú, chantre?
Los sollozos, que por un instante se habían como escondido muy cerca de Lorenzo Petrovich, tornaron a empezar de nuevo. Llenaron ahora la sala. La sábana que cubría el cuerpo del chantre se bajó, y la plaquita metálica adosada a la cama, tembló.
El chantre lloraba cada vez más fuerte.
Lorenzo Petrovich se sentó en la cama y, después de reflexionar un momento, bajó al suelo. Acometióle un vértigo, y le costó trabajo sostenerse sobre las piernas; parecíale que alguien hacía girar en su cerebro pesadas bolas de piedra. Su corazón latía tan fuerte como si le golpearan con un martillo desde dentro del pecho.
Acercóse, respirando con dificultad, al lecho del chantre, que estaba a un metro de distancia del suyo. Agotado por este esfuerzo, palpó con su mano el cuerpo del chantre, quien, sin pronunciar una sola palabra, le cedió un pequeño sitio para que se pudiera sentar.
—¡No llores! ¡Eso no vale la pena! —dijo Lorenzo Petrovich—. ¿Tanto temes a la muerte?
El otro se estremeció en su cama y exclamó, con voz lastimera:
—¡Ah, eso es tan!...
—¿Qué? ¿Tienes miedo?
—No, no tengo miedo... no tengo miedo... —balbució, sollozando con más fuerza aún.
—No te tienes que enfadar conmigo por habértelo dicho... Sería tonto enojarse...
—Pero si no estoy enojado. ¿Por qué había de enojarme? No eres tú quien ha llamado a mi muerte... Viene ella sola.
—Entonces, ¿por qué lloras?
Esto no era piedad: Lorenzo Petrovich quería tan sólo comprender, mirando con atención el rostro del chantre y su perilla gris, que se veían apenas en la semioscuridad
—¿Por qué lloras, pues? —insistió.
El chantre se cubrió el rostro con las manos y, balanceando la cabeza, respondió con voz lastimera:
—¡Ah, padrecito!... Es el sol lo que siento... ¡Si supieras como brilla en nuestra casa... en nuestro país!... Es algo maravilloso...