Mostrábase muy orgulloso de su título de chantre, que llevaba desde hacía tres años. Preguntaba a todos los enfermos, y a los sanos, de qué talla eran sus mujeres.
—La mía es muy alta —decía con orgullo—. Y los niños también. Verdaderos granaderos, palabra de honor.
Todo cuanto veía en torno suyo —la limpieza, la amabilidad de los médicos, las flores en el pasillo— le parecía delicioso. Tan pronto riendo como haciendo la señal de la cruz, exteriorizaba su entusiasmo a Lorenzo Petrovich:
—¡Dios mío, qué hermoso es esto! ¡Un verdadero paraíso!
El tercer enfermo de la sala era el estudiante Torbetsky. Casi nunca abandonaba la cama. Todos los días venía a verle una joven, de elevada estatura, con los ojos bajos, modestamente y de paso ligero y seguro. Esbelta y graciosa, atravesaba el pasillo con paso rápido, se sentaba a la cabecera del enfermo y permanecía allí desde las dos hasta las cuatro, hora en que las visitas debían irse y las criadas servían el té a los enfermos. A veces, hablaba con animación, sonriendo y bajando la voz. Pero se les oían algunas frases, precisamente las que ellos no hubieran querido que se oyeran: "¡Te amo!" "¡Mi dicha!", etcétera. A veces, callaban largo rato, contentándose con cambiar miradas veladas. Entonces el chantre, tosiendo, salía de la sala con aire de hombre muy ocupado, y Lorenzo Petrovich, que fingía dormir en su lecho, veía, con los ojos entreabiertos, cómo se besaban los des. Su corazón entonces latía aceleradamente y se sentía extrañamente turbado. Y le parecía que las blancas paredes sonreían tristemente.
II
La jornada en la sala principiaba temprano: cuando los primeros resplandores del alba la inundaban de una luz grisácea. A las seis servían el té a los enfermos, y lo bebían lentamente. Luego les tomaban la temperatura. Algunos enfermos, entre ellos el chantre, se enteraron, allí, por vez primera, de que tenían temperatura. Esto les parecía algo misterioso, y cuando se les ponía el termómetro ponían aire grave. El tubito de vidrio, con sus líneas negras y rojas, se convertía en objeto providencial; y, según marcara una décima más o menos, se ponían alegres o tristes. Hasta el chantre, a pesar de su habitual buen humor, se ensombrecía cuando la temperatura de su cuerpo era más baja que la que les decían que era normal.
—¡Esto es una gaita! —dijo a Lorenzo Petrovich con el termómetro en la mano y examinándole con expresión de reproche.
—Prueba el termómetro otra vez y tal vez te dé una temperatura más alta —instóle el comerciante, burlándose.
El chantre seguía el consejo, y si conseguía una décima más, se ponía alegre como unas castañuelas y le daba las gracias calurosamente por el excelente consejo.
Durante todo el día, todos y cada uno de los enfermos se preocupaba de su salud, y obedecían con exactitud cuanto los médicos les recomendaban. El chantre era el más grave: cuando cogía el termómetro o tomaba una medicina, ponía rostro severo. Cuando le daban, para analizarlos, varios vasitos, los colocaba en perfecto orden sobre su mesita de noche, cuidadosamente numerados; y como tenía mala letra, rogaba al estudiante que le escribiera los números. Reprendía paternalmente a los que descuidaban las prescripciones de los médicos, sobre todo al obeso Minayev, que estaba en la sala número 10; los médicos habían prohibido a Minayev que comiera carne, pero se la sustraía a sus vecinos de mesa y se la engullía sin masticarla.
A eso de las siete; una luz clara, que penetraba por las inmensas ventanas inundaba la sala. Había tanta claridad como en el exterior, todo brillaba: las blancas paredes, las camas, el suelo, la vasija de cobre. Rara vez se acercaba alguien a las ventanas: la calle y cuanto pasaba fuera de la clínica no existía para los enfermos.
Allí, la vida segura, su curso en toda su plenitud: el tranvía lleno de pasajeros, compañías de soldados grises, bomberos de cascos relucientes, las tiendas abrían y cerraban. Aquí, no había más que enfermos, que guardaban cama, a menudo sin fuerzas ni para volver la cabeza o paseaban con sus blusas grises, sobre el suelo encerado; aquí se sufría y se moría. El estudiante recibía todas las mañanas un periódico, pero ni él ni los demás apenas lo leían. La más pequeña irregularidad en las funciones del estómago de uno de ellos, producía más efecto que la guerra y los acontecimientos de importancia mundial.
A eso de las once venían los doctores y los estudiantes, y dedicaban horas enteras al examen minucioso de los pacientes. Lorenzo Petrovich se quedaba acostado tranquilamente, la mirada clavada en el techo, y respondía a las preguntas con tono descontento. El chantre, emocionado, charlaba por los codos, de manera incomprensible, queriendo animar a todo el mundo. De sí mismo solía decir:
—Cuando tuve el alto honor de llegar a la clínica...
De la enfermera decía:
—Cuando tuvo la bondad de purgarme...
Sabía siempre, al minuto, a qué hora se levantaba, se acostaba, se sentía mal. Cuando se marchaban los médicos, se ponía más alegre, daba las gracias, y estaba más contento si había tenido la suerte de saludar separadamente a uno de los doctores.
—¡Esto está tan bien, tan bien! —exclamaba exultante.
Y contaba, de nuevo, a Lorenzo Petrovich, que callaba, y al estudiante, que sonreía, cómo saludó primero al doctor Alejandro Ivanovivh, luego al doctor Semenio Nicolayevich.
Sus días estaban contados; su enfermedad era incurable. Pero no lo sabía y hablaba con entusiasmo del viaje que tenía proyectado a un monasterio, después de curado, y del manzano de su huerto: aquel año debía dar mucha fruta. Cuando hacía buen tiempo, y las paredes y el suelo inundados de rayos de sol, incomparable de vigor y belleza; cuando las sombras, en los lechos blancos como la nieve, eran de un azul opaco, cantaba plegarias con voz conmovida. Su voz de tenor, débil y tierna, temblaba de emoción; procuraba no le vieran los vecinos cuando se enjugaba las lágrimas que arrasaban sus ojos. Luego, aproximándose a la ventana, admiraba la gloriosa bóveda celeste, tan alejada de la tierra, tan serena en su belleza, que parecía, ella misma, un cántico divino.
—¡Sé clemente conmigo, Dios omnipotente! —rezaba el chantre—. ¡Perdóname mis pecados y dirígeme por tus senderos¡...
A horas fijas servían las comidas. A las nueve cubrían la lámpara eléctrica con una pantalla de tela azul, y en la gran sala empezaba la larga noche silenciosa.
La clínica se sumía en un sueño profundo. Solamente en el pasillo, iluminado, ante el cual quedaba la puerta abierta de la sala, velaban las enfermeras, haciendo media y hablando en voz baja, A veces, haciendo ruido con su andar pesado, cruzaba el pasillo un enfermero. Alrededor de las once morían los últimos ruidos del día, y un silencio de cripta, sensible a los más leves rumores, comienza a reinar. Este silencio captaba ávidamente todo ruido ligero, transmitiendo de una a otra sala el ronquido de los pacientes, sus toses y sus gemidos. A menudo eran ruidos engañosos, llenos de misterio, y no se sabía si era un ronquido apacible o la agonía de la muerte.
Salvo la primera noche, cuando, sumido en profundo sueño, lo olvidó todo, Lorenzo Petrovich no dormía ninguna noche, asaltado por un enjambre de pensamientos conturbadores. Con las manos cruzadas bajo la nuca, inmóvil, clavaba la mirada en la lámpara eléctrica, cubierta con una pantalla. No creía en Dios, no tenía apego a la vida y no temía la muerte. Había derrochado todas sus fuerzas vitales estúpidamente, inútilmente, sin ningún placer. Cuando todavía era joven y tenía hermosos cabellos, robaba a su amo; le pegaban cruelmente con frecuencia y odiaba a quienes le pegaban. Convertido en amo, aplastaba con su dinero a la gente baja, pobre y humilde, a la que despreciaba y a quien inspiraba odio y terror. Cuando llegaron la vejez y la enfermedad, comenzaron a robarle a su vez, y si atrapaba a alguien, le pegaba cruelmente, sin compasión. Tal era toda su vida. Estaba llena de odios y de injurias. Las chispas de amor se extinguían en aquel ambiente, dejando tras sí frías cenizas en el corazón. Ahora quisiera aislarse de la vida, encontrar el olvido. Despreciaba su propia estupidez y la de los demás. No admitía que hubiera gentes que amasen la vida, y en sus noches sin sueño volvía con frecuencia la cabeza hacia el lecho donde dormía el chantre. Examinaba largo rato los contornos de su vecino, que roncaba, y se decía, con los labios apretados:
¡Qué idiota!
Luego miraba al estudiante, que también dormía, y rectificaba:
¡Dos idiotas!
Al rayar el día, su alma se sumía en el silencio y su cuerpo hacía, dócilmente, cuanto se le ordenaba. Pero este cuerpo era cada día más débil, y se quedaba como una masa inerte sobre el lecho.
El chantre se debilitaba también. Ya no se paseaba por las salas, rara vez reía; pero cuando el sol inundaba con sus rayos la clínica, empezaba a charlar alegremente, a dar gracias al sol y a los médicos y a hablar de su manzano. Después, entonaba un cántico religioso y su rostro, enflaquecido, se tornaba más sereno y adquiría una grave expresión. Cuando acababa de cantar, se aproximaba a la cama de Lorenzo Petrovich y le contaba, otra vez, los detalles de la ceremonia de su promoción al grado de chantre.
—Me dieron un certificado enorme, así de grande —y extendía los brazos—. Y todo lleno de letras. ¡Había hasta letras doradas!
Alzaba los ojos hacia el icono, se santiguaba y añadía, con respeto para su propia persona:
—Al pie del certificado estaba el sello del mismo obispo. ¡Un sello enorme! ¡Ah, qué hermoso era todo aquello!
Reía contento y feliz, Pero cuando el sol se iba de la sala, ocultándose tras una nube gris, y todo se tornaba triste y sombrío en torno suyo, suspiraba y se metía en la cama.
III
En los campos y los jardines habla nieve todavía, pero las calles estaban despejadas. A lo largo de las casas corrían arroyuelos, formando charcos en el asfalto. El sol inundaba la sala con torrentes de luz y calentaba tanto, que obligaba a esquivar sus rayos ardientes, como en el verano. Y era difícil creer que, tras las ventanas, el aire fuera todavía húmedo y frío. A la luz solar, la sala, con su alto techo, semejaba un angosto rincón, pesado el aire, oprimido por las paredes. El ruido de la calle no penetraba por las dobles vidrieras; pero cuando se abrían las ventanas, por la mañana, la sala se llenaba de repente con los gorjeos alborotados de los gorriones. Ahogaban todos los demás sonidos; se apoderaban de los pasillos, subían las escaleras, entraban impertinentes en el laboratorio. Los enfermos, a quienes se hacía salir al pasillo, sonreían al oír los gritos de los gorriones, y el chantre murmuraba, con alegre extrañeza:
—¡Cómo alborotan los gorriones!
Pero se volvían a cerrar las ventanas, y el ruido moría tan de súbito como naciera. Los enfermos volvían presurosos a la sala, como si aun esperasen oír el eco de aquel ruido, y respiraban ávidamente el aire fresco.
Ahora se acercaban más a menudo a las ventanas, enjugando los cristales con los dedos, aunque estaban limpios. Refunfuñaban cuando les tomaban la temperatura, y no hablaban más que del porvenir. Todos se imaginaban ese porvenir tranquilo y óptimo, hasta el muchachito de la sala 11, al que llevaron a una habitación particular y había desaparecido también. Algunos enfermos le vieron cuando le transportaban sobre su cama, la cabeza hacia adelante; estaba inmóvil, y solamente sus ojos profundos miraban en torno suyo; había tanta tristeza y desespero en sus miradas, que los enfermos volvían la cabeza. Adivinaban que el muchacho había muerto; pero nadie estaba turbado ni asustado, por aquella muerte: allí, como en la guerra, la muerte era un fenómeno trivial y simple.
La muerte se llevó, casi por el mismo tiempo, a otro enfermo de la sala número 11, un viejecito vivaracho, atacado de parálisis. Se paseaba con aire despierto por la clínica, con un hombro hacia adelante, y contaba a todos siempre lo mismo: la historia de la conversión al cristianismo bajo el rey Woldemar el Santo. No se podía comprender por qué esta historia le había conmovido tan profundamente; hablaba muy bajito, de manera incomprensible, entusiasmado, agitando la mano derecha y moviendo el ojo derecho, pues tenía paralizado todo el lado izquierdo del cuerpo. Si se hallaba de buen humor, terminaba su relato con una exclamación triunfal: "¡Dios está con nosotros!" Después se iba presuroso, con una risita confusa, tapándose la cara con la mano derecha. Pero con mayor frecuencia estaba triste y melancólico, y se lamentaba de que no le pusieran un baño caliente, que le hubiera curado por completo; estaba seguro de ello. Unos días antes de su muerte, le dijeron que por la noche le prepararían un baño caliente. Durante todo el día estuvo excitado, y repetía: "¡Dios está con nosotros!" Cuando estaba en el baño, los enfermos que pasaban por allí cerca, le oyeron su voz, eufórica: contaba por última vez al vigilante la historia de la conversión de Rusia al cristianismo bajo el reinado de Woldemar el Santo.
No había grandes cambios en la salud de los enfermos de la sala S. El estudiante Torbetsky mejoraba, mientras Lorenzo Petrovich y el chantre estaban más débiles cada día. La vida y las fuerzas les abandonaban de un modo imperceptible, y no lo advertían, como si fuera cosa natural que no se pasearan ya por la sala y que estuvieran acostados todo el día.
Los doctores venían con regularidad, con sus blusas blancas, y los estudiantes examinaban a los enfermos y cambiaban impresione
Un día llevaron al chantre a la sala de conferencias; cuando regresó, estaba agitadísimo y charlaba sin cesar. Reía nerviosamente, se santiguaba, daba gracias y, de vez en cuando, se: enjugaba los ojos, que los tenía enrojecidos con un pañuelo.
—¿Por qué llora, padrecito? —inquirió el estudiante.
—¡Ah, querido, si usted hubiera visto aquello! ¡Es tan emocionante! Semenio Nicolayevich me hizo sentar en un sillón, se puso a mi lado y dijo a los estudiantes: "¡He aquí al chantre!"
En su rostro se dibujó una expresión grave; pero las lágrimas asomaron de nuevo a sus ojos y, volviendo pudorosamente la cabeza, prosiguió, diciendo: