Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич 31 стр.


—¡Vera!

El silencio respondía.

Una noche entró en el cuarto de su mujer, a la que hacía una semana que no veía; se sentó a su cabecera y, evitando su densa mirada, díjole:

—Escucha, quiero hablarte de Vera. ¿Me oyes?

Ella callaba. Entonces, levantando la voz, le habló con tono severo, como a los que venían a su casa a confesarse:

—Ya sé que tú no eres culpable de la muerte de Vera. Pero reflexiona: ¿es que yo no la quería tanto como tú? Razonas extrañamente. Sí, yo era severo; pero eso no le impedía hacer su antojo. Sacrifique mi amor propio de padre y accedí a que se marchara a Petersburgo. Pero ¿es que tú no le habías suplicado que se quedara, que renunciara a aquel viaje? No he sido yo quien la hizo tan impía. Siempre le inspiré el amor de Dios y las virtudes cristianas...

Miró a los ojos de su mujer y volvió la cabeza.

—¿Qué podía yo hacer cuando ella no nos quería decir lo que tenía? He ordenado, he suplicado, he implorado. ¿O acaso debí arrodillarme ante aquella chicuela y llorar como una vieja? ¿Sabía yo lo que ella tenía en la cabeza? ¡Hija cruel, sin corazón!

Se golpeó una rodilla con el puño.

—Era el amor lo que le faltaba. Confesemos que no me podía querer, porque yo era un tirano. Pero, ¿a ti? Ella te quería. Tú, que te humillabas ante ella, la implorabas...

Rió nerviosamente.

—¡Bien claro se ve cómo te quería! Fue por ti por lo que buscó una muerte tan atroz y vergonzosa... la muerte en el lodo, como un perro.

Su voz temblaba colérica.

—¡Me da vergüenza! —continuó—. Me da vergüenza dejarme ver en la calle. Me avergüenzo ante Dios y ante los hombres. ¡Hija cruel, indigna! Mereces ser maldita en tu tumbal...

Cuando el pope Ignacio miró a su mujer, ésta yacía desvanecida sobre el lecho. Tardó unas horas en recobrar el conocimiento, y no se sabía si recordaba las palabras de su marido.

Aquella misma noche, una noche clara y serena de julio, el pope Ignacio subió, de puntillas, al cuarto de Vera. No habían abierto la ventana desde su muerte, y el ambiente era allí cálido y seco. La luna iluminaba el suelo, los rincones y la cama blanca, con sus dos almohadas, una grande y otra pequeña.

El pope Ignacio abrió la ventana, y en la habitación entró el aire fresco, con el olor del polvo, del río próximo y del tilo en flor. Oíase una canción; probablemente cantaban en alguna barca.

Procurando no hacer ruido, acerarse al lecho, se arrodilló y dejó caer la cabeza sobre las almohadas, apoyando los labios en el sitio donde reposaba la cabeza de Vera. Permaneció largo tiempo así. Allá, en el río, la canción se había hecho más vigorosa y sonora; luego se extinguió. Siguió arrodillado, esparcidos sus cabellos por los hombros, y por el lecho.

La luna se había ocultado y el cuarto quedó sumido en oscuridad completa, El pope Ignacio levantó la cabeza y comenzó a murmurar entre dientas, con voz conmovida por amor largo tiempo contenido como si Vera pudiera oírle:

—¡Hija mía querida! ¿Comprendes el significado de esta palabra: "¡hija mía!"? Tú eres mi corazón, mi sangre, mi vida. Es tu viejo padre quien te lo dice...

Sacudían sus hombros los sollozos, y prosiguió hablando, como a un niño:

—Es tu viejo padre quien te suplica, te implora, Varita mía. El, que jamás conoció las lágrimas, llora ahora. Tu dolor es el mío, tus sufrimientos son más que míos. No son ni los sufrimientos ni la muerte lo que me asusta. Pero tú, que eras tan tierna, tan frágil, tan débil, tan mansa, tan tímida... ¿Te acuerdas, una vez, que te pinchaste tu dedito cómo llorabas a lágrima viva? ¡Nena mía querida! Bien sé que me quieres. Todas las mañanas me besas la mano. Dime por qué sufres, y yo aplastaré tu dolor con mis manos. Todavía son fuertes mis manos...

Levantó los ojos implorantes.

—¡Dilo!

Tendió los brazos como en plegaria

—¡Dilo!

Pero en la habitación reinaba un silencio profundo. Oíase, a lo lejos, el silbido prolongado de una locomotora.

El pope Ignacio se incorporó y, retrocediendo hasta la puerta, repitió, una vez más:

—¡Dilo!

Y la respuesta fue un silencio de muerte.

IV

Al día siguiente, después del solitario desayuno, fue al cementerio, por primera vez después de la muerte de Vera. Hacía calor. El cementerio estaba desierto y tranquilo, como si no fuera de día, sino de noche. El pope Ignacio caminaba erguido, y miraba serenamente en torno suyo, no queriendo comprender que no era ya el mismo, que sus piernas se hablan vuelto más débiles, que su larga barba era ya completamente blanca; como nevada.

La tumba de Vera estaba en el extremo del cementerio, donde ya no había senderos de arena. El pope Ignacio se perdía casi entre las colinas verdes, que eran tumbas abandonadas, olvidadas. De vez en cuando, veía monumentos descuidados, rejas abismadas y grandes lápidas sepulcrales, hundidas hasta la mitad en la tierra.

Una de aquellas lápidas cubría la tumba de Vera. Estaba oculta por un montecillo amarillento; pero, en torno suyo, todo verdeaba. Dos árboles mezclaban su follaje en lo alto de la tumba.

Sentado sobre una tumba vecina, el pope Ignacio miró al cielo, donde, inmóvil, estaba suspenso el disco solar, y sintió el silencio profundo, incomparable, que reina en los cementerios cuando no sopla el viento. Este silencio lo inundaba todo, traspasaba los muros e invadía la ciudad.

El pope Ignacio miró la tumba de Vera, la hierba que había crecido allí, y su imaginación se negaba a creer que allí, bajo aquella hierba, a dos pasos de él, estaba su hija. Aquella proximidad parecíale inconcebible; le turbaba profundamente. La que creía desaparecida para siempre, en las profundidades misteriosas del infinito, estaba allí, muy cerca. A pesar de eso, no existía ya ni existiría nunca. Creía que si hallara la palabra mágica, ella saldría de su tumba, bella, grande, como él la había conocido. No sólo ella, sino todos los muertos saldrían de sus tumbas.

Quitóse el sombrero negro, de anchas alas, se alzó los cabellos y susurró:

—¡Vera!

Tuvo miedo de que le hubiese oído alguien y, poniéndose de pie sobre la tumba, miró en torno suyo. No había nadie. Entonces, repitió más alto:

—¡Vera!

Su voz era dura, autoritaria y parecíale extraño que no le respondiera nadie.

—¡Vera!

Llamaba cada vez con mayor insistencia y, cuando callaba, por instantes parecía que alguien, muy bajito, le contestaba. Echóse sobre la tumba, aplicando el oído a la tierra.

—¡Vera, habla!

Y notó, con pavor, que su oído se llenaba de un frío de sepulcro que le helaba el cerebro, y que Vera hablaba con su silencio mismo. Este silencio hízose cada vez más espantoso, y, cuando el pope Ignacio alzó la cabeza, parecíale que, conturbada, vibraba toda la atmósfera, como si por encima del camposanto hubiera pasado una tempestad. El silencio le sofocaba, le hacía temblar, le erizaba los cabellos. Estremeciéndose, levantóse lentamente haciendo un esfuerzo penoso para mantenerse erecto. Sacudió el polvo de las rodillas, se puso el sombrero, hizo la señal de la cruz tres veces sobre la tumba y se marchó con paso firme. Pero no conocía el camino en los estrechos senderos.

—¡Me he perdido! —murmuro con triste sonrisa.

Detúvose un instante y, sin saber por qué, tomó la izquierda. No se atrevió a quedarse mucho tiempo allí. El silencio le empujaba; el silencio que surgía de las tumbas verdes, de las cruces grises, de los poros de la tierra llena de cadáveres.

El pope Ignacio alargó el paso. No sabía ya adónde iba, volvía por los mismos senderos, saltaba por encima de las tumbas, tropezaba con las rejas y las coronas metálicas, desgarrándose las vestiduras. No tenia, ahora, más que un solo pensamiento: salir de allí. En desorden el traje y los cabellos, huyó a todo correr. Si alguien le hubiera visto en aquel momento, se hubiera asustado más que si topara con un muerto salido de su tumba; tan crispado por el terror estaba el rostro del pope Ignacio.

Sofocado, ahogándose, ganó al fin el calvero donde estaba la iglesia del cementerio. Cerca de la puerta dormitaba un viejecito sobre un banco, v dos mendigos disputaban.

Cuando el pope Ignacio entró en su casa, en el cuarto de su mujer había luz. Vestido como estaba, cubierto de polvo, desgarradas las ropas, entró en el cuarto de su mujer y cayó de rodillas.

—Olga, Olguita... Querida mía... ¡Ten piedad de mí! ¡Me vuelvo loco!...

Y comenzó a golpearse la cabeza contra la cama y a llorar violenta mente, como hombre que llora por vez primera en su vida. Después, alzó la cabeza, con la certidumbre de que esta vez el milagro iba por fin a cumplirse, y su mujer, llena de compasión, le iba a decir algo.

—¡Mi querida esposa!...

Lleno de esperanza, inclinóse sobre ella... y se encontró con la mirada de sus ojos grises. No expresaban ni cólera ni dolor. Tal vez se apiadaba de él, tal vez le perdonaba; pero sus ojos no decían nada: guardaban silencio.

• ··················································································································

Y el silencio reinaba en toda la casa, triste y desierta.

El gigante

Ha venido el gigante, el gigante grande, grande. ¡Tan grande, tan grande! ¡Y tan bobo ese gigante! Tiene manazas enormes, con dedos muy gruesos, y pies tan enormes y gruesos como árboles. Muy gordos, muy gordos. ¡Ha venido y... se ha caldo. ¿Sabes? ¡Se cayó! ¡Tropezó con un peldaño y se cayó! Es tan bruto el gigante, tan bobo... De repente, va y se cayó.

Abrió la bocaza... y se quedó en el suelo, bobo como un deshollinador. ¿A qué has venido, gigante? ¡Vete, vete, gigante! ¡Mi Pepín es tan dulce y gentil! ¡Se abraza tan cariñosamente a su mamá, contra el corazón de su mamaíta! ¡Es tan bueno y tan cariñoso! Sus ojos son tan dulces y tan claros, que todo el mundo le quiere. Tiene una naricita monísima y no hace tonterías. Antes corría, gritaba, montaba a caballo. Has de saber, gigante, que Pepín tenía un caballo, un lindo caballo grande, con su cola. Pepín monta a caballo y se va lejos, lejos, al bosque, al río. Y en el río, ¿no lo sabes, gigante? hay pececitos. No, tú no lo sabes porque eres un bruto, pero Pepín sí que lo sabe. ¡Pececitos lindos! El sol ilumina el agua y los pececitos juegan, ¡tan lindos, tan lindos y ligeros! ¡Si, gigante, bruto, que no sabes nada!...

—¡Qué bobo de gigante! Vino y... se cayó. ¡Qué bobo es! Subía la escalera y de pronto, ¡para!, se cayó. ¡Ah, qué bruto es! No tiene por qué venir aquí el gigante; no le hemos invitado. Antes Pepín hacía travesuras, pero ahora es tan juicioso, tan dulce, tan bueno, y mamá le quiere tan tiernamente. Le quiere tanto... más que al mundo entero, más a sí misma, más que a la vida. Pepín es para su mamá el sol, la dicha, la alegría. Ahora es muy pequeñín y su vida es pequeñita, pero después se hará grande como un gigante. Tendrá una larga barba y unos largos bigotes, y su vida será grande, clara y bella. Será bueno, inteligente y fuerte, como un gigante, ¡tan fuerte y tan inteligente! Y todo el mundo le querrá, le admirará. Tendrá en su vida penas, porque todo el mundo tiene penas, pero conocerá también grandes alegrías, claras como el sol. Entrará en la vida bello e inteligente, y el cielo azul estará suspendido por encima de su cabeza y los pájaros le cantarán sus más bonitas canciones y el agua le murmurará cariñosa. Y mi Pepín mirará en torno suyo y dirá: "¡Qué bella es la vida!"

—¡Ya... ya!... No; es imposible; te tengo fuerte, querido chiquitín mío. ¿No te asusta la oscuridad? Mira, se ve luz por la ventana: es el farol de la calle, que nos alumbra. ¡Es tan bobo ese farol! ¡Se está derecho y alumbra! También a nosotros nos da un poco de luz. El dice: "¡Vaya, no hay luz en esa casa, les voy a alumbrar un poco!" ¡Es tan bobo ese alto farol! ¡Mañana nos alumbrará también! Mañana... ¡Dios mío, Dios mío!

—Sí, sí... El gigante... Desde luego... ¡Es tan grande! Más alto que el farol y que el campanario. Y vino y... ¡se cayó! ¡Ah, qué bobo eres, gigante! ¿Es que no veías el escalón? "¡Yo miraba a lo alto y no vi el escalón!", responde el gigante con voz de bajo profundo. "¡Yo miraba a lo alto!" ¡Ah, qué bruto eres, gigante! Es mejor mirar abajo; así, hubieras visto el escalón. Mira mi Pepín, gigante; ¡es tan guapo, tan inteligente! Será todavía más grande que tú. Dará unos pasos enormes. Caminará a través de la ciudad, sobre los bosques y las montañas.

Será fuerte y valiente; no temerá nada, absolutamente nada. Caminará a través de los ríos. Todos le mirarán con la boca abierta, tan bobos, y él atravesará los ríos. Su vida será tan grande, tan bella y clara, y el sol brillará sobre su cabeza, el dulce sol, tan lindo. Desde la mañana brillará el dulce sol... ¡Dios mío, Dios mío!...

Ya... Vino el gigante y... ¡se cayó! ¡Qué bobo es el gigante, Dios mío, qué bobo es!...

Así, en la noche profunda, hablaba la madre, estrechando contra su corazón a su hijito moribundo. Paseaba con él, por la habitación débilmente iluminada por el farol, y hablaba sin cesar.

Y en la habitación contigua, oíase llorar al padre del niño.

Ladrón

I

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