Fiodor Iurasov, el ladrón tres veces condenado por robo, se dirigía a visitar a su antigua amante, una prostituta que vivía a unas ochenta verstas de Moscú. Mientras esperaba la salida del tren, entró en la cantina de primera y se atracó de pasteles y vino, que le sirvió un camarero de frac. Luego, cuando todos los pasajeros subieron a los vagones, se confundió con ellos y, disimuladamente, aprovechándose del general barullo, le quitó el portamonedas a un señor de edad que era su vecino.
Iurasov estaba bastante bien de dinero, incluso más que bien, y aquel robo casual improvisado no podía redundar sino en perjuicio suyo. Así sucedió. Al parecer, el caballero advirtió el hurto y se quedó mirando a Iurasov con unos ojos escrutadores y extraños. No se detuvo, pero se volvió varias veces para mirarlo. Más tarde, Iurasov vio al caballero en la ventanilla de uno de los vagones, muy emocionado y descompuesto, con el sombrero en la mano. Le vio saltar de un brinco a la plataforma, pasar una rápida revista a todos los presentes y mirar adelante y atrás como si buscara a alguien. Por suerte para el ratero, sonó el tercer toque de llamada y el tren se puso en movimiento. Iurasov siguió observando con cautela. El caballero, aun con el sombrero en la mano, seguía parado al extremo de la plataforma y miraba atentamente a todos los que pasaban, como si los estuviese contando. Seguía parado, pero seguramente producía la ilusión de que andaba; tan ridículo y raro era el modo que tenía de abrir las piernas.
Iurasov se incorporó y echó hacia atrás las rodillas. Entonces se sintió más alto, erguido y joven. Luego, con gran aplomo, se atusó con ambas manos las guías de sus bigotes. Eran unos bigotazos magníficos, enormes y rubios como dos haces de oro arqueados en los extremos. Mientras sus dedos se complacían en el grato roce de sus suaves y sedosos cabellos, sus ojos grises, con una gravedad ingenua y desinteresada, observaban los entrecruzados carriles de las próximas vías, cuyos destellos metálicos y silenciosas curvas parecían serpientes huyendo a toda prisa.
Después de contar en el retrete el dinero robado —unos veinticinco rublos con alguna calderilla—, Iurasov empezó a dar vueltas en sus manos al portamonedas. Éste era viejo, mugriento y cerraba mal. Además olía horriblemente a esencia, como si hubiera andado mucho tiempo en manos de mujeres. Aquel olor, impuro y sugestivo a un tiempo, le recordó gratamente a la persona a la que iba a ver. Por lo que, sonriendo alegre y sin sombra de pesar, volvió a su coche.
Desde que salió por última vez de la cárcel y mejoró de fortuna, se esforzaba en ser como todo el mundo, cortés, decoroso y modesto; vestía paletó de auténtico paño inglés y calzaba botines pajizos. Estaba muy ufano y muy convencido de que todos le tomaban por un joven alemán, acaso un tenedor de libros de alguna importante casa de comercio. Leía siempre la sección de Bolsa de los periódicos, estaba al corriente del alza y baja de todos los valores y sabía sostener una conversación sobre asuntos mercantiles; a veces, a él mismo le parecía que efectivamente no era el campesino Fiodor Iurasov, ladrón tres veces condenado por robo y ex presidiario, sino un joven alemán perfectamente honorable llamado por ejemplo Walter Heinrich, como solía hacerlo aquélla a quien iba a ver. Además, incluso los comerciantes le llamaban el alemán.
En los divancillos del compartimiento sólo había dos personas; un oficial retirado, ya viejo, y una señora que, a juzgar por su aspecto, parecía vivir en una dacha 13y haber ido a la ciudad de compras. Sin embargo, y a pesar de que se veía a la legua, Iurasov preguntó con mucha fineza si había algún asiento libre.
No le contestó nadie y entonces se dejó caer con afectada circunspección en los muelles cojines del diván, estiró con cuidado sus largos pies, calzados con los botines amarillos, y se quitó el sombrero. Miró afablemente al oficial anciano y a la señora y descansó en la rodilla su ancha y blanca mano con la deliberada intención de que se fijasen en la sortija de brillantes que lucía en el dedo meñique. Los brillantes eran falsos y relucían de un modo escandaloso, por lo que todos lo notaron, aunque nadie dijo nada. El viejo volvió la hoja del periódico y la señora, que era joven y guapa, se puso a mirar por la ventanilla. En vista de ello Iurasov sospechó que habían descubierto su personalidad y que, por una u otra razón, no le tomaban por un joven alemán. Así pues, escondió despacito la mano, que ahora le parecía demasiado grande y demasiado blanca, y con un tono de voz perfectamente correcto preguntó a la señora:
—¿Se dirige usted a la dacha?
La interpelada aparentó estar muy ensimismada y no haberle oído. Iurasov conocía de sobra esa antipática expresión que asoma al rostro del hombre cuando pretende mostrarse ajeno a los demás. Luego se volvió hacia el oficial y le preguntó:
—¿Tendría usted la amabilidad de ver en el periódico cómo van las Pesqueras? Yo no lo recuerdo.
El anciano dejó a un lado el periódico y, frunciendo secamente los labios, se quedó mirándole con ojos escrutadores, casi ofendido.
—¿Cómo? ¡No he oído bien!
Iurasov repitió la pregunta recalcando cuidadosamente las palabras. El oficial le miró de un modo nada alentador y pareció a punto de enfadarse. La piel de su mollera enrojecía entre los pocos pelos grises que aún le quedaban y la barba le temblaba.
—No lo sé —contestó de mal talante—. No lo sé. Aquí no dice nada. No comprendo por qué la gente es tan preguntona.
Y volvió a coger el periódico, que luego dejó varias veces para mirar malhumorado a aquel impertinente. A partir de aquel momento todos los viajeros del coche le parecieron malos y extraños a Iurasov. No le parecía hallarse en un coche de primera, en un blando diván de ballestas. Con una pena y una rabia sordas recordó que, siempre y en todas partes, entre las gentes de orden había encontrado aquella expresión de hostilidad. Ciertamente, vestía un paletó de paño inglés legítimo, calzaba botines amarillos y lucía una sortija de precio, pero no obstante parecía como si los demás no se diesen cuenta. Visto en el espejo él era como todo el mundo y hasta mejor; no llevaba escrito en la cara que fuese el campesino Fiodor Iurasov, el ladrón, ni tampoco el joven alemán Heinrich Walter. Había en el ambiente algo inaprensible, incomprensible y traicionero: todos le veían y él era el único que no se veía. Aquello le infundía inquietud y temor. Sentía deseos de huir. Miró en torno suyo con ojos suspicaces y agudos y salió del departamento con grandes y recias zancadas.
II
Corrían los primeros días de junio y todo verdeaba con aire juvenil y fuerte: la hierba, las plantas, los huertos, los árboles... Iurasov, pálido y melancólico, sólo en la inestable plataforma del coche, sentía inquieta su alma silenciosa e inaprensible, mientras que los bellísimos campos enigmáticamente silenciosos, llevaban hasta él algo que le recordaba la misma fría extrañeza de los viajeros del coche.
En la ciudad, donde Iurasov había nacido y crecido, las casas y las calles tienen ojos y con ellos miran a la gente: a algunos con hostilidad y odio, a otros con cariño; pero aquí nadie le miraba. También los coches parecían ensimismados. Aquel en que se encontraba Iurasov corría renqueando y tambaleándose con mal humor; el de detrás se deslizaba ni de prisa ni despacio, como si fuese independiente y también parecía mirar a la tierra y aguzar el oído. Por debajo de los coches, sonaba un fragor de distintas voces, algo así como una canción, como una música, cual el parloteo de alguien extraño e incomprensible. Todo era raro y lejano.
Iurasov recordaba que el día anterior, a la misma hora, estaba sentado en el restaurante El Progreso sin pensar para nada en aquellos campos y, sin embargo, ellos estaban allí, igual que hoy, igual de plácidos y de lindos.
La noche anterior, en tanto Iurasov estaba sentado en El Progreso —bebiendo vodka y mirando el acuario en que nadaban unos pececillos desvelados— seguían allí con la misma profunda serenidad aquellos abedules, cubiertos por la bruma que los envolvía por todos lados.
Con la extraña idea de que sólo la ciudad era real y todo aquello era una fantasmagoría y pensando que si cerraba los ojos y luego los abría ya todo habría desaparecido, Iurasov frunció el entrecejo y se sosegó. Se sintió luego tan a gusto y en una disposición de ánimo tan insólita, que ya no sintió deseos de abrir los ojos. Sus pensamientos se borraron y con ellos sus dudas y su sorda y cortante inquietud. Su cuerpo, de modo maquinal y grato, se mecía al compás del vaivén del coche. Iurasov soñaba vagamente y se imaginaba que de sus mismos pies y de su cabeza inclinada, que sentía con inquietud la fofa vacuidad del espacio, arrancaba un verde y hondo abismo, henchido de dulces palabras y de tímidas y discretas caricias. Y, cosa rara, le parecía como si allá lejos estuviese cayendo una lluvia mansa y tibia.
El tren aflojó su marcha y se detuvo un momento, un minuto. De repente, por todos lados, Iurasov se sintió envuelto en una paz inmensa, inabarcable, fabulosa cual sino fuera un minuto el tiempo de aquella parada, sino años, diez años, una eternidad. Por fin, todo se volvió silencioso.
Cual avergonzado él mismo de su fragor, el tren se puso de nuevo en marcha, ahora silenciosamente, y sólo a una versta del tranquilo andén, cuando sin dejar huella se metió por el verde bosque y los campos, volvió a dejar oír libremente su estruendo. Iurasov, emocionado, contempló la explanada, se atusó maquinalmente los bigotes, miró al cielo con los ojos brillantes y, ávidamente, se apretó contra la baranda del coche, por el lado en que el sol, rojo y enorme, daba de plano sobre el horizonte. Encontraba algo, comprendía algo que siempre se le había escapado haciendo que la vida le resultase absurda y pesada.
—Sí, sí —afirmó, serio y preocupado, moviendo con energía la cabeza—, no hay duda que así es. ¡Sí..., sí!
Mientras, las ruedas del tren confirmaban con múltiples voces: «Desde luego, así es. ¡Sí, sí!». Y como si así fuere y se impusiese no hablar, sino cantar, Iurasov se puso a canturrear; primero bajito; luego cada vez más alto, hasta fundir su voz con el fragor y el traqueteo del tren. El compás de aquel canto lo marcaba el vaivén de las ruedas; pero la melodía era una ondulante y diáfana onda de sonidos.
Iurasov cantaba mientras el purpúreo matiz del sol poniente le ardía en la cara, en su paletó de paño inglés y en sus botines amarillos. Cantaba, despidiéndose del sol, y su canción era cada vez más triste, como si el pájaro sintiera la sonora amplitud del celestial espacio, se estremeciera a impulsos de una tristeza ignorada y llamase a alguien.
Cuando el sol acabó de ponerse, una gris telaraña cayó sobre la tierra y el cielo. También cayó sobre su rostro, proyectó en él los últimos destellos de poniente y murió.
III
Llegó el revisor y, groseramente, le dijo a Iurasov:
—No se puede estar en la plataforma. Pase adentro, al coche.
Luego se fue malhumorado, dando un portazo. Con el mismo mal humor, Iurasov le lanzó a la espalda un «¡Estúpido!».
Le pareció entonces que todo aquello venía de allí, de las personas decentes. Y de nuevo se sintió el alemán Heinrich Walter ofendido e irritado. Se encogió altivamente de hombros y le dijo a un imaginario y grave caballero: «¡Oh, qué soez! Todo el mundo se sale a la plataforma y ahora el revisor dice que no se puede estar aquí. ¡El diablo que lo entienda!»
Llegó luego otra parada rodeada de un súbito y poderoso silencio. Ahora, de noche, la hierba y el bosque despedían un olor aún más intenso y la gente que pasaba no parecía ya grotesca y pesada como antes; una diáfana penumbra los cubría. Incluso dos mujeres, que aparecieron con unos trajes claros, daban la impresión que volaban como cisnes en vez de andar. De nuevo surgieron aquel bienestar y aquella tristeza y otra vez le entraron a Iurasov ganas de cantar, pero no oía su propia voz y en su lengua se revolvían palabras superfluas y desabridas. Tenía ganas de meditar y de llorar un llanto grato y sin consuelo. Al mismo tiempo imaginaba estar en compañía de un caballero respetable, con el que hablaba con claridad y precisión.
Los oscuros campos pensaban de nuevo en algo suyo y se volvían incomprensibles, fríos y extraños. Las ruedas se movían sin sentido y parecía como si se enredasen unas con otras. Algo se atravesaba entre ellas y rechinaba con recio estridor, algo chapoteaba a intervalos; era una cosa semejante al andar de una tropa de individuos borrachos, estúpidos, que no atinasen con el camino. Luego, aquellos individuos empezaban a reunirse en grupos, se reorganizaban y se ponían brillantes trajes de café cantante. Después avanzaban y, todos al mismo tiempo, cantaban a coro con sus voces de borrachos:
Melanya mía la de los ojazos...
Tan abominablemente viva recordaba Iurasov aquella copla que había oído en todos los parques públicos y que cantaban sus compañeros, que quiso librarse de ella como si se tratase de algo vivo o de una piedra lanzada desde una esquina. Tan feroz poder tenía aquella letra absurda, bárbara y procaz, que todo el largo tren con su centenar de girantes ruedas, parecía ponerse a corearla:
Melanya mía, la de los o... ja... zos...
Algo informe y monstruoso, vago y pegajoso, con miles de gruesos labios, se le echaba encima, le besuqueaba con besos húmedos y sucios y reía. Rugía con miles de gargantas, silbaba, golpeaba y se plantaba en la tierra como rabioso. Iurasov se imaginaba las ruedas como unas varas anchas y redondas que, por entre risas interminables, fundidas en el torbellino de la embriaguez, golpeteaban:
Melanya mía, la de los o... ja... zos...
Sólo los campos callaban. Fríos y serenos, hondamente sumidos en su alma pura y solemne, no sabían nada de la remota ciudad de piedra de los hombres y permanecían ajenos a sus almas, desasosegadas y turbadas por penosos recuerdos. El tren llevaba a Iurasov hacia delante mientras aquella procaz y absurda copla le llevaba atrás, a la ciudad, tirando de él grosera y feroz, como de un presidiario que intenta fugarse y al que detienen en los umbrales del penal. Todavía forcejea, todavía tiende los brazos al amplio y dichoso espacio; pero ya en su cabeza se levantan, como una fatalidad ineludible, los crueles cuadros del cautiverio entre los pétreos muros y los férreos cerrojos.
Si hubiera estado durmiendo mil años y luego se hubiese despertado en un nuevo mundo y entre gente nueva, no se habría sentido tan sólo, tan extraño a todo, como ahora. Hacía por evocar en su memoria algo próximo y amable, pero no podía, y la insolente copla seguía rebulléndose en su esclavizado cerebro y levantaba en él tristes y dolorosos recuerdos, que proyectaban sombra sobre toda su vida.