Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич 35 стр.


Kotelnikov se creó muchos enemigos. Afirmaba insidiosamente que estaba en ayunas en lo atañedero a las negras. Sin embargo, no mucho después, un periódico publicó una interviú con él, en la Kotelnikov declaraba francamente que le gustaban las negras porque había en ellas algo exótico.

A partir de aquel día, su estrella comenzó a brillar con más fulgor. A la sazón visitaba frecuentemente a la familia de su subjefe, que le recibía con los brazos abiertos. Nastenka lloraba a veces pensando en el terrible destino reservado a aquel aficionado a las negras. Kotelnikov, sentado a la mesa, sentía sobre él las miradas de piedad de toda la familia y se esforzaba en dar a su rostro una expresión melancólica y al mismo tiempo exótica. Todos estaban muy satisfechos de que un hombre original frecuentara la casa, en calidad de buen amigo; todos, incluso la abuela sorda que lavaba los platos en la cocina.

El hombre original se retiraba tarde a casa y lloraba desconsolado, porque amaba a Nastenka con toda su alma y no podía ver a miss Korrayt.

Hacia las Pascuas se corrió la voz de que Kotelnikov se casaba con miss Korrayt, la cual, con tal motivo, se convertía a la religión ortodoxa y abandonaba el café cantante del señor Jacobo Duclot. Según los mismos rumores, el propio director había consentido en ser el padrino del joven esposo.

Los compañeros, los solicitantes y los porteros felicitaban a Kotelnikov, que les daba las gracias y saludaba con la muerte en el alma.

La velada anterior a su boda la pasó en casa del subjefe. Le recibieron como a un héroe, y todos parecían muy contentos excepto Nastenka, que se iba a su cuarto de vez en cuando a llorar a sus anchas, y que, para ocultar las huellas del llanto, se ponía tantos polvos que se desprendían de su faz en tanta abundancia como la harina de una piedra de molino.

Durante la cena todos felicitaban al novio y brindaban en honor suyo. El propio subjefe, que se había excedido un poco en la bebida, le dirigió una pregunta algo turbadora:

—¿Podría usted decirme de qué color serán los niños?

—¡Serán a rayas! —observó Polsikov.

—¿Cómo a rayas? —exclamaron, asombrados, lo asistentes.

—Muy sencillo: una raya blanca, otra negra; una raya blanca, otra negra... Como las cabras —explicó Polsikov, a quien inspiraba gran lástima su desgraciado amigo.

—¡No es posible! —exclamó Kotelnikov, poniéndose muy pálido.

Nastenka no podía contener las lágrimas, sollozando, huyó a su cuarto, llenando de emoción a los asistentes.

Durante dos años, Kotelnikov pareció el hombre más feliz de la tierra, y daba gusto verle. Hasta fue recibido un día con su mujer por el propio director. Cuando llegó a ser padre de un hijo se le dio a modo de subsidio, una suma bastante crecida, y se le ascendió.

El hijo no era a rayas. Tenía un tinte ligeramente gris, más bien de color de oliva. Kotelnikov decía a todos que estaba encantado con su mujer y con su hijo; pero nunca se daba prisa en volver a casa y, cuando volvía, se detenía largo rato ante la puerta. Cuando su mujer salía a abrirle y le enseñaba su dentadura, semejante al teclado de un piano, lo blanco de sus ojos, grande como un plato, cuando se estrechaba contra él, el pobre experimentaba una repulsión invencible y pensaba, con un dolor cure, en los seres dichosos que tenían mujeres blancas y niños blancos.

Y a instancias de su mujer se dirigía a la habitación donde estaba su hijo. No podía ver a aquel niño de labios gruesos, gris como el asfalto; pero lo cogía en brazos y procuraba simular que se la caía la baba, combatiendo con gran trabajo la tentación de tirarlo al suelo.

Tras no pocas vacilaciones, escribió a su madre noticiándole su matrimonio, y, con gran asombro, recibió una respuesta alegre. También ella estaba satisfecha de que su hijo fuera un hombre tan original y de que el propio director hubiera sido su padrino.

A los dos años de su boda Kotelnikov murió de tifus. Momentos antes de morir hizo llamar al sacerdote. El cual, a ver a su mujer, acarició su espesa barba y lanzó un profundo suspiro. El también sentía cierta admiración por Kotelnikov, con motivo de su originalidad. Cuando se inclinó sobre el moribundo, éste, haciendo acopio de todas sus fuerzas, exclamó.

—¡Aborrezco a ese diablo negro!

Sin embargo, un minuto después, como se acordase de su excelencia, del subsidio que le habían dado, de su subjefe, de Nastenka, y viese a su mujer llorar, añadió, con dulce:

—Me encantan las negras... Hay en ellas algo exótico.

Procuró iluminar su rostro con una sonrisa feliz, y, con una sonrisa en los labios, se fue al otro mundo.

La tierra le acogió indiferente, sin preguntarle si le gustaban o no le gustaban las negras, y mezcló sus huesos con los otros muertos. Pero en los círculos burocráticos se habló todavía mucho de aquel hombre original, a quien volvían loco las negras y que encontraba en ellas algo exótico.

Un sueño

Hablamos luego de esos sueños en los que hay tanto de maravilloso y he aquí lo que me contó Sergio Sergueyevich cuando nos quedamos solos en la gran sala semioscura.

—No se que pudo ser aquello. Desde luego fue un sueño. Dudarlo sería un delito de leso sentido común, pero hubo en aquel sueño algo demasiado parecido a la realidad.

No me había acostado. Permanecía de pie, paseando por mi celda con los ojos bien abiertos. Lo que soñé —si es que lo soñé— quedó grabado en mi memoria como si en efecto hubiese sucedido.

Llevaba dos años encerrado en la cárcel de San Petersburgo por cuestiones políticas y, como estaba incomunicado y no sabía nada de mis amigos, una negra melancolía se iba apoderando de mi corazón. Todo me parecía muerto. Ni siquiera me preocupaba en contar los días que iban transcurriendo.

Leía muy poco y pasaba buena parte del día y de la noche paseando arriba y abajo de aquella celda que apenas medía tres metros. Andaba despacio, para no marearme, y recordaba muchas cosas... Sin embargo, poco a poco, las imágenes se iban borrando de mi memoria.

Sólo una permanecía fresca y viva, a pesar de ser en aquel entonces la más lejana e inaccesible: la de María Nicolayevna, mi novia, una muchacha encantadora. Lo único que sabía de ella era que no había sido detenida y, por ello, la suponía sana y salva.

En aquel triste atardecer de otoño, su recuerdo llenaba mi pensamiento. En mi lento caminar sobre el suelo asfaltado de la celda, en medio de aquel tétrico silencio, veía deslizarse a derecha e izquierda, desnudos y monótonos, los muros... De pronto, me pareció que yo permanecía inmóvil y eran los muros los que se deslizaban.

¿Estaba en efecto inmóvil? No. Seguía andando lentamente..., pero ya no era por la celda sino por la calle Trevskaia de Moscú en dirección a los grandes bulevares.

Era una hermosa tarde de invierno, hacía un sol espléndido y todo era animación y ruido de coches. Consulté el reloj. Marcaba las tres y media. «A esta hora —pensé— en Petersburgo empieza a anochecer...». Sentí una súbita inquietud. Había llegado aquella mañana a Moscú con María Nicolayevna, llevado por motivos políticos y nos habíamos inscrito en el hotel como marido y mujer. Ella se había quedado sola y, pese que le había indicado que cerrase con llave y no abriera a nadie, me asaltó el temor de que pudieran tenderla una trampa. ¡No había tiempo que perder!

Tomé un coche de punto. Al llegar, subí la escalera a toda prisa y en seguida me vi ante la puerta de nuestra habitación. No habiendo visto la llave en el vestíbulo, pensé que María no había salido. Llamé del modo que habíamos convenido y esperé: silencio absoluto. Volví a llamar y empujé sin lograr abrir... ¡Nada!

Sin duda había salido o de lo contrario algo le había ocurrido. Entonces vi a Vasili, el camarero de nuestro piso.

—Vasili —le pregunté—. ¿Ha visto usted salir a mi mujer? ¿Ha venido alguien a visitarla?

El camarero titubeó... ¡Había tanto movimiento en el Hotel!

—¡Ah, sí, ya recuerdo! —dijo, al fin—. La señora ha salido. La he visto guardarse la llave en el bolsillo.

—¿Iba sola?

—No. Acompañada por un señor alto con gorro de pieles.

—¿Ha dejado algún recado?

—No, Sergio Sergueyevich.

—No es posible, Vasili, no se debe acordar usted...

—No. No me ha dicho nada. Tal vez el portero...

Bajé a la portería seguido por el camarero que se había apercibido de mi inquietud que, por lo demás, no era inmotivada: no conocíamos a nadie en Moscú y aquel caballero alto del gorro de piel me inspiraba angustiosos recelos.

Tampoco al portero le había dejado María recado alguno. Mi desasosiego iba en aumento.

—¿No recuerda usted en que dirección se han ido?

—Se han ido en un coche de punto de la parada de enfrente... ¡Mire usted, ese que llega ahora!

Estábamos en la misma puerta y el portero llamó al cochero.

—¿A dónde has llevado a los señores?

—No recuerdo el nombre de la calle... Es una calle muy apartada en la que nunca había estado. El caballero me ha guiado.

—No te será difícil volver a encontrarla —insistió el portero—, tú no eres un novato.

—¡Claro que la encontraría! Pero el caballo está tan cansado...

—Te daré una buena propina —dije para animarle. Logré convencerle. El portero abrió la portezuela y subí al carruaje.

Estaba ya más tranquilo. Dentro de media hora o una hora, a lo más, estaría en la casa a la que el misterioso caballero había conducido a María. En las calles reinaba gran animación y, aunque no se habían encendido todavía los faroles, las tiendas ya estaban iluminadas. El tránsito era tan compacto que, de vez en cuando, teníamos que detenernos y entonces sentía yo en la nuca el cálido aliento del caballo del carruaje de atrás.

De pronto recordé que era Nochebuena. ¡Cómo se me había podido olvidar!... En la plaza del Teatro se alzaba en medio de la nieve un verdadero bosque de pinos jóvenes y verdes de una fragancia deliciosa. Muchos hombres, envueltos en abrigos de pieles, paseaban alrededor oliendo a campo y a selva.

No tardaron en encender los faroles y mi corazón se sintió cada vez más tranquilo. Luego de recorrer varias calles, algunas de las cuales me parecieron muy largas, penetramos en una parte de la ciudad que yo no conocía.

Al principio, el cochero me iba diciendo los nombres de las calles por las que pasábamos —unos nombres raros que nunca había oído—, pero luego empezamos a zigzaguear por un dédalo de callejuelas tan desconocidas para el cochero como para mí.

Resulta muy desagradable recorrer de noche una ciudad o un barrio que no se conoce. Cada vez que se dobla una esquina se teme haber penetrado en un callejón sin salida. Debido a que ello me ocurría en Moscú, ciudad que yo creía conocer palmo a palmo, mi desasosiego aumentaba. Me parecía que, en cada callejuela, me acechaban traiciones y emboscadas.

Al pensar en María y en el individuo del gorro de pieles me entraban impulsos de echar a correr en su búsqueda. El caballo marchaba muy despacio y, de vez en cuando, volvía sobre sus pasos. Yo contemplaba la espalda inmóvil del cochero y me parecía como si siempre la hubiese estado viendo, como si se tratase de algo inmutable y fatal.

Los faroles eran cada vez más escasos. Casi no se veían tiendas ni ventanas iluminadas. Todo se hundía en el sueño nocturno.

Al doblar una esquina el coche se detuvo.

—¿Por qué paras? —pregunté al cochero lleno de angustia.

No contestó. De pronto, hizo volver grupas al caballo de modo tan brusco que por poco no me lanza al arroyo.

—¿Te has perdido?

—Ya hemos pasado por aquí —repuso tras unos instantes de silencio—. Fíjese usted.

Me fijé, en efecto, y recordé el paraje, aquel farol junto al montón de nieve, aquella casa de dos pisos... ¡Ya habíamos pasado por allí!

Aquello fue el comienzo de un nuevo e insoportable tormento: comenzamos a pasar por calles y callejuelas en las que ya habíamos estado, sin poder salir de aquel laberinto. Luego atravesamos una amplia avenida, alumbradísima y muy animada, por la que ya habíamos pasado. Poco después, volvimos a atravesarla.

—Deberíamos preguntar a alguien...

—¿Qué vamos a preguntarles? —contestó secamente el cochero—. Si no sabemos a donde vamos...

—Pero tú decías...

—¡Yo no he dicho nada!

—Haz por orientarte. Se trata de algo muy importante para mí.

No contestó. Cuando hubimos recorrido unos cien metros más en zigzag, dijo:

—Ya ve usted que hago todo lo posible...

Por fin alcanzamos una calleja en la que no habíamos estado. El cochero, sin volverse, dijo:

—¡Ya empiezo a orientarme!

—¿Llegaremos pronto?

—No sé.

Mi suplicio no había concluido. Nos envolvía una densa oscuridad y sólo veíamos interminables tapias, tras las que se alzaban corpulentos árboles, cuyas ramas casi se cruzaban con las del lado opuesto, y casas sin ventana alguna iluminada. En una de ellas debía estar María Nicolayevna. Sin duda había caído en una trampa siniestra y terrible. ¿Quién sería el hombre alto que la había llevado allí?

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