Las tapias seguían deslizándose a ambos lados del coche. Ya empezaba a sospechar que estábamos pasando otra vez por las mismas calles, cuando, de pronto, el cochero exclamó:
—¡Ahí es!
—¿Dónde?
—¿Ve usted esa puertecita en la tapia?
Vi la puertecita pese a la oscuridad. Nos detuvimos y bajé del coche. Me acerqué a la puerta y estaba cerrada. No había aldaba. Reinaba un profundo silencio.
Se me doblaron las piernas al preguntarme para qué habrían llevado allí a María.
Di unos golpecitos con los nudillos. Silencio. Sobre mi cabeza, las ramas cubiertas de nieve parecían serpientes blancas.
A través de una rendija pude ver un largo sendero que conducía a la escalera de una casa sin luz alguna, tétrica, terrible. Allí había alguien. Algo ocurría. Lo denunciaba la negrura hipócrita de sus ventanas.
Enloquecido empecé a dar tremendos puñetazos en la puertecita y a gritar.
—¡Abrid!
Los golpes se fundían en un ruido sordo y continuo que resonaba en toda la calle y me impedía oír mi propia voz.
Las manos me dolían, pero seguía golpeando cada vez con más fuerza. La puerta, la tapia, la calle entera trepidaban como un viejo puente al paso de un escuadrón.
Por fin, una luz débil y amarillenta brilló en una rendija. Temblaron algunas ramas. Alguien se acercaba con una linterna y se oían voces ahogadas.
Un profundo temor me embargó. Había algo terrible en aquellas voces, en la luz trémula y débil.
Los faros se detuvieron ante la puerta. Al cabo de unos instantes, que se me hicieron siglos, se oyó el tintineo de las llaves, el ruido de una cerradura y una luz cegadora hirió mis ojos.
En la puerta estaban... mi carcelero y otro funcionario.
—¿Qué es esto? —grité—. ¿Qué hace aquí mi carcelero? ¿Dónde estoy? ¿A qué puerta he llamado?
Los dos empleados, inmóviles en el umbral, me miraban asombrados.
—¿Por qué llama usted de ese modo, Sergio Sergueyevich? —me dijo el carcelero—. Tome el quinqué, ahora le traeré el samovar.
Tomé el quinqué. Estaba en mi celda.
El amor al prójimo
Un lugar selvático entre las montañas. En un pequeño saliente de una alta roca casi vertical está un hombre de pie, en una situación, al parecer, desesperada. No se comprende cómo ha podido llegar hasta allí; el acceso al pequeño saliente parece imposible. Las escalas, las cuerdas y demás utensilios de salvamento parecen ineficaces.
El desgraciado lleva, por lo visto, mucho rato en la crítica situación. Abajo, al pie de la roca, se ha congregado una abigarrada muchedumbre; pregonan sus mercancías algunos vendedores de refrescos, de tarjetas postales y de baratijas, y hasta se ha montado un bar, cuyo único mozo casi no puede dar abasto a la numerosa clientela; un individuo intenta vender un peine, que afirma, faltando descaradamente a la verdad, que es de caparazón de tortuga.
Afluyen incesantemente nuevos turistas: ingleses, alemanes, rusos, franceses, italianos, etc.
La mayoría llevan alpenstocks, gemelos y máquinas fotográficas. Se oye hablar en todos los idiomas.
Junto a la roca, en el lugar donde debe caer el desconocido, dos guardias ahuyentan a la chiquillería y les impiden el paso, con un cordel, a las gentes.
Gran animación.
el primer guardia.—¡Fuera, renacuajo! Si te cayera encima, ¿qué dirían tus papas?
El niño.—¿Es que caerá aquí?
el primer guardia.—Sí.
El niño.—¿Y si cae más allá?
el segundo guardia.—Tiene razón el pequeño; en su desesperación, podría dar un salto y caer al otro lado del cordel, lo que resultaría bastante molesto para el público, ya que, por lo menos, pesará ochenta kilos.
el primer guardia.—¡Largo, renacuajo! ¡Atrás!... ¿Es su hija, señora? Le ruego que no la deje acercarse. Ese muchacho caerá de un momento a otro.
la señora.—¿De veras? ¡Y mi marido no va a verlo!
la niña.—Está en el bar, mamá.
la señora. ( Con tono de desesperación.)—¡Siempre en el bar! ¡Ve a llamarle, Nelli! Dile que ese joven va a caer en seguida. ¡Corre, corre!
voces.—¡Mozo!... ¡Mozo!... ¿Cómo? ¿Que no hay cerveza? ¡Vaya un bar!... ¡Mozo!... ¿Me despachan o no? ¡Jesús, qué calma!
el primer guardia.—¿Otra vez, renacuajo?
el niño.—Es que quería quitar de aquí esta piedra.
el primer guardia.—¿Para qué?
el niño.—Para que el pobrecito se haga menos daño al caer.
el segundo guardia.—Tiene razón el chiquillo. Deberíamos quitar las piedras, y si hubiera arena o serrín...
Dos turistas ingleses se están acercando. Contemplan con los gemelos al desconocido y cambian impresiones entre sí.
el primer inglés.—Es joven.
el segundo inglés.—¿Qué edad le daría usted?
el primer inglés.—Veintiocho años.
el segundo inglés.—No tendrá arriba de veintiséis. El miedo lo avejenta.
el primer inglés.—¿Qué se apuesta usted a que tiene veintiocho años?
el segundo inglés.—Lo que usted quiera. Me apuesto diez contra cien. Apúntelo.
el primer inglés. ( Dirigiéndose al guardia, luego de anotar en su bloc la apuesta.)—¿Cómo diablos ha subido allí? ¿No hay manera de bajarlo?
el primer guardia.—Se le han echado cuerdas y escalas, pero no han llegado.
el segundo inglés.—¿Lleva ahí mucho tiempo?
el primer guardia.—Cuarenta y ocho horas.
el primer inglés.—¿De verdad? Entonces caerá esta noche.
el segundo inglés.—Caerá dentro de dos horas. Me apuesto cien contra cien.
el primer inglés.—Aceptado. ( Anota la apuesta en su bloc.) ¿Cómo se encuentra usted? ( Pregunta al desconocido.)
el desconocido. ( Con voz casi imperceptible.)—Muy mal.
la señora.—Y mi marido sin venir.
la niña. ( Que llega corriendo.)—Papá dice que tiene tiempo de terminar.
la señora.—¿De terminar qué?
la niña.—Una partida de ajedrez que está jugando con un señor.
la señora.—¡Dile que si tarda le quitarán el sitio!
Una señora alta y delgada, de aire resuelto y agresivo, le disputa el sitio a un turista. Este es hombre bajito y apocado y se defiende débilmente. La señora, sin embargo, le acomete con verdadera furia.
el turista.—Pero señora, éste es mi sitio; hace dos horas que lo ocupo.
la señora agresiva.—Y a mí qué me cuenta usted. Yo quiero ponerme ahí porque así veré mejor. ¡Y no hay más que hablar!
el turista. ( Con timidez.)—Yo también quiero estar aquí para ver mejor...
la señora agresiva. ( Con tono despectivo.)—¡Usted qué entiende de eso!
el turista.—¿De qué? ¿De caídas?
la señora agresiva. ( Con burla.)—Sí, señor; de caídas. ¿Ha presenciado usted muchas? Yo he visto caer a tres hombres; a dos acróbatas, a un funámbulo y a tres aviadores.
el turista.—Esos son seis hombres; no tres.
la señora agresiva. ( Remedando, con sarcasmo, a su interlocutor.)—¡Esos son seis hombres; no tres! ¡Adiós, Pitágoras!... ¿Ha visto usted a un tigre descuartizar a una mujer?
el turista. ( Con tono humilde.)—No, señora...
la señora agresiva.—Me lo figuraba. Pues yo sí. ¡Con mis propios ojos!... Déjeme el sitio; se lo ruego.
El turista, avergonzado, se levanta, encogiéndose de hombros. La señora, radiante de alegría, se acomoda en la peña tan audazmente conquistada y deja a sus pies la redecilla, el pañuelo, las pastillas de menta y el frasco de sales. Después se quita los guantes y limpia los cristales de los prismáticos, mirando benévolamente a sus vecinos.
la señora agresiva. ( Dirigiéndose a la señora cuyo esposo se encuentra en el bar.)—Debería sentarse, señora. Le dolerán a usted las piernas...
la señora.—¡Las tengo deshechas, señora!
la señora agresiva.—Los hombres son en la actualidad tan mal educados que nunca le dejan el sitio a una mujer... Habrá usted traído pastillas de menta...
la señora. ( Preocupada.)—No. ¿Es que debía haberlas traído?
la señora agresiva.—¡Claro! El mirar mucho rato hacia lo alto marea... Amoníaco sí habrá traído usted... ¿Tampoco? ¡Qué descuido, Dios mío! Cuando caiga ese joven, se desmayará usted, como es natural, y se necesitará amoníaco para hacerla recobrar el conocimiento. ¿No ha traído, al menos, un poco de éter?... No, ¿eh?... Y puesto que usted es... así, su esposo... ¿Dónde está su esposo?
la señora.—En el bar.
la señora agresiva.—¡Qué sinvergüenza!
el primer guardia.—¿De quién es esta marinera? ¿Quién la ha dejado aquí?
el niño.—Yo.
el primer guardia.—¿Para qué?
el niño.—Para que el pobrecito se haga menos daño cuando caiga.
el primer guardia.—¡Llévatela!
Muchísimos turistas, provistos de kodaks, se disputan los sitios que son fotográficamente estratégicos.
el primer portakodak.—Necesito este lugar.
el segundo portakodak.—Usted lo necesita, pero yo lo ocupo.
el primer portakodak.—Usted lo ocupa desde hace un momento, pero yo hacía dos días que lo ocupaba.
el segundo portakodak.—Si no lo hubiera abandonado o, por lo menos, al marcharse, hubiese usted dejado su sombra...
el primer portakodak.—¡Llevaba dos días sin comer, caballero!
el vendedor del peine. ( Con tono misterioso.)—¡Un auténtico peine de tortuga!
el primer portakodak. ( Encolerizado.)—¡Váyase usted a hacer gárgaras!
el tercer portakodak.—¡Señora, por Dios! ¡Que se ha sentado sobre mi máquina fotográfica!
una señora pequeñita.—¿De veras? ¿Dónde está?
el tercer portakodak.—¡Debajo de usted, señora!
la señora pequeñita.—¿Ah, sí? ¡Estaba tan cansada! Ya notaba algo raro... Ahora lo comprendo.
el tercer portakodak. ( Con acento desesperado.)— ¡Señora!...
la señora pequeñita.—¡Qué dura es su máquina! Yo pensaba que era una peña. ¡Tiene gracia!
el tercer portakodak. ( Angustiado.)—¡Señora, le suplico!...
la señora pequeñita.—¡Es una máquina tan grande! ¿Cómo iba yo a imaginar?... Retráteme usted, ¿quiere?... Me agradaría retratarme en la montaña.
el tercer portakodak.—Pero, ¿cómo quiere que la fotografíe si continúa usted sentada en la máquina?
la señora pequeñita. ( Levantándose, asustada.)—¿Por qué no me lo dijo usted?... ¿Retrata sola?
voces.—¡Mozo, cerveza!... ¡Llevo una hora aguardando a que me sirvan!... ¡Mozo! ¡Mozo! ¡Un palillo de dientes!
Llega, jadeante, un turista gordo rodeado de numerosa familia.
el turista gordo. ( Gritando.)—¡Macha! ¡Sacha! ¡Porcia! ¿Dónde está Macha? ¿Dónde demonios se ha metido Macha?
un colegial. (Con tono de enfado.)—Está aquí, papá.
el turista gordo.—¿Dónde?
una muchacha.—¡Aquí, papá, aquí!
el turista gordo. ( Volviéndose.)—¡Ah!... ¡Qué manía de ir siempre detrás de mí! Míralo, míralo... Allí arriba, en la roca. Pero, ¿a dónde miras?
la muchacha. ( Melancólica.)—¡No sé, papá!
el turista gordo.—¡Todo le da miedo! En cuanto el tiempo es tempestuoso, cierra los ojos y no los abre hasta que pasa la tormenta. ¡Jamás ha visto un relámpago, señores! ¡Como lo oyen ustedes!... ¿Ves a ese desdichado joven? ¿Lo ves?
el colegial.—Sí, papá; lo veo.
el turista gordo. ( Al colegial.)—Ocúpate de ella. ( Con tono de profunda piedad.) ¡Pobre joven! ¡Tal vez caiga de un momento a otro! ¡Mirad, hijos míos, lo pálido que está! ¿Veis qué peligroso es trepar por las rocas?
el colegial. ( Con triste escepticismo.)—¡No caerá hoy, papá!
el turista gordo.—¡Qué bobada! ¿Quién te lo ha dicho?
la segunda muchacha.—Papá: Macha cierra los ojos.
el colegial.—Déjame sentarme un rato, papá; te aseguro que no caerá hoy. Me lo ha dicho el portero del hotel... Estoy cansadísimo; nos pasamos todo el día visitando museos, armerías...