—¡No lo atormentes!
Dio después un paso atrás, escondió su diestra temblorosa bajo la guerrera, y con una expresión de forzada tranquilidad preguntó moviendo con dificultad sus labios descoloridos:
—¿Cuándo?
—Mañana por la mañana —contestó Serguéi, con los labios igualmente exangües.
La madre tenía los ojos bajos y se mordía los labios, como si no oyera nada. Y en tal actitud dejó casi caer estas sencillas y extrañas palabras:
—Nínochka nos ha dado para ti un beso, Sereyenka.
—Devuélveselo de mi parte —contestó éste.
—Los Jvostov también... también te mandan recuerdos suyos.
—¿Qué Jvostov? ¡Ah, sí!
El coronel interrumpió diciendo:
—Bueno, vámonos. Levántate, madre. Tenemos que irnos.
Entre los dos hombres la ayudaron a ponerse de pie. Apenas si podía sostenerse.
—¡Despídete! —ordenó el coronel—. ¡Dale la bendición!
Cumplió lo que le mandaron. Abrazó a su hijo, hizo sobre su frente la señal de la cruz... Pero después de un beso breve empezó a mover la cabeza negativamente, repitiendo como enajenada:
—¡No, esto no puede ser! ¡No, no es posible! ¡No, no! ¿Qué va a ser de mí? ¡No, no es posible!
—¡Adiós, Serguéi! —dijo el padre.
Se estrecharon las manos y se dieron un beso fuerte, rápido.
—Tú... —empezó a decir Serguéi.
—¿Qué...? —preguntó casi sin aliento el padre.
—¡No, no es posible! ¡No, no! ¿Qué será de mí? —insistía la madre, meneando siempre la cabeza. Se sentó otra vez, y un temblor profundo recorrió su cuerpo.
—Tú... —empezó de nuevo Serguéi.
Mas de pronto se contrajo su rostro e hizo pucheros como un niño; sus ojos se llenaron de lágrimas, y vio a través de ellas la cara exangüe de su padre, cuya mirada velaba también el llanto.
—Tú, padre, eres persona noble...
—¿Qué dices? ¿Qué dices? —dijo el coronel casi asustado.
Y en el mismo instante, como si se derrumbase, dejó caer la cabeza sobre el pecho de su hijo. En otro tiempo había sido más alto que éste, pero ahora aparecía empequeñecido, y su cabeza, seca y enmarañada, no llegaba más que hasta el pecho de Serguéi. Ambos besaban ávidamente: el uno, los cabellos blancos del padre; el otro, el capote del hijo preso.
—¿Y yo? —exclamó de repente una voz desgarrada.
Miraron: era que la madre se había puesto en pie, y con la cabeza echada hacia atrás los miraba iracunda.
—¿Y yo? —repitió con acento de loca moviendo la cabeza—. Vosotros, hombres, os besáis; pero ¿y yo?
—¡Mamaíta! —exclamó Serguéi lanzándose hacia ella.
Y entonces ocurrió lo que no se puede describir con palabras, y que por tanto mejor es callar...
Las últimas palabras del coronel fueron éstas: —Te bendigo a la hora de la muerte, Serguéi. Muere valientemente, como corresponde a un oficial.
Y se fueron. Hacía un momento se encontraban aquí de pie conversando, y ya no están.
De vuelta al calabozo, Serguéi se echó en su camastro con el rostro hacia la pared, para ocultarlo de los soldados, y estuvo llorando largo rato. Mas, al fin, cansado de llorar, quedó sumido en un sueño profundo.
A ver a Vasili acudió solamente su madre. El padre, comerciante rico, no había querido hacerlo. Al entrar en la sala de visitas le encontró la anciana paseando arriba y abajo y temblando de frío, no obstante el calor que hacía. Su conversación fue corta y angustiosa.
—¿Para qué ha venido usted, madre? Va usted a atormentarse a sí misma y a mí también.
—¿Por qué has hecho eso, hijo mío? ¿Por qué? ¡Señor!
La anciana comenzó a llorar, enjugándose las lágrimas con las puntas de su pañuelo negro de lana.
Vasili, según costumbre que tanto él como sus hermanos tenían de responder con gritos a la eterna incomprensión de su madre, se detuvo, y, tiritando, empezó a decir furioso:
—¡Vaya! ¡Ya lo sabía yo...! ¡No lo comprende usted, madre! ¡No comprende usted nada, nada!
—¡Bueno, bueno, hijo mío! ¿Tienes frío?
—Sí, tengo frío —contestó Vasili brevemente, y de nuevo se puso a pasear por la sala, mirando de reojo a su madre.
—Has cogido frío, sí...
—¡Madre, por Dios! ¿Qué significa el frío cuando...?
E hizo un signo significativo y desesperado con la mano.
La anciana quiso decirle: «Tu padre se preocupa tan poco de esto, que el lunes mandó que le hiciesen ese plato que le gusta.» Pero, asustada, empezó a balbucear:
—Ya le dije: mira que es tu hijo; ve a despedirte de él. Pero se entercó en que no; ya sabes, como es así...
—¡Que se vaya al infierno! ¡Ése no es un padre! ¡Toda su vida ha sido un canalla, y sigue siéndolo!
—¡Hijo mío! ¡Dices eso de tu padre! —y la anciana se irguió con aire de reproche.
—¡De mi padre!
—¡Sí, de tu padre, del que te dio el ser!
—¡Qué padre ha sido para mí!
Todo aquello era absurdo. La muerte acechaba cerca de aquel lugar, y su proximidad daba carácter de mayor desvarío a la escena, en la cual crujían las palabras como las cáscaras de las nueces bajo los pies. Llorando casi de angustia ante aquella incomprensión, que durante toda la vida habíale separado de los suyos, y que ahora, en vísperas de la ejecución, volvía a asomar su faz estúpida e inexpresiva, Vasili gritó:
—Pero ¿no comprende usted que me van a ahorcar? ¡A ahorcar! ¿Lo comprende usted? ¡A ahorcar!
—Si no te hubieras metido con nadie, no te... —gritó la madre.
—¡Señor! ¿Es posible esto? ¿Es posible, ni aun entre fieras? ¿Soy hijo de usted o no lo soy?
Echóse a llorar y se sentó en un rincón. En otro, la anciana se puso a llorar también. Incapaces de fundir sus almas, ni por un instante, en un sentimiento común de amor para hacer frente al horror de la muerte que se acercaba, lloraban ambos con lágrimas de soledad, con lágrimas que no aliviaban el corazón. La madre prosiguió:
—¡Preguntas si soy o no soy tu madre, y lo preguntas cuando en cuatro días mi pelo se ha vuelto blanco y he envejecido como si hubiesen pasado años!
—Bueno, madre... Bueno. Perdóneme. Ya es la hora. Tiene usted que marcharse... Dé usted un beso a mis hermanos.
—¿Es que no soy tu madre? ¿Es que no ves mi pena?
Al fin se fue. Salió sin ver por dónde iba, vertiendo amargas lágrimas, que se enjugaba con las puntas de su pañuelo. Cuanto más se alejaba de la cárcel, más ardiente era su llanto. Volvióse de nuevo hacia la prisión, se alejó otra vez y acabó por perderse estúpidamente en aquella ciudad donde había nacido, donde había crecido y donde había envejecido. Se metió por un jardín desierto en el que había unos árboles viejos y carcomidos y se sentó en un banco húmedo por la nieve derretida. De pronto, comprendió claramente: ¡Mañana, mañana mismo lo iban a ahorcar!
Levantóse de un salto y quiso correr, pero se le fue la cabeza y cayó.
El sendero helado estaba resbaladizo, y la pobre no conseguía levantarse; se volvía a un lado y a otro, se erguía apoyándose sobre los codos y las rodillas y tornaba a caer de costado. El pañuelo negro se le fue de la cabeza, dejando al descubierto sobre la nuca una calva entre los cabellos de un blanco sucio. Perdió la noción de lo que le pasaba y dónde se encontraba: creyó hallarse en una boda; la boda de su hijo; que había bebido vino y que se había emborrachado.
—¡No puedo! ¡Como hay Dios que no puedo! —decía la anciana meneando la cabeza y arrastrándose sobre la tierra helada. Y seguían escanciándole vino sin interrupción.
Empezaban a oprimirle el corazón las risas de la embriaguez; la insistencia de las invitaciones, el baile vertiginoso de los convidados, en tanto que seguían echándole más vino. No hacían otra cosa sino darle vino, mucho vino...
VI Las horas pasan
La fortaleza donde estaban presos los terroristas tenía una torre con un reloj antiguo. Cada hora, cada media hora, cada cuarto de hora, sonaban lentas, dolorosas, prolongadas y tristes unas campanadas que se desvanecían en la altura, como un lejano y lastimero clamor de aves de paso. De día, aquella música extraña y desolada se perdía en el bullicio de la ciudad, en la calle amplia y atestada de gente que pasaba por delante del edificio. Tintineaban los tranvías, golpeaban el suelo los cascos de los caballos, los automóviles hacían sonar a distancia sus bocinas; llegaban para la maslienitsa 9, desde los pueblos vecinos, los aldeanos con sus carretas, y las campanillas en las colleras de sus caballejos llenaban de rumor el aire, en donde flotaban las conversaciones, pletóricas de bulla y alegría.
A todos estos ruidos se unía el del deshielo de la primavera temprana, que hinchaba los arroyos, en cuyas aguas turbias apenas lograba reflejarse la imagen negra de los árboles de la orilla. Desde el mar llegaba a intervalos, en amplias oleadas húmedas, el soplo del viento tibio, que llevaba unidos, en un vuelo hacia la lejanía, las partículas de frescura y el vaho primaveral.
Por la noche quedaba la calle desierta en silencio, iluminada por la luz de los grandes focos eléctricos, y entonces, la inmensa fortaleza de paredes lisas, en las que no brillaba una sola luz, se perdía en la quietud y en la obscuridad, destacando su inmovilidad en la eterna animación de la ciudad bulliciosa. Entonces se oían las campanadas de las horas, y, ajena a las cosas terrestres, surgía lenta y dolorosamente su melodía extraña, para desvanecerse luego en lo alto. Más tarde volvían a surgir, plañideras y humildes; se deshacían en el viento y repetían su tañido, cayendo desde ignorada altura, como grandes gotas cristalinas en la copa de metal de las horas y de los minutos, o volando clamorosas como las aves emigrantes.
A los calabozos en que se hallaban solitarios los reos llegaba siempre aquel mismo tañido. A través del tejado, a través de los muros de ciclópeas piedras, penetraba, conmoviendo el silencio, desaparecía sin ser notado y de nuevo volvía a presentarse en la misma forma imprevista. A veces los presos lo olvidaban, y no paraban en él la atención; a veces lo aguardaban con íntima desesperanza, viviendo entre unas campanadas y otras, no confiando en el silencio. Aquella prisión, destinada únicamente a los grandes criminales, tenía un reglamento especial, tan severo, cruel y duro como las aristas de los muros de la fortaleza misma, y si en la crueldad puede haber nobleza, ésta consistía en el bienhechor silencio, hondo, denso y solemne, en el cual se perdía todo desconocido rumor.
En aquella quietud solemne, tan sólo interrumpida por los doloridos sones de los minutos que transcurrían, cinco personas, dos mujeres y tres hombres, separados de todo lo viviente, esperaban la llegada de la noche, seguida del amanecer y la ejecución, preparándose cada una para ella a su modo.
VII La muerte no existe
Así como durante toda su vida Tania Kovalchuk había pensado sólo en los demás y nunca en sí misma, también ahora se atormentaba y angustiaba sólo por los otros. La muerte se le aparecía, en cuanto es posible imaginarla, como algo doloroso para Serguéi Golovin, para Musia y para los demás; mas para ella, como si fuese algo con lo que no tuviese nada que ver.
Y para desquitarse de la obligada entereza de que había hecho gala en el juicio, lloraba horas enteras, como saben llorar las mujeres que han sufrido muchas desgracias, o las jóvenes muy compasivas y de buen corazón. El suponer que a Serguéi podía faltarle el tabaco y que quizá Verner se viera privado de su té bien cargado, como de costumbre, y por añadidura el pensar que iban a morir, la atormentaba tal vez no menos que la idea de la ejecución. Ésta era algo inevitable en que no valía la pena pensar; pero que pudiera faltarle tabaco a un hombre que iba a ser ajusticiado era una idea realmente insufrible. Recordando y repasando las íntimas menudencias de la vida común, el terror la hacía desvanecerse, particularmente al imaginarse la entrevista de Serguéi con sus padres. Por Musia sentía una pena especial. Hacía ya tiempo venía pareciéndole que Musia amaba a Verner, y aunque esto no era verdad, Tania forjaba para entrambos sueños magníficos y luminosos. Cuando aún se hallaba libre, llevaba Musia un anillo de plata con la figura de un cráneo y un fémur, rodeados por una corona de espinas; con frecuencia había mirado Tania Kovalchuk aquel anillo como un símbolo, y había rogado a Musia, unas veces en broma y otras en serio, que se lo diese.
—No, Taniechka 10, no te lo doy. Pronto tendrás tú otro en el dedo.
Por alguna razón pensaban de ella a su vez sus compañeros que iba a casarse pronto, lo cual la ofendía. Ella no quería marido. Y recordando tales conversaciones, sostenidas medio en broma con Musia, y pensando que ésta iba a ser ejecutada, se sentía ahogar por las lágrimas, llena de maternal ternura. Cada vez que sonaba la hora levantaba el rostro inundado de llanto y escuchaba. ¿Cómo recibirían los pobrecitos en sus calabozos aquel insistente y desolador llamamiento de la muerte?
Sin embargo, Musia, en el fondo, era feliz.
Cruzadas las manos atrás, vestida con el blusón de la cárcel, que le venía grande y le daba un aire varonil, como de adolescente que llevase ropa ajena, caminaba por su calabozo con paso igual y sin cansarse. Como las mangas del blusón le estaban largas, las había levantado, dejando salir por sus amplias aberturas sus finos brazos flacos, casi infantiles, semejantes a tallos de flores que surgieran de un tiesto tosco y sucio. La dureza de la tela rozaba ásperamente su cuello blanco, y de cuando en cuando, con un movimiento de ambas manos, lo aislaba del blusón y palpábase el sitio en que la piel se había enrojecido e irritado.