Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич 5 стр.


—¡Cómo has ensuciado esto!...

«El Gitano» le replicó con rapidez:

—Tú, en cambio, cara de perro, has ensuciado toda la tierra y no te digo nada. ¿A qué has venido aquí?

El inspector, con la misma rudeza, le dijo que había una plaza vacante de verdugo, y le propuso desempeñarla. «El Gitano» se echó a reír a carcajadas, enseñando sus dientes:

—¿Conque no hay aspirantes? ¡Pues sí que es gracioso! ¡Que manden, que manden ahorcar ahora! Ja, ja! Tienen todo: tienen un pescuezo y tienen una cuerda, pero se fastidian, que no tienen quien ahorque. ¡Realmente, es gracioso!

—Quedarás vivo si aceptas.

—¡Hombre, claro! ¡Después de muerto no iba a ahorcar!

—Bueno, ¿en qué quedamos? ¿Aceptas el cargo o no lo aceptas?

—¿Y cómo ahorcan ustedes?... ¿Será ocultamente, en silencio, o en público?

—Sí, con música —replicó groseramente el inspector.

—¡Qué tonto eres! Claro que se necesitará música. Algo así —y se puso a cantar una cosa alegre.

—Estás loco, amigo —dijo el inspector—. Bueno, ¿qué decides? Habla con formalidad.

«El Gitano» volvió a enseñar los dientes, exclamando:

—¡No te precipites! ¡Vuelve otro día y hablaremos!

Y en el caos de imágenes vivas, pero incompletas, que abrumaba al «Gitano» con su vértigo loco, hízose lugar otra nueva: ¡Qué bien estaría él de verdugo, con blusa roja! Sin que faltara detalle, se representó la plaza, llena de gente; el patíbulo, asomando en alto, y él, con su blusa roja, paseando por la plataforma con el hacha en la mano diestra. El sol lo iluminaba todo y centelleaba en el arma, y era el cuadro tan alegre y animado, que el mismo condenado, a quien iban a decapitar, sonreía también. Detrás del público se veían los carros y los caballos de los muyikque habían acudido de las aldeas, y más allá, el campo, verde y dilatado.

Pensando todo esto, chasqueó los labios, pasó por ellos la lengua y escupió.

Pero de improviso, como si le hubieran encasquetado el gorro de piel hasta la boca, obscureciósele todo; sintió un nudo en la garganta, y el corazón se le convirtió en un pedazo de hielo, que heló todo su cuerpo.

Dos veces más volvió a pasar el inspector por su calabozo, y las dos le dijo «el Gitano», enseñando los dientes:

—¡Qué impaciente eres! Vuelve más tarde.

Por fin, un día, al pasar por delante del calabozo, el inspector le gritó por la mirilla:

—¡Has perdido tu oportunidad! ¡Ya está cubierta la plaza!

—¡Bueno, vete al diablo y ahórcate! —replicó malhumorado «el Gitano», y dejó de pensar en ser verdugo.

A medida que se aproximaba el día de la ejecución, el tumulto de sus fragmentadas visiones se le hizo atrozmente insoportable. Habría querido detenerse, hincar los pies y pararse; pero un torrente circular le arrastraba y giraba en torno suyo. Tornóse inquieto su sueño; asaltábanle pesadillas horrendas, todavía más agobiadoramente impetuosas que sus pensamientos diurnos. Ya no era aquello un torrente, sino una caída sin fin desde una montaña también sin fin, un vuelo vertiginoso por el mundo entero. Cuando estaba libre usaba sólo un bigote bastante elegante; pero en la cárcel le había salido una barba corta, negra y de pelos tiesos, que le daba aspecto de loco. A veces conseguía apartar todo pensamiento y daba vueltas por el calabozo sin ton ni son; empero, aun en aquellos momentos, seguía palpando las paredes como si buscase salida. Y siempre bebía agua en cantidades enormes.

Cierto día, al anochecer, cuando encendieron la luz, el bandido se puso a gatas en medio del calabozo y empezó a aullar como un lobo, con voz trémula. Tenía en aquel instante una gravedad particular, y aullaba como si estuviese haciendo una cosa importante e imprescindible. Llenaba el pecho de aire, lo dejaba salir lentamente, con un sonido prolongado y vibrante, cerrando ¿1 propio tiempo los ojos, escuchando con atención.

El temblor de la voz parecía hecho adrede, como todo aquel grito de fiera, lleno de indescriptible horror y tristeza, en cada una de cuyas notas percibíase un cuidado especial de artista concienzudo.

De pronto dejó de aullar, permaneció callado unos cuantos segundos, sin abandonar la postura, y quedito, con la cara pegada al suelo, profirió:

—¡Hermanitos míos, queridos!... ¡Hermanitas, tened compasión!... ¡Hermanitas!... ¡Queridos!...

Y como si esperase la respuesta, dicha una frase, se quedaba escuchando.

Luego se levantó de un salto, y durante una hora entera estuvo vomitando insultos:

—¡Tales y cuales!... —gritaba, revolviendo los ojos, inyectados en sangre—. ¡Si queréis ahorcarme, hacedlo de una vez! ¡Hijos de...!

El soldado, blanco como la cera, llorando de angustia y de horror, le apuntaba con el fusil por la ventanilla y le gritaba desesperadamente:

—¡Te voy a pegar un tiro, como hay Dios! ¡Te voy a dejar seco!

Pero no se atrevía a disparar. Contra los condenados a muerte, a no ser que se rebelasen, nunca se disparaba. «El Gitano» rechinaba los dientes, blasfemaba y lanzaba escupitajos. Su cerebro humano colocado en la divisoria entre la vida y la muerte se descomponía y desmenuzaba como una partícula seca de barro al soplo del viento.

Cuando aparecieron por la noche en la celda para llevárselo al patíbulo, «el Gitano» se animó, como si le invadiese un torrente nuevo de vida, asomó a su boca la saliva espumajosa incontenida y sus ojos chispearon con la luz salvaje de otras veces. Mientras se vestía preguntó a uno de los carceleros:

—¿Quién me va a ahorcar? ¿El nuevo? A lo mejor no sabrá hacerlo todavía.

—De eso no tienes que preocuparte tú —contestó secamente el funcionario.

—¿Cómo no? Es a mí a quien van a despachar, y no a ti.

—¡Bueno, a callar!

—¿A callar? ¡Vaya cara! Pero, hombre, ¡si vas a reventar!...

—¡A callar he dicho!

—¡Bien, hombre; no te incomodes!

Lanzó una carcajada; mas de pronto empezaron a flaquearle las piernas... Sin embargo, al salir al patio, haciendo un gesto de irónica solemnidad, pudo gritar todavía:

—¡El coche del señor conde!

V ¡Bésalo y calla!

La sentencia de los cinco terroristas fue notificada en forma definitiva y confirmada el mismo día. A los condenados no se les dijo cuándo se les iba a ejecutar; pero no ignoraban que, como se hacía de ordinario, serían colgados la misma noche o, lo más tarde, a la siguiente, y cuando al otro día, es decir, el jueves, les autorizaron para recibir la visita de sus padres, comprendieron, sin quedarles duda, que la ejecución habría de verificarse el viernes al amanecer.

Tania Kovalchuk no tenía parientes próximos, y los que le quedaban vivían en un remoto lugar de la Pequeña Rusia, y ni siquiera tenían noticia de lo que ocurría; a Musia y a Verner, como desconocidos que eran, ni se les suponían parientes, y solamente Serguéi Golovin y Vasili Kashirin eran los que habían de recibir la visita de despedida de sus padres. Los dos pensaban con terror y tristeza en tal entrevista, pero no se decidieron a negar a los ancianos padres las últimas palabras y los últimos besos.

Serguéi Golovin era el que más sufría ante la idea de la próxima entrevista. Quería mucho a su padre y a su madre; hacía poco que los había visto, y le estremecía la idea de lo que iba a pasar.

La misma ejecución, con toda su monstruosidad, aparecía en su cerebro trastornado como algo menos terrible que aquellos minutos cortos y absurdos, que parecían estar fuera del tiempo y hasta de la vida misma. ¿Cómo iba a mirarlos? ¿Qué iba a decirles? Su cerebro renunciaba a comprenderlo. Lo más sencillo y natural, que sería cogerles las manos, besárselas y decirles: «¡Adiós, padres!», le parecía absurdo y horrible en su monstruosa, inhumana y estúpida falsedad.

Después de dictada la sentencia, no volvieron a colocar juntos a los condenados, como suponía Tania Kovalchuk, sino que pusieron a cada uno en un calabozo distinto, y toda la mañana, hasta las once, hora en que llegaron los padres, Serguéi Golovin anduvo paseando frenéticamente por la celda, pellizcándose la barbilla, encogido lastimeramente y murmurando palabras ininteligibles. De cuando en cuando se detenía bruscamente, llenaba el pecho de aire y lo exhalaba como un nadador que hubiese estado demasiado tiempo debajo del agua.

Pero era tan robusto y tan lleno de vida y juventud, que hasta en aquellos momentos de cruel sufrimiento la sangre le bullía debajo de la piel y enrojecía sus mejillas. Sus ojos azules tenían un fulgor inocente.

La entrevista transcurrió mejor de lo que Serguéi esperaba. El primero que penetró en la habitación destinada a las visitas fue su padre, el coronel retirado Nikolái Serguéevich Golovin, todo blanco, el rostro, la barba, los cabellos y las manos, como una estatua de nieve vestida con ropas humanas. Traía su guerrera vieja, pero cuidadosamente limpia y oliendo a bencina, con las charreteras nuevas, colocadas en sentido transversal, a diferencia de los militares en servicio activo. Entró erguido y con paso firme, tendió la mano blanca y huesuda y profirió en voz alta:

—Hola, Serguéi.

Detrás de él entró, con una extraña sonrisa, la madre, que también le estrechó la mano y repitió en alta voz:

—Buenas tardes, Sereyenka 7.

Después le besó en los labios y se sentó callada, sin gesticular, ni gritar, ni llorar. No hizo nada de aquello tan terrible que esperaba Serguéi, sino que se contentó con darle el beso y sentarse, y hasta arregló con las manos temblorosas su falda de seda negra.

Serguéi ignoraba que toda la noche anterior, encerrado en su despacho, el coronel, concentrando todas sus fuerzas, había estado imaginando los trámites de aquella escena. «Tenemos que evitar a nuestro hijo el amargarle los últimos momentos; antes al contrario, debemos aliviárselos», decidió el coronel, pesando y midiendo escrupulosamente cada una de las frases que había posibilidad de emplear en la entrevista del día siguiente. Pero de cuando en cuando se embarullaba, olvidaba lo que había preparado y lloraba amargamente en el rincón de su diván de hule. Llegada la mañana, explicó a su mujer la actitud que habría de observar en la entrevista.

—¡Lo principal es que lo beses y calles! —le dijo—. Después puedes hablarle, pero al besarlo no profieras una palabra. No le hables en seguida de besarlo, ¿comprendes?, porque te expones a decir lo que no debas.

—Comprendo, Nikolái Serguéevich —contestó la madre, llorando.

—¡No llores! ¡Dios te libre de ello, porque si lloras vas a matarle!

—¿Y por qué estás llorando tú?

—¿Quién no llorará con vosotros? Pero tú, tú no tienes que llorar, ¿estamos?

—Está bien, Nikolái Serguéevich.

En el coche quiso volver a repetir sus instrucciones, pero se halló con que ya las había olvidado. Y así, los dos viejos fueron callados, encogidos, absortos en sus pensamientos.

La ciudad bullía alegremente; era la semana que precede a la cuaresma, y todas las calles se encontraban llenas de gente y de ruido.

Llegaron, por fin, a la sala de visita. El coronel se puso en pie, en actitud de espera, colocando la mano derecha sobre el pecho, en la abertura de la guerrera. Serguéi permaneció un momento sentado, con el rostro arrugado de su madre muy próximo al suyo, y en seguida se levantó de un salto.

—Siéntate, Sereyenka —rogóle la madre.

—Siéntate, Serguéi —confirmó el padre.

Quedaron un instante silenciosos. La madre sonreía extrañamente.

—Hemos hecho todo lo imaginable para salvarte, Sereyenka.

—Es en vano, madre...

El coronel dijo con resolución:

—Debíamos preocuparnos, Serguéi, para que no pensases que tus padres te habían abandonado.

Quedaron de nuevo silenciosos.

Sentían miedo de hablar, como si cada palabra que pronunciasen fuera a perder su sentido y a significar una cosa: la muerte. Serguéi miró la guerrera de su padre, aún oliente a bencina, y pensó: «Ahora no tiene asistente; entonces, él mismo la ha limpiado. ¿Cómo no observaba yo antes que era él quien la limpiaba? Sin duda, lo hacía por la mañana.» Y de repente preguntó:

—¿Y cómo está mi hermana? ¿Está bien?

—Nínochka 8no sabe nada —contestó precipitadamente la madre.

Pero el coronel, con acento severo, interrumpió diciendo:

—¿Para qué mentir? La chica lo ha leído ya en los periódicos. Serguéi debe saber que todos... los suyos..., que todos nosotros... en este momento...

No pudo proseguir, y se detuvo. El rostro de la madre se contrajo súbitamente, se arrugó y se agitó en medio de un llanto convulsivo. Sus ojos apagados le saltaban de las órbitas; su respiración se hizo más entrecortada y más ruidosa.

—Ser... Ser... Ser... Serg... —repetía sin mover los labios—. Ser...

—¡Madre! ¡Mamaíta!

El coronel dio un paso adelante, y todo convulso, terrible en su lividez mortal, haciendo esfuerzos desesperados para conservar un resto de serenidad, dijo a su mujer:

—¡Calla! ¡No lo atormentes! ¡No lo atormentes! ¡No lo atormentes, porque va a morir! ¡No lo atormentes!

Aterrada, la madre calló. Pero él, apretando todavía sus puños contra el pecho para contener su agitación, insistía:

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