Annotation
EL IDIOTA
Traductor: López-Morillas, Juan
Colección: El libro de bolsillo, 5538
ISBN: 9788420634609
Generado con: QualityEbook v0.35
Feodor Mikhailovich Dostoyevsky
EL IDIOTA
Feodor Mikhailovich Dostoyevsky y su novela “El Idiota”
Todos los juicios absolutos son arriesgados y comprometidos, injustos en definitiva, hasta en los casos que se nos antojan más claros y evidentes, diríase flagrantes. Por eso no cabe suscribir una opinión muy generalizada, común incluso a una gran parte de cierta autorizada crítica, según la cual Dostoievski es el más grande de los novelistas rusos, pese a que figuren entre éstos un Chejov y un Tolstoi, un Ivan Turguenev y un Máximo Gorki, un Andreiev... Y lo discreto es juzgarle, sin detrimento e injusticia para nadie, cual uno de los más grandes novelistas de todas las épocas y de todos los países.
Desde luego, dentro de esa seductora línea ofrecida por las letras rusas o, más concretamente, de la novelística rusa en donde el naturalismo y el realismo, tan crudo y pesimista de los maestros franceses, maestros inicialmente de los rusos, no se manifiesta incompatible con un esperanzador idealismo, confiándose en la idea de encontrar remedio a los males descritos.
Feodor Mikhaylovich Dostoyevsky —nacido en Moscú en el año 1821 y fallecido en San Petersburgo sesenta años después, hijo de un médico y él mismo ingeniero militar, que abandonó lógicamente las armas para dedicarse a la literatura, comprometido en la famosa conjuración de Petrachevsky y condenado a muerte, indultado de esta pena y forzado en Siberia durante cuatro años; enfermo epiléptico, por siempre delicado a consecuencia de las penalidades sufridas, colaborador de los diarios El Tiempo y La Época, director de la revista El Mundo Ruso, casado dos veces—, no cede en realismo a nadie, y muy al contrario, supera a casi todos. Cabalmente al describir con ese realismo personajes de suprema y simbólica humanidad, vistos y considerados en un ambiente asimismo supremamente realista, con rasgos y problemas de una realidad tan cierta como patética e impresionante, que es imposible olvidar; es decir, luciendo nuestro novelista unas facultades extraordinarias puestas a prueba en empeños tan difíciles como los aludidos. Pero nunca sin desentenderse de unos ideales redentores, sin prescindir de unas preocupaciones y de unas esperanzas que ennoblecen las páginas más realistas de Dostoyevsky. Y, mejor, inspirándolas, estimulándolas en todos los casos, justificando la actitud del gran novelista.
Así, desde su primera producción, la titulada Pobres gentes y aparecida hacia 1845, acogida con verdadero entusiasmo por Bielinsky y otros críticos inolvidables, aunque equivocado aquél en punto de reconocer como humorismo lo que... no lo era. Verdad es que el tema había sido tratado un poco a lo Gogol y, más todavía, a lo Dickens, pero con un íntimo dramatismo superior que naturalmente aumenta en las novelas que siguen, en las que el novelista presenta ya sus tipos predilectos. O sean sus enfermos mentales, sus criaturas angustiadas y atormentadas, sus hombres marcados por un sino cruel, "obligados" por unas circunstancias impías.
La vida resignada que, de acuerdo con la “ smirienie” rusa, llevó en presidio hasta 1854, enriqueció a Dostoyevsky en su experiencia, como apunta, entre otros, Bruckner, y daría puesto, en la labor dostoyevskyana, a La casa de los muertos (El presidio).
Luego vendrían las creaciones verdaderamente magistrales, que nos sobrecogen tan profundamente y que nos entusiasman, provocando generosos sentimientos: Los hermanos Karamazov, Crimen y castigo, El idiota... Esta es la que, precisamente, hemos elegido para representar el genio novelístico de Dostoyevsky.
Con las novelas citadas, figuran, enriqueciendo la producción dostoyevskiana, Demonios, Nitochka, Nezvanova, El eterno marido, Noches blancas, El jugador, Stepanchikovo, El señor Prokartchin, Un corazón débil, Poseídos, Humillados y ofendidos, El pequeño héroe, La patrona, El adolescente, La vida de un gran pecador...
En fin, subrayaremos que la vida y la obra de nuestro novelista han sugerido una ingente bibliografía, en la que destacan los antiguos estudios de Tchij (Moscú, 1883), Zelinsky (Moscú, 1885) y Brandes (Berlín, 1890), la biografía debida al sensible Stephan Zweig, los ensayos sobre la vida política de Dostoyevsky escritos por Levinson...
PARTE PRIMERA
I
A las nueve de la mañana de un día de finales de noviembre, el tren de Varsovia se acercaba a toda marcha a San Petersburgo. El tiempo era de deshielo, y tan húmedo y brumoso que desde las ventanillas del carruaje resultaba imposible percibir nada a izquierda ni a derecha de la vía férrea. Entre los viajeros los había que tornaban del extranjero; pero los departamentos más llenos eran los de tercera clase, donde se apiñaban gentes de clase humilde procedentes de lugares más cercanos. Todos estaban fatigados, transidos de frío, con los ojos cargados por una noche de insomnio y los semblantes lívidos y amarillentos bajo la niebla.
En uno de los coches de tercera clase iban sentados, desde la madrugada, dos viajeros que ocupaban los asientos opuestos correspondientes a la misma ventanilla. Ambos eran jóvenes, ambos vestían sin elegancia, ambos poseían escaso equipaje, ambos tenían rostros poco comunes y ambos, en fin, deseaban hablarse mutuamente. Si cualquiera de ellos hubiese sabido lo que la vida del otro ofrecía de particularmente curioso en aquel momento, habríase sorprendido, sin duda, de la extraña casualidad que les situaba a los dos frente a frente en aquel departamento de tercera clase del tren de Varsovia. Uno de los viajeros era un hombre bajo, de veintisiete años poco más o menos, con cabellos rizados y casi negros, y ojos pequeños, grises y ardientes. Tenía la nariz chata, los pómulos huesudos y pronunciados, los labios finos y continuamente contraídos en una sonrisa burlona, insolente y hasta maligna. Pero la frente, amplia y bien modelada, corregía la expresión innoble de la parte inferior de su rostro. Lo que más sorprendía en aquel semblante era su palidez, casi mortal. Aunque el joven era de constitución vigorosa, aquella palidez daba al conjunto de su fisonomía una expresión de agotamiento, y a la vez de pasión, una pasión incluso doliente, que no armonizaba con la insolencia de su sonrisa ni con la dureza y el desdén de sus ojos. Envolvíase en un cómodo sobretodo de piel de cordero que le había defendido muy bien del frío de la noche, en tanto que su vecino de departamento, evidentemente mal preparado para arrostrar el frío y la humedad nocturna del noviembre ruso, tiritaba dentro de un grueso capote sin mangas y con un gran capuchón, tal como lo usan los turistas que visitan en invierno Suiza o el norte de Italia, sin soñar, desde luego, en hacer el viaje de Endtkuhnen a San Petersburgo. Lo que hubiese sido práctico y conveniente en Italia resultaba desde luego insuficiente en Rusia. El poseedor de este capote representaba también veintiséis o veintisiete años, era de estatura algo superior a la media, peinaba rubios y abundantes cabellos, tenía las mejillas muy demacradas y una fina barba en punta, casi blanca en fuerza de rubia. Sus ojos azules, grandes y extáticos, mostraban esa mirada dulce, pero en cierto modo pesada y mortecina, que revela a determinados observadores un individuo sujeto a ataques de epilepsia. Sus facciones eran finas, delicadas, atrayentes y palidísimas, aunque ahora estaban amoratadas por el frío. Un viejo pañuelo de seda, anudado, contenía probablemente todo su equipaje. Usaba, al modo extranjero, polainas y zapatos de suelas gruesas. El hombre del sobretodo de piel de cordero y de la cabellera negra examinó este conjunto, quizá por no tener mejor cosa en qué ocuparse, y, dibujando en sus labios esa indelicada sonrisa con la que las personas de mala educación expresan el contento que les producen los infortunios de sus semejantes, se decidió al fin a hablar al desconocido.
—¿Tiene usted frío? —preguntó, acompañando su frase con un encogimiento de hombros.
—Mucho —contestó en seguida su vecino—. Y eso que no estamos más que en tiempo de deshielo. ¿Qué sería si helase? No creí que hiciese tanto frío en nuestra tierra. No estoy acostumbrado a este clima.
—Viene usted del extranjero, ¿verdad?
—Sí, de Suiza.
—¡Fííí! —silbó el hombre de la cabellera negra, riendo.
Se entabló la conversación. El joven rubio respondía con naturalidad asombrosa a todas las preguntas de su interlocutor, sin parecer reparar en la inoportunidad e impertinencia de algunas. Así, hízole saber que durante mucho tiempo, más de cuatro años, había residido fuera de Rusia. Habíanle enviado al extranjero por hallarse enfermo de una singular dolencia nerviosa caracterizada por temblores y convulsiones: algo semejante a la epilepsia o al baile de San Vito. El hombre de cabellos negros sonrió varias veces mientras le escuchaba y rió sobre todo cuando, preguntándole: —¿Y qué? ¿Le han curado?—, su compañero de viaje repuso:
—No, no me han curado.
—¡Claro! Le habrán hecho gastar una buena suma de dinero en balde... ¡Y nosotros, necios, tenemos fe en esa gente! —dijo, acremente, el hombre del sobretodo de piel de cordero.
—¡Ésa es la pura verdad! —intervino un señor mal al vestido, de figura achaparrada, que se sentaba a su lado. Era un hombre cuarentón, robusto, de roja nariz y rostro lleno de granos, con aire de empleado subalterno de ministerio—. ¡Es la pura verdad! Esa gente no hace más que llevarse toda la riqueza de Rusia sin darnos nada en cambio.
—En lo que personalmente me respecta se engañan ustedes —dijo, con acento suave y conciliador, el cliente de los doctores suizos—. Desde luego, no puedo negar en términos generales lo que ustedes dicen, porque no estoy bien informado al propósito; pero me consta que mi médico ha invertido hasta su último céntimo a fin de proporcionarme los medios de volver a Rusia, después de mantenerme dos años a sus expensas.
—¡Cómo! —exclamó el viajero de cabellos negros—. ¿No había nadie que pagase por usted?
—No. El señor Pavlichev, que era quien atendía a mis gastos en Suiza, murió hace dos años. Escribí entonces a la generala Epanchina, una lejana parienta mía, pero no recibí contestación. Y entonces he vuelto a Rusia.
—¿Dónde va usted a instalarse?
—¿Quiere decir que dónde cuento hospedarme? Aún no lo sé; según como se me pongan las cosas. En cualquier sitio...
—¿De modo que aún no sabe dónde?
Y el hombre del cabello negro comenzó a reír, secundado por el tercero de los interlocutores.
—Me temo —agregó el primero— que todo su equipaje está contenido en este pañuelo...