El Idiota - Достоевский Федор Михайлович 2 стр.


—Yo lo aseguraría —manifestó el otro, con aspecto de extrema satisfacción—. Estoy cierto de que todo el equipaje de este señor es ése, ¿verdad? Pero la pobreza no es vicio, desde luego.

La suposición de aquellos dos caballeros resultó ajustada a la realidad, como el joven rubio no titubeó en confesarlo.

—Su equipaje, sin embargo, no deja de tener cierta importancia —prosiguió el empleado, después de que él y el joven de la cabellera negra hubieron reído con toda su alma, siendo de notar que aquel que era objeto de su hilaridad había terminado también por reír viéndoles reír a ellos, con lo que hizo subir de punto sus carcajadas—; pues, aunque pueda darse por hecho que en él brillan por su ausencia las monedas de oro francés, holandés o alemán, el hecho de que tenga usted una parienta como la Epanchina modifica en mucho la trascendencia de su equipaje. Esto, claro, en el caso de que la Epanchina sea efectivamente parienta suya y no se trate de una distracción..., lo que no tiene nada de particular en un hombre, cuando es muy imaginativo...

—Ha adivinado usted —contestó el joven—. Realmente, casi me he equivocado, porque sólo quise decir que la generala es medio parienta mía, hasta el extremo de que su silencio no me ha sorprendido. Lo esperaba.

—Ha gastado usted inútilmente en sellos de correo. ¡Hum! Usted, al menos, es ingenuo y sincero, lo cual merece alabanzas. ¡Hum! Yo conozco al general Epanchin... como todos le conocen. Al difunto señor Pavlichev, el que pagaba sus gastos en Suiza, también le conocía, si es que se refiere a Nicolás Andrevich Pavlichev, porque hay dos primos hermanos del mismo apellido. El otro habita en Crimea. El difunto Nicolás Andrevich era hombre muy respetado, con muy buenas relaciones y propietario, en sus tiempos, de cuatro mil almas... 1.

—Sí; se trataba de Nicolás Andrevich Pavlichiev —contestó el joven, mirando con atención a aquel desconocido que tan bien informado estaba de todas las cosas.

Esta clase de caballeros que lo saben todo suelen encontrarse con bastante frecuencia en cierta capa social. No hay nada que ignoren: toda su curiosidad espiritual, todas sus facultades de investigación se dirigen sin cesar en igual sentido, sin duda por carencia de ideas e intereses vitales más importantes, como diría un pensador moderno. Añadamos que esa omnisciencia que poseen está circunscrita a un campo harto restringido: les consta en qué departamento sirve Fulano, qué amistades tiene, qué fortuna posee, de dónde ha sido gobernador, con quién está casado, qué dote le aportó su mujer, quiénes son sus primos en primero y segundo grado, y otras cosas por el estilo. Por regla general, estos caballeros que lo saben todo llevan los codos rotos y ganan diecisiete rublos al mes. Las personas de quienes conocen tantos detalles se quedarían muy confusas si lograran saber cómo y por qué estos señores omniscientes están tan bien informados de sus existencias. Sin duda los interesados encuentran algún consuelo positivo en poseer semejantes conocimientos, que consideran una completa ciencia de la que derivan una alta estima de sí mismos y una elevada satisfacción espiritual. Y es, en efecto, una ciencia subyugadora. Yo he conocido literatos, intelectuales, poetas y políticos, que parecían hallar en semejante disciplina científica su mayor deleite y su meta final habiendo hecho, además, su carrera gracias a ella.

Durante aquella parte de la conversación, el joven de negros cabellos miraba distraídamente por la ventanilla, bostezando y aguardando con impaciencia el fin del viaje. Parecía preocupado, muy preocupado, casi inquieto. Su actitud resultaba extraña: a veces miraba sin ver, escuchaba sin oír, reía sin saber él mismo el motivo.

—Permítame: ¿a quién tengo el honor de...? —preguntó de improviso el señor de los granos al propietario del paquetito del pañuelo de seda.

—Al príncipe León Nicolaievich Michkin —contestó el interpelado inmediatamente sin la menor vacilación.

—¿El príncipe León Nicolaievich Michkin? No le conozco. Jamás lo he oído mencionar —dijo el empleado, reflexionando—. No me refiero al nombre, que es histórico y se puede encontrar en la historia de Karamzin, sino a la persona, ya que ahora no se encuentran en ningún sitio príncipes Michkin y no se oye jamás hablar de ellos.

—No lo dudo —replicó el joven—. En este momento no existe más príncipe Michkin que yo, que creo ser el último de la familia. En cuanto a mis antepasados, hace ya varias generaciones que vivían como simples propietarios rurales. Mi padre fue subteniente del ejército. La generala Epanchina pertenece, aunque no sé bien en virtud de qué parentesco, a la familia de los Michkin, y es también, como mujer, la última de su raza...

—¡Ja, ja, ja! —rió el empleado—. ¡Mujer, y la última de su raza! 2¡Qué chiste tan bien buscado!

El señor de los cabellos negros sonrió igualmente. Michkin quedó muy sorprendido al ver que le atribuían un chiste, bastante malo además.

—Lo he dicho sin darme cuenta —aseguró al fin, repuesto de su sorpresa.

—¡Por supuesto, por supuesto! —repuso jovialmente el empleado.

—Y en Suiza, príncipe —preguntó de pronto el otro viajero—, ¿estudiaba usted, tenía algún profesor?

—Sí; lo tenía...

—Yo, en cambio, no he aprendido nada nunca.

—Tampoco yo —dijo el príncipe, como excusándose— he aprendido nada apenas. Mi mala salud no me ha permitido seguir estudios sistemáticos.

—¿No ha oído usted hablar de los Rogochin? —interrogó con viveza el joven de los cabellos negros.

—No; no conozco a casi nadie en Rusia. ¿Se llama usted Rogochin?

—Sí; Parfen Semenovich Rogochin.

—¿Parfen Semenovich? ¿No será usted uno de esos Rogochin que...? —preguntó el empleado con súbita gravedad.

—Sí; uno de esos —interrumpió impacientemente el joven moreno quien, desde el principio, no se había dirigido al hombre granujiento ni una sola vez, limitándose a hablar únicamente con Michkin.

El empleado, estupefacto, abrió mucho los ojos y todo su semblante adquirió una expresión de respeto servil, casi temeroso.

—¡Cómo! —prosiguió—. ¿Es posible que sea usted hijo de Semen Parfenovich Rogochin, burgués notable por derecho de herencia y que murió hace un mes dejando un capital de dos millones y medio de rublos?

—¿Y cómo puedes tú saber que ha dejado dos millones y medio? —preguntó rudamente el hombre moreno sin dignarse mirar al empleado. Luego añadió, haciendo un guiño a Michkin para referirse al otro—: Mírele: apenas se ha enterado de quién soy, ya empieza a hacerme la rosca. Pero ha dicho la verdad. Mi padre ha muerto y yo, después de pasar un mes en Pskov, vuelvo a casa como un pordiosero. Ni mi madre ni el bribón de mi hermano me han avisado ni me han enviado dinero. ¡Como si fuera un perro! Durante todo el mes he estado enfermo de fiebres en Pskov y...

—¡Pero ahora va usted a recibir un rico milloncejo, si no más! ¡Oh, Dios mío! —exclamó el señor granujiento alzando las manos al cielo.

—Dígame, príncipe —exclamó Rogochin, irritado, señalando al funcionario con un movimiento de cabeza—, ¿qué podrá importarle eso? Porque no voy a darte ni un kopecaunque bailes de coronilla delante de mí. ¿Oyes?

—Lo haré, lo haré.

—¿Qué le parece? Bien: pues no te daré ni un kopecaunque bailes de coronilla delante de mí una semana seguida.

—No me des nada. ¿Por qué habías de dármelo? Pero bailará de coronilla ante ti. Dejaré plantados a mi mujer y a mis hijos e iré a bailar de cabeza ante ti. Necesito rendirte homenaje. ¡Lo necesito!

—¡Puaf! —exclamó Rogochin, escupiendo. Y se dirigió al príncipe—: Yo no tenía más equipaje que el que usted lleva cuando, hace cinco semanas, huí de la casa paterna y me fui a la de mi tía, en Pskov. Allí caí enfermo. Y entre tanto murió mi padre de un ataque de apoplejía. Gloria eterna a su memoria, sí; pero la verdad es que faltó poco para que me matase a golpes. ¿Lo creería usted, príncipe? Pues es verdad: si yo no hubiese huido, me habría matado.

—¿Qué hizo usted para irritarle tanto? —preguntó el príncipe, que miraba con curiosidad a aquel millonario de tan modesta apariencia bajo su piel de cordero.

Aparte el millón que iba a heredar, había en el joven moreno algo que intrigaba e interesaba a Michkin. Y en cuanto a Rogochin, fuese por lo que fuera, se complacía en hablar con el príncipe, quizás más que en virtud de una ingenua necesidad de expansionarse, por hallar un derivativo a su agitación. Dijérase que la fiebre le atormentaba aún. En cuanto al empleado, pendiente de la boca de Rogochin, recogía cada una de sus palabras como si esperase hallar entre ellas un diamante.

—Mi padre estaba, desde luego, enojado conmigo, y acaso con razón —respondió Rogochin—; pero quien más le predisponía contra mí era mi hermano. No quiero decir nada de mi madre: es una mujer de edad, lee el Santoral, pasa su tiempo en hablar con viejas y no ve más que por los ojos de mi hermano Semka. 3Pero, ¿no es cierto que éste debió avisarme con oportunidad? ¡Bien sé por qué no lo hizo! Cierto que yo estaba entonces sin conocimiento... Cierto también que me expidieron un telegrama... Pero desgraciadamente lo recibió mi tía, viuda desde hace treinta años y que no trata, de la mañana a la noche, sino con hombres de Dios 4y gente por el estilo... No es monja, pero peor que si lo fuera. El telegrama la asustó, así que lo llevó al puesto de policía, donde aún continúa. Sólo me he informado de lo sucedido por una carta de Basilio Vasilievich Koniev, quien me lo cuenta todo, incluso que por la noche, mi hermano cortó un paño mortuorio de brocado de trencillas de oro, que adornaba el ataúd de mi padre, diciendo: «Esto vale su dinero». ¡Si quiero, me basta con eso para enviarle a Siberia, porque es un robo sacrílego! ¿Qué opinas tú, espantapájaros? —añadió, dirigiéndose al funcionario—. ¿Cómo califica la ley ese acto? ¿De robo sacrílego?

—Sí: de robo sacrílego —confirmó el empleado.

—¿Y se envía a Siberia a los culpables de ese crimen?

—¡A Siberia, sí! ¡A Siberia inmediatamente!

—En casa me creen enfermo aún —prosiguió Rogochin dirigiéndose al príncipe otra vez—. Pero yo he tomado el tren sin decir nada a nadie y, aunque mal de salud todavía, dentro de un rato estaré en San Petersburgo. ¡Cuánto se sorprenderá mi hermano Semen Semenovich al verme llegar! ¡El que, como bien sé, fue quien indispuso a mi padre contra mí! Aunque, a decir verdad, éste ya estaba irritado conmigo por lo de Nastasia Filipovna. En ese caso, desde luego, la culpa fue mía.

—¿Nastasia Filipovna? —preguntó el empleado, con aire servil y, al parecer, reflexionando intensamente.

—¡Si no la conoces! —exclamó Rogochin, con impaciencia.

—¡Si! ¡La conozco! —exclamó, con aire triunfante, el señor granujiento.

—¡Claro! ¡Hay tantas Nastasias Filipovnas en el mundo! Eres un solemne animal, permíteme que te lo diga. ¡Ya sabía yo que este bestia acabaría queriendo pegarse a mí! —añadió Rogochin, hablando a Michkin.

—¡Bien puede ser que la conozca! —replicó el empleado—. ¡Lebediev sabe muchas cosas! Podrá usted injuriarme cuanto quiera, excelencia, pero ¿y si le pruebo que digo la verdad? Esa Nastasia Filipovna por cuya culpa le ha golpeado su padre, se apellida Barachkov, y es una señora distinguida y hasta, en su estilo, una verdadera princesa. Mantiene íntimas relaciones con Atanasio Ivanovich Totzky y no tiene otro amante que él. Totzky es un poderoso capitalista, con mucho dinero y muchas propiedades, accionista de varias compañías y empresas y por esta razón muy amigo del general Epanchin.

—¡Diablo! ¡La conoce de verdad! —exclamó Rogochin, realmente sorprendido—. ¿Cómo puedes conocerla?

—¡Lebediev lo sabe todo! ¡Lebediev no ignora nada! He andado mucho con Alejandro Lichachevich cuando éste acababa de perder a su padre. ¡No sabía dar un paso sin mí! Ahora está preso por deudas; mas yo en aquel tiempo conocí a todas aquellas mujeres: Arrancia y Coralia, y la princesa Patzky, y Nastasia Filipovna, y muchas otras.

—¿Es posible que Lichachevich y Nastasia Filipovna...? —preguntó Rogochin lanzando una mirada de cólera al empleado. Y sus labios se convulsionaron y palidecieron.

—¡No, no, nada! —se apresuró a contestar Lebediev—. Él le ofrecía sumas enormes, pero no pudo conseguir absolutamente nada... No es como Amancia. Su único amigo íntimo es Totzky. Por las noches puede vérsela siempre en su palco en el Gran Teatro o en el Teatro Francés. Y la gente hablará de ella lo que quiera, pero nadie puede probarle nada. Se la señala y se dice: «Mirad a Nastasia Filipovna»; pero nada más, porque nada hay que decir.

—Así es, en efecto —convino Rogochin, con aire sombrío—; eso concuerda con lo que me contó hace tiempo Zaliochev. Un día, príncipe, yo cruzaba la Perspectiva Nevsky vestido con un gabán viejo que mi padre había retirado hacía tres temporadas. Ella salía de un comercio y subió al coche. En el acto sentí que me atravesaba el alma un dardo de fuego. A poco encontré a Zaliochev. No vestía como yo, sino con elegancia, y llevaba un monóculo aplicado al ojo. En cambio yo, en casa de mi padre, usaba botas enceradas y comía potaje de vigilia. «Esa no es de tu clase —me dijo mi amigo—: es una princesa. Se llama Nastasia Filipovna Barachkov y vive con Totzky. Él ahora, quisiera desembarazarse de ella a toda costa, porque, a pesar de sus cincuenta y cinco años, tiene entre ceja y ceja el propósito de casarse con la beldad más célebre de San Petersburgo.» Zaliochev añadió que si yo iba aquella noche a los bailes del Gran Teatro podría ver en un palco a Nastasia Filipovna. Entre nosotros, le diré que ir a ver una sesión de baile significaba para mí correr el riesgo de ser molido a golpes por mi padre. No obstante, burlando su vigilancia, pasé una hora en el teatro, volví a ver a Nastasia Filipovna y no pude dormir en toda la noche. Por la mañana, mi difunto padre me entregó dos títulos al cinco por ciento de cinco mil rublos cada uno. «Vete a venderlos —dijo—, pasa por casa de los Andreiev, liquídales una cuenta de siete mil quinientos rublos que tengo con ellos y tráeme el resto del dinero. No te entretengas en el camino, que te aguardo.» Negocié los títulos, pero en vez de ir a casa de Andreiev entré en el Bazar Inglés y compré unos pendientes de diamantes, cada uno casi tan grueso como ruta avellana. Como el precio excedía en cuatrocientos rublos el dinero que yo llevaba, di mi nombre y el comerciante me abrió, crédito por la diferencia. Tras esto, fui a ver a Zaliochev. «Acompáñame a casa de Nastasia Filipovna», le dije. Y fuimos. No sé, ni recuerdo, lo que había ante mí, ni a mi lado, ni bajo mis pies. Entrarnos en una sala y ella salió a recibirnos. Yo no di mi nombre: fue Zaliochev quien tomó la palabra. «Sírvase aceptarlos en nombre de Parfen Rogochin, en recuerdo del encuentro de ayer tarde», dijo. Ella abrió el estuche, miró los pendientes y sonrió: «Agradezca a su amigo Rogochin su amable atención», repuso. Y, haciéndonos una reverencia, se apartó. ¿Por qué no caería yo muerto en aquel instante? Si me había decidido a hacer la visita, era porque, en verdad, no esperaba volver vivo de ella. Lo que más me mortificaba de todo era ver que aquel animal de Zaliochev se había arreglado para atribuirse el mérito a sí mismo, en cierto modo. Yo, bajo de estatura como soy y mal vestido como iba, guardaba un silencio lleno de turbación, y me limitaba a contemplar a aquella mujer abriendo mucho los ojos, mientras él, ataviado con elegancia, los cabellos rizados y llenos de cosmético, muy sonrosada la cara, el lazo de la corbata impecable, mostraba una desenvoltura de hombre de mundo, y todo se volvía inclinaciones y gracias. ¡Estoy seguro de que ella le tomó por mí! Cuando salimos le dije: «Ahora no vaya a ocurrírsete cualquier insolencia respecto a Nastasia Filipovna. ¿Comprendes?» El, riendo, repuso: «¿Cómo te las compondrás para arreglar tus cuentas con Semen Parfenovich?». Yo sentía tanto deseo de volver a casa como de tirarme al agua, pero me dije: «Sea lo que quiera. ¿Qué me importa?» Y regresé a casa como un alma en pena.

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