—¿No lo sabes?
—No.
—Pero a tu mamá ¿la conoces?
—Sí, la conozco. Hasta la conozco en el paso.
—Cierto. Yo también conozco a la mía con los ojos cerrados.
La conversación se hizo más tranquila.
—Oye —empezó a decir el ciego con cierta vivacidad—, yo siento el sol y sé cuándo se pone.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Sí, porque... ¿ves?... no sé de qué modo...
—¡Ah! —exclamó ella completamente satisfecha de esta respuesta. Y ambos callaron.
—Yo sé leer —dijo luego el niño— y pronto empezaré a escribir con tinta.
—¿Cómo puedes...? —preguntó la niña y se detuvo, porque no quiso terminar la pregunta empezada. Pero él la comprendió.
—Leo en mi libro con los dedos —aclaró el niño.
—¿Con los dedos? Yo nunca aprendería a leer con los dedos. Bastante me cuesta leer con los ojos. Mi papá dice que las mujeres comprenden difícilmente la ciencia.
—También sé leer francés.
—¡Eres un sabio! —exclamó la niña, de todo corazón—. Pero temo que pilles un resfriado. Se levanta una gran bruma del río.
—¿Y tú?
—Yo no tengo miedo. ¿Qué puede sucederme a mí?
—Tampoco yo tengo miedo. ¿Acaso se resfría más pronto un hombre que una mujer? El tío Max dice que el hombre no ha de temer nada; ni el frío ni el hambre ni los truenos ni los relámpagos.
—¿El tío Max? ¿El que anda con muletas? Ya le he visto... ¡Es horrible!
—No es horrible. Es muy bueno.
—¡Es horrible, es horrible! —insistió ella—. Tú no lo sabes, porque no puedes contemplarle.
—Pero le conozco. Él me enseña.
—¿Y no te pega?
—No me pega ni me riñe nunca.
—Claro está. ¿Por ventura se puede pegar a un niño ciego? ¡Sería un pecado!
—No me pega, ni pega a nadie —dijo el niño distraído, porque su oído finísimo había escuchado los pasos de Jojem, que se acercaba.
En efecto; pronto se le vio y se le oyó gritar:
—¡Señorito!
—Te llaman —dijo la niña levantándose.
—Sí, pero no quiero irme.
—Vete, vete. Mañana iré a verte. Ahora te esperan a ti, y a mí también.
La vecinita cumplió su palabra, y aun más pronto de lo que Piotr esperaba. A la mañana siguiente, cuando éste en su habitación estaba con el tío Max, dando la lección como de costumbre, Piotr levantó de pronto la cabeza y dijo vivamente:
—Permítame un instante. Ha venido la niña.
—¿Qué niña? —preguntó sorprendido el tío Max, acompañando al niño hacia la puerta.
La nueva amiga de Piotr había entrado realmente en la casa, y al ver pasar a Ana Mijáilovna, se acercó a ella.
—¿Qué quieres, niña? —le dijo Ana Mijáilovna, creyendo que la niña traía algún recado.
La niña le tendió la mano y le dijo:
—¿Vive aquí el niño ciego?
—Sí —respondió la señora Popelski mirándola con amabilidad y admirando el aire de persona mayor que tenía la niña.
—Pues mi madre me ha dado permiso para venir a visitarle. ¿Puedo verle?
En este momento salió Piotr seguido por el tío Max.
—Es la niña de ayer, mamá. Ya te lo expliqué todo —dijo él y saludándola añadió—: Sólo tengo una hora de tiempo.
—Bien, el tío Max no será exigente hoy —dijo Ana Mijáilovna—. Ya se lo pediré yo.
Entre tanto la niña, que parecía estar en su casa, se dirigió al tío Max, que se acercaba apoyado en sus muletas.
—Hace muy bien usted en no pegar al niño ciego. Ya me lo ha dicho él mismo.
—¿Es posible, señorita? —preguntó el tío Max con cómica seriedad, mientras cogía con su gruesa mano la manecita de la niña—. Mucho agradezco a mi discípulo que haya hecho formar buen concepto de mí a una dama tan simpática.
El tío Max reía y acariciaba la manecita de la niña, mientras ésta le dirigía su franca mirada, que ganó en seguida el corazón del anciano, por lo general gran enemigo de las mujeres.
—¿No lo ves? —dijo con significativa sonrisa dirigiéndose a su hermana—, Piotr ya se relaciona independientemente de nosotros. Y hay que confesar, que aunque no puede ver, no ha elegido mal. ¿No es verdad?
—¿Qué quieres decir con esto, Max? —preguntó seriamente la señora ruborizándose.
—¡Era una broma! —contestó su hermano lacónicamente al ver que acababa de tocar un punto doloroso, un pensamiento secreto que había pasado velozmente por el cerebro de la madre.
Ana Mijáilovna se volvió más colorada todavía; se inclinó con rapidez hacia la niña y la besó apasionadamente. La niña recibió la inesperada caricia con la misma mirada franca y en cierto modo admirada.
IV
Transcurrieron algunos años.
En la casa del ciego no había variado nada. Los árboles del jardín murmuraban como antes, aunque sus hojas hubiesen tomado un color más obscuro y estuviesen más espesas; las blancas paredes resplandecían todavía al darles el sol, y como antes continuaba sonando en el establo la flauta de Jojem, aunque al mozo, ya viejo, le gustaba más escuchar al señorito cuando tocaba la flauta o el piano.
Piotr se había vuelto más sabio. Como los Popelski no tenían más hijo que el ciego, éste continuó siendo el centro en torno del cual giraba la casa entera. Ésta y la del vecino constituían todo el mundo del niño, que pasaba una vida muy tranquila. Así crecía, como una planta de invernadero, a cubierto de todos los vientos del mundo exterior.
Como antes, se hallaba en medio de una esfera infinitamente obscura. Encima de él, a su alrededor, por todas partes, no hallaba más que tinieblas ilimitadas. Pero su organización sensible y delicada se hacía cargo hasta de las impresiones que, por decirlo así, apenas presumía. En el estado de su espíritu, esta sensibilidad se manifestaba de un modo muy preciso; parecíale al ciego que las tinieblas, nunca en reposo, se movían a su alrededor, y penetrando dentro de él se ponían en contacto con aquel algo especial que tanto le pesaba y le oprimía.
La obscuridad conocida y uniforme de la casa de sus padres resonaba en el murmullo del antiguo jardín y producía como por encanto en su espíritu un sentimiento indeterminado y tranquilizador. El mundo lejano con todos sus vientos tempestuosos no podía entrar allí. El ciego sólo le conocía por las canciones y por la historia. Entre el rumor de los árboles y entre la calma de la vida del campo, únicamente sabía la existencia de la vida del mundo por lo que de ella había oído contar. Veíalo todo como entre brumas, lejano, como lo que dice una canción, una tradición, un cuento.
Parecía que todo iba bien. La madre veía que el espíritu de su hijo, aunque estuviese separado del mundo exterior por todos lados como por una pared, hallábase con todo en un estado tranquilo, como en una especie de sueño mágico y artificial. Y la madre se guardaba muy bien de despertarle.
Evelina, pues éste era el nombre de la niña vecina, que iba creciendo sin que nadie se fijara en ello, contemplaba aquella paz con sus ojos azules, en los cuales aunque a veces se leía una duda, una pregunta sobre el porvenir del niño, nunca, sin embargo, se notaba ni una sombra de impaciencia.
Popelski, el padre, gobernaba la casa con admirable orden, pero no había pensado gran cosa en el futuro de su hijo. Únicamente el tío Max era quien, dado su carácter, con gran trabajo podía soportar la paz, la calma, y si no la turbaba, era porque la consideraba necesaria, pero transitoria. Juzgaba indispensable robustecer el espíritu del niño a fin de que se encontrase en disposición de resistir el contacto de la vida real.
Mientras tanto, la vida bullía fuera de este círculo encantado, y al fin llegó el momento que juzgó a propósito el viejo maestro para abrir la puerta del invernáculo, a fin de que entrara en él una fresca ráfaga del mundo exterior y libre.
Para dar comienzo a su plan, invitó a que le visitara a un antiguo amigo que vivía a setenta verstas 2de allí. Ya antes había ido a verle Max, pero sabiendo que en Stavrushenko había algunos jóvenes, convidó a todo el mundo a que fuera a casa de los Popelski.
Con tal motivo, las conversaciones, las disputas, el movimiento de preguntas, esperanzas y opiniones de la juventud se presentaron al ciego con fuerza y de un modo inesperado. Al principio escuchó con sorpresa y entusiasmo, pero luego debió notar que aquellas olas de vida pasaban por su lado sin tocarle. Nadie se dirigía a él, nadie le pedía su opinión, y pronto comprendió que estaba solo, en tristísimo aislamiento, tanto más triste cuanta más animación reinaba en la casa.
A pesar de ello, escuchaba todo lo que parecía nuevo; sus cejas contraídas y su cara pálida ponían de manifiesto lo muy excitada que estaba su atención. Pero sus observaciones eran tristes, porque en la tarea de su entendimiento hallaba amargura y dificultades.
Cierta noche, uno de los tres jóvenes de Stavrushenko hablaba apasionadamente, con excitación juvenil, con el valor del que desafía el porvenir sin temer, sin reflexionar. En este valor, en esta pasión existía una fuerza misteriosa que parecía capacitarle para emprender cualquier lucha con la seguridad del triunfo.
Evelina, que estaba con ellos, se ruborizó; comprendió que todo aquello le iba dirigido, aunque el orador no parecía darse cuenta de ello.
El joven seguía hablando y Evelina le escuchaba, inclinada la cabeza sobre la labor que quedaba en su regazo; sus ojos brillaban, su cara ardía; su corazón latía con fuerza. Pero pronto sus ojos perdieron el brillo, palideció, apretó los labios, su corazón siguió latiendo fuertemente y apareció en su rostro una expresión de miedo.
La joven se espantó, porque con las ardientes palabras del joven estudiante apareció una amplia esfera de acción en el mundo lejano.
Sí; hacía mucho tiempo que había oído su voz atractiva, aunque no la hubiese entendido muy bien; sentada en un banco aislado entre las sombras del antiguo jardín, había pasado largas horas abstraída, pensando en deseos y esperanzas imposibles de realizar. Ahora aquel mundo lejano se le acercaba; no sólo la atraía, sino que la llamaba directamente.
Entonces miró al ciego y se sintió herida en lo más hondo del corazón. El ciego permanecía quieto, reflexionando... parecía estar oprimido.
«Lo ha comprendido», se dijo la joven, y un frío intenso recorrió su cuerpo.
Por un instante creyó vivir en aquel mundo lejano y animado, mientras él solo y cabizbajo permanecía en el mismo lugar, no... allí en la colinita cercana al río donde ella lloró un día con el cieguecito.
Y tuvo miedo, como si alguien quisiese arrancar aquel puñal de su vieja herida. Pensó en las penetrantes miradas del tío Max... Pero no, ella sabía el primer paso que había de dar; luego, más tarde, vería lo que se pudiera hacer en el mundo y en la vida.
La joven respiró con fuerza, como si después de un trabajo fatigoso le faltara aire a su pecho. No sabía si el estudiante hablaba todavía o había callado... Miró hacia el lugar que ocupaba Piotr, pero éste había desaparecido.
Existía en el jardín un molino viejo y abandonado. Hacía muchos años que no funcionaba; sus maderas se hallaban cubiertas de musgo y al través de la presa pasaban numerosos hilillos transparentes. Era el lugar favorito del ciego. Allí permanecía largas horas escuchando el rumor del agua, que sabía imitar muy bien en el piano. Pero aquella noche estaba pensando en algo muy distinto; se paseaba de un lado a otro nerviosamente y con la inquietud pintada en el rostro.
Al oír los ligeros pasos de la joven detrás de él, se detuvo. Evelina puso la mano en la espalda del ciego y le preguntó con seriedad:
—¿Qué tienes, Piotr? ¿Por qué estás tan triste?
El joven se volvió de espaldas en seguida y paseó otra vez de un lado a otro del jardín. La joven le siguió, sin apartarse de su lado. Comprendía su silencio y avanzaba cabizbaja.
Desde la casa una canción llegaba a sus oídos. Una voz joven y fuerte cantaba el amor y la dicha, y las notas resonaban en el silencio de la noche dominando el rumor de las hojas de los árboles.
Allí había gente feliz que gozaba de una vida hermosa y sonriente. Ella acababa de dejarles, cegada por las esperanzas de la vida, mientras él estaba muy lejos. Ella no había notado que él se marchase, y ¡quién sabe lo largos que al ciego le habrían parecido los instantes que pasó a solas con su aflicción!
Todo esto es lo que pensaba Evelina mientras andaba al lado de Piotr. Nunca le había sido tan difícil iniciar con él una conversación; pero comprendía que su sola presencia calmaba la pena del joven.
Poco a poco la cara del ciego fue tranquilizándose. Sentía a su lado los pasos de ella, y poco a poco también su dolor dejó imperar nuevos sentimientos. Insensiblemente iba entregándose a ellos por completo.
—¿Qué tienes? —repitió Evelina.
—Nada de particular —respondió él con amargura—. Parece que estoy de sobra en el mundo.
La canción de la casa había cesado y empezaban a cantar otra. De vez en cuando parecía detenerse el canto; se hacía una pausa; esperanzas y deseos velados dominaban el pensamiento, y una nueva melodía turbaba el silencio de la noche...
El joven se detuvo involuntariamente y escuchó.
—Oye —dijo pensativo—, a veces creo que los ancianos tienen razón al asegurar que todo empeora de año en año. Antes los ciegos estaban mejor. Yo, en vez de tocar el piano, hubiera tocado la guitarra, yendo errante de un país a otro. Rodeado de la gente del pueblo, cantaría las hazañas de los antepasados. También yo sería entonces algo; mi vida tendría algún objeto...