El Músico Ciego - Короленко Владимир Галактионович 5 стр.


Los ojos azules de la joven se abrieron más atemorizados aún y se llenaron de lágrimas.

—Todo eso es debido a las palabras del estudiante —dijo confusamente.

—Sí —respondió el ciego pensativo—. Es tan... tan bueno, tan guapo, tiene una voz tan hermosa...

—Sí; es un muchacho de talento —consintió Evelina pensativa, pero súbitamente, como si quisiese corregirse, dijo con exaltación—: ¡No, no me gusta de ninguna manera! Es demasiado presuntuoso y hasta tiene la voz áspera y desagradable.

Piotr escuchó asombrado semejante exclamación. La joven golpeó el suelo con su lindo pie y continuó diciendo:

—Todo eso no es más que tontería. ¡Ideas del tío Max! ¡Hombre más antipático!

—¿Qué tienes, Evelina? —preguntó el ciego—. ¿Qué culpa tiene en todo esto el tío Max?

—Por creerse útil, y a fuerza de pensar, se ha endurecido el poco corazón que tenía. ¡Te lo ruego, no me hables de esta gente! ¿Quién les ha dado el derecho de disponer de la suerte de los demás?

Calló de pronto y se puso a llorar como una niña.

El ciego, compasivo y sorprendido al mismo tiempo, le tomó la mano. La excitación de la joven, que siempre estaba tan tranquila y serena, era algo que no esperaba ni podía explicar. Observaba su llanto y el extraño sentimiento que el llanto de la joven despertaba en su propio corazón. Súbitamente Evelina se deshizo de las manos de él y volvió a sorprenderle. Se reía.

—¡Qué tonta he sido! ¡Por qué simplezas he llorado! —y se enjugó las lágrimas—. No; seamos justos; los dos son buenos. Lo que ahora mismo decía, también es bueno, pero no para todos.

—Para los que puedan —respondió el ciego con voz sombría.

—¡Tontería! —dijo la joven en voz baja y entre llorosa y risueña—. Que luche el tío Max cuanto quiera mientras viva. Pero nosotros...

—No digas «nosotros». Tú eres muy diferente.

—No lo soy.

—¿Cómo?...

—Porque tú te casarás conmigo y seremos uno solo.

El ciego calló sorprendido.

—¿Yo?... ¿Contigo? ¿Es decir que quieres ser mi mujer?

—¡Naturalmente! —respondió con rapidez y calor la joven—. ¿No has pensado nunca en esto? Pues es muy sencillo. Y si no ¿con quién te casarías?

—Es verdad —dijo el joven con algún egoísmo, pero en seguida se corrigió—. Escucha, Evelina, ahora mismo hablaban de las jóvenes en las ciudades; a ti se te abriría una vida hermosa, espléndida, y yo soy...

—¿Qué?

—¡Ciego! —añadió él.

La muchacha se rió y bajó la cabeza pensativa, como si quisiese escuchar lo que pasaba en su espíritu.

No se oía ruido alguno, a excepción del murmullo del agua. Y de vez en cuando hasta el murmullo menguaba y parecía cesar del todo algunas veces.

Con las palabras atrevidas e inesperadas de la joven se iluminó aquella nube obscura que pesaba sobre el corazón del ciego. El sentimiento indefinido, inadvertidamente despertado, que desde mucho tiempo dormía en su pecho, se le presentó con formas reales y precisas y llenó y fortaleció todo su corazón. ¿Podía dejar de alegrarse?

Por breve rato permaneció inmóvil. Luego levantó la cabeza, y puso entre las suyas la delicada mano de la joven. Al ciego le parecía extraño que el apretón de manos de ella fuese tan distinto de antes; le llegaba a los más hondos rincones del corazón. En lugar de Evelina, la amiga de su juventud, adivinaba en ella un nuevo ser.

Pensaba en el llanto que acababa de derramar y le parecía que la joven era más alta y más fuerte, a pesar de haberla observado débil y llorosa. Con un movimiento de ternura la atrajo hacia él y le alisó los cabellos. Le parecía que la amargura de su dolor había dejado de sentirse en su corazón; le parecía que no quería ni deseaba nada y que sólo por ella existía en la actualidad.

De nuevo se oyó la voz del ruiseñor y entre el silencio del jardín dormido resonaban sus cantos melodiosos y siempre variados. La joven se desprendió de los brazos del ciego.

—Tenemos que volver a casa, amado mío.

Él no respondió y respiró con fuerza. Oyó que ella se arreglaba los cabellos; su corazón latía con fuerza, pero con regularidad y con un sentimiento de bienestar. Sintió que su sangre, enardecida, llevaba a todas las fibras de su cuerpo una fuerza nueva. Cuando al cabo de un minuto la joven le dijo: —Ven, volvámonos a casa —escuchó con deleitosa sorpresa la amada voz que le parecía tan nueva y tan amiga.

Todos se habían reunido en la salita; sólo faltaban el ciego y Evelina. El tío Max conversaba con su viejo compañero; los jóvenes permanecían silenciosos al lado de la ventana. Max, durante la conversación, miraba la puerta con frecuencia. La señora Popelski parecía esforzarse en cumplir los deberes de señora de la casa y en ser amable con los huéspedes, y solamente el señor Popelski empezaba a cabecear como de costumbre —gordo y con su aspecto de buen hombre—, sentado en su sillón esperando la hora de cenar.

Cuando se oyeron pasos en el patio que mediaba entre el jardín y la sala, todos dirigieron la mirada hacia la puerta. Entre la obscuridad se vio la figura de Evelina, que subía los tramos seguida del ciego.

Se dio cuenta la joven que todos la miraban con atención. Atravesó la sala con su acostumbrado paso, y sólo cuando su mirada se encontró con la del tío Max, sonrió un momento y lució en sus ojos el triunfo y cierta expresión de burla. Max se puso a reflexionar y respondió desconcertado a una pregunta que le hicieron. La señora Popelski miraba a su hijo con excitación.

El ciego parecía seguir a la joven sin saber dónde le llevaba. Al llegar a la puerta se detuvo como embelesado, pero en seguida entró en la sala, la atravesó rápidamente, aunque con aire distraído, se sentó delante del piano y lo abrió.

Se veía palpablemente que había olvidado dónde estaba y que no se daba cuenta de que hubiese gente en la habitación; iba instintivamente hacia su amado instrumento para exteriorizar los sentimientos que le dominaban.

Pasó con ligereza las manos por encima de las teclas y tocó algunos acordes. Parecía que dirigiese una pregunta en parte al piano, en parte a su propio espíritu. Luego se detuvo pensativo, y en la salita no se oyó ni el más ligero rumor. La noche miraba al través de las obscuras ventanas; allá y acullá, desde el jardín, las hojas verdes de los árboles miraban curiosamente la sala iluminada por la luz brillante de la lámpara... Los oyentes, preparados por los acordes que acababan de escuchar y también animados en parte por el espíritu que lucía en la pálida frente del ciego, esperaban silenciosos.

Piotr permanecía inmóvil. En su espíritu bullían, como olas agitadas, sentimientos muy distintos. Le había arrastrado consigo el torrente de aquel mundo desconocido, arrastrándole las olas como arrastran las olas del mar la barca que tiempo ha reposaba en la playa.

Los ojos ciegos se dilataron, brillaron y se enturbiaron de nuevo. Pudo creerse por un momento que su alma no podía dominar lo que con ávida atención escuchaba. Pero luego tembló; tocó las teclas, dominado por el poder del nuevo sentimiento que le invadía con fuerza y abandonóse completamente a las notas simples, temblorosas, armoniosas, de adulación y de amenaza.

En aquellos acordes se concentraban todas las ideas que pocos momentos antes pasaron por su espíritu, al reflexionar en su pasado silenciosamente. Oíanse la voz de la naturaleza viviente, el ruido del viento, los murmullos del bosque y del agua y aquellos sonidos tan tristes, ruidos misteriosos que mueren a lo lejos... Todos estos elementos se unían y se hacían comprender con la base del sentimiento propio y arraigado, que ensancha el corazón y al cual es imposible dar un nombre, sea el que fuere. ¿Era añoranza o tristeza? ¿Qué motivo podía tener? ¿Era alegría? ¿Por qué, pues, era tan extremadamente triste?

El cauce que de un modo marcado siguió el sentimiento musical del ciego, fue aquél que le hizo por primera vez accesible la música, y que más tarde se fijó más aún con las lecciones de su madre; era la música popular que siempre resonaba en su espíritu, inspirada en la voz de la tierra.

Y también, después, cuando tocó una pieza que había aprendido, armonizando con ella su sentimiento, ya de manifiesto en los primeros acordes, algo chocante, vivo y especial, se producía en los oyentes un sentimiento de alegría y de sorpresa a la vez. Pronto aquel precioso estilo musical dominó a todos y solamente el hijo mayor de Stavrushenko, músico de profesión, escuchaba al pianista con aires de crítico para adivinar qué pieza era aquélla y para analizar el sistema del pianista.

Los ojos de los jóvenes lucían vivamente, sus rostros estaban acalorados y en sus espíritus bullían pensamientos de una dicha y de una vida desconocidas. Hasta en los ojos del escéptico brilló el entusiasmo. Y el viejo Stavrushenko, dándole con el codo a Max, le dijo en voz baja:

—Hay que confesar que toca muy bien, ¡admirablemente bien!

Ana Mijáilovna contemplaba con aire interrogador a Evelina. La joven había dejado caer la labor sobre el regazo y miraba al artista ciego; pero en sus ojos lucía una entusiasta atención. Comprendía los sonidos a su modo; oía el ruido del agua en la presa y el murmullo de las hojas en el paseo obscuro.

No obstante, en la cara del ciego no se leía señal alguna del entusiasmo que animaba a sus oyentes. La última pieza no le proporcionó tampoco la satisfacción que buscaba. En las últimas notas expresaba una pregunta silenciosa, una duda, una queja.

Entonces resonaron en la sala grandes aplausos. El anciano Stavrushenko abrazó al joven músico.

—¡Tocas magníficamente! ¡Divinamente!

Los jóvenes le estrecharon la mano con entusiasmo. El estudiante le profetizó un gran porvenir de gloria.

—Sí, es cierto —añadió el hermano mayor—. Usted ha logrado dominar de un modo admirable el carácter de las canciones populares. Ha vivido en su atmósfera y las domina por completo. Pero dígame usted, ¿qué pieza es la que ha tocado últimamente?

Piotr nombró una pieza italiana.

—Eso me parecía —respondió el joven—. En cierto modo la he conocido, pero usted tiene un estilo propio; algunos la tocarán mejor que usted; pero como usted no la ha tocado nadie.

—¿Cómo puedes creer que habría quien la tocase mejor? —preguntó su hermano—. Yo había oído ya esta pieza. Pero hoy hemos oído una especie de traducción del italiano al lenguaje de la pequeña Rusia.

El ciego escuchaba con atención. Por primera vez era el centro de una conversación animada y conoció su propio valer.

«¡También yo podré ser algo en la vida!»

Estaba sentado en su silla, con la mano sobre el teclado, y de pronto percibió que en medio de la animada conversación otra mano caliente tocaba la suya. Evelina se le había acercado y le dijo en voz baja y con tono de alegre entusiasmo:

—Ya lo oyes. También tú tienes un objetivo. ¡Si pudieses ver la impresión que produces en la gente cuando tocas!

Al oír esto el ciego tembló de pies a cabeza y se levantó.

Nadie observó esta breve escena, a excepción de su madre, que se ruborizó como si hubiese recibido el primer beso de un amor juvenil y apasionado.

El ciego permaneció en el mismo sitio con la cara pálida. Estaba fuertemente impresionado por su inesperada y reciente dicha; tal vez sentía la proximidad de un temporal cuyas negras nubes parecía que se levantaran en el fondo de su espíritu.

V

Al día siguiente el ciego se despertó muy temprano. El silencio más profundo reinaba en su alcoba y en la casa no se oía más que el comienzo de las diarias tareas; por la ventana, que había quedado abierta aquella noche, entraba el fresco de la mañana. No pensaba el ciego en los acontecimientos del día anterior, pero se sentía animado de nuevos y desconocidos sentimientos.

Permaneció algunos minutos en la cama.

—¿Qué me ha sucedido? —pensaba acordándose de las palabras que le había dicho la joven en el molino—: ¿No habías pensado nunca en esto? ¡Eres muy extraño!

No, el ciego no había pensado nunca en aquello. La presencia de Evelina le satisfacía, le alegraba; pero hasta el día anterior no se había fijado en tal cosa, como nadie se fija en el aire que respira. Las sencillas palabras de la joven habían caído en su espíritu cual una piedra en la superficie tranquila de las aguas del estanque; un momento antes estaban lisas y reflejaban la imagen del sol y el azul del cielo; cae la piedra, la superficie cristalina se quiebra y las aguas se remueven hasta el fondo.

Con rapidez se levantó, se vistió, y por los caminos cubiertos de rocío se dirigió al viejo molino. El agua seguía entretejiendo espuma y murmurando como el día anterior, y también murmuraban las hojas de los árboles cercanos al torrente. Nunca había sentido la luz del sol tan claramente como entonces. Le pareció que juntamente con la sensación del aroma agradable y húmedo y del fresco de la mañana sentía los rayos risueños del sol penetrando en su interior y excitando sus nervios.

Pero además de esta excitación alegre, notó algo más en el fondo de su corazón; algo inexplicable. No se fijó al principio, mas a pesar de esto, el sentimiento particular surgió del fondo de su espíritu, y del mismo modo que de una nubécula blanca se forma un nubarrón obscuro y amenazador, así se formó el nuevo sentimiento y se explayó en lágrimas.

Creciendo intensamente por momentos la nueva afección, llegó a ser la obsesión dominante de su espíritu. Oyó las palabras de la joven, sintió sus cabellos de seda bajo sus dedos y sobre el pecho los latidos de su corazón... Pero aquel sentimiento extraño parecía que hubiese tocado con mano destructora a esa imagen, haciéndola desaparecer, matándola.

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