El Señuelo - Паркер Роберт Б. 17 стр.


– Pero galante -me defendí.

– ¿Cómo crees que la tratará Hawk? -preguntó Susan.

– Hawk carece de sentimientos, pero tiene reglas. Si Kathie se ajusta a alguna de sus reglas, la tratará muy bien. En caso contrario, dependerá del humor de Hawk.

– ¿Piensas realmente que Hawk carece de sentimientos?

– Nunca los expresa. En su trabajo es tan bueno como el mejor, pero nunca se muestra feliz, triste, asustado o entusiasmado. Hace veinticinco años que lo conozco y jamás ha mostrado el menor indicio de afecto o compasión. Nunca se ha puesto nervioso ni se ha encolerizado.

– ¿Es tan bueno como tú? -Susan había apoyado el mentón sobre las manos cruzadas y me observaba.

– Tal vez -repliqué-. Incluso podría ser mejor.

– El año pasado, cuando tendría que haberte matado en Cape Cod, no lo hizo. Debió de sentir algo.

– Creo que le caigo bien del mismo modo que le gusta el vino y le desagrada la ginebra. Me prefirió al tipo para el que trabajaba. Ve en mí una versión de sí mismo. Además, matarme por orden de un tipo como Powers violaba alguna regla. No estoy seguro. Yo tampoco lo habría matado.

– ¿Eres una versión de Hawk?

– Yo tengo sentimientos, me enamoro -respondí.

– Sí, es verdad -dijo Susan-. Y lo haces muy bien.

Propongo que llevemos la última botella de champán al dormitorio, nos acostemos, la bebamos, sigamos charlando y es posible que, como dicen los chicos de instituto, tal vez te interese hacerlo otra vez.

– Suze, soy un hombre entrado en años.

– Ya lo sé. Lo considero un desafío.

Fuimos al dormitorio, nos acostamos, bebimos champán y vimos la película de medianoche en la oscuridad refrescada por el acondicionador. Tal vez la vida no sea perfecta, pero a veces las cosas salen bien. Proyectaban Los siete magníficos. Cuando Steve McQueen miraba a Eli Wallach y decía: «El hierro es lo nuestro, amigo», lo murmuré con él.

– ¿Cuántas veces has visto esta película? -preguntó Susan.

– No estoy seguro, pero creo que seis o siete veces. La vi en muchas sesiones de medianoche de habitaciones de hotel de muchísimas ciudades.

– ¿Y soportas volver a verla?

– Es como ver ballet o escuchar música. La trama no cuenta, lo que importa es la pauta.

Susan rió en la oscuridad y dijo:

– Por supuesto. Así es la historia de tu vida. El qué no cuenta. Lo que importa es el aspecto que tienes cuando lo haces.

– No se trata simplemente del aspecto -aclaré.

– Ya lo sé. He terminado el champán. Si disculpas mi expresión, ¿crees que estás en condiciones de otro transporte de éxtasis?

Acabé el champán y respondí:

– Con una pequeña ayuda de mis amigos.

Susan me acarició ligeramente la barriga.

– Muchachote, soy la única amiga que tienes.

– Y la única que necesito -afirmé.

Capítulo 25

Al día siguiente Susan me llevó al aeropuerto. En el trayecto, bajo la ardiente y brillante mañana de estío, paramos en un Dunkin' Donut y tomamos café y un par de donuts cada uno.

– Una noche de éxtasis seguida de una mañana de deleites -comenté y di un mordisco.

– ¿William Powell llevó a Myrna Loy a un Dunkin' Donut?

– No sabía qué era lo que tenía que hacer -respondí. Alcé mi taza de café por Susan.

– Chico, me alegro mucho de haberte visto -brindó Susan.

– ¿Cómo adivinaste lo que iba a decir?

– No fue más que una suposición acertada.

Permanecimos en silencio durante el resto del trayecto al aeropuerto. Susan era una pésima conductora y pasé la mayor parte del viaje hundiendo el pie derecho en el suelo del coche.

Paró frente a la terminal y me dijo:

– Estoy harta de hacer siempre lo mismo. ¿Cuánto tiempo pasarás fuera esta vez?

– No mucho -respondí-. Quizás una semana, no más de lo que duran los Juegos Olímpicos.

– Prometiste llevarme a Londres -recordó-. Si no vuelves para compensarlo, me pondré realmente furiosa contigo.

La besé en la boca, a lo que respondió entusiasmada, y dije:

– Suze, te quiero.

Respondió que también me quería, por lo que me apeé y entré en la terminal.

Dos horas y veinte minutos más tarde estaba de regreso en Montreal, en la casa próxima al bulevar Henri Bourassa. No había nadie. En la nevera encontré cerveza O'Keefe y varías botellas de champán. Hawk había salido de compras. Abrí una botella de O'Keefe, me senté en la sala y vi por la tele algunas eliminatorias olímpicas. Alrededor de las dos y media un hombre llamó a la puerta. Me guardé el revólver en el bolsillo como medida preventiva y abrí.

– ¿Señor Spenser?

El hombre llevaba traje de algodón y sombrero de paja, de ala corta, con una cinta azul ancha. Parecía estadounidense, al igual que la mitad de la población de Canadá. Junto al bordillo, con el motor en marcha, vi un Dodge Monaco con matrícula de Quebec.

– Sí -me apresuré a responder.

– Vengo de parte de Industrias Dixon. Tengo un sobre para usted, pero le agradecería que primero se identifique -le mostré mi licencia de investigador privado, que incluía una foto. En ella parecía uno de los amigotes de Eddie Coyle-. Sí, es usted.

– A mí también me decepciona -comenté.

El hombre sonrió mecánicamente, me devolvió la licencia y sacó un grueso sobre del bolsillo de la chaqueta. El sobre llevaba mi nombre y el logotipo de Industrias Dixon en el ángulo izquierdo.

Cogí el sobre.

– Adiós, espero que pase un buen día -dijo el hombre del traje de algodón, regresó al Dodge Monaco que lo esperaba y se largó.

Entré en la casa y abrí el sobre. Contenía tres series de entradas para todas las pruebas que se celebrarían en el estadio mientras duraran los Juegos Olímpicos. Eso era todo, ni siquiera había una tarjeta grabada que dijera espero que pase un buen día. El mundo se despersonaliza.

Hawk y Kathie regresaron mientras yo me ocupaba de la cuarta O'Keefe.

Hawk descorchó una botella de champán y sirvió una copa para Kathie y otra para él.

– ¿Cómo está Suze? -preguntó.

Hawk se acomodó en el sofá y Kathie se sentó a su lado, pero no abrió la boca.

– Bien. Te manda saludos.

– ¿Estuvo de acuerdo Dixon?

– Sí, creo que ha encontrado un nuevo fin en la vida, otro asunto en el que pensar.

– Es mejor que mirar la tele todo el día -opinó Hawk.

– ¿Hubo alguna novedad ayer u hoy?

Hawk negó con la cabeza.

– Estuvimos dando vueltas, pero no hemos visto a nadie que Kathie conozca. El estadio es enorme y todavía no lo hemos recorrido en su totalidad.

– ¿Pudiste comprar entradas en la reventa?

Hawk sonrió.

– Sí. Lo detesto, pero es tu dinero. De haber sido el mío, las habría arrebatado. Detesto a los revendedores.

– Claro. ¿Cuál es el montaje de seguridad?

Hawk se encogió de hombros.

– Fuerte, pero sin excesos. Es imposible tener todo controlado cuando tres veces por día entran y salen de setenta a ochenta mil personas. Aunque hay un montón de botones de alarma, si quisiera cargarme a alguien en el estadio, podría hacerlo casi sin dificultades.

– ¿Y conseguirías salir?

– Con un poco de suerte, sí. El lugar es enorme y hay muchísima gente.

– Mañana lo veré. Conseguí entradas para los tres a fin de no tener que tratar con los revendedores.

– ¡Felicitaciones! -exclamó Hawk.

– Detestas la corrupción en todas sus facetas, ¿no es así, Hawk?

– Jefe, la he combatido toda la vida.

Hawk bebió más champán. Kathie volvió a llenarle la copa en cuanto la dejó sobre la mesa. Estaba sentada de modo tal que su muslo rozaba el de Hawk y no le quitaba ojo de encima.

Bebí más cerveza.

– Kathie, ¿has disfrutado de los Juegos Olímpicos?

La chica asintió sin mirarme. Hawk sonrió y dijo:

– No le caes bien. Dice que no eres un hombre. Opina que eres débil y blando y que deberíamos darte tu merecido. Tengo la sospecha de que le importas un bledo. Te considera un degenerado.

– Veo que sé llevarme bien con las zorras -comenté.

Kathie enrojeció, sin dejar de mirar a Hawk, pero permaneció callada.

– Le dije que era algo apresurada en sus juicios.

– ¿Y te creyó?

– No.

– ¿Has comprado algo para cenar, algo que no sea alcohol?

– No, hombre, porque me hablaste de un restaurante llamado Bacco. Supuse que nos llevarías a pasear a Kathie y a mí y que le demostrarías que no eres un degenerado. Pensé que nos invitarías a una buena comida.

– De acuerdo -respondí-, pero antes me ducharé.

– ¿Has visto, Kathie? -preguntó Hawk-. Es muy limpio.

Bacco estaba en el segundo piso de una casa del barrio viejo de Montreal, no lejos de la plaza Victoria. Servían cocina francocanadiense y uno de los mejores patés de campaña que haya probado. Tenían buen pan francés y cerveza Labatt 50. Hawk y yo lo pasamos muy bien. Llegué a pensar que probablemente Kathie nunca lo pasaba bien, aunque estuvo pasiva y amable durante la cena. Se había puesto una especie de mono con peto y una chaqueta larga, estaba bien peinada y tenía buen aspecto.

El viejo Montreal estaba de fiesta a causa de los Juegos Olímpicos. En una plaza cercana había espectáculos al aire libre e infinidad de jóvenes bebían cerveza y vino, fumaban y escuchaban música rock.

Subimos a nuestro coche alquilado y regresamos a nuestra casa alquilada. Hawk y Kathie se dirigieron a lo que se había convertido en su dormitorio. Seguí levantado un rato, acabé las O'Keefe y vi las pruebas de la tarde -lucha y algo de halterofilia- a solas en la sala de la casa alquilada, en el ridículo y viejo televisor de borde blanco.

A las nueve en punto me metí en la cama. En solitario. La noche anterior no había dormido mucho y estaba cansado. Me sentí solo y viejo. Esa idea me mantuvo despierto hasta las nueve y cuarto.

Capítulo 26

Cogimos el metro hasta el estadio olímpico. Probablemente decir metro no sea correcto. Si el transporte en el que ocasionalmente me desplazo en Boston es el metro, lo que cogimos en Montreal no lo era. Las estaciones estaban impecables, los trenes no hacían ruido y el servicio cumplía el horario. Hawk y yo abrimos un pequeño espacio para Kathie en medio de la maraña de cuerpos. Cambiamos de línea en Berri Montigny y nos apeamos en Viau.

Puesto que yo era un joven excéntrico, superfrío, sofisticado, con experiencia de la vida y crecidito, no me dejé impresionar por el inmenso complejo que rodeaba el estadio olímpico. Tampoco me dejé impresionar por el hecho de asistir en vivo y en directo a los Juegos Olímpicos. La sensación circense que experimentaba en la boca del estómago no era más que la sensación natural que siente el cazador al aproximarse a su presa. Directamente delante se encontraban los pabellones de alimentación y diversos tipos de concesiones. Más allá se elevaba el Centro Deportivo Maisonneuve, a mi derecha la Pista Maurice Richard, a mi izquierda el velódromo y, un poco más lejos, cerniéndose como un coliseo, el gris e inconcluso estadio monumental. Oí aclamaciones. Ascendimos por la larga rampa serpenteante que conducía al estadio. Al entrar contuve la respiración.

– Kathie dice que Zachary es un rompehuesos -dijo Hawk.

– ¿Es muy grande?

– Kathie -la azuzó Hawk.

– Muy grande -replicó la chica.

– ¿Más grande que Hawk o que yo? -inquirí.

– Claro. Cuando digo grande, quiero decir realmente grande.

– Peso noventa kilos -dije-. ¿Cuánto dirías que pesa él?

– Pesa ciento treinta y ocho kilos. Lo sé porque una vez se lo dijo a Paul.

Miré a Hawk.

– ¿Ciento treinta y ocho kilos?

– Sólo mide dos metros -respondió Hawk.

– Kathie, ¿es gordo? -yo aún abrigaba esperanzas.

– No, en realidad, no. En otros tiempos era levantador de pesos.

– Bueno, Hawk y yo hacemos mucho ejercicio con los pesos.

– No, me refiero a lo que hacen los soviéticos. Ya sabes, un auténtico levantador de pesos. Fue campeón de no sé dónde.

– ¿Y tiene el mismo aspecto que un levantador de pesos soviético?

– Sí, exactamente. Paul y él solían verlos por la tele. Tiene ese tipo de gordura que uno sabe que es maciza.

– Al menos no será difícil reconocerlo.

– Aquí será más difícil que en el resto del mundo -dijo Hawk.

– Es verdad. Seamos cuidadosos y procuremos no tenderle una zancadilla a Alexeev ni a alguien parecido.

– ¿Ese petimetre también intenta salvar África? -preguntó Hawk.

– Sí. De… detesta a los negros más que cualquier otra persona que conozco.

– ¡Qué alegría! -ironicé-. Hawk, podrás hacerlo entrar en razones.

– Debajo de la chaqueta tengo algo que le ayudará a entrar en razones.

– Si nos topamos con él tendremos dificultades para disparar. Aquí hay demasiada gente.

– ¿Crees que deberíamos luchar cuerpo a cuerpo con él? -preguntó Hawk-. Chico, ya sé que somos buenos, pero no estamos acostumbrados a dárnoslas con gigantes. También tenemos que pensar en el otro maldito chupón.

Llegamos a la puerta. Entregamos las entradas y pasamos. Había varias gradas. Nuestras entradas eran para la grada número uno. Oí los aullidos de la multitud. Me moría de ganas de verlo.

– Hawk, Kathie y tú trazaréis un círculo por aquel lado y yo iré por aquí -propuse-. Comenzaremos por el primer nivel e iremos subiendo. Ten cuidado. No permitas que Paul os vea antes de que lo veáis.

– O el viejo Zach -apostilló Hawks-. Seré sumamente cuidadoso con respecto a Zach.

– Vale. Subiremos hasta la última grada y luego volveremos a bajar. Si los ves, quédate con ellos. Mientras permanezcamos dentro del estadio, seguro que volveremos a cruzarnos.

Hawk y Kathie se pusieron en marcha. Hawk dijo por encima del hombro:

– Si ves a Zachary y decides cargártelo, adelante. No hace falta que me esperes. Puedes acabar con él.

– Muy amable -respondí-. Creo que deberías ocuparte de ese cerdo racista.

Hawk se alejó con Kathie. Parecía deslizarse en lugar de caminar. No estaba tan seguro de que Hawk fuera incapaz de hacerle frente a Zachary. Tomé la dirección contraria e intenté deslizarme. Parecía irme bastante bien. Tal vez yo fuera capaz de acabar con Zachary. Estaba en condiciones óptimas para hacerlo. Levi’s azul claro, polo blanco, Adidas de ante azul con tres franjas blancas, chaqueta deportiva azul y una gorra de cuadros para ocultar mi cara. La chaqueta no pegaba, pero servía para ocultar el revólver que llevaba en la cadera. Sentí la tentación de cojear un poco para que la gente pensara que era un competidor momentáneamente fuera de juego. Tal vez un especialista en decatlón. Como nadie me hacía mucho caso, ni me tomé la molestia. Subí por la rampa hasta los asientos del primer nivel. Era mejor de lo que había imaginado. Los asientos del estadio eran de colores -azules, amarillos, etcétera- y al salir del pasillo vi una brillante llamarada multicolor. En el suelo del estadio se veía la brillante hierba verde, bordeada por la pista de atletismo roja. Directamente a mis pies y cerca del costado del estadio, las chicas competían por el salto de longitud. La mayoría lucía camisetas blancas con grandes números y pantalones muy cortos y ceñidos. El tanteador electrónico estaba a mi izquierda, cerca del foso donde acababan los saltos. En el punto de partida, en la salida y en el foso, vi jueces de chaquetas amarillas. Una chica de la República Federal de Alemania echó a correr por la pista con ese peculiar paso largo de los saltadores de longitud, casi con las piernas estiradas. Cometió un error en la salida.

En el centro del estadio, los hombres lanzaban el disco. Todos se parecían a Zachary. Un africano acababa de hacer su lanzamiento. No parecía muy bueno y resultó aun peor cuando un minuto después un polaco realizó un lanzamiento mucho más largo.

Alrededor del estadio había atletas con chándals de todos los colores, corriendo y practicando ejercicios, relajándose, manteniendo el calor y haciendo todo lo que los deportistas suelen hacer antes de participar en una prueba. Se movían, se masajeaban los músculos, daban saltitos y giraban los hombros.

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