En lo alto de ambos extremos del estadio había marcadores que disponían de un mecanismo de repetición instantánea. Volví a ver el larguísimo lanzamiento de disco del polaco.
– ¡Santo cielo, los puñeteros olímpicos! -exclamé para mis adentros.
No había pensado demasiado en mirar los juegos hasta que salí del metro. Me había ocupado de asuntos más inmediatos. Pero ahora que estaba allí, viendo materialmente la competición, se apoderó de mí una sensación tan completa de asombro y entusiasmo que me olvidé de Zachary, de Paul y de los muertos de Munich y presencié los juegos, pensando en Melbourne, Roma, Tokio, México y Munich, en Wilma Rudolph, Jesse Owens, Bob Mathias, Rafer Johnson, Mark Spitz, Bill Toomey. Todos los nombres volvieron a mi mente. Cassius Clay, Emil Zatopek, los puños cerrados en México, Alexeev, Cathy Rigby, Tenley Albright. ¡Caray!
– Señor, ¿busca su asiento? -preguntó un acomodador.
– No se preocupe -respondí-. Está aquí mismo. Simplemente quería detenerme un minuto aquí antes de sentarme.
– Por supuesto, señor -respondió.
Empecé a buscar a Paul. Me había puesto gafas de sol y ladeado la gorra sobre la frente. Aunque estuviera ahí, Paul no esperaba verme y Zachary no me conocía. Miré sección por sección, empezando por la primera fila y recorriéndolas lentamente, de a una por vez, hasta llegar al final de la sección. Después me moví. Era difícil concentrarse y no recorrer superficialmente los rostros. Pero me concentré y procuré ignorar las pruebas que se celebraban a mis pies. Los asistentes eran un público de deportes al aire libre, bien vestido y capaz de pagar las entradas. Había muchos chicos, cámaras fotográficas y prismáticos. Al otro lado del estadio un grupo de corredores se preparó para los cien metros. Distinguí los colores de mi bandera. Descubrí que quería que el estadounidense ganara. ¡Hijo de puta, patriota y nacionalista! El sistema de altavoces emitió un suave tintineo y a continuación un locutor dijo, primero en francés y luego en inglés, que la eliminatoria de clasificación estaba a punto de comenzar.
Me moví por las gradas, mirando filas arriba y abajo. Había muchos estadounidenses. El pistoletazo de salida resonó en el estadio y los corredores abandonaron los calzos. Me paré a mirar. Ganó el yanqui. Dio una vuelta a la pista. Era un joven negro y alto con paso típico de corredor y la inscripción USA en la camiseta. Seguí mirando un rato. Parecía un baile, aunque los asistentes eran más opulentos, más solemnes y las pruebas que se celebraban eran de otro orden. Un vendedor pasó a mi lado pregonando Coca-Cola.
Debajo, en el campo, un pelotón de funcionarios olímpicos con sus chaquetas reglamentarias salió a la cercana pista lateral y recogió los aparatos de salto de longitud. Un estadounidense lanzó el disco. Llegó más lejos que el africano, pero no tanto como el polaco. Rodeé el estadio entero y me harté de escudriñar la multitud, deteniéndome de vez en cuando para ver las pruebas. Vi a Hawk y a Kathie dos secciones más arriba. Ella lo cogía del brazo y él hacía lo que tenía que hacer. Volví a dar la vuelta e hice un alto en el segundo nivel para tomar un frankfurt con una cerveza.
Puse mostaza y condimento para salchichas en el frankfurt, bebí un trago de cerveza, di un mordisco al frankfurt (que no era olímpico, sino regular) y me asomé por el pasillo que conducía a las gradas. Paul caminaba por el pasillo. Regresé al puesto de venta y seguí comiendo mi frankfurt. Un tributo al registro minucioso, las técnicas de vigilancia y una obra maestra de la concentración; miré las gradas pasillo por pasillo y casi choca conmigo mientras estoy comiendo un frankfurt. ¡Vaya superdetective!
Paul pasó a mi lado sin mirar y ascendió por la rampa hacia el tercer nivel. Acabé el frankfurt y la cerveza y me deslicé lentamente tras él. No vi a alguien que se pareciera a Zachary. Tampoco me molestó.
En el tercer nivel, Paul se dirigió a un lugar del pasillo y miró hacia el estadio. Entré por la rampa contigua y lo observé desde el otro lado de los asientos. Desde allí los atletas parecían más pequeños, pero igualmente ágiles y preparados. El pelotón de funcionarios acomodaba vallas de poca altura. Los lanzadores de disco se retiraban y los funcionarios de dicha prueba formaron una pequeña falange y abandonaron la pista. Paul echó un vistazo a su alrededor, miró hacia lo alto del estadio y observó el pasillo que tenía a sus espaldas. Permanecí semioculto en mi pasillo, a una sección de distancia, y lo vigilé de soslayo desde atrás de las gafas de sol y por debajo de la gorra de cuadros.
Paul abandonó el pasillo y tomó la rampa que corría bajo las gradas. Había un enorme quiosco donde se encontraban los servicios y entre éstos y la pared de debajo de las gradas existía un espacio estrecho. Paul se detuvo a observar ese espacio. Me apoyé en la pared y leí un programa, ocupando el ancho de la rampa, junto a una columna. Paul recorrió el espacio de más allá de los servicios y se internó por otra rampa. Luego regresó por la rampa y se detuvo a observarla en el espacio de más allá de los servicios.
Como en las gradas no había mucha actividad, me mantuve apartado de la columna, con sólo una ranura entre ésta y el borde del quiosco de los servicios. De todas maneras, podía verlo. Me hallaba en buena posición mientras Hawk y Kathie no aparecieran y se encontraran con Paul. Si nos veía, nos lo cargaríamos ahí mismo, pero yo quería averiguar qué tramaba. Paul miró por encima del hombro hacia los servicios. Nadie salió. Se apoyó en la pared de la esquina y sacó algo que parecía un catalejo. Apoyado en la esquina del quiosco, enfocó el catalejo rampa abajo. Centró la imagen, alzando y bajando ligeramente el aparato, sacó un rotulador grueso y trazó una corta raya negra bajo el catalejo, sosteniéndolo en ángulo recto contra el edificio. Guardó el rotulador, volvió a mirar por el catalejo sujetándolo a la altura de la raya en la pared, lo cerró y se lo metió en el bolsillo. Sin mirar alrededor, se dirigió al servicio de hombres.
Salió unos tres minutos después. Era mediodía. Las competiciones de la mañana tocaban a su fin y la muchedumbre comenzó a salir. Los pasillos de debajo de las gradas, que poco antes estaban casi vacíos, quedaron atiborrados. Me esforcé por seguir a Paul y lo acompañé hasta el metro. Pero cuando el tren hacia Berri Montigny salió de Viau, yo estaba tres hileras más atrás en el andén, tildando de imbécil al hombre que tenía delante.
Capítulo 27
Al regresar al estadio vi que se había despejado. Faltaba una hora para que dejaran pasar a los asistentes a los juegos de la tarde. Di vueltas por la entrada de nuestra sección y Hawk apareció cinco minutos más tarde. Kathie no lo cogía del brazo y caminaba ligeramente rezagada. En cuanto me vio, Hawk meneó la cabeza.
– Lo he visto -dije.
– ¿Iba solo?
– Sí. Pero se me escapó en el metro.
– ¡Mierda!
– Regresará. Marcó una posición en el segundo nivel. Esta tarde iremos a echarle un vistazo.
– ¿Podemos comer? -preguntó Kathie a Hawk.
– ¿Quieres que probemos la Brasserie? -me preguntó Hawk.
– Me encantaría.
Bajamos hacia la zona abierta que precedía las escaleras de la estación, cerca del Centro Deportivo. Había pequeños tenderetes de frankfurts y hamburguesas, de souvenirs, un sitio donde comprar monedas y sellos, servicios y una inmensa carpa de aspecto festivo con los lados abiertos y los estandartes ondeando en la punta de sus diez postes. Dentro había enormes mesas y bancos de madera. Había un incesante movimiento de camareros y camareras que tomaban pedidos y servían alimentos y bebidas.
Tomamos salchichas con cerveza y contemplamos a los entusiastas que comían en otras mesas. Había montones de estadounidenses. Más que cualquier otra nacionalidad, tal vez más estadounidenses que canadienses. Kathie hizo cola delante de los servicios. Hawk y yo bebimos otra cerveza.
– ¿A qué conclusión has llegado? -inquirió Hawk.
– No estoy seguro, pero creo que Paul ha marcado un punto de trasposición de tiro. Miró por el catalejo e hizo una raya en la pared, a la altura del hombro. Me gustaría echar un vistazo a lo que se ve desde ese sitio.
Kathie regresó. Nos dirigimos al estadio. Los asistentes a los juegos de la tarde empezaban a entrar. Los acompañamos y nos dirigimos al segundo nivel. En la pared de la esquina de los servicios, cerca de la rampa de entrada, estaba la marca de Paul. Antes de acercarnos dimos un paseo por la zona. No vimos a Paul.
Estudiamos la marca. Si apoyabas la mejilla contra la pared y seguías con la vista su radio de acción, contemplabas el extremo más alejado del campo interior del estadio, a este lado de la pista de atletismo. En ese momento allí sólo había hierba. Hawk también echó un vistazo.
– ¿Por qué este sitio? -preguntó.
– Tal vez es el único lugar semiescondido que permite un disparo a la acción.
– En ese caso, ¿para qué la marca? Puede recordar el lugar.
– Allá, en ese sitio, tiene que haber algo. Si decidieras cargarte a alguien para llamar la atención durante los Juegos Olímpicos, ¿a quién elegirías?
– A los que obtengan medallas.
– Claro, yo haría lo mismo. Me gustaría saber si las ceremonias de entrega de galardones tienen lugar ahí abajo.
– No he visto ninguna. No hay muchas ceremonias de ese tipo al comienzo de los juegos.
– Vigilaremos.
Estudiamos la situación. Yo vigilé la marca y Hawk circuló por el estadio en compañía de Kathie. Paul no hizo acto de presencia. No hubo reparto de medallas. Al día siguiente sí lo hubo y, guiándome por la marca de Paul en la pared de los servicios, vi las tres tarimas blancas y al ganador de la medalla de oro en lanzamiento del disco de pie, en la del centro.
– La cosa se aclara -dije a Hawk-. Sabemos qué se propone. Bastará con que nos mantengamos por aquí y lo cojamos cuando lo intente.
– ¿Cómo sabes que en el estadio no hay otras seis marcas como ésta?
– No lo sé, pero supuse que tú vigilarías y que si no las encontrabas, podíamos contar con ésta.
– Tienes razón. Quédate aquí. Kathie y yo seguiremos circulando. Por lo que dice el programa, hoy no se celebran más finales. En consecuencia, no creo que lo intente hoy mismo.
Paul no lo intentó ese día ni al siguiente, pero se presentó al próximo acompañado de Zachary.
Zachary no alcanzaba, ni remotamente, el tamaño de un elefante. De hecho, no era mucho más grande que un caballo de tiro belga. Llevaba el pelo rubio cortado al rape y su frente era estrecha. Vestía una camiseta sin mangas a rayas azules y blancas y bermudas a cuadros. Cuando llegaron, yo montaba guardia junto a la marca de tiro y Hawk circulaba con Kathie.
Paul, que acarreaba una bolsa deportiva que en los lados decía olympique montreal, 1976, miró la hora, dejó la bolsa en el suelo, sacó un pequeño catalejo y miró siguiendo la marca. Zachary cruzó sus increíbles brazos sobre su pecho monumental y se apoyó contra la pared de los servicios, cubriendo a Paul. Éste se arrodilló y abrió la bolsa detrás de Zachary. Vi aparecer a Hawk y a Kathie en la curva de la rampa del estadio. No quería que los descubrieran. Paul no estaba mirando y Zachary no me conocía. Abandoné mi hueco y caminé hacia Hawk. Al verme se detuvo y se acercó a la pared. Cuando los alcancé, Hawk preguntó:
– ¿Están aquí?
– Sí, junto a la marca. Zachary también ha venido.
– ¿Estás seguro de que es Zachary?
– Es Zachary o hay una ballena suelta en medio de las gradas.
– ¿Es tan grande como dijo Kathie?
– Ni más ni menos -respondí-. Te caerá muy bien.
Llegó un tintineo del interior del estadio y a través del amplificador se oyó la voz de un locutor en francés.
– Ceremonia de entrega de medallas -dijo Hawk.
– Entendido -dije-. Tenemos que actuar de inmediato.
Avanzamos con Kathie a nuestras espaldas.
A la vuelta de la esquina, detrás de Zachary, Paul había montado un rifle con mira telescópica. Saqué mi revólver de la funda y dije:
– Quédate donde estás.
Era una maniobra inteligente. Hawk había sacado la escopeta de cañones recortados y apuntado. Miró a Zachary y soltó un taco estirando mucho las letras.
Zachary llevaba en la mano una pequeña pistola automática que apretaba contra el muslo. La alzó en cuanto hablé. Paul giró apuntando con el rifle de francotirador y los cuatro quedamos inmovilizados. Tres mujeres y dos niñas salieron de los servicios y se detuvieron.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó una de las mujeres.
Kathie apareció por la otra esquina del quiosco de los servicios y, con las dos manos, golpeó a Paul en pleno rostro. Él la apartó con el cañón del rifle. Las tres mujeres y sus hijas chillaban e intentaban quitarse de en medio. Apareció más gente.
– No dispares -dije a Hawk.
Asintió, cambió de mano la escopeta y la balanceó como un bate de béisbol. Alcanzó a Paul en la nuca con la culata, y éste cayó sin decir esta boca es mía. Zachary me disparó pero erró y le golpeé la mano que empuñaba la pistola con el cañón de mi revólver. No le di bien, pero se vio obligado a sacudir el brazo y volvió a fallar a corta distancia. Intenté apuntarle para disparar sin alcanzar a otra persona, pero me golpeó con la mano izquierda y el revólver cayó al suelo estrepitosamente. Le sujeté la derecha con ambas manos y aparté la pistola.
Hawk le dio con la escopeta, pero Zachary hundió los hombros y le pegó demasiado bajo, en los músculos trapecio tensados. Mientras sujetaba su brazo derecho, Zachary giró a medias, alcanzó a Hawk con el izquierdo, como la botavara que cruza el velero, y mandó a mi amigo y su escopeta en direcciones distintas. Mientras Zachary estaba ocupado, conseguí que aflojara la pistola. Fue la fuerza de mis dos manos contra sus dedos y estuve a punto de perder. Empujé tanto como pude su dedo índice hacia atrás y la automática se estrelló contra el suelo de cemento.
Zachary gruñó y me envolvió de nuevo con su brazo derecho. Hizo ademán de rodearme con el izquierdo, pero antes de que lo consiguiera, Hawk se puso en pie y lo sujetó. Di un topetazo a Zachary bajo la nariz, me retorcí y me zafé. Volvió a quitarse de encima a Hawk y, mientras lo hacía, me alejé rodando y me puse nuevamente en pie.
A esa altura estábamos rodeados de gente. Oí que alguien gritaba algo acerca de la policía y una especie de murmullo de miedo en diversos idiomas. Zachary había retrocedido varios pasos y estaba contra la pared, con Hawk a la derecha y yo a la izquierda, en medio de un mar de gente que se desplazaba de un lado a otro. Zachary respiraba con dificultad y tenía el rostro bañado en sudor. A mi derecha vi que Hawk adoptaba el arrastramiento de pies típico de los boxeadores. En el pómulo, bajo el ojo derecho, lucía un morado que se estaba hinchando. Su rostro estaba encendido y brillante y sonreía. Respiraba con normalidad y movía ligeramente las manos, a la altura del pecho. Silbaba casi imperceptiblemente con los dientes apretados No hagas nada hasta recibir mis noticias.
Zachary miró a Hawk y luego me observó. Me di cuenta de que yo había adoptado prácticamente la misma postura que Hawk. Zachary volvió a mirar a Hawk. Y a mí. Y a Hawk. El tiempo estaba de nuestra parte. Si lo reteníamos allí, en pocos minutos aparecerían polis armados, y él lo sabía. Volvió a mirarme y respiró hondo.
– Hawk -dije.
Zachary arremetió. Hawk y yo lo sujetamos y salimos rebotados, Hawk de su hombro derecho y yo de su muslo izquierdo. Había intentado agarrarlo por abajo, pero fue más rápido de lo que esperaba y no pude descender lo suficiente con bastante rapidez. La muchedumbre se dispersó como una bandada de palomas, precipitándose y volviendo a posarse mientras Zachary la atravesaba en dirección a la rampa. Al incorporarme noté sabor a sangre en la boca y vi que Hawk parecía sangrar por la nariz.