El Señuelo - Паркер Роберт Б. 5 стр.


Pasé delante de las grullas, las ocas y los buhos de la entrada de la puerta norte y crucé el puente del canal Regent's. Debajo traqueteaba un transporte fluvial. Junto a la casa de los insectos aparecía un túnel que pasaba por debajo de un edificio de oficinas del zoo y reaparecía al lado del restaurante. A la izquierda había una cafetería y, a la derecha, un restaurante y un bar. Más allá de la cafetería se veían algunos flamencos en un pequeño parque de hierba. ¡Vaya, flamencos en la hierba! Si se proponían hacerme el viaje, el túnel era el mejor lugar. No era un gran túnel, pero era recto y no tenía huecos. No había dónde esconderse. Si alguien se acercaba hacia mí desde ambos extremos, me harían picadillo sin demasiadas dificultades. Era mejor que me mantuviera lejos del túnel.

En la tienda de fotografía de la cafetería compré una guía del zoo en cuya contratapa figuraba un mapa. La puerta sur, bajando por el bosque de los lobos, parecía un buen sitio para presentarme al día siguiente. Deambulé un rato para estudiar el terreno. Más allá de la jaula de los papagayos y frente a algo con un letrero en el que se leía Periquitos, un grupo de chiquillos se paseaba en camellos y se desternillaba de risa ante el ondulante paso asimétrico de los animales con joroba.

La puerta sur estaba poco más allá de la pajarera de las aves de rapiña, que me pareció de mal agüero, más allá de los perros salvajes y los zorros, y junto al bosque de los lobos. Éste tampoco era demasiado alentador. Regresé y estudié la situación de la cafetería. Vi una glorieta con mesas. Servían la comida en un edificio abierto que parecía una arcada. Si me sentaba en la glorieta, en una mesa al aire libre, me convertiría en blanco fácil, prácticamente desde cualquier ángulo. Apenas existía protección. Pedí en la cafetería un pastel de ternera y riñones y me lo llevé a la mesa. Estaba frío y tenía el mismo sabor que una pelota de tenis. Mientras procuraba tragarlo, evalué mi situación. Si pretendían dispararme nada había que lo impidiera. Tal vez no pensaban dispararme, pero no podía confiar demasiado en eso.

– No puedes confiar en las intenciones del enemigo -dije-. Tienes que basarte en lo que es capaz de hacer, no en lo que podría hacer.

El muchacho que limpiaba las mesas me miró estupefacto.

– ¿Cómo dice, señor?

– Sólo era un comentario sobre estrategia militar. ¿Nunca lo haces? ¿Nunca te sientas y hablas contigo mismo sobre estrategia militar?

– No, señor.

– Pues haces bien. Ten, llévate esto.

Dejé caer casi todo mi pastel de ternera y riñones en su cubo de la basura. El chico siguió con su trabajo. Yo quería dos cosas, quizá tres, según cómo se hicieran los cálculos. Quería que no me mataran. Quería desactivar a algún miembro del enemigo. Quería que, como mínimo, uno de ellos lograra escapar para poder seguirlo. Desactivar: bonita palabra. Suena mejor que matar. Pero en este caso estoy pensando en matar a un par de personas. Decir desactivar no mejorará la situación. De todos modos, la elección está en manos de ellos. No dispararé si no me veo obligado a repeler el fuego. Si intentan matarme, lucharé. No les estoy tendiendo una celada, ellos me la están tendiendo a mí… Mejor dicho, les estoy tendiendo una celada para que me tiendan una celada a fin de poderles tender una celada. ¡Qué complicado! Chico, sea un lío o no, lo harás, de modo que no tiene mucho sentido ahondar en sus repercusiones éticas. Sí, supongo que sí. Me limitaré a comprobar si después me siento bien.

Ellos tenían experiencia con explosivos y les importaba un bledo a quién herían. Eso ya lo sabíamos. Si estuviera en el lugar de ellos, esperaría que yo me internara por el túnel, haría estallar unos cuantos explosivos y me convertiría en una pintura rupestre. También podían despacharme al otro mundo desde el puente que cruzaba el canal.

Yo sabía quiénes eran ellos. Conocía a la chica y disponía de los retratos que Dixon me había entregado. Sólo la chica sabía quién era yo. Tendría que estar presente para identificarme. Tal vez yo los descubriera primero. ¿Cuántos enviarían? Si pensaban atraparme en el túnel, un mínimo de dos más la chica. Querrían contar con un hombre en cada punta. Sin embargo, cuando volaron a las Dixon eran nueve, y Dixon los vio. No hacían falta nueve personas. Seguramente se debió a su sentido comunitario: el grupo que pone bombas unidos se mantiene unido.

Sospechaba que aparecerían en pleno y que tendrían cuidado. Estarían atentos a un montaje policial; cualquiera lo haría y ellos no podían ser tan estúpidos. En consecuencia, también estarían vigilantes. Me levanté. Nada podía hacer salvo tropezar con ellos. Me mantendría lejos del túnel y, tanto como fuera posible, de las zonas abiertas, amén de vigilar todo cuidadosamente. Yo los conocía y ellos no lo sabían. Sólo la chica me había visto. Era el único margen que tendría a mi favor. Me molestaba la funda bajo la chaqueta. Me hubiera gustado contar con más potencia de fuego.

El pastel de ternera y riñones se agitó como un bolo en mi estómago, mientras me dirigía a la calle Prince Albert y cogía un autobús rojo de dos pisos para regresar al Mayfair.

Capítulo 7

En el trayecto de regreso al hotel me apeé del autobús en Piccadilly y entré en una tienda de artículos teatrales. Compré una peluca rubia, un bigote del mismo color y pegamento para maquillaje. Spenser, el hombre de las mil caras. En el suelo, junto a la puerta de mi habitación, había una bonita huella de talco. Pasé de largo y continué pasillo abajo. Cuando éste se cruzó con un pasillo transversal giré a la derecha y me apoyé contra la pared. No había indicios de que alguien estuviera al acecho. El enfoque corriente ante una situación como ésta consistiría en apostar un hombre adentro y otro afuera, pero no parecía ser ése el caso.

Claro que la huella la podía haber dejado un inocente empleado del hotel que hubiese entrado por alguna razón. Pero debía de tratarse de alguien que quería verme muerto. Dejé la bolsa con el disfraz en el suelo y desenfundé el revólver. Lo agarré con la mano derecha y crucé los brazos a la altura del pecho para mantenerlo oculto. En el pasillo no había nadie. Me asomé en el recodo: en el otro pasillo tampoco había nadie.

Caminé de puntillas hasta mi habitación. Saqué la llave del bolsillo con la mano izquierda. En la derecha llevaba el revólver, ahora a la altura del pecho y perfectamente visible. Los débiles sonidos de la amortiguada maquinaria del hotel ronroneaban alrededor de mí. Los ascensores subían, bajaban y se detenían. El zumbido de un acondicionador de aire y, a lo lejos, un televisor que sonaba a un volumen muy bajo. La puerta era de roble, y los números de la habitación de bronce.

Me detuve junto a la puerta de mi habitación y presté atención. No oí sonido alguno. Me situé a la derecha de la puerta, estiré el brazo izquierdo, introduje la llave con suma delicadeza en la cerradura y la giré. Nada sucedió. Abrí ligeramente la puerta para liberar el pestillo. Luego quité la llave y me la guardé en el bolsillo. Respiré hondo. Me costaba trabajo tragar saliva. Abrí la puerta de par en par con la mano izquierda y me aplasté contra la pared, a la derecha de la puerta. Tenía el revólver amartillado. Nada sucedió. Nadie hizo el menor sonido.

Aunque las luces estaban apagadas, brillaba el sol de la tarde y por la habitación se filtraba algo de luz hasta el pasillo. Di unos pocos pasos por el pasillo para quedar mejor colocado con relación a la puerta y crucé. Si alguien salía disparando, esperaría encontrarme donde había estado, a la derecha de la puerta, contra la pared. Volví a cruzarme de brazos para esconder el revólver, me recosté contra la pared, vigilé la puerta abierta y esperé.

El ascensor se detuvo a mi derecha y bajó un hombre con chaleco a cuadros de colores acompañado por una señora con traje de pantalón color rosa. Él era calvo y el pelo de ella gris azulado. Miraron hacia delante, tratando de no parecer curiosos al pasar por mi lado. También tuvieron la amabilidad de no mirar por la puerta abierta de la habitación. Los observé mientras caminaban. No parecían terroristas, pero nadie puede distinguir a un terrorista por su aspecto. De todos modos, hay que desconfiar un poco de alguien que usa un chaleco a cuadros de colores. Entraron en una habitación situada diez puertas más abajo. Todo volvió a quedar inmóvil.

Me sentiría como un imbécil redomado si mi habitación estaba vacía y yo pasaba varias horas apostado allí, como el agente X-15. Pero también sería un imbécil redomado si entraba, la encontraba llena de asesinos y así ganaba mi parcela en la Alegre Gran Bretaña por no haber tenido paciencia. Me tocaba esperar.

Evidentemente, él también estaba dispuesto a esperar. Confiaba en que la tensión le haría mella. La puerta abierta se abriría cada vez más a medida que la mirara. Si había dos, llevaría más tiempo. Un solo individuo se asusta más que dos. Yo no tenía que ir a sitio alguno hasta la diez de la mañana siguiente y estaba seguro de que podría resistir más tiempo.

Una india de uniforme blanco pasó delante de mí arrastrando el carrito de la lavandería, miró con curiosidad la puerta abierta y no me hizo el más mínimo caso. Últimamente había descubierto que era cada vez mayor el número de mujeres que no me hacían el menor caso. Tal vez los gustos ya no se centraban en el héroe de la pantalla.

La luz procedente de mi habitación se desvaneció. No aparté la vista porque sabía que, en cuanto el asesino decidiera hacer su jugada, vería una sombra. Quizás él también lo sabía y esperaba que anocheciera.

Dos africanos bajaron del ascensor y pasaron junto a mí. Ambos vestían traje gris de hombre de negocios, con solapas muy finas. Los dos llevaban corbatas delgadas y oscuras y camisas de popelín blanco con las puntas del cuello ligeramente vueltas hacia arriba. El que se encontraba más cerca de mí tenía cicatrices de marcas tribales en las mejillas. Su compañero llevaba gafas redondas con montura dorada. Cuando pasaron delante de mí, oí que hablaban inglés con acento británico. No me prestaron la menor atención ni se fijaron en la puerta. Los observé de soslayo mientras vigilaba la puerta. Cualquiera podía ser cómplice.

El teléfono se encontraba cerca de la puerta y, dado el apestoso silencio que reinaba, me convencí de que el asesino no podría hablar sin que lo oyera. Podía haber recibido alguna señal a través de la ventana o acordado de antemano que, si a cierta hora no telefoneaba, su apoyo subiría a ver qué pasaba.

Resultaba difícil vigilar simultáneamente la puerta y el tráfico del pasillo. Me había cansado de sujetar el revólver. Mi mano estaba rígida y, como había amartillado el arma, debía sujetarla con cuidado. Pensé en pasarla a la mano izquierda. Pero no era tan bueno con la zurda y cabía la posibilidad de que repentinamente tuviera que ser muy bueno. Pero tampoco me serviría de mucho si se me dormía la mano con que empuñaba el revólver. Pasé el arma a la izquierda e hice ejercicios con la derecha. Me sentía incómodo. Debería practicar más con la zurda. No había previsto que se me durmiera la mano con que empuñaba el revólver. Spenser, ¿cómo te dispararon? Bueno, San Pedro, de la siguiente manera: estaba apostado en el pasillo de un hotel y se me durmió la mano. Un rato después todo mi cuerpo empezó a dar cabezadas, Spenser, ¿a Bogie o a Kerry Drake alguna vez se les durmió la mano? No, señor. Spenser, no creo que podamos dejarte entrar en el Cielo de los Detectives Privados.

Empezaba a relajarme mientras montaba guardia en el pasillo. Había recuperado la sensibilidad de la mano derecha y volví a agarrar el revólver. Ya no se filtraba luz a través de la puerta abierta de mi habitación. Una familia de cuatro miembros, incluidos bolsos de bandolera e Instamatics, salió del ascensor y pasó junto a mí por el pasillo. Los chicos miraron hacia la puerta abierta y el padre dijo:

– ¡Seguid caminando!

Tenía acento yanqui y su voz denotaba cansancio. La mamá poseía un trasero despampanante. Torcieron a la derecha en el pasillo transversal y desaparecieron. Se hacía tarde. Estaba trabajando horas extras. Horas extras para una muerte súbita. Vaya, Spenser, cómo manejas las palabras. Horas extras para una muerte súbita. Dinamita.

Me dolían los pies. Llevaba tanto tiempo así que empezaba a sentir dolores en la región lumbar. ¿Por qué te cansas más de pie que caminando? Es un imponderable. También resulta agotador esperar que alguien se asome desde un umbral a oscuras y te pegue un tiro. Presta atención. No desvaríes. Dejaste de estar atento unos instantes cuando pasó la mamá del espléndido trasero. Chico, si hubiera sido el momento de verse cara a cara, ya no estarías presente.

Vigilé atentamente la puerta. El asesino tendría que aparecer por la derecha. La puerta abierta estaba apoyada en la pared de la izquierda. Se asomaría por la pared de la derecha, buscándome pasillo abajo. Tal vez no, tal vez se asomaría boca abajo, pegado al suelo. Eso es lo que haría yo. ¿O no? Tal vez yo saldría lanzado por la puerta, buscaría un buen ángulo al otro lado del pasillo e intentaría ser más rápido que el sujeto que había montado guardia allí, dejándose hipnotizar por la puerta.

Tal vez yo ni siquiera estaría allí. Tal vez yo sería una habitación vacía y un tonto nervioso montaría guardia afuera y contemplaría el vacío durante infinidad de horas. Podría llamar al servicio de seguridad del hotel y decir que había encontrado mi puerta abierta. Sin embargo, si dentro había alguien, la primera persona que franqueara el umbral volaría por los aires. El asesino llevaba demasiado tiempo ahí dentro para hacer sutiles distinciones. Además, si era miembro de Libertad, no le importaría demasiado a quién mataba. No podía pedirle a alguien que entrara en la habitación por mí. Esperaría. Podía esperar. Era una de las cosas para las que yo servía: resistir.

En el pasillo apareció un camarero del servicio de habitaciones, un hombre de piel morena y de traje blanco, que sacó del ascensor de servicio una mesa de ruedas llena de platos tapados y en el recodo torció a la derecha. Percibí un débil olor a patatas al horno. Después del pastel de ternera y riñones había pensado en un ayuno prolongado, pero ese aroma me hizo cambiar de idea.

El asesino salió a gatas e hizo un disparo pasillo abajo, hacia el ascensor, en la pared contraria a la que me encontraba, sin darse cuenta de que yo no estaba allí. Fue rápido y giró a medias para volver a disparar cuando le apunté al pecho, con el brazo estirado y el cuerpo semigirado, sin respirar mientras accionaba el gatillo. A tan corta distancia mi proyectil lo obligó a dar media vuelta. Volví a dispararle cuando cayó de lado, con las rodillas encogidas. El arma se le escapó de la mano al desplomarse. Calibre corto. Cañón largo. Un arma de tiro. Salté, me zambullí por la puerta abierta de la habitación, aterricé sobre un hombro y rodé más allá de la cama. Había un segundo hombre y el primer proyectil que disparó arrancó un fragmento del marco de la puerta que daba a mis espaldas. El segundo me alcanzó con una brusca sacudida en la parte posterior del muslo izquierdo. Acuclillado, disparé tres veces hacia el centro de su forma oscura, que se perfilaba débilmente contra la ventana. Trastabilló hacia atrás, chocó con una silla y cayó boca arriba, con un pie sobre el asiento.

Me incorporé pegado a la pared. Eran dos: por ese motivo pudieron esperar tanto. Me resultaba muy difícil respirar y notaba cómo bombeaba sangre mi corazón en el centro del pecho. No moriré de un disparo, un día de éstos sufriré un paro cardíaco.

Aspiré profundas bocanadas de aire. En el bolsillo derecho de la pechera de mi chaqueta Levi de pana azul guardaba doce cartuchos adicionales. Abrí el tambor del revólver y quité los cartuchos vacíos. Sólo quedaba una bala. Me palpé la parte posterior de la pierna izquierda. Aunque aún no me dolía, estaba caliente y sabía que sangraba. Los disparos habían sonado estentóreamente en el pasillo, lo que provocaría la llegada inmediata de algunos polis.

Me acerqué a la figura en penumbras que tenía un pie sobre la silla. Le busqué el pulso y no lo encontré. Me incorporé y caminé con dificultad hacia la puerta. El primer hombre al que le había disparado estaba tendido tal como había caído. La pistola de tiro de cañón largo se encontraba a treinta centímetros de su mano inerte. Tenía las rodillas encogidas. Había sangre en la moqueta del pasillo. Guardé mi pistola en la funda y me acerqué. Él también estaba muerto. Regresé a mi habitación. Empezaba a dolerme el muslo. Me senté en la cama y descolgué el teléfono, pero en ese preciso instante oí pisadas en el pasillo. Algunas se detuvieron a cierta distancia de mi habitación y otras llegaron hasta la puerta. Colgué el teléfono.

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