– Muy bien, quienquiera que esté ahí, que salga con las manos en alto. Somos de la policía.
– Está todo controlado -dije-. Aquí dentro hay un hombre muerto y yo estoy herido. Entren, estoy de su parte.
Un joven de impermeable ligero entró rápidamente en la habitación y me apuntó con su revólver. Tras él apareció un hombre mayor de pelo canoso, que también me apuntó con su arma.
– Tenga la amabilidad de ponerse de pie -dijo el hombre más joven-. Y de colocar las manos encima de la cabeza, con los dedos cruzados.
– Bajo el brazo izquierdo llevo un revólver en su funda -informé.
Varios policías uniformados y otros dos vestidos de paisano se apiñaron en la habitación. Uno de ellos se dirigió directamente al teléfono y empezó a hablar. El hombre canoso me palpó, agarró mi revólver, sacó del bolsillo las siete balas que quedaban y retrocedió.
El joven se dirigió al que hablaba por teléfono:
– Está sangrando, necesitará atención médica -el que hablaba por teléfono asintió con la cabeza. El policía joven se dirigió a mí-: Le agradecería que nos lo contara todo.
– Soy un buen chico -aseguré-. Soy un investigador estadounidense y he venido a resolver un caso. Si se pone en contacto con el inspector Downes, de su departamento, verá cómo responde de mí.
– ¿Y estos caballeros? -señaló con la cabeza el cadáver tendido en el suelo y, con un giro de la barbilla, incluyó al que yo había dejado frito en el pasillo.
– No tengo la menor idea. Supongo que querían jugármela porque estoy trabajando en este caso. Cuando regresé a mi habitación, descubrí que me estaban esperando.
El poli canoso preguntó:
– ¿Mató a los dos?
– Sí.
– ¿Ésta es el arma?
– Sí.
– Por favor, identifíquese.
Le entregué mis papeles, incluido el permiso para llevar armas expedido por las autoridades británicas.
El poli canoso se dirigió al que hablaba por teléfono:
– Dígales que se pongan en contacto con Phil Downes. Tenemos a un investigador estadounidense apellidado Spenser que dice conocerlo.
El policía que estaba al teléfono asintió con la cabeza. Mientras hablaba se introdujo un cigarrillo entre los labios y lo encendió.
Apareció un hombre pequeño con un maletín negro de médico. Vestía un traje de seda oscuro y una camisa azul lavanda cuyo cuello asomaba por encima de las solapas de la chaqueta. Alrededor de su cuello divisé una gargantilla de pequeñas cuentas de color turquesa.
– Me llamo Kensy y soy el médico del hotel -se presentó.
– Los formales médicos británicos son todos iguales -comenté.
– No me cabe la menor duda. Le agradecería que se bajara los pantalones y se tendiera en la cama, boca abajo.
Obedecí. Ahora la pierna me dolía mucho y sabía que la parte posterior de la pernera estaba empapada en sangre. «No es fácil conservar la dignidad -pensé-, pero siempre puede intentarse.» El médico se dirigió al cuarto de baño para lavarse.
El poli de impermeable ligero me preguntó:
– Señor Spenser, ¿conoce a alguno de estos hombres?
– Aún no he tenido tiempo de verlos.
El médico regresó. Aunque no podía verlo, lo oía revolver en su maletín.
– Tal vez escueza un poco.
Olí a alcochol y me ardió hasta el alma mientras el médico desinfectaba la zona.
– ¿La bala sigue alojada en mi pierna? -quise saber.
– No, pasó rozando. Es una herida limpia. Aunque ha perdido sangre, creo que no hay de qué preocuparse.
– Me alegro. No me gustaría acarrear una posta en la parte superior del muslo -comenté.
– Llámelo como quiera -respondió el médico- pero, si quiere saber la verdad, le han disparado en el culo.
– A eso le llamo buena puntería -aseguré-. Y, por añadidura, a oscuras.
Capítulo 8
El médico aplicó un vendaje de compresión en mi… bueno, en mi «muslo» y me dio unos sedantes para el dolor.
– Durante unos días caminará de un modo extraño, pero pronto se pondrá bien. Sin embargo, a partir de ahora tendrá un nuevo hoyuelo en las cachas.
– Me reconforta la existencia de la medicina socializada -comenté-. Sólo lamento que no esté acompañada por el voto de silencio.
Downes llegó justo cuando se iba el médico. Entre los dos explicamos mi situación al policía canoso y al joven. Aparecieron dos individuos con bolsas para cadáveres y estudiamos los cuerpos antes de que se los llevaran. Saqué mis retratos robot y ambos figuraban en los dibujos. Ninguno de los dos superaba los treinta años ni llegaría a cumplirlos.
Downes observó el retrato robot y al joven caído y asintió con la cabeza.
– ¿Cuánto le pagan por él?
– Veinticinco mil dólares.
– ¿Qué puede comprar con esa suma en su país?
– La mitad de un coche.
– ¿De un coche de lujo?
– No.
Downes volvió a mirar al muchacho. Llevaba el pelo rubio largo y tenía las uñas recién cortadas y limpias. Sus manos inmóviles se veían muy vulnerables.
– La mitad de un coche barato -comentó Downes.
– Me tendió una emboscada -dije-. Yo no estaba al acecho de ninguno de los dos.
– ¡Ni que lo diga!
– Venga, Downes, ¿me cree capaz de actuar así?
El inspector se encogió de hombros. Contemplaba los restos de talco que aún quedaban delante de la puerta. El suelo de la habitación estaba lleno de huellas blancas incompletas.
– Entalcó el suelo de la habitación antes de salir -afirmó.
– Así es.
– ¿Y si uno de ellos no hubiera dejado huellas?
– Habría abierto la puerta con suma lentitud y cuidado, y revisado el suelo antes de entrar -respondí.
– Pero los esperó fuera. Abrió la puerta de par en par y esperó en el pasillo hasta que ellos decidieron actuar.
– Sí.
– Hay que reconocer que es usted bastante audaz.
– Yo lo definiría exactamente con la misma palabra.
– El problema consiste en que no podemos permitir que pasee por Londres abatiendo al azar a presuntos anarquistas y cobrando la recompensa -opinó Downes.
– No es ése mi plan, Downes. No me dedico a disparar contra aquellos que no es necesario. He venido a cumplir un trabajo que hay que hacer y que ustedes están demasiado ocupados para terminar. Recuerde que estos dos desgraciados intentaron matarme. No los abatí porque fueran presuntos anarquistas, sino para impedir que me hicieran el viaje.
– ¿Por qué cubrió el suelo de talco antes de salir?
– Es necesario tomar el máximo de precauciones en el extranjero -respondí.
– ¿Y el anuncio que puso en el Times?
Me encogí de hombros.
– De alguna manera tenía que llamar su atención.
– Evidentemente, lo logró.
Apareció un poli uniformado con la bolsa con el disfraz y se la entregó a Downes.
– Señor, la encontré en el pasillo, al girar en el primer recodo.
– Es mía -dije-. La solté cuando descubrí a los asesinos.
– ¿Asesinos? -preguntó Downes. Metió la mano en la bolsa y sacó la peluca, el bigote y el pegamento. Su rostro ancho y apacible se iluminó. Sonrió de tal manera que alzó las mejillas y prácticamente cerró los ojos. Se acomodó el bigote, bajo la nariz y preguntó al policía-: Grimes, ¿qué aspecto tengo?
– Señor, parece un guardia rubicundo.
– Me duele el trasero y no creo que se deba a la herida -comenté.
– Spenser, ¿y este disfraz para qué sirve? ¿Lo han reconocido?
– Creo que ayer alguien del grupo me identificó.
– ¿Y acordó un encuentro?
No quería que Downes asistiera al encuentro. Temía que espantara mi presa y necesitaba establecer otro contacto.
– No. Dejaron una carta en mi casilla y supieron quién era al ver que yo la cogía y la leía. De momento no habrá encuentro alguno. En la carta decían que se pondrían en contacto. Sospecho que fue un montaje. Por eso pensé en modificar ligeramente mi aspecto.
Downes me contempló durante cerca de un minuto.
– Bueno, creo que nadie llorará demasiado a estos dos -añadió-. Espero que nos mantenga informados a medida que se despliega la situación. También espero que no pretenda someter a la justicia a toda esta gente actuando de la manera que acaba de hacerlo.
– Si puedo evitarlo, no lo haré -respondí.
Los técnicos cerraron la segunda bolsa para cadáveres y se lo llevaron en una plataforma rodante.
– La mitad de un coche barato -repitió Downes.
– ¿Qué tipo de arma llevaba el chico que me disparó?
El policía de impermeable ligero respondió:
– Era igual a la que encontramos en el pasillo, una pistola de tiro Colt, del veintidós. Probablemente robaron un cajón con armas en alguna parte. Puede considerarse afortunado de que no robaran una calibre cuarenta y cinco o una Magnum.
– Habría perdido un trozo de trasero mucho más grande -comentó Downes.
– De muslo -le corregí-. Herida en el muslo superior.
Downes se encogió de hombros.
– En su lugar, yo cerraría la puerta con llave y estaría muy atento, ¿entendido? -asentí. En mi habitación sólo quedaban Downes y los otros dos-. Manténgase en contacto con nosotros.
Volví a asentir. Downes señaló la puerta con la cabeza y los tres se levantaron y salieron. Cerré la puerta y eché el cerrojo. El médico me había dado unos sedantes por si el dolor se volvía muy agudo. Aún no quería tomarlos. Necesitaba pensar. Me senté en la cama y cambié rápidamente de idea. Era mejor tenderse. Y lo mejor era estar tendido boca abajo. Un balazo en el trasero. Sin duda, a Susan le haría mucha gracia. Sólo duele cuando me río.
Libertad no era un grupo de idiotas. Me había puesto a pensar en el día siguiente y, mientras yo pensaba en el día siguiente, me volarían por los aires esa misma noche. No estaba mal. ¿Y ahora qué ocurriría? ¿Se presentarían al día siguiente? Seguro. Irían para ver si yo había ido a ver si estaban allí. No podía saber que los problemas de esa noche los habían creado ellos. Y ellos no sabían que yo disponía de retratos robot. Aunque así fuera, no sabría -¡diablos, no sabía!- si las personas que querían verme eran las mismas que esa noche habían intentado mandarme al otro mundo. Tal vez existía realmente un informante. Tal vez los muchachos de esta noche intentaban impedir que me pusiera en contacto con el informante. Tendría que acudir a la cita.
Pedí por teléfono que me despertaran a las siete y media, tomé dos sedantes y al rato me quedé dormido boca abajo. Fue un reposo de píldoras y dolor, irregular y plagado de bruscos despertares. Matar a dos críos no me sirvió de mucho. Me levanté antes de que telefonearan, aliviado por ver el nuevo día, con la sensación de haberme metido en un horno. Había dormido vestido y, al quitarme los pantalones, comprobé que estaban tiesos a causa de la sangre seca. Me duché haciendo malabarismos para mantener seco el vendaje. Me lavé los dientes, me afeité y me puse ropa limpia. Pantalón gris, camisa de rayas blancas y azules, corbata tejida azul, mocasines con borlas negras, funda de hombro con revólver. La continuidad en medio del cambio. Pegué el bigote falso a mi labio superior, me calcé la peluca, me puse unas gafas de aviador de cristales rosa y me cubrí con la chaqueta deportiva azul con botones de bronce y forro a cuadros de colores. Se puede confiar en un individuo que lleva un forro a cuadros de colores. Me miré en el espejo. La caída del cuello de la camisa no era correcta. Aflojé la corbata y rehíce el nudo sin apretarlo tanto.
Retrocedí para mirarme en el espejo de cuerpo entero. Parecía el encargado de echar a los alborotadores de un bar de homosexuales. Pero serviría. Hoy tenía un aspecto muy distinto del de ayer en el vestíbulo, con pantalones y zapatillas de hacer ejercicio. Guardé seis cartuchos adicionales en el bolsillo interior de la chaqueta y consideré que estaba listo. Entalqué nuevamente el suelo y me dirigí a la cafetería del hotel. No había probado bocado desde el pastel de ternera y riñones y mi horario estaba desfasado. Tomé tres huevos fritos con jamón, tostadas y café. Cuando acabé eran las ocho y diez. Cogí un taxi a las puertas del hotel y viajé cómodamente hasta el zoo. Me senté ligeramente inclinado hacia la derecha.
Capítulo 9
Allí estaban. La chica que había visto antes contemplaba los flamencos cuando atravesé la puerta sur, junto a los halcones y las águilas de las jaulas de las aves de rapiña. Me detuve de espaldas a ella y observé los papagayos. Como la chica no sabía que yo la había visto, no intentó esconderse. Adoptó una actitud natural mientras se dirigía a la jaula de los cuervos. No reparó en mí. Spencer, maestro ilusionista.
A lo largo de las dos horas siguientes hicimos algo difícil y complejo, semejante a la danza ritual de apareamiento de los faisanes plateados. Ella me observó con disimulo y yo la observé con disimulo. Por ahí tenía que haber otros miembros del grupo, gente armada. Ignoraban cuál era mi aspecto, aunque probablemente tenían una descripción. A decir verdad, yo no sabía realmente qué aspecto tenían a menos que los retratos robot fueran muy exactos y que ellos fueran las mismas personas que se habían cargado a las Dixon.
La chica se paseó hasta la zona de los chimpancés. Yo me acerqué a las cacatúas. Caminó junto a la jaula de los papagayos y me desplacé al extremo norte de la jaula de los gibones. La muchacha contempló los periquitos sin quitarme ojo de encima. Bebí una taza de café en la glorieta, ocupándome de no perderla de vista. La chica observaba si por allí había policías de paisano. Yo estaba atento a la aparición de miembros de su grupo. Ambos intentábamos parecer consuetudinarios visitantes de zoo que preferían permanecer cerca de la zona del túnel este. Mi papel se complicaba por el hecho de que me sentía como un imbécil con la peluca y el bigote. Por culpa del bigote tuve dificultades con el café. Si se me caía, los malos sospecharían que algo se estaba cocinando.
La tensión era, literalmente, física. A las once sudaba a raudales y me dolía la nuca. La herida me dolía permanentemente. Y caminar sin cojear requería la máxima concentración. Para ella también debió de ser duro, aunque no hubiera recibido un balazo en la parte posterior del regazo. Al menos, por lo que yo sabía, no lo había recibido.
Era bastante guapa. No tan joven como los chicos de la noche anterior. Tenía los treinta cumplidos y pelo liso y muy rubio que le llegaba a los hombros. Sus ojos eran redondos y sensibles y, a juzgar por la distancia a que había podido acercarme, negros. Sus pechos eran demasiado grandes y sus muslos de primera. Llevaba sandalias negras, pantalón blanco y una blusa blanca escotada con un pañuelo negro anudado al cuello. Acarreaba un enorme bolso de bandolera de piel negra y aposté a que en él guardaba un arma. Probablemente una pistola. El bolso no era lo bastante grande para contener un arma antitanque.
A las doce menos cuarto, según el reloj de la torre, se dio por vencida. Yo me había retrasado casi dos horas. Meneó enérgicamente la cabeza dos veces, haciendo señas a alguien que no vi, y se dirigió al túnel. La seguí. El túnel era un obstáculo que deseaba evitar, pero no supe cómo hacerlo. No quería perderla. Me había tomado muchas molestias para conseguir ese contacto y quería sacarle algún provecho. Si me atrapaban en el túnel, podía considerarme hombre muerto, pero no existía otra opción. Disimula, cumple con tu deber. Entré en el túnel detrás de la chica.
En el interior del túnel no había nadie. Lo recorrí despacio, silbando despreocupadamente, con los músculos trapecio en una poderosa tensión. Al salir del túnel arrojé mis gafas de cristales rosa en una papelera y me puse las comunes. Me quité la corbata, la guardé en el bolsillo y me desabroché tres botones de la camisa. En una novela policíaca de Dick Tracy había leído que un ligero cambio de aspecto puede resultar muy útil cuando se sigue disimuladamente a alguien.