– Vaya -dijo lentamente mientras se desvestía sin dejar de mirar un solo momento la vieja silla, erguida con aspecto misterioso junto a la cama-. Jamás en mi vida vi cosa tan peculiar. Muy extraño -añadió Tom, que con el ponche caliente se había vuelto bastante sagaz-. Muy extraño.
Sacudió la cabeza con actitud de profunda sabiduría y volvió a contemplar la silla. Sin embargo, no pudo sacar nada en claro, por lo que se metió en la cama, se tapó hasta estar bien caliente y se quedó dormido.
Media hora después, Tom despertó sobresaltado de un confuso sueño en el que participaban hombres altos y vasos de ponche: y el primer objeto que se presentó ante su imaginación despierta fue la extraña silla.
– No voy a mirarla más -se dijo apretando los párpados uno contra otro y tratando de persuadirse de que iba a dormir de nuevo. Inútil; por sus ojos sólo bailaban sillas extrañas que coceaban con sus patas, saltaban las unas sobre los respaldos de las otras y realizaban las cabriolas más extrañas.
– Será mejor ver una silla auténtica que dos o tres series completas de sillas falsas -dijo sacando la cabeza desde abajo de las ropas de cama. Y ahí estaba, claramente discernible a la luz del fuego, tan provocativa como siempre.
Miró la silla y de pronto, mientras la contemplaba, pareció producirse en ella un cambio de lo más extraordinario. La talla del respaldo asumió gradualmente el alineamiento y la expresión de un rostro humano viejo y arrugado; el cojín de damasco se convirtió en una antiguo chaleco de solapas; los bultos redondos se convirtieron en dos pares de pies embutidos en zapatillas de paño rojo; y la vieja silla se asemejó a un anciano muy feo, del siglo anterior, con los brazos en jarras. Tom se sentó en la cama y se frotó los ojos para deshacer la ilusión. Pero no. La silla era un anciano feo; y lo que es más, le estaba guiñando un ojo a Tom Smart.
Tom era por naturaleza una especie de perro temerario y descuidado, y se había tomado cinco vasos de ponche caliente; es por eso que, aunque a principio se mostrara algo sorprendido, empezó a indignarse en cuanto vio que el anciano caballero le guiñaba un ojo y le sonreía descaradamente con un aire tan insolente. Finalmente decidió que no iba, soportarlo; y como el rostro envejecido seguía haciéndole guiños con mayor rapidez que nunca, con tono verdaderamente colérico, le dijo:
– ¿Por qué diablos me está guiñando el ojo? -Porque me gusta, Tom Smart -contestó la silla o el anciano caballero, como prefiera llamarle el lector. Sin embargo dejó de hacer guiños cuando Ton habló, y empezó a sonreír como un mono viejísimo -¿Y cómo sabe mi nombre, viejo cascanueces? -preguntó Tom con bastantes titubeos, aunque creía estar haciéndolo bastante bien.
– Vamos, vamos, Tom-dijo el anciano caballero, esa no es manera de dirigirse a una sólida madera de caoba española. Que me condenen si no me trataría con menos respeto si fuera de contrachapado.
Cuando el anciano caballero dijo esto, miró con tal violencia a Tom que éste empezó a asustarse. -No pretendía tratarle con ninguna falta de respeto, señor -dijo Tom en un tono mucho más humilde que el que había empleado al principio. -Bueno, bueno -contestó el anciano-. Quizá no… quizá no, Tom…
– Señor…
– Lo sé todo sobre ti, Tom; todo. Eres muy pobre, Tom.
– Ciertamente que lo soy -replicó Tom Smart-. Pero ¿cómo ha llegado a saber eso?
– No tiene importancia -dijo el anciano-. Y te gusta mucho el ponche, Tom.
Tom Smart estuvo a punto de protestar afirmando que no había probado una gota desde su último cumpleaños, pero cuando su mirada se encontró con la del anciano caballero, éste parecía tener tal conocimiento que Tom enrojeció y guardó silencio. -Tom, la viuda es una hermosa mujer… verdaderamente hermosa… ¿eh, Tom?
En ese momento el anciano levantó la mirada hacia arriba, alzó una de sus pequeñas y desgastadas patas y pareció tan desagradablemente amoroso que
Tom sintió un absoluto desagrado por la vanidad de su conducta… ¡a sus años!
– Soy su guardián, Tom -dijo el anciano. -¿Eso es lo que es? -preguntó Tom Smart. -Conocía a su madre, Tom -dijo el viejo-. Y a su abuela. Ella me tenía mucho cariño… fue la que me hizo este chaleco, Tom.
– ¿Eso hizo? -preguntó Tom Smart.
– Y estos zapatos -añadió el anciano levantando una de las zapatillas de paño rojo-. Pero no lo cuentes por ahí, Tom. No me gustaría que se supiera que ella estaba tan unida a mí. Podría producir ciertas situaciones desagradables en la familia.
Cuando el viejo truhán dijo aquello tenía un aspecto tan extremadamente impertinente que, tal como declaró después Tom Smart, no habría sentido el menor remordimiento de sentarse encima de él,
– He sido un gran favorito entre las mujeres de mi época, Tom -afirmó el disoluto y viejo crápula-, Cientos de hermosas mujeres se han sentado en mi regazo durante horas. ¿Qué piensas de eso, eh, perro?
El anciano caballero iba a proceder a contar algunas otras hazañas de su juventud cuando le sobrevino un ataque de crujidos tan violento que fue incapaz de proseguir.
«Ahí tienes lo que te mereces, viejo», pensó Tom Smart; pero no llegó a decir nada.
– ¡Ay! -exclamó el anciano-. Esto me inquieta, mucho ahora. Estoy envejeciendo, Tom, y he perdido casi todos mis barrotes. También me han hecho ya una operación, una pequeña pieza del respaldo,) fue una prueba muy dura, Tom.
– Me atrevo a decir que así fue, señor -añadir Tom Smart.
– Sin embargo, eso no viene al caso -replicó e anciano caballero-. ¡Tom, quiero que te cases con la-, viuda!
– ¿Yo, señor? -preguntó Tom.
– Sí, tú-contestó el anciano.
– Bendito sea su reverendo relleno -exclamó Tom, aunque apenas si le quedaban unos cuantos pelos de caballo-. Bendito sea su reverendo relleno, pero ella no me querría -exclamó Tom suspirando involuntariamente al pensar en el bar.
– ¿Que no? -preguntó con firmeza el anciano. -No, no -respondió Tom-. Hay otro en el campo. Un hombre alto… un hombre terriblemente alto… de bigote negro.
– Tom -le informó el anciano-. Ella nunca le tendrá.
– ¿Que no? -preguntó Tom-. Si estuviera usted en el bar, anciano caballero, hablaría de otra manera.
– Bah, bah. Lo sé todo sobre esa historia. -¿Sobre qué? -preguntó Tom.
– Sobre besos detrás de la puerta, y todas esas cosas, Tom -añadió el anciano.
En ese momento lanzó otra mirada insolente que encolerizó mucho a Tom, pues como todos ustedes, caballeros, saben bien, escuchar a un viejo,
que por serlo debería conocer mejor el mundo, hablar sobre esas cosas resulta muy desagradable… nada más que por eso.
– Lo sé todo al respecto, Tom. Lo he visto hacer muy a menudo en mi época, Tom, entre más personas de las que me gustaría mencionarte; pero al final nunca se llega a nada.
– Ha debido ver usted algunas cosas extrañas -preguntó Tom con mirada inquisitiva.
– Puedes afirmarlo, Tom -replicó el viejo con ut complicado guiño-. Soy el último de mi familia Tom -añadió el anciano lanzando un melancólico suspiro.
– ¿Y fue muy grande? -preguntó Tom Smart. -Éramos doce, Tom; tipos hermosos de respaldo, tan bello y recto como le gustaría ver a cualquiera Nada de esos abortos modernos… todos con brazo y con un grado tal de pulido que habría alegrado t, corazón contemplarnos.
– ¿Y qué ha sido de los demás, señor?
El anciano caballero se llevó un codo al ojo al tiempo que contestaba:
– Murieron, Tom, murieron. Teníamos un duro trabajo, Tom, y no todos poseían mi constitución Tenían reuma en piernas y brazos, y acabaron en cocinas y hospitales; y uno de ellos, tras un prolonga do servicio y una dura utilización, perdió el sentido se volvió tan loco que tuvieron que quemarlo. Qué cosa tan sorprendente ésa, Tom.
– ¡Terrible! -exclamó Tom Smart.
El anciano guardó silencio unos minutos, evidentemente mientras combatía sus emotivos sentimientos, y después añadió:
– Sin embargo, Tom, me estoy apartando del tema. Ese hombre alto, Tom, es un aventurero ruin En el momento en que se casara con la viuda vendo ría todos los muebles y escaparía. ¿Y cuáles serían las, consecuencias? Ella quedaría abandonada y reducida a la ruina, y yo moriría de frío en alguna tienda de muebles viejos.
– Sí, pero…
– No me interrumpas. De ti, Tom Smart, tengo una opinión muy diferente; pues bien sé que si alguna vez te asentaras en una posada, nunca la abandonarías mientras' hubiera algo que beber dentro de sus paredes.
– Me siento muy agradecido por su buena opinión, señor-le informó Tom Smart.
– Por tanto -siguió diciendo el anciano con tono autoritario-: tú serás el que la tenga, y él no. -¿Cómo puede impedirse? -preguntó ansiosamente Tom Smart.
– Con esta revelación: el ya está casado.
– ¿Cómo puedo demostrarlo? -preguntó Tom saliendo a medias de la cama.
El anciano caballero separó un brazo de su costado y tras señalar a uno de los vestidores de roble volvió a colocarlo inmediatamente en su antigua posición.
– Poco piensa él que en el bolsillo derecho de unos pantalones de ese vestidor ha dejado una carta en la que se le pide que regrese junto a su desconsolada esposa, con seis niños, toma buena nota, Tom, seis niños, y todos ellos pequeños.
Cuando el anciano caballero pronunció con solemnidad aquellas palabras sus rasgos se fueron haciendo menos y menos claros y su figura se volvió más sombría. Sobre los ojos de Tom Smart cayó una película. El anciano pareció fundirse gradualmente con la silla, el chaleco de damasco convertirse en cojín, las zapatillas rojas encogerse en pequeñas bolsas
de paño rojo. La luz desapareció suavemente y Tom Smart se dejó caer sobre la almohada y se quedó profundamente dormido.
La mañana despertó a Tom del sueño letárgico en el que había caído al desaparecer el anciano. Se sentó en la cama y durante unos minutos trató vanamente de recordar los hechos de la noche anterior. Repentin4mente se acordó de ellos. Miró la silla; era ciertamente un mueble fantástico y feo, pero sólo una imaginación notablemente viva e ingeniosa podría haber descubierto cualquier parecido entre el mueble y el anciano.
– ¿Cómo se encuentra, anciano? -preguntó Tom. A la luz del día se sentía más audaz, como le sucede a la mayoría de los hombres.
La silla permaneció inmóvil y no dijo una sola palabra.
– Hace una mañana espantosa -añadió Tom. Pero no. La silla no se sentía dispuesta a conversar. -¿A qué vestidor señaló? Al menos podría decirme eso -insistió Tom. Pero la silla, caballeros, no decía una sola palabra.
– De cualquier manera, no es muy difícil abrirlos -siguió diciendo Tom al tiempo que salía de la cama. Se dirigió hacia uno de los vestidores. La llave estaba puesta en la cerradura; la giró y abrió la puerta. Allí había unos pantalones. ¡Metió la mano en el bolsillo y sacó una carta idéntica a la que había descrito el anciano caballero!
– Qué cosa tan extraña es ésta -exclamó Tom Smart mirando primero a la silla, y luego al vestidor, después a la carta y finalmente otra vez a la silla-. ¡Muy extraño! -repitió.
Pero como no había allí nada que amortiguase la extrañeza, pensó que también él debía vestirse y arreglar enseguida los asuntos del hombre alto… sólo para sacarle de su desgracia.
Tom fue fijándose al pasar en las distintas habitaciones, mientras bajaba, con el ojo atento de un propietario; considerando que no sería imposible que en breve tiempo las estancias y sus contenidos fueran de su propiedad. El hombre alto estaba de pie en el cómodo bar, con las manos a la espalda, sintiéndose muy en su casa. Dirigió a Tom una sonrisa vacía. Un observador casual podría haber supuesto que lo hizo sólo para mostrarle sus dientes blancos; pero Tom Smart pensó que una conciencia de triunfo ocupaba el lugar en el que había estado la mente del hombre alto. Tom le sonrió directamente y llamó a la patrona.
– Buenos días, señora-dijo Tom Smart cerrando la puerta del saloncito cuando entró la viuda. -Buenos días, señor -respondió ella-. ¿Qué tomará para el desayuno, señor?
Tom estaba pensando en la forma de introducir el tema, por lo que no respondió.
– Tenemos un jamón muy bueno -dijo la viuda-. Y una estupenda ave fría mechada. ¿Le sirvo eso, señor?
Esas palabras sacaron a Tom de sus reflexiones. La admiración que sentía por la viuda aumentaba conforme ésta hablaba. ¡Qué criatura tan considerada! ¡Qué comodidad para proveerle de todo!
– ¿Quién es el caballero que está en el bar, señora? -preguntó Tom.
– Se llama Jinkins, señor -respondió la viuda sonrojándose ligeramente.
– Es un hombre alto -dijo Tom.
– Es un hombre muy bueno, señor -contestó la viuda-. Y un caballero muy agradable.
– ¡Ah! -exclamó Tom.
– ¿Desea alguna cosa más, señor? -preguntó la viuda, que se sentía bastante perpleja por las maneras de Tom.
– Bueno, sí -contestó Tom-. Mi querida señora, ¿tendría la amabilidad de sentarse un momento?
La viuda pareció muy sorprendida, pero se sentó, y Tom lo hizo también cerca de ella. Caballeros, no sé cómo sucedió… la verdad es que mi tío solía contarme que Tom Smart le dijo que tampoco él sabía cómo había sucedido; pero el caso es que, de una manera o de otra, la palma de la mano de Tom se posó sobre el dorso de la mano de la viuda, y la dejó allí mientras hablaba.
– Mi querida señora -dijo Tom Smart, pues siempre había pensado lo importante que era mostrarse amable-. Mi querida señora, merece usted un marido excelente… cierto que sí.
– ¡Vaya, señor! -exclamó la viuda, lo que no resulta ilógico, pues la manera que tuvo Tom de iniciar la conversación era bastante inusual, por no decir sorprendente, teniendo en cuenta el hecho de que hasta la noche anterior no la había visto nunca-. ¡Vaya, señor!
– Desprecio las adulaciones, mi querida señora. Pero merece usted un marido admirable, y sea éste quien sea, será un hombre afortunado.
Al decir aquello, la mirada de Tom pasó del rostro de la viuda a las comodidades que le rodeaban. La viuda parecía más sorprendida que nunca, e hizo un esfuerzo por levantarse. Tom le apretó suavemente la mano, como para detenerla, y ella permaneció en su asiento. Las viudas, caballeros, no suelen ser timoratas, tal como mi tío solía decir.
– Estoy segura de sentirme muy agradecida hacia usted, señor, por su buena opinión -dijo la rolliza patrona riéndose a medias-. Y si alguna vez vuelvo a casarme…
– Si… -repitió Tom Smart mirándola astutamente con el rabillo del ojo derecho-. Si…
– Bueno -añadió la viuda riéndose con franqueza esa vez-. Cuando lo haga, espero conseguir un esposo tan bueno como el que usted describe.
– Como por ejemplo Jinkins -dijo Tom. -¡Vaya, señor! -exclamó la viuda.
– Ay, no me diga eso -insistió Tom-. Le conozco. -Estoy convencida de que nadie que le conozca sabrá nada malo de él -dijo la viuda, pasando al ataque ante el aire misterioso con el que había hablado Tom.
– ¡Ejem! -exclamó Tom Smart.
La viuda empezó a pensar que era ya un buen momento de llorar, por lo que sacó su pañuelo y preguntó a Tom si es que deseaba insultarla: si es que pensaba que era propio de un caballero hablar mal de otro a sus espaldas; que por qué motivo, s tenía algo que decir, no se lo decía al caballero como un hombre, en lugar de asustar a una pobre, débil mujer de esa manera, y cosas por el estilo.
– Se lo diré a él enseguida-dijo Tom-. Pero quiero que usted lo escuche primero.
– ¿De qué se trata? -preguntó la viuda mirando fijamente el rostro de Tom.
– Le va a asombrar -contestó Tom llevándose una mano al bolsillo.
– Si es eso, que él quiere dinero -dijo la viuda- ya lo sé, y no tiene usted que preocuparse.
– Bah, qué tontería, eso no es nada -dijo Ton Smart-. También yo quiero dinero. No es eso. -Entonces, amigo mío, ¿de qué se trata? -excla mó la pobre viuda.