Ciclo de fuego - Clement Hal 3 стр.


Con eso en común le parecía que merecía la pena afrontar el riesgo de seguirle.

Hacía mucho menos calor cuando se puso ya de una vez el sol rojo, y Kruger sabía por experiencia que en esta latitud tardaría unos siete u ocho días terrestres en salir de nuevo. Ambos tenían hambre, aunque no excesiva, y Dar Lang Ahn había recobrado una gran parte de su fuerza en las sesenta o setenta horas transcurridas desde la llegada de Kruger. La estrella azul se había desplazado hacia el sudoeste, pero aún debían transcurrir cierto número de días terrestres antes que le volviera a estorbar en su camino brillando delante de ellos.

Viajaban más despacio que cuando Dar estaba solo, y la principal razón se debía a la constitución física de Kruger, pues ningún ser humano puede ser tan ágil como los pequeños nativos de Abyormen, quienes además poseen unas articulaciones especialmente sueltas. Las manos y pies en forma de zarpa de Dar le ayudaban grandemente, y pese a lo débil que aún estaba tenía con frecuencia que detenerse para esperar a su voluminoso compañero.

Sin embargo, iban avanzando. No encontraron ninguna otra grieta demasiado grande, y tras unas docenas de horas de viaje empezaron a aparecer en la lava trozos de tierra. La vegetación se iba haciendo más densa y de vez en cuando encontraban agua depositada en agujeros sobre la lava. Era evidente que se iban aproximando al borde del flujo, ya que la lava era demasiado porosa para poder retener el líquido. Una vegetación maloliente, similar a las algas con las que Kruger estaba familiarizado, producía espuma y se aglomeraba en los depósitos de agua, con lo que los dos viajeros preferían seguir con los cactos que beber de ellos; aun así, su presencia les subía la moral. Dar tiró un poco hacia arriba de su paquete de libros y pareció doblar su velocidad. El trayecto se iba haciendo cada vez más fácil al ir estando rellenas de tierra las irregularidades de la lava, aunque dicha tierra se iba progresivamente cubriendo de vegetación. Al principio las plantas eran de tamaño pequeño, recordándole a Kruger pequeños arbustos, pero conforme iban encontrando más estanques y disminuía la cantidad de lava sobre el suelo las plantas crecían visiblemente hasta llegar a ser árboles de tamaño regular.

La mayoría de ellas eran tan conocidas por Kruger como por Dar, ya que el chico las había visto profusamente en su viaje desde el sur, fijándose bien en aquellas cuyos tallos y hojas sabía eran inofensivos. No estaba dispuesto a probar ninguna otra; cuando Dar vio algo que conocía y se lo ofreció a su compañero, Kruger movió la cabeza.

— No hay nada que hacer. Todo lo que he comido en este mundo tenía que probarlo primero, sin saber si me alimentaría o si me mataría. De cinco árboles que probé, dos me dieron dolor de barriga, y tuve suerte de que eso fuera todo.

Esperaré hasta ver algo que ya conozca, gracias.

Dar sólo entendió de esto la negativa, memorizándolo como algo que necesitaba una ulterior explicación. Tomó como hipótesis de trabajo el que el chico conociera y le desagradara la hoja en cuestión; aquella suposición concordaba al menos con la teoría de que Kruger fuera un nativo de la región de lava.

Para cuando el sol azul había dado la vuelta hacia el oeste, los árboles eran lo suficientemente espesos para darles sombra y la maleza tan densa que les estorbaba seriamente. No poseían ninguna herramienta cortante, exceptuando un pequeño cuchillo que formaba parte de los pertrechos del traje espacial de Kruger, y que no tenía ninguna utilidad para abrir un sendero.

Debido a todo esto, viajaban muy despacio. La impaciencia que Dar tenía no se reflejaba en su aspecto exterior, al menos para alguien tan poco familiarizado con la expresión de su rostro como Kruger.

Las clases de idiomas continuaban durante el viaje, a un ritmo más rápido incluso, dado el mayor número de puntos de referencia que entonces tenían. Kruger sintió que debían ya estar transmitiéndose las ideas bastante bien y no podía entender por qué aquello no parecía estar sucediendo. Tenían ya en común una gran cantidad de nombres y unos cuantos verbos. El número de adjetivos crecía ahora al poder establecerse comparaciones entre más objetos. Al hallar árboles de varios tamaños se pueden intercambiar los significados de «grande» y «pequeño»; si la comparación tratamos de hacerla entre una roca grande y un cacto pequeño no hay manera de saber si nos referimos a su tamaño, color, forma u otra cosa diferente.

Sin embargo, algo iba mal. Kruger empezaba a sospechar que el idioma de su compañero sólo tenía verbos irregulares y que cada sustantivo pertenecía a una declinación diferente. Dar, por su parte, se estaba dando cuenta de que el lenguaje de Kruger era más rico en homónimos que los que debía tener un idioma útil; el sonido «árbol», por ejemplo, parecía significar a la vez una formación vegetal con hojas largas, en forma de pluma y de color púrpura, y otra con el tronco mucho más corto y hojas casi redondas, e incluso otra que variaba de tamaño de un espécimen a otro.

No se atrevieron a permitir que los problemas del idioma absorbieran completamente su atención. Había animales en la selva, y no todos eran inofensivos. El olfato de Dar les alertaba de algunos animales carnívoros, pero no de todos; varias veces tuvo que recurrir en última instancia a su ballesta mientras Kruger se mantenía a la expectativa sujetando su cuchillo y esperando lo peor. En una o dos ocasiones los animales se asustaron del extraño olor humano. Kruger se preguntó si alguno de ellos se negaría a comer su carne por idéntico motivo, pero no sintió ninguna tentación de comprobarlo experimentalmente.

En sus primeras cien horas en la selva, Dar mató una criatura de mediano tamaño que después procedió a diseccionar con el cuchillo de su compañero y a comer con regocijo.

Kruger aceptó un trozo de carne cruda con cierta reserva interior, pero decidido a probar suerte. Iba en contra de toda regla, claro, pero si hubiera obedecido las referentes a probar todo alimento antes de consumirlo, haría ya varios meses que estaría muerto de hambre. En la presente situación aquello, si bien no era delicioso, por lo menos era comestible, y después de esperar ocho o diez horas decidió añadir un artículo más a su limitada lista de comidas permitidas.

Cuando entraron por primera vez en la selva, Dar cambió su rumbo hacia el nordeste.

Kruger se había esforzado en descubrir la razón, y al aumentar su número de palabras compartidas, sacó la conclusión de que su compañero quería llegar a un sitio en el que hubiera gran cantidad de agua, que podría ser un lago o un océano. Aquello parecía deseable, aunque no tuvieran ya problemas de agua debido a la cantidad de arroyos que cruzaban. Kruger había descubierto que a esta latitud se podía esperar la lluvia cada cien horas, o incluso menos, y quizá en la mitad de tiempo después de la salida del sol rojo. En el lugar donde empezó su viaje, mucho más al sur, esta estrella se hallaba todo el tiempo en el cielo, mientras que la azul salía y se ponía siguiendo un modelo propio, con lo que el tiempo resultaba más difícil de predecir.

La lluvia que esperaba no había llegado todavía cuando se dio cuenta de que algo parecía atraer la atención de Dar. Kruger sabía que su compañero podía oír, aunque no estuviera seguro de la localización de sus orejas, así que se puso a escuchar. Al principio sólo detectó los ruidos normales de la selva: las hoja y las ramas moviéndose con el viento, el tintineo de miles de pequeñas cosas vivientes, el goteo ocasional del agua de las hojas, que nunca cesaba, por mucho tiempo que hiciera que no llovía; pero Dar cambió levemente de rumbo, por lo que debía, efectivamente, haber oído algo. Tras caminar media milla más, Kruger empezó a oírlo.

Entonces se paró con una exclamación. Dar Lang Ahn giró un ojo hacia él y se paró también. Sabía tan poco de las expresiones faciales humanas como Kruger de las suyas, pero aun así se apercibió del cambio de color que habían experimentado las facciones del chico al oír el ruido.

— ¿Qué? — dijo Dar pronunciando el sonido que habían convenido como interrogante general.

— Creo que es mejor que nos mantengamos alejados.

— ¿Qué? — repitió Kruger, sin pretender obtener una respuesta concreta, para lo cual hubiera necesitado la comprensión de sus palabras.

— Parece… — el chico no dijo más, pues no había palabras adecuadas.

Volvió a utilizar los signos. Por desgracia, su primer gesto fue señalar la dirección de donde procedían, lo cual interpretó Dar en el sentido de que Kruger se había encontrado ya con aquella cosa, fuese lo que fuese, antes de conocerse. Estaba en lo cierto, pero no comprendía la aversión de su compañero por encontrarla de nuevo. Después de contemplar en silencio durante breves momentos las señas del chico, empezó a caminar de nuevo.

— ¡Alto!

Esta era otra de las palabras sobre cuyo significado se habían puesto de acuerdo, y Dar obedeció con ciertas reservas. Lejos como estaban del campo de lava, ¿cómo era posible que esta criatura supiera algo de la selva que el mismo Dar ignoraba? El ruido le resultaba extraño al nativo y por ello quería investigarlo. ¿Tenía realmente miedo de él el gigante? Si así fuera había que razonar un poco, puesto que si lo que emitía aquel sonido podía hacer daño a Kruger, con mayor motivo se lo haría a Dar. Por otra parte, podría tratarse sólo de algo que le desagradara. En este caso Dar estaría desperdiciando una información que podría servir para un libro. El riesgo estaba entre perder los libros que tenía o perder una ocasión para mejorarlos. El riesgo de perder la vida que también llevaba consigo no significaba nada, evidentemente, pero los otros dos puntos sí eran importantes.

Tal vez pudiera medir mejor el riesgo viendo hasta dónde estaba Kruger preparado para enfrentarse con el fenómeno. Pensando esto, Dar Lang Ahn se encaminó hacia el irregular y apagado «Plop, plop, plop» que se oía ahora claramente entre los árboles.

Kruger estaba perplejo. Nunca se había imaginado hasta ahora el imponerle a Dar sus opiniones a la fuerza, ni sabía el resultado que esto produciría. De ninguna manera quería hacer nada que le produjera su enemistad o una desconfianza mayor que la razonable.

En estas circunstancias, hizo lo único que podía. Dar, moviendo un ojo hacia el ser humano, vio cómo éste empezaba a seguirle y continuó su camino seguro ya de que no había verdadero peligro. Aumentó su velocidad todo lo que le permitía la maleza. Tras pocos minutos la vegetación clareaba, permitiendo caminar sin tener que estar continuamente quitando ramas y enredaderas. Para Dar aquello era un alivio; para Kruger una confirmación de lo que el creciente ruido había ya demostrado.

— ¡Dar! ¡Alto! — el nativo obedeció, preguntándose qué sería lo que había hecho cambiar la situación; entonces contempló con sorpresa cómo Kruger avanzaba lentamente y se ponía delante de él. Le siguió, tras hacer el equivalente a un encogimiento de hombros. El ser humano iba más despacio de lo que él hubiera deseado, pero tal vez tenía alguna razón para ello.

Allí estaba. Cien yardas delante de ellos, la maleza desaparecía, no habiendo tampoco más árboles. Se encontraron con un claro vacío y de superficie suave de unas cincuenta yardas de anchura.

Para Dar aquello no era más que un lugar en el cual se podía viajar con mayor facilidad; casi con seguridad se habría precipitado en él, deseoso de cruzarlo y seguir su camino hasta el origen del misterioso ruido. Por vez primera desde que se conocieron, Kruger no sólo le tocó, sino que le sujetó con un brazo con fuerza más que suficiente para impedirle seguir adelante. Dar miró con sorpresa a su compañero y luego pasó sus ojos por el claro. Dejó de intentar zafarse de su gran compañero y fijó ambos ojos en el centro del espacio abierto.

Allí estaba lo que producía el ruido. La mayor parte del claro parecía estar alfombrada de un material liso y duro, pero el centro estaba en continuo movimiento: una especie de gran caldero conteniendo un barro líquido y pegajoso que cada pocos segundos producía una burbuja grande que al explotar causaba el «plop» que habían estado escuchando, soltando una nube de vapor que se esfumaba parsimoniosamente.

Kruger dejó que su compañero mirara durante uno o dos minutos y después, repitiendo la palabra «¡Alto!», dio unos pasos hacia atrás por el camino por donde había venido.

Normalmente no es fácil encontrar rocas en el suelo de una selva, pero estaban aún lo suficientemente cerca del flujo como para que aparecieran manchas de lava. Encontró una roca y con gran esfuerzo rompió una esquina de tamaño mediano, la trajo y la arrojó en la aparentemente dura superficie. La corteza de barro seco cedió y el trozo de lava desapareció en medio de una gran salpicadura.

— No me gustan estos sitios — dijo Kruger con firmeza, sin importarle el hecho de que Dar no le pudiera entender —. Me metí en uno de ellos hace pocos meses y cuando salí de él ayudándome de la raíz del árbol que había impedido que me hundiera, y que de paso, con un golpe, me hizo perder el sentido un buen rato, encontré mi nombre grabado en el árbol, con unas cuantas observaciones sobre lo buen chico que había sido. No les culpo por dejarme; tenían toda la razón para suponer que estoy todavía hundiéndome. El haber sobrevivido una vez no significa que vaya a volver a intentarlo; ¡mi traje espacial está muy lejos de aquí!

Dar no dijo nada, pero se prometió a sí mismo hacer caso a su amigo mientras estuvieran cerca de la región volcánica de la que era nativo el tipo grande. ¡Aquello era en verdad algo para el libro!

III. PEDAGOGÍA

Habían dejado millas atrás el géiser de barro y varios otros, pero al pasar por una zona aislada de lava Dar aceptaba aún el liderazgo de Kruger. Seguían viajando aún hacia el nordeste, pues el chico no había intentado cambiar el rumbo, pero en cierta manera la relación entre ellos había cambiado.

La inevitable desconfianza mutua que habían sentido al principio estaba desapareciendo. Otro cambio, menos lógico en principio, fue debido a la casi cómica falta de entendimiento que había provocado que Dar creyera firmemente que Kruger era nativo de las poco conocidas áreas volcánicas de Abyormen, mientras que Kruger también estaba seguro de que Dar Lang Ahn no era de este planeta. A consecuencia de esto, Dar estaba todo el tiempo pidiendo consejo a Kruger. Si disparaba a algún tipo de animal nuevo, nuevo, se entiende, para él, esperaba a oír el veredicto del chico antes de comerlo. Naturalmente que desperdiciaban bastante carne perfectamente comestible, ya que Kruger no tenía ningún deseo de arriesgar su salud y su vida probando nuevos tipos de alimentos.

Por fin Dar mató una criatura del mismo tipo que la que el ser humano había probado justo después de entrar en la jungla. El piloto no hizo siquiera preguntas acerca de ella; cogió el cuchillo y se puso a trabajar. Kruger miró su ración con evidente disgusto cuando finalmente la tomó.

No le gustaba la carne cruda, aunque era verdad que no le había hecho daño la otra vez. En aquella ocasión no sugirió parar para hacer fuego, ya que Dar era el jefe moral de la asociación y su concepto de una comida era al parecer comer en el lugar lo que no podía ser transportado y mordisquear el resto mientras seguían andando. Ahora, sin embargo, ya que los asuntos dependían del consejo y la opinión de Kruger, prefirió cocinar su comida. Había salvado todo el material de su traje espacial que le parecía posible de utilizar y que no era demasiado embarazoso para transportar. Al no formar parte en ningún caso un encendedor del equipo normal de un traje espacial, había improvisado uno con la pequeña batería solar y una espiral y un condensador de la radio.

Lo usó ahora, para la absoluta fascinación de Dar Lang Ahn. Satisfecho de que aún tuviera chispa, fue a buscar combustible seco.

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