Roma Vincit! - Scarrow Simon 2 стр.


Macro se puso en pie de un salto. -¡Levántate! ¡Levántate antes de que te destripe! El resto de los espectadores se alzaron de sus asientos intuyendo que se acercaba el final de la lucha y muchos de ellos exhortaban desesperadamente al mirmillón a que se pusiera en pie.

El reciario arremetió con su arma y atrapó la espada entre sus puntas. Un giro rápido y la hoja salió despedida de la mano del mirmillón, dando vueltas en el aire hasta caer a varios metros de distancia. Dándose cuenta de que todo estaba perdido, el mirmillón se dejó caer de espaldas y aguardó un rápido final. El reciario lanzó su grito de guerra y subió la mano por el mango de su arma mientras avanzaba para cernirse sobre su oponente y asestarle el último golpe. Colocó una pierna a cada lado del mirmillón, que sangraba abundantemente, y levantó su tridente. De pronto, el escudo del mirmillón se alzó con salvaje desesperación y golpeó al hombre más alto en la entrepierna. Con un profundo quejido el reciario se dobló en dos. La multitud gritó entusiasmada. Un segundo golpe de escudo le dio en la cara y le hizo caer sobre la hierba; el arma se le escapó de las manos cuando se agarró con ellas la nariz y los ojos. Dos golpes más con el escudo en la cabeza y el reciario estuvo acabado.

– ¡Maravilloso! -Macro saltaba arriba y abajo-. ¡Condenadamente maravilloso!

Cato sacudió la cabeza con amargura y maldijo la petulancia del reciario. No convenía dar por sentado que habías derrotado a tu enemigo simplemente porque lo pareciera. ¿No había probado el reciario el mismo truco al principio de la pelea?

El mirmillón se puso en pie, con mucha más facilidad con la que podría hacerlo un hombre herido de gravedad, y rápidamente recuperó su espada. El final fue misericordioso, el reciario fue enviado junto a sus dioses mediante una profunda estocada que se le clavó en el corazón por debajo del tórax.

Entonces, mientras Cato, Macro y la multitud observaban, ocurrió algo muy extraño. Antes de que el portaestandarte y su asistente pudieran desarmar al mirmillón, el britano alzó los brazos y gritó un desafío. En un latín con tosco acento, exclamó:

– ¡Romanos! ¡Romanos! ¡Mirad! La espada descendió dando la vuelta, el mango quedó rápidamente invertido y, con ambas manos, el britano se clavó el arma en el pecho. Se tambaleó unos instantes con la cabeza colgando hacia atrás y luego se desplomó sobre la hierba hacia el cuerpo del reciario. Se hizo el silencio entre la multitud.

– ¿Por qué carajo ha hecho eso? -refunfuñó Macro entre dientes.

– Quizá sabía que sus heridas eran mortales. -Podría haber sobrevivido -replicó Macro de mala gana--. -Nunca se sabe.

– Sobrevivir sólo para convertirse en un esclavo. -Tal vez quería eso, señor. -Entonces es que era idiota.

El portaestandarte, preocupado por el incierto cambio de humor del público, avanzó apresuradamente con los brazos levantados.

– Muy bien, muchachos, se acabó. La lucha ha terminado. Declaro vencedor al mirmillón. Pagad las apuestas ganadoras y luego volved a vuestras obligaciones.

– ¡Espera! -gritó una voz-. ¡Hay un empate! Los dos están muertos.

– Ganó el mirmillón -le respondió con un grito el portaestandarte.

– Estaba acabado. El reciario hubiera dejado que se desangrara hasta morir. -Tal vez lo hubiera hecho -asintió el portaestandarte -si no la hubiese cagado al final. Mi decisión es inapelable. El mirmillón ganó y todo el mundo tiene que pagar sus deudas o tendrán que vérselas conmigo. ¡Y ahora, volved a vuestras obligaciones!

Los espectadores se dispersaron y afluyeron en silencio por entre los robles a las hileras de tiendas mientras los ayudantes del portaestandarte levantaban los cadáveres y los metían en la parte posterior de un carromato, donde se unieron a los vencidos en los anteriores combates. Mientras Cato esperaba, su centurión salió corriendo a cobrar sus ganancias del portaestandarte de su cohorte, el cual se hallaba rodeado de una pequeña multitud de legionarios que agarraban fuertemente sus resguardos. Macro regresó poco después sopesando alegremente las monedas de su faltriquera.

– No es la apuesta más lucrativa que he hecho pero, de todas formas, ganar está muy bien.

– Supongo que sí, señor. -¿A qué viene esa cara tan larga? Ah, claro. Tu dinero se fue con ese gilipollas fanfarrón del tridente. ¿Cuánto has perdido?

Cato se lo dijo y Macro soltó un silbido. -Bueno, joven Cato, parece ser que todavía tienes mucho que aprender sobre los luchadores. _Sí, señor.

– No importa, muchacho. Todo llegará a su debido tiempo. -Macro le dio una palmada en el hombro-. Vamos a ver si alguien tiene algún vino decente para vendernos. Después tenemos trabajo que hacer.

Bajo las sombras veteadas de un enorme roble, mientras observaba cómo sus hombres abandonaban la hondonada, el comandante de la segunda legión maldijo en silencio al mirmillón. A los soldados les hacía mucha falta algo que les alejara el pensamiento de la campaña que se preparaba y el espectáculo de los prisioneros británicos matándose unos a otros tendría que haber sido entretenido. Lo había sido, en efecto, hasta el último combate. Los hombres estaban muy animados. Entonces, el maldito britano había escogido el momento más inoportuno para aquel absurdo gesto desafiante. o acaso no fuera tan absurdo, reflexionó el legado con gravedad. Tal vez el sacrificio del britano había sido deliberado y tenía como objetivo desvirtuar la diversión que pretendía levantarles la moral.

Con las manos a la espalda, Vespasiano salió de entre las sombras y caminó lentamente hacia la luz del sol. Sin duda aquellos britanos no carecían de espíritu. Al igual que la mayoría de culturas guerreras, se aferraban a un código de honor el cual garantizaba que aceptaban la guerra con una imprudente arrogancia y una ferocidad terrible. Más preocupante aún era el hecho de que la relajada coalición de tribus Británicas estaba encabezada por un hombre que sabía utilizar bien las fuerzas. Vespasiano sentía un respeto forzado por el líder de los britanos, Carataco, jefe de los catuvelanios. Ese hombre todavía tenía algo reservado y sería mejor que el ejército romano del general Aulo Plautio tratara al enemigo con más respeto de lo que hasta entonces había sido el caso. La muerte del mirmillón ilustraba a la perfección la despiadada naturaleza de aquella campaña.

Dejando a un lado de momento los pensamientos sobre el futuro, Vespasiano se dirigió a la tienda hospital. Había un desafortunado asunto que no podía posponer por más tiempo. El centurión al mando de la segunda legión había resultado herido de muerte en una reciente emboscada y quería hablar con él antes de que muriera. Bestia había sido un soldado ejemplar que a lo largo de su carrera militar se había ganado los elogios, la admiración y el temor de todos. Había combatido en muchas guerras por todo el Imperio y en su cuerpo tenía las cicatrices que lo demostraban. Y ahora había caído a manos de una espada británica en una refriega de poca importancia que ningún historiador haría constar en sus anales. Así era la vida militar, meditó Vespasiano con amargura. ¿Cuántos héroes olvidados más estaban ahí fuera esperando para diñarla mientras los políticos vanidosos y los lacayos imperiales se llevaban todo el mérito?

Vespasiano pensó en su hermano, Sabino, que había acudido a toda prisa desde Roma para entrar al servicio del general Plautio mientras todavía hubiera algo de gloria que ganar. Sabino, al igual que la mayoría de sus iguales políticos, consideraba el ejército únicamente como el próximo peldaño en el escalafón de su carrera. El cinismo de la alta política llenaba a Vespasiano de una gélida furia. Era más que probable que el emperador Claudio estuviera utilizando la invasión para afianzar su posición en el trono. Si las legiones conseguían someter a Britania, habría prebendas y sinecuras en abundancia para allanar el camino al estado. Algunos hombres harían una fortuna mientras que a otros les concederían un alto cargo y el dinero entraría a raudales en las sedientas arcas imperiales. Se consolidaría la gloria de Roma y sus ciudadanos tendrían aún más pruebas de que el destino de la ciudad contaba con la bendición de los dioses. Sin embargo, había hombres para los cuales los grandes logros como aquéllos significaban poco, porque ellos consideraban los hechos sólo bajo el punto de vista de las oportunidades que les ofrecían para su ascenso personal.

Tal vez llegara un día en el que a aquella isla salvaje, con sus inquietas y belicosas tribus guerreras, se le ofrecerían todas las ventajas del orden y la prosperidad que el dominio romano confería. Semejante extensión de la civilización era una causa por la que valía la pena luchar, y era en pos de aquella visión de futuro por lo que Vespasiano servía a Roma y toleraba, al menos de momento, a aquellos que Roma situaba por encima de él. Pero antes de eso debía ganarse esta campaña. Había que cruzar dos ríos importantes a pesar de la feroz resistencia por parte de los nativos. Al otro lado de aquellos ríos se encontraba la capital de los catuvelanios, la más poderosa de las tribus britanas contrarias a Roma. Gracias a su imparable expansión en los últimos años, los catuvelanios habían absorbido a los trinovantes y a su próspera ciudad comercial de Camuloduno. En aquellos momentos, muchas de las otras tribus sentían por Carataco el mismo terror que les infundían los romanos. Por lo tanto, Camuloduno debía caer en su poder antes del otoño para demostrar a aquellas tribus que todavía vacilaban que la resistencia a Roma era inútil. Aun así habría más campañas, más años de conquista, antes de que todos los rincones de aquella gran isla fueran incorporados al Imperio. Si las legiones no conseguían ocupar Camuloduno, entonces Carataco bien podría ganarse la lealtad de las tribus no comprometidas y reclutar a hombres suficientes para aplastar al ejército romano.

Con un suspiro de cansancio, Vespasiano se agachó bajo el faldón de la entrada de la tienda-hospital y saludó con un Movimiento de cabeza al cirujano jefe de la legión.

CAPÍTULO II

– Bestia ha muerto.

Cato levantó la vista de sus papeles cuando el centurión Macro entró en la tienda. El aguacero de verano que caía ruidosamente sobre la lona había ahogado el anuncio de Macro.

– ¿Señor? -He dicho que Bestia ha muerto -gritó Macro-. Murió esta tarde.

Cato asintió con la cabeza. La noticia ya se esperaba. Al antiguo centurión jefe le habían partido la cara hasta el hueso. Los cirujanos de la legión habían hecho lo que habían podido para hacer que sus últimos días fueran lo más agradables posible, pero la pérdida de sangre, la mandíbula destrozada y la subsiguiente infección habían hecho su muerte inevitable. El primer impulso de Cato fue alegrarse de la noticia. Bestia le había amargado la vida durante los meses de instrucción. En realidad, el centurión jefe pareció disfrutar muchísimo metiéndose con él y, como respuesta, Cato llegó a albergar hacia él un odio que le consumía.

Macro desabrochó el broche de su capa mojada y la echó encima del respaldo de un taburete de campaña que arrimó al brasero. El vapor que desprendían las diversas prendas puestas a secar en otros taburetes se elevaba en volutas de color naranja y se sumaba a la bochornosa atmósfera de la tienda. Si la lluvia que caía allí fuera era el mejor tiempo que el verano britano podía ofrecer, Macro se preguntó si valía la pena luchar por la isla. Los exiliados britanos que acompañaban a las legiones afirmaban que la isla poseía inmensos recursos de metales preciosos y ricas tierras agrícolas. Macro se encogió de hombros. Pudiera ser que los exiliados dijeran la verdad, pero tenían sus propias razones para desear que Roma triunfara sobre su propia gente. La mayoría había perdido tierras y títulos a manos de los catuvelanios y esperaba recuperar ambas cosas como recompensa por ayudar a Roma.

– Me pregunto quién obtendrá el puesto de Bestia -dijo Macro-. Será interesante ver a quién elige Vespasiano.

– ¿Hay alguna posibilidad de que sea usted, señor? -¡Me parece que no, muchacho! -gruñó Macro. Su joven optio hacía poco tiempo que era miembro de la segunda legión y no conocía bien los procedimientos de ascenso del ejército. Estoy fuera de combate en lo que a ese trabajo se refiere. Vespasiano tiene que elegir entre los centuriones de la primera cohorte que aún están vivos. Son los mejores oficiales de la legión. Debes tener varios años de excelente servicio a tus espaldas antes de que te tomen en consideración para un ascenso a la primera cohorte. Yo todavía voy a estar un tiempo al mando de la sexta centuria de la cuarta cohorte, Creo.

apuesto a que esta noche hay algunos hombres muy ansiosos en el comedor de la primera cohorte. Uno no tiene la oportunidad de convertirse en centurión jefe cada día.

– ¿No estarán apenados, señor? Quiero decir, Bestia era uno de los suyos. -Supongo que sí. -Macro se encogió de hombros-. Pero si vives de la guerra, A cualquiera de nosotros podía haberle tocado cruzar la laguna Estigia. Pero resultó ser el turno de Bestia. De todos modos, él ya había vivido lo que le tocaba en este mundo. Dentro de dos años no hubiera hecho otra cosa que volverse loco poco a poco en alguna aburrida colonia de veteranos. Mejor él que alguien que tenga algo que esperar como la mayoría de los demás pobres diablos que la han palmado hasta el momento. Y ahora, da la casualidad de que hay unas cuantas vacantes para cubrir entre los centuriones. -Macro sonrió ante la perspectiva. Llevaba siendo centurión tan sólo unas pocas semanas más que Cato legionario y era el centurión de menor rango de la legión. Pero los britanos habían matado a dos de los centuriones de la cuarta cohorte, lo cual significaba que, en aquellos momentos, oficialmente él era el cuarto en antigüedad, y disfrutaba del privilegio de tener a dos centuriones recién nombrados a los que tratar con prepotencia. Levantó la mirada y sonrió a su optio-. Si esta campaña dura unos cuantos años más, ¡hasta tú podrías ser centurión!

Cato esbozó una sonrisa ante lo que no sabía si era un cumplido o una grosería. Lo más probable era que la isla se conquistara mucho antes de que nadie le reconociera la suficiente experiencia y madurez para ser ascendido al rango de centurión. A la tierna edad de diecisiete años, todavía quedaban muchos para que tuviera esa posibilidad. Suspiró y tendió la tablilla de cera en la que había estado trabajando.

– El informe de los efectivos, señor. Macro no hizo caso de la tablilla. Como apenas sabía leer ni escribir, opinaba que, a ser posible, era mejor no intentar ninguna de las dos cosas; dependía en gran medida de su optio para asegurarse de que los archivos de la sexta centuria se mantenían en orden. _¿Y bien?

– Tenemos seis en el hospital de campaña, dos de los cuales no es probable que sobrevivan. El cirujano jefe me dijo que de los otros, a tres se les tendrá que dar de baja del ejército. Esta tarde los van a llevar a la costa. Tendrían que estar de nuevo en Roma a finales de año.

– ¿Y luego qué? -Macro sacudió la cabeza con tristeza-.

Una bonificación de retiro a prorrata y pasarse el resto de sus vidas mendigando por las calles. ¡Vaya una vida que esperar con ilusión!

Cato asintió con un movimiento de cabeza. De niño había visto a los veteranos inválidos de guerra buscando desesperadamente cualquier miseria en las roñosas hornacinas del foro. Habiendo perdido un miembro o sufrido una herida que los incapacitaba, aquel estilo de vida era lo único a lo que podía aspirar la mayoría de ellos. La muerte bien podría haber sido un desenlace mucho más misericordioso para hombres como aquellos. Una repentina visión de él mismo mutilado, condenado a la pobreza y objeto de lástima y burlas, hizo estremecerse a Cato. No tenía familia a la que recurrir. La única persona fuera del ejército que se preocupaba por él era Lavinia. Ahora se encontraba lejos, de camino a Roma con los otros esclavos al servicio de Flavia, la esposa del comandante de la legión. Cato no podía esperar que, en caso de que -sucediera lo peor, Lavinia fuera capaz de amar a un lisiado. Sabía que no podría soportar que le tuviera lástima o que se quedara con él a causa de algún equivocado sentido del deber.

Macro advirtió un cambio de actitud en el joven. Era extraño considerar lo consciente que se había vuelto de los estados de ánimo del muchacho. Todos los optios que había conocido hasta entonces no habían sido más que legionarios que intentaban sacar tajada, pero Cato era distinto. Completamente distinto. Inteligente, culto y un soldado probado, aunque porfiadamente crítico consigo mismo. Si vivía lo suficiente, sin duda Cato obtendría renombre algún día. Macro no Podía comprender por qué el optio no parecía darse cuenta de eso y solía considerar a Cato con una mezcla de admiración y diversión comedida.

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