Roma Vincit! - Scarrow Simon 3 стр.


– No te preocupes, muchacho. Vas a salir de ésta. Si te hubiera tenido que tocar a ti, a estas alturas ya te habría sucedido. Has sobrevivido a la peor vida por la que un ejército te puede hacer pasar. Todavía vas a estar por aquí un tiempo, así que anímate.

– Sí, señor. -respondió Cato en voz baja. Las palabras de Macro eran un consuelo falso, tal como habían demostrado las muertes de los mejores soldados, como por ejemplo Bestia.

– Bueno, ¿por dónde íbamos? Cato bajó la vista hacia la tablilla de cera.

– El último de los hombres que están en el hospital se recupera favorablemente. Un corte de espada en el muslo. Tendría que estar de nuevo en pie dentro de unos pocos días más. Además, hay cuatro heridos que pueden andar. Pronto volverán a formar parte de nuestra fuerza de lucha. Esto nos deja con cincuenta y ocho efectivos, señor.

– Cincuenta y ocho. -Macro frunció el ceño. La sexta centuria se había resentido mucho de su enfrentamiento con los britanos. Habían tomado tierra en la isla con ochenta hombres. En aquellos momentos, apenas unos días después, habían perdido a dieciocho para siempre.

– ¿Hay noticias de los reemplazos, señor? -No nos va a llegar ninguno hasta que el Estado Mayor pueda organizar un embarque con fuerzas de reserva de la Galia. Al menos tardarán una semana en poderlos mandar al otro lado del canal desde Gesoriaco. No se unirán a nosotros hasta después de la próxima batalla.

– ¿La próxima batalla? Cato se irguió ansioso en su asiento-. ¿Qué batalla, señor?

– Calma, muchacho. -Macro sonrió-. El legado nos lo explicó al darnos las instrucciones. Vespasiano ha tenido noticias del general. Parece ser que el ejército se encuentra frente a un río. Un río muy grande y ancho. Y al otro lado nos está esperando Carataco con su ejército, con cuadrigas y todo.

– ¿A qué distancia de aquí, señor? -A un día de marcha. La segunda tendría que llegar en la mañana. Al parecer, Aulo Plautio no tiene intención de esperar. Lanzará el ataque a la mañana siguiente, en cuanto nos encontremos en posición.

– ¿Y cómo llegaremos hasta ellos? -preguntó Cato-. Quiero decir, ¿cómo vamos a cruzar el río? ¿Hay un puente?

– ¿De verdad crees que los britanos lo dejarían en pie? ¿Para que lo usáramos nosotros? -Macro movió la cabeza cansinamente-. No, el general aún tiene que resolver ese problema.

– ¿Cree que nos ordenará avanzar los primeros? -Lo dudo. Los britanos nos han maltratado de mala manera. Los hombres todavía están muy afectados. Debes de haberlo notado.

Cato asintió con la cabeza. La baja moral de la legión había sido palpable durante los últimos días. Y lo que era aún peor, había oído a algunos hombres criticar abiertamente al legado, pues consideraban a Vespasiano responsable de las cuantiosas bajas que habían sufrido desde que desembarcaron en suelo britano. El hecho de que Vespasiano hubiera luchado contra el enemigo en las filas de vanguardia junto a los hombres no tenía importancia para muchos de los legionarios que no habían comprobado su valentía en persona. Tal como estaban las cosas, había un considerable resentimiento y desconfianza hacia los oficiales superiores de la legión, y no auguraba nada bueno para el próximo combate con los britanos.

– Será mejor que ganemos esta batalla -murmuró Macro. -Sí, señor.

Los dos se quedaron en silencio un momento mientras miraban las lenguas de fuego que bailaban en el brasero. El fuerte sonido de las tripas del centurión desvió súbitamente sus pensamientos hacia asuntos más apremiantes.

– Tengo un hambre de mil demonios. ¿Hay algo de comer?

– Allí, sobre el escritorio, señor. -Cato señaló con un gesto una oscura hogaza de pan y un pedazo de carne de cerdo salada que había en un plato de campaña. Una pequeña jarra de vino aguado estaba junto a una copa de plata abollada, un recuerdo de una de las primeras campañas de Macro. El centurión puso mala cara al ver la carne de cerdo.

– Todavía no hay carne fresca? -No, señor. Carataco está realizando un concienzudo trabajo de limpieza del terreno por delante de nuestra línea de marcha. Los exploradores dicen que han incendiado casi todas las cosechas y granjas hasta orillas del Támesis y se han llevado al ganado con ellos. Estamos limitados a lo que nos llegue desde el depósito de avituallamiento de Rutupiae.

– Estoy harto de esa mierda de cerdo salado. ¿No puedes conseguir otra cosa? Piso nos hubiera traído algo mejor que esto.

– Sí, señor. -respondió Cato con resentimiento. Piso, el asistente de la centuria, era un veterano que había conocido todas las artimañas y chanchullos del reglamento y a los hombres de la centuria les había ido muy bien con él. Hacía tan sólo unos días, Piso, a quien apenas le faltaba un año para que le concedieran la baja honorífica, había muerto a manos del primer britano que se encontró. Cato había aprendido mucho del asistente, pero los más misteriosos secretos del funcionamiento de la burocracia militar habían desaparecido con él y ahora Cato estaba solo.

– Veré qué puedo hacer respecto a los víveres, señor.

– ¡Bien! -Macro asintió con la cabeza al tiempo que le hincaba el diente al cerdo con una mueca e iniciaba el largo proceso de masticar la dura carne hasta que alcanzara una consistencia lo bastante blanda para poder tragarla. Mientras masticaba siguió refunfuñando-. Como me den mucho más de esta cosa abandonaré la legión y me convertiré al judaísmo. Cualquier cosa tiene que ser mejor que soportar esto. No sé qué carajo les hacen a los cerdos esos cabrones de intendencia. Uno diría que es casi imposible echar a perder algo tan simple como el cerdo en salazón.

No era la primera vez que Cato oía todo aquello y siguió con su papeleo. La mayoría de los fallecidos habían dejado testamentos en los que legaban sus posesiones del campamento a los amigos. Pero algunos de los nombrados beneficiarios también habían muerto, y Cato tenía que encontrar el orden de los legados entre todos los documentos para asegurarse de que las posesiones acumuladas llegaban a los destinatarios pertinentes. Las familias de aquellos que habían muerto intestados requerirían una notificación que les permitiera reclamar los ahorros de la víctima de los erarios de la legión. Para Cato,,el cumplimiento de los testamentos era una experiencia nueva y, como la responsabilidad era suya, no se atrevía a correr el riesgo de que hubiera algún error que pudiera conducir a entablar una demanda contra él. Por lo tanto, leía toda la documentación con detenimiento y comprobaba y volvía a comprobar las cuentas de todos y cada uno de los hombres antes de mojar su estilo en un pequeño tintero de cerámica y redactar la declaración definitiva de las posesiones y sus destinos.

El faldón de la tienda se abrió y un asistente del cuartel general se apresuró a entrar con su empapada capa del ejército, que goteaba por todas partes.

– ¡Eh, aparta eso de mi trabajo! -gritó Cato al tiempo que tapaba los pergaminos apilados en su escritorio.

– Perdona. -El asistente del cuartel general retrocedió y se quedó pegado a la entrada.

– ¿Y qué coño quieres? -preguntó Macro mientras arrancaba de un bocado un trozo de pan negro.

– Traigo un mensaje del legado, señor. Quiere verlos a usted y al optio en su tienda con la mayor brevedad posible.

Cato sonrió. La utilización de aquella frase por parte de un oficial superior significaba enseguida, o de ser posible antes.

Después de ordenar rápidamente los documentos en un montón y asegurarse de que ninguna de las goteras que tenía la tienda caía cerca de su escritorio de campaña, Cato se puso en pie y recuperó la capa colocada frente al brasero. Todavía estaba muy mojada y la notó húmeda cuando se la pasó por los hombros y abrochó el pasador. Pero el calor bajo los pliegues de la lana engrasada era reconfortante.

Macro, que seguía masticando, se puso la capa y luego le hizo unas impacientes señas al asistente del cuartel general.

– Ahora puedes largarte. Ya conocemos el camino, gracias.

Con una mirada nostálgica hacia el brasero, el asistente se subió la capucha y salió de espaldas de la tienda. Macro se embutió un último bocado de cerdo, llamó a Cato con el dedo y farfulló:

– ¡Vamos! La lluvia caía con un siseo sobre las hileras de tiendas de la legión y formaba agitados charcos sobre el suelo desigual. Macro levantó la vista hacia las oscuras nubes que había en el cielo nocturno. A lo lejos, hacia el sur, los esporádicos destellos de relámpagos difusos señalaban el paso de una tormenta de verano. El agua le bajaba por la cara y sacudió la cabeza para apartarse de la frente un empapado mechón de pelo suelto.

– ¡Vaya una mierda de tiempo que hace en esta isla!

Cato se rió. -Dudo que vaya a mejorar mucho, señor. A juzgar por lo que dice Estrabón.

Aquella alusión literaria hizo que Macro le pusiera mala cara al chico.

– No podías limitarte a coincidir conmigo, ¿verdad? Tenías que meter a algún maldito académico por medio.

– Lo siento, señor. -No importa. Vayamos a ver qué es lo que quiere Vespasiano.

CAPÍTULO III

– Descansen -ordenó Vespasiano.

Macro y Cato, de pie a un paso del escritorio, adoptaron la requerida postura informal. Se quedaron bastante impresionados al ver claras señales de agotamiento en su comandante cuando éste alzó el torso de los pergaminos que había sobre su escritorio y la luz de las lámparas de aceite que colgaban por encima de la cabeza cayó en su rostro lleno de arrugas.

Vespasiano los contempló unos instantes, sin estar muy seguro de cómo empezar.

Hacía unos días que al centurión, al optio y a un pequeño grupo de hombres de Macro cuidadosamente seleccionados los habían enviado a una misión secreta. Les habían asignado la tarea de recuperar un arcón de la paga que julio César se había visto obligado a abandonar en una marisma cercana a la costa casi cien años antes. El tribuno superior de la segunda legión, un fino y sofisticado patricio llamado Vitelio, había decidido hacerse él solo con el tesoro y, con una banda de arqueros a caballo a los que había sobornado, había caído sobre los hombres de Macro en medio de la neblina de las marismas. Gracias a las habilidades de combate del centurión, Vitelio fracasó y huyó del lugar. Pero las Parcas parecían estar a favor del tribuno: se había encontrado con una columna de britanos que intentaban flanquear el avance romano y había podido advertir del peligro a las legiones justo a tiempo. Como resultado de la subsiguiente victoria, Vitelio se había convertido en algo parecido a un héroe. Aquellos que conocían la verdad sobre la traición de Vitelio se sentían indignados por la lluvia de alabanzas que recibía el tribuno superior.

– Me temo que no puedo presentar cargos en contra del tribuno Vitelio. Sólo cuento con vuestra palabra para seguir adelante, y eso no basta.

Macro se erizó con ira apenas contenida. -Centurión, yo sé la clase de hombre que es. Dices que intentó hacer que te mataran a ti y a tus hombres cuando os mandé a buscar el arcón de la paga. Esa misión era secreta, totalmente secreta. Me imagino que solamente tú, yo y el muchacho aquí presente conocíamos el contenido del cofre. Y Vitelio, por supuesto. En este mismo momento sigue sellado y va camino de vuelta a Roma bajo fuerte vigilancia, y cuanta menos gente sepa que contiene oro en su interior, mejor. Así es como el emperador quiere dejar las cosas. Nadie nos va a dar las gracias por exponer el caso ante un tribunal si se formulan cargos en contra de Vitelio. Además, puede que no sepáis que su padre es un íntimo amigo del emperador. ¿Hace falta que diga más?

Macro frunció los labios y sacudió la cabeza. Vespasiano dejó que sus palabras hicieran mella, comprendiendo perfectamente la expresión de resignación que se asentó en los rostros del centurión y de su optio. Era una lástima que Vitelio tuviera que ser el que saliera de la situación oliendo a rosas, pero eso era algo típico de la suerte del tribuno. Aquel hombre estaba destinado a ocupar un alto cargo y las Parcas no iban a dejar que nada se interpusiera en su camino. Y, detrás de su traición, había muchas más cosas que las que Vespasiano podía dejar que supieran aquellos dos hombres. Aparte de sus responsabilidades como tribuno, Vitelio también era un espía imperial al servicio de Narciso, el primer secretario del emperador. Si alguna vez Narciso llegara a saber que Vitelio lo había engañado, la vida del tribuno quedaría a disposición del estado. Pero Narciso nunca se enteraría por boca de Vespasiano. Vitelio se había encargado de eso.

Mientras reunía información sobre la lealtad de los oficiales y soldados de la segunda legión, Vitelio había descubierto la identidad de un conspirador implicado en un complot para derrocar al nuevo emperador.

Flavia Domitila, la esposa de Vespasiano. Por el momento, entonces, existía un empate entre Vitelio y Vespasiano: ambos tenían información que podía herir mortalmente al otro si alguna vez llegaba a oídos de Narciso.

Consciente de que debía de haberse quedado mirando a sus subordinados con expresión ausente, Vespasiano enseguida se puso a pensar en la otra razón por la que había mandado llamar a Macro y Cato.

– Centurión, hay algo que debería animarte. -Vespasiano alargó la mano hacia un lado de la mesa y tomó un pequeño bulto envuelto en seda. Al desdoblar la seda con cuidado, Vespasiano dejó al descubierto un torques de oro que miró por un momento antes de sostenerlo bajo la tenue luz de las lámparas de aceite-. ¿Lo reconoces, centurión?

Macro miró un momento y luego movió la cabeza en señal de negación.

– Lo siento, señor. -No me sorprende. Probablemente tenías otras cosas en la cabeza la primera vez que viste esto -dijo Vespasiano con una sonrisa irónica-. -Es el torques de un jefe de los britanos. Pertenecía a un tal Togodumno, quien, afortunadamente, ya no se encuentra entre nosotros.

Macro soltó una carcajada al recordar de pronto el torques tal y como había estado, alrededor del cuello del enorme guerrero que había matado en combate unos días antes.

– ¡Toma! Vespasiano le lanzó el torques y Macro, al que pilló desprevenido, lo interceptó con torpeza--. Un pequeño obsequio como muestra del agradecimiento de la legión. Ha salido de mi parte del botín. Te lo mereces, centurión. Lo ganaste, así que llévalo con honor. _Sí, señor -respondió Macro al tiempo que examinaba el torques. Unas bandas de oro trenzadas brillaban bajo la temblorosa luz y cada uno de los extremos se enroscaba sobre sí mismo alrededor de un gran rubí que centelleaba como una estrella empapada de sangre. Tenía unos motivos extraños que se arremolinaban grabados en el oro que rodeaba los rubíes. Macro sopesó el torques y realizó un cálculo aproximado de su valor. Puso unos ojos como platos cuando cayó en la cuenta de la importancia del gesto del legado.

– Señor, no sé cómo darle las gracias. Vespasiano hizo un gesto con la mano.

– Entonces no lo hagas. Tal como he dicho, te lo mereces. En cuanto a ti, optio, no tengo nada que ofrecerte aparte de mi agradecimiento.

Cato se sonrojó y apretó los labios con una expresión amarga. El legado no pudo evitar reírse del joven.

– Es cierto que tal vez yo no tenga nada de valor para darte. Pero hay otra persona que sí lo tiene, o mejor dicho lo tenía. ~¿Señor?

– ¿Sabes que el centurión jefe ha muerto a causa de sus heridas?

– Sí, señor. -La pasada noche, antes de que perdiera la conciencia, hizo un testamento oral delante de testigos. Me pidió que yo fuera su albacea.

– ¿Un testamento oral? -Cato frunció el ceño. -Mientras haya testigos, cualquier soldado puede determinar de palabra cómo se han de distribuir sus pertenencias después de su muerte. Se trata de una costumbre más que de una norma consagrada por la ley. Al parecer Bestia quería que tu' tuvieras ciertos artículos de su propiedad.

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