– Lo averiguaré, señor. -¿Ese «lo averiguaré, señor» quiere decir lo mismo que «no lo sé, señor»? -preguntó Plautio con sequedad. _Sí, señor.
– Entonces ocúpate de ello inmediatamente -ordenó Plautio-. Y de ahora en adelante, recuerda que es tu deber saber estas cosas. No habrá excusas en el futuro. ¿Entendido?
– ¡Sí, señor! -exclamó Vitelio con brusquedad al tiempo que saludaba y abandonaba la escena a toda prisa.
– últimamente no hay manera de tener un buen Estado Mayor -dijo Plautio entre dientes.
Los demás oficiales presentes intercambiaron unas miradas de complicidad. No era justo esperar que un oficial de Estado Mayor supiera el régimen de marea de un río con el que se acababa de tropezar. Pero, si no se podía hacer que los oficiales de Estado Mayor se preocuparan por todos y cada uno de los posibles factores que influenciaban la ejecución de una campaña, entonces los oficiales no servían para nada. Valía la pena intentar obtener un ascenso en el Estado Mayor, pero los interesados tenían que cargar con toda suerte de cruces.
Vespasiano forzó la vista pero sólo pudo distinguir una línea de inquietantes puntas negras que aparecían en la superficie del agua. Unas estacas de madera afiladas clavadas en el fondo del río que muy bien podían empalar a un soldado de infantería o destripar a un caballo. Los atacantes se verían obligados a cruzar sorteando los obstáculos con cautela, bajo una lluvia de flechas y proyectiles de honda disparados por el enemigo antes incluso de que salieran del río y se toparan con la zanja y el terraplén.
– Podríamos realizar el ataque por el aire, señor -sugirió Vespasiano-. Los arqueros les impedirían levantar la cabeza mientras las catapultas echan abajo la empalizada. -Plautio asintió con la cabeza.
– Ya lo he pensado. El prefecto de los zapadores considera que estamos demasiado lejos. tendríamos que utilizar los proyectiles de calibre más pequeño y eso no basta para causar todo el daño que hace falta. Creo que tenemos que descartar la posibilidad de un solo ataque directo. La infantería pesada sólo conseguiría cruzar el río y formar sufriendo demasiadas bajas. Además, el frente en sí es demasiado estrecho para poder ganar sólo con la fuerza. Nuestros hombres quedarían expuestos a que les dispararan por tres lados cuando se acercaran a la zanja. No, me temo que debemos ser un poco más sofisticados.
– tenemos que cruzar por aquí, señor? -preguntó Sabino-. ¿No podemos marchar río arriba hasta que encontremos un lugar por el que sea más fácil atravesarlo?
– No -respondió pacientemente el general-. Si vamos río arriba Carataco puede seguir de cerca todos nuestros pasos y oponerse a cualquier intento que hagamos de pasar al otro lado. Podrían pasar días, incluso semanas, antes de que pudiéramos cruzar. Entonces él no tiene más que replegarse hacia el Támesis y repetir todo el proceso una vez más. Y el tiempo está de su lado, no del nuestro. Cada día se irán uniendo más hombres a su ejército. Cada día que le concedemos se reducen nuestras posibilidades de ocupar Camuloduno antes del otoño. Y, a menos que Camuloduno caiga, no podremos conseguir la alianza de las tribus que todavía son neutrales. Debemos luchar contra Carataco aquí y ahora.
– Sí, señor -masculló Sabino mientras se estiraba para ocultar su vergüenza al ser sermoneado como si no fuera más que un tribuno todavía verde.
Plautio se volvió hacia sus oficiales allí reunidos. -Por lo tanto, caballeros, estoy abierto a todo tipo de sugerencias.
El legado de la novena legión miró pensativamente hacia el otro lado del río. Hosidio Geta era un patricio que había optado por continuar sirviendo en el ejército en vez de dedicarse a una carrera política, y poseía bastante experiencia en operaciones fluviales con su legión en el Danubio. Se volvió hacia su general.
– Señor, ¿me permite?
– Por supuesto, Geta. -Esto requiere un movimiento de flanqueo; dos movimientos de flanqueo en realidad. -Geta se volvió a girar hacia el río-. Mientras el ejército principal se concentra aquí, podríamos hacer que otras fuerzas cruzaran el río más abajo, cubiertos por los disparos de algunos barcos de guerra, siempre y cuando la profundidad del agua sea suficiente en ese punto.
– Para ello podríamos utilizar a las tropas auxiliares de batalla, señor -sugirió Vespasiano, lo cual provocó que Geta le lanzara una mirada de irritación por sus molestias.
– Iba a proponerlo -replicó Geta con frialdad-. Están entrenados para este tipo de servicios. Pueden cruzar ríos a -nado completamente armados. Si conseguimos hacer que lleguen al otro lado sin una oposición importante, podemos lanzar un ataque por el flanco contra las posiciones britanas. -Además de un segundo ataque de flanqueo -interrumpió Plautio.
– Sí, señor. Mientras los Bátavos cruzan, una segunda fuerza puede dirigirse río arriba hasta encontrar un vado y lanzar así contra el flanco derecho del enemigo. Plautio asintió con la cabeza. -Y si nos sincronizamos bien, tendríamos que caer sobre ellos en tres direcciones, en un ataque escalonado. Debería terminar todo enseguida.
Es lo que yo creo, señor -contestó Geta-. El segundo ataque no hace falta que sea muy numeroso, su único ideal papel es el de ser la sorpresa final con la que Carataco no sepa qué hacer. Si lo pillamos desprevenido venceremos.
será capaz de hacer frente a los tres ataques. Usted ya sabe como son esas tropas irregulares de nativos. Naturalmente, si llegan a alguna de nuestras fuerzas de flanqueo, las pérdidas serían graves.
Vespasiano sintió un escalofrío en la nuca cuando reconoció la oportunidad que había estado esperando. La oportunidad de redimirse él mismo y su legión. Si la segunda podía desempeñar el papel decisivo en la inminente batalla, eso contribuiría en gran medida a restituir la moral de la unidad. Si bien la reciente emboscada de Togodumno contra la segunda legión había fracasado, la unidad había sufrido dolorosas pérdidas entre los soldados y la moral estaba baja. Un ataque exitoso, llevado a cabo sin piedad, quizás aún podría salvar la reputación de la segunda y de su comandante. Pero, ¿se sentirían los hombres con ánimos de hacerlo?
Plautio asentía con la cabeza mientras repasaba la propuesta de Geta.
– Tal como dices, hay cierto riesgo en un ataque dividido, pero el riesgo existe hagamos lo que hagamos. Así que, de acuerdo, seguiremos este plan. Lo único que falta es la asignación de las fuerzas. Está claro que el ataque 'por el flanco derecho cruzando el río lo efectuarán los bátavos -dijo con un gesto de la cabeza apenas perceptible hacia Vespasiano-. El ataque frontal lo llevará a cabo la novena.
Ahí estaba, comprendió Vespasiano. Era hora de recuperar el honor de la segunda. Dio un paso adelante y se aclaró la garganta.
– ¿Sí, Vespasiano? -Plautio miró hacia él-. ¿Tienes algo que añadir? _Señor, solicito el privilegio de encabezar el ataque por el flanco izquierdo.
Plautio se cruzó de brazos y ladeó la cabeza como si considerara la petición de Vespasiano.
– ¿De verdad crees que la segunda podrá hacerlo? Estáis cortos de efectivos y me imagino que tus hombres no se alegrarán demasiado de encontrarse en lo más reñido de la batalla cuando ha pasado tan poco tiempo desde su reciente experiencia.
Vespasiano se sonrojó. -Lamento discrepar, señor. Creo que hablo en nombre de- mis hombres tanto como en el mío propio. -Francamente, Vespasiano, hace un momento no tenía intención de considerar siquiera a la segunda para este servicio. Iba -a manteneros en la reserva y dejar que otra unidad hiciera el trabajo. Y no veo ninguna razón por la que tenga que cambiar de idea, ¿y tú?
A menos que Vespasiano pudiera encontrar enseguida motivos que justificaran la posición de la segunda legión en el flanco izquierdo, estaría condenado a pasarse el tiempo que quedaba en el ejército como legado bajo un velo de desconfianza en cuanto a su idoneidad para el mando. Y si los hombres tenían la sensación de que se les negaba una participación equitativa en la batalla y, por consiguiente, una parte justa del botín, la moral y la reputación de la segunda nunca se recuperarían. Habían adquirido su fama a lo largo de los años con la sangre de miles de compañeros, bajo un águila que los había guiado hacia la batalla durante décadas. Si aquello iba a terminar, sería sobre su cadáver. Vespasiano tenía que Mantenerse firme con su general.
– Yo sí, señor. Parece ser que lo han informado mal sobre el espíritu de lucha de mi legión. – Y Vespasiano supuso que jeta era la fuente de aquella mala información-. Los hombres están dispuestos a ello, señor. Están más que dispuestos, están deseándolo. Necesitamos vengar a los hombres que hemos perdido.
– ¡Ya es suficiente! -interrumpió Plautio-. ¿Crees que la retórica va a prevalecer sobre la razón? Estamos en primera línea, no en el foro de Roma. Te pedí que me dieras un buen motivo por el que tenga que ceder.
– De acuerdo, señor. Iré directo al grano. -Sí, por favor. -La segunda no dispone de todos sus efectivos. Pero no hace falta una legión entera para el ataque. Si todo sale mal, entonces sólo habrá perdido una unidad que ya estaba en bastantes malas condiciones en vez de una legión todavía fresca. -Vespasiano dirigió una astuta mirada a su general--. Me imagino que quiere tener en reserva el mayor número de unidades posible por si tiene que volver a luchar contra Carataco. No puede permitirse enfrentarse a él sin todos los efectivos y con las fuerzas de la línea de batalla cansadas. Es mejor arriesgar ahora una unidad más prescindible.
Plautio asintió con la cabeza mientras escuchaba con aprobación aquel razonamiento mucho más cínico. Reflejaba perfectamente la cruda realidad del mando y, de una manera igual de cruda, era lo más razonable.
– Muy bien, Vespasiano. Te concedo una prórroga a ti y a tus hombres.
Vespasiano bajó la cabeza en señal de agradecimiento. El corazón le dio un vuelco por la excitación de haberle ganado la partida a su general, y también por la angustia ante la peligrosa misión para la que acababa de ofrecer voluntarios a sus hombres. No había sido del todo sincero al presentarle la petición al general. No tenía ninguna duda de que muchos de los hombres lo maldecirían por ello, pero los soldados se quejaban por todo. Les hacía falta combatir. Necesitaban una clara victoria de la que jactarse. Dejar que los hombres siguieran en su estado actual de duda acerca de sí mismos iba a destruir la legión y a arruinar su carrera. Ahora que los había comprometido para 'el ataque, confiaba en que la mayoría de ellos compartiría su deseo de luchar.
– Tus órdenes -expuso Plautio formalmente- son avanzar río arriba y realizar un ataque sorpresa. Localiza el vado más próximo y cruza a la otra orilla. Desde allí os dirigiréis río abajo evitando todo contacto con los britanos. Esperaréis escondidos hasta que las trompetas del cuartel general toquen la señal de reconocimiento de vuestra legión y en ese momento os uniréis al ataque en aquella colina. ¿Ha quedado claro?
– Sí, señor. Perfectamente. -Dales fuerte, Vespasiano. Lo más fuerte que puedas. -Sí, señor. -Las órdenes por escrito te llegarán más tarde. Será mejor que te pongas en marcha. Quiero que partas antes de que rompa el día. Ahora vete.
Vespasiano saludó al general, se despidió de Sabino con un movimiento de cabeza y se abría camino entre el grupo de oficiales para volver a la línea de caballería cuando llegó Vitelio que subía a todo correr por la cuesta, jadeando.
– Señor ¡Señor! -Plautio se volvió hacia él, alarmado. -¿Qué pasa, tribuno? Vitelio se puso en posición de firmes, tomó un poco de aire y presentó su informe.
– La marea está subiendo, señor. Me enteré por nuestros exploradores que se encuentran ahí abajo junto al río.
El general Aulo Plautio se lo quedó mirando unos instantes.
– Bien, gracias, tribuno. Es muy interesante. Muy interesante, ya lo creo.
Entonces se dio la vuelta, para observar de nuevo las defensas enemigas y para ocultar la expresión de regocijo de su semblante.
CAPÍTULO VI
Las sombras se alargaban mientras Cato permanecía apoyado en el tronco de un árbol sin moverse, con su sencilla capa marrón colocada a modo de cojín protegiéndole de la áspera corteza. En la mano izquierda tenía el arco de caza que había sacado de los pertrechos y apuntaba con una pesada flecha colocada en la cuerda. Había descubierto un sinuoso sendero que se cruzaba con un camino lleno de baches y lo había seguido hasta llegar a un claro. La senda serpenteaba a través de los bajos helechos y se adentraba en los árboles que había al otro lado del claro. Más allá, el río refulgía al pasar entre hojas y ramas y brillaba con el reflejo de la luz del sol que se ponía. Como él era un muchacho de ciudad, antes de dirigirse hacia el bosque había tenido la sensatez de pedirle algún consejo a Pírax, un veterano acostumbrado desde hacía mucho tiempo a salir en busca de comida. Habían dejado aquella zona libre de enemigos y la rodeaban los campamentos de marcha del ejército de Plautio, por lo que el joven optio pensó que no corría peligro si salía a probar cómo se le daba la caza. Con un poco de suerte, los hombres de la sexta centuria no tendrían que cenar carne de cerdo en salazón aquella noche y entrarían en combate con una buena comida en el estómago.
Cuando a la sexta centuria le fue comunicada la noticia del inminente ataque, Macro había maldecido su suerte. Dados sus escasos efectivos, lo último que necesitaban eran unas peligrosas maniobras de flanqueo. Una vez de vuelta en su tienda, él y Cato hicieron los preparativos para el ataque de la mañana siguiente.
– Toma nota -le ordenó Macro a su optio-. Todos los soldados tienen que dejar aquí el equipo no esencial. Si tenemos que nadar no debemos llevar nada más que lo necesario. También necesitaremos algo de cuerda. Toma unos noventa metros de soga ligera de los pertrechos. Tendría que bastar para alcanzar la otra orilla en caso de que encontremos un vado.
Cato levantó los ojos de la tablilla encerada en la que anotaba las cosas.
– ¿Y qué pasa si no hay ningún vado? ¿Qué hará entonces el legado?
– Eso es lo mejor de todo -refunfuñó Macro-. Si no encontramos un vado antes del mediodía, la orden es cruzar el río a nado. Tendremos que quedarnos sólo con las túnicas puestas y llevar el-equipo al otro lado sobre vejigas infladas. Apunta que a cada uno de los soldados le proporcionen una.
Hizo una pausa al ver que Cato no respondía. -Lo siento, muchacho. Olvidé tu aversión al agua. Si resulta que tenemos que cruzar a nado, no te separes de mí y procuraré que llegues al otro lado sin ningún percance.
– Gracias, señor.
– Tú asegúrate de tomar unas malditas lecciones de natación en cuanto tengas oportunidad.
Cato asintió con la cabeza baja, avergonzado. Bueno, ¿por dónde íbamos? -Vejigas, señor.
– ¡Ah, sí! Esperemos que no nos hagan falta. Si no encontramos un vado no me gustaría enfrentarme a los britanos con sólo una túnica de lana entre ellos y mis partes.
Cato estuvo totalmente de acuerdo.
En aquellos momentos el sol ya se encontraba a poca altura sobre el horizonte occidental y cato volvió a mirar hacia el río, que parecía más ancho que nunca. Se estremeció ante la idea de tener que cruzarlo a nado; su técnica natatoria ni siquiera podía llamarse así.
La brillante luz del sol penetraba directamente entre los árboles y proyectaba por todo el claro un enredo de sombras con los bordes anaranjados. Un repentino y fugaz movimiento le llamó la atención a Cato. Sin mover el cuerpo, volvió la cabeza para seguirlo. Una liebre había saltado cautelosamente al camino desde un ortigal que se encontraba a menos de seis metros de donde estaba él. El animal se alzó sobre sus patas traseras y olisqueó el aire con prudencia. Con la cabeza y la parte superior del cuerpo rodeadas por el halo que provocaba el resplandor del sol distante, la liebre parecía un blanco tentador y Cato empezó a levantar lentamente el arco. Con ella no iban a comer todos los hombres de la centuria, pero serviría hasta que bajara por el camino algún otro animal de más tamaño.
Cato sujetó bien el arco y estaba a punto de soltar la cuerda cuando percibió otra presencia en-el claro. La liebre se dio la vuelta, salió disparada y se adentró de nuevo en la maleza.