De entre las sombras, un ciervo salió tranquilamente al claro y se dirigía hacia el otro lado, al punto donde el sendero penetraba en los árboles. Era un objetivo mucho más grande, incluso a veinte pasos de distancia, y, sin dudarlo, Cato apuntó teniendo en cuenta la caída y una tendencia a disparar alto y hacia la derecha. La cuerda zumbó, el ciervo se quedó inmóvil y un haz de oscuridad atravesó el aire y cayó en la parte trasera del cuello del animal con un fuerte ¡zas!
El animal se derrumbó, sacudiendo su largo cuello mientras la sangre salpicaba el sotobosque. Cato colocó rápidamente otra flecha en el arco y cruzó el claro a toda prisa. El ciervo, intuyendo el peligro y enloquecido por la afilada flecha que tenía profundamente clavada en el cuello, se levantó con gran dificultad y se fue dando saltos por el sendero que bajaba hasta el río. Haciendo caso omiso de la enmarañada vegetación que se extendía a ambos lados del camino, Cato persiguió a su presa cuesta abajo, quedándose atrás y volviéndola a alcanzar luego, cada vez que el ciervo tropezaba. El animal herido saltó precipitadamente a la orilla y se sumergió en el río. La superficie del agua, que fluía suavemente, estalló en multitud de gotitas que brillaban al atrapar la luz del sol de la tarde.
Cato lo seguía de cerca y se acercó al borde del río. Desde allí parecía mucho más ancho y peligroso que visto desde el claro de más arriba. El ciervo siguió adelante chapoteando y Cato levantó el arco, temiendo furioso que el animal pudiera aún escapar o ser arrastrado por la corriente.
El ciervo avanzó, luchando por mantenerse a flote, y en esos momentos ya se encontraba por lo menos a unos treinta pasos. La segunda flecha le dio justo en medio de la espalda y sus patas traseras se aflojaron, insensibles. Cato dejó el arco en la orilla del río y se metió en el agua. El lecho del río era firme, cubierto de guijarros y tenía menos de treinta centímetros de profundidad. El agua salpicaba a su alrededor mientras se dirigía hacia el ciervo con la daga desenvainada. La segunda flecha le había roto la columna vertebral al ciervo, que se retorcía aterrorizado, tratando desesperadamente de hacer uso de sus patas delanteras y seguir adelante a rastras y manchando el agua con su sangre.
Cato se detuvo, receloso de las pezuñas que se agitaban, y dio la vuelta para situarse delante del animal. Cuando la sombra de Cato cayó sobre la cara del ciervo, éste se quedó paralizado de terror y, aprovechando la oportunidad, Cato clavó la daga en su cuello y se lo cortó de cuajo. Fue un final compasivamente rápido y, tras un último y breve forcejeo, el ciervo quedó inmóvil, con la. mirada de sus ojos sin vida clavada en el vacío. Cato temblaba, por una parte a causa de la energía nerviosa que había liberado durante la desesperada persecución y muerte y, por otra, debido a una extraña sensación de desagrado y vergüenza por haber degollado al animal. Matar a un hombre era distinto. Totalmente distinto. Aunque, ¿por qué tendría que ser peor? Entonces Cato se dio cuenta de que nunca había -matado a un animal como éste. Sí, les había retorcido el pescuezo a algunos pollos, pero aquello le producía desasosiego y la sangre que se arremolinaba a su alrededor lo marcaba. Volvió a bajar la mirada. Luego la dirigió hacia la orilla del río por la que había bajado corriendo. Después volvió sus
Ojos hacia la otra orilla.
– Me pregunto… Cato se giró de espaldas al ciervo y se dirigió hacia la otra orilla, donde los árboles se veían absolutamente negros contra un cielo de un intenso color naranja. Entrecerró los ojos y trató de distinguir la profundidad del agua que tenía delante. Estaba demasiado oscuro y, a tientas, se abrió paso por el agua nerviosamente, asegurando cada paso que daba. La profundidad del río aumentaba gradualmente y la corriente se aceleraba pero, cuando estuvo situado en medio de su curso, el agua sólo le llegaba a la altura de la cadera. A partir de allí la profundidad disminuía de nuevo y pronto estuvo de pie en la otra orilla del río mirando de nuevo hacia el margen ocupado por las legiones.
Se agachó entre las sombras y esperó hasta que el sol se puso del todo y las estrellas salpicaron el cielo de primera hora de la noche, pero no había ni rastro de nadie. No había soldados de guardia, no había patrullas, sólo el sonido de las palomas torcaces y los suaves chasquidos causados por las criaturas de los bosques que se movían a su' alrededor en la oscuridad. Cuando se convenció de que estaba completamente solo, Cato regresó al río, se adentró en el agua hacia el cuerpo del ciervo y lo arrastró hasta el lugar donde había dejado el arco de caza.
El optio sonrió contento. Los hombres de la sexta centuria iban a comer bien aquella noche, y al día siguiente el resto de la legión tendría algo más que agradecerle.
CAPÍTULO VII
– ¿Estás seguro de que es aquí, Optio?
– Sí, señor. -Vespasiano dirigió la mirada hacia el otro lado del río. Aún no había despuntado el día y el perfil de los árboles apenas se distinguía del cielo nocturno. La orilla del río era invisible y el único sonido que llegaba desde el otro extremo del agua era el ululato de un búho. Por detrás del legado el sendero estaba ocupado por una silenciosa aglomeración de legionarios, tensos y alerta frente a cualquier señal de peligro. Las marchas nocturnas eran la pesadilla de la vida militar: uno no tenía ni idea de cuánto había avanzado, había frecuentes altos cuando las columnas se aglomeraban o simplemente topaban unas con otras y siempre acechaba el miedo a una emboscada. Coordinarlas también era una pesadilla, motivo por el cual rara vez los comandantes del ejército realizaban movimientos de tropas entre el atardecer y el amanecer. Pero el plan de ataque elaborado por Plautio y sus oficiales de Estado Mayor requería que la segunda legión cruzara el río y estuviera en posición lo más rápidamente posible y, preferentemente, al amparo de la oscuridad.
Vespasiano no se había acabado de creer su buena suerte cuando le dieron la noticia del descubrimiento de un vado a menos de tres kilómetros del campamento de marcha de la legión. Era tan oportuno que resultaba sospechoso, por lo que había interrogado a fondo al optio. Por lo que sabía sobre las habilidades del muchacho gracias a experiencias anteriores, Cato era inteligente y cauto (dos cualidades que el legado admiraba especialmente) y se podía confiar en que informara con exactitud. No obstante, si el optio había descubierto la existencia del vado con tanta facilidad, sin duda los britanos también conocían su existencia. Bien podía tratarse de una trampa. Se dio cuenta de que habría poco tiempo para comprobar esa hipótesis cuando miró atrás, por encima de su hombro, hacia donde la oscuridad se disipaba frente al horizonte. Había que mandar de inmediato un destacamento de exploradores al otro lado. Si, después de todo, los britanos estaban vigilando el vado, la legión se vería obligada a seguir avanzando río arriba en busca de otro. Pero cuanto más tardaran en cruzar, menos oportunidades tendría el general de coordinar los tres ataques contra las fortificaciones britanas.
– ¡Centurión! -¡Sí, señor! -respondió bruscamente Macro desde allí cerca.
Cruza el río con tus hombres y reconoced la zona en unos ochocientos metros en ambas direcciones al otro extremo del vado. Si no os tropezáis con el enemigo y quedáis convencidos de que podemos cruzar sin ser vistos, envíame un mensajero. Mejor que sea Cato.
– Sí, señor. -Si tienes cualquier duda sobre la situación, os volvéis a replegar cruzando el río. ¿Entendido?
– Sí, señor. -Y hacedlo rápidamente. No nos quedan muchas horas de oscuridad para ocultarnos.
Mientras la sexta centuria desfilaba sendero abajo y se adentraba en el río, Vespasiano hizo correr la voz por la columna para que los hombres se sentaran a descansar. Iban a necesitar todas sus fuerzas para el día que tenían por delante. Volviéndose hacia el río, observó aquel desordenado cúmulo negro que lo vadeaba y que parecía causar un barullo inhumano mientras chapoteaba por la suave corriente. La tensión sólo disminuyó cuando Macro y sus hombres llegaron a la otra orilla y el rumor se fue apagando.
Una vez los soldados se hubieron reunido en el margen del río, Macro dio las órdenes en voz queda. Los dividió en secciones y a cada una de ellas se le asignó un eje de avance. Luego, sección a sección, los hombres se adentraron con mucho cuidado entre los árboles.
– Cato, tú vas conmigo -susurró Macro-. Vamos. Con una última mirada hacia la otra orilla del río, oscura y silenciosa contra el horizonte que se volvía gris, Cato se dio la vuelta y entró en el bosque con mucha cautela. Al principio, el paso de las otras secciones era claramente audible: el crujir de las ramitas, el susurro de la maleza y los enganchones del equipo. Pero los sonidos se fueron apagando gradualmente al tiempo que los hombres se iban familiarizando con el desacostumbrado movimiento y las secciones se alejaban unas de otras. Cato hacía cuanto podía para seguirle el ritmo a su centurión sin dar un traspiés o hacer demasiado ruido. Descontaba cada paso de los ochocientos metros que Vespasiano había ordenado. El bosque parecía no terminar nunca y ascendía en una suave pendiente. El traicionero sotobosque dio paso bruscamente a un terreno mucho más firme y los árboles se abrieron formando un claro. Macro se detuvo y se agachó, forzando la vista para distinguir lo que les rodeaba.
Con la débil luz que atravesaba las copas de los árboles, Cato pudo ver tenues detalles de la añosa arboleda en la que se encontraban. El bosquecillo estaba rodeado por arcaicos robles retorcidos sobre los -cuales había clavados cientos de cráneos; se hallaban completamente cercados por cuencas de ojos vacías y las sonrisas de oreja a oreja de las calaveras. En el centro del claro había un burdo altar construido con unas monumentales losas de piedra por cuyos lados corrían unas manchas oscuras. Una atmósfera sombría envolvía la arboleda con sus volutas y ambos hombres se estremecieron, y no sólo por el frescor del aire.
¡Mierda! -susurró Macro-. ¿Qué diablos es este lugar? -No lo sé… -respondió Cato en voz baja. En la arboleda parecía reinar un silencio casi sobrenatural, hasta las primeras notas del amanecer semejaban estar apagadas de algún modo. A pesar de su adhesión a una visión racional del mundo, Cato no pudo evitar tener miedo ante la opresiva atmósfera del bosquecillo. Sintió el impulso de salir de ese espantoso escenario lo antes posible. Aquél no era un lugar para Romanos, ni para ningún hombre civilizado-. Debe de estar relacionado con alguno de sus cultos. Los druidas o algo así.
– ¡Druidas! -El tono de Macro reveló su gran inquietud-. Será mejor que salgamos de aquí, rápido.
– si, señor. Sin apartarse de los márgenes del claro, Macro y Cato pasaron sigilosamente por delante de aquellos árboles con sus espeluznantes trofeos y siguieron adelante a través del bosque. una palpable oleada de alivio los inundó cuando dejaron atrás la arboleda. Desde la primera vez que los romanos se habían topado con los druidas, las oscuras historias sobre su pavorosa magia y rituales sangrientos habían sido transmitidas de generación en generación. Tanto Macro como Cato sentían Una gélida tensión que les erizaba los pelos de la nuca mientras andaban con cuidado entre las sombras. Durante un rato avanzaron en silencio a través de la maleza hasta que, al final, Cato estuvo seguro de percibir unos tonos más claros entre los árboles que tenían delante.
– ¡Señor! -susurró. -Sí, ya lo he visto. Debemos de encontrarnos cerca del otro extremo del bosque.
Con más cautela que nunca, siguieron avanzando con cuidado hasta que la espesura se fue dispersando y tan sólo quedaron unos atrofiados árboles jóvenes. Se encontraban en lo más alto de la cresta que se extendía por detrás del río y tenían una clara vista por encima de la otra ladera y a lo largo de la misma cresta en la dirección de las fortificaciones britanas que vigilaban el vado. El humo de los campamentos de ambos ejércitos embadurnaba la atmósfera. Hacia el este, el cielo estaba teñido de rosa y se distinguía una suave neblina abajo, en dirección al río. El terreno del oeste todavía se encontraba envuelto en lúgubres sombras. No había ninguna señal de movimiento y Macro le hizo señas a su optio para que regresara con él a los árboles.
– Vuelve a donde está el legado y dile que está todo despejado, la legión puede empezar a cruzar. Me quedaré un rato más por aquí para asegurarme.
– Sí, señor. -Será mejor que le expliques cómo se ve el terreno desde aquí arriba. No podremos acercarnos a lo largo de la cima de la cresta, nos verían a más de un kilómetro y medio de distancia. Tendremos que seguir el margen del río hasta estar cerca de los britanos y entonces dirigirnos a la cresta.
¿Lo has entendido todo? ¡Ahora vete.
Cato volvió a bajar por la cuesta más rápidamente de lo que la había subido ahora que la luz se intensificaba y revelaba todas las raíces y zarzas traicioneras. Aunque se mantuvo a bastante distancia de la arboleda, llegó a la orilla del río mucho antes de lo que había previsto. Por un momento se dejó llevar por el pánico cuando no vio señales del resto de la legión en la otra orilla. Entonces le llamó la atención un leve movimiento río arriba y allí estaba el legado agitando un brazo entre los árboles. Instantes después Cato exponía su informe.
– ¿Marchar siguiendo el margen del río? -Vespasiano lo reflexionó con recelo al tiempo que examinaba la otra orilla-.
Eso nos va a retrasar.
– No puede evitarse, señor. La cresta está demasiado expuesta y el bosque es demasiado espeso.
– Muy bien. Vuelve con tu centurión y dile que vaya explorando la zona por delante del contingente principal. Evitad todo contacto e infórmenme de cualquier cosa que veáis.
– Sí, señor. Mientras la columna empezaba a atravesar el vado en fila los grupos de reconocimiento de la sexta centuria se reagruparon alrededor de Macro en la otra orilla. En cuanto Cato hubo transmitido las órdenes del legado, Macro formó a sus hombres en grupos y mandó al optio en cabeza con la primera sección.,,,,,Cato era muy consciente de la responsabilidad que recaía sobre él. En esos momentos era los ojos y oídos de la segunda legión. De él dependía el éxito del plan del general y la seguridad de "sus compañeros. Si el enemigo descubría que se aproximaba la segunda, dispondría de un amplio margen de tiempo para preparar un recibimiento a sus atacantes. o lo que era aún peor, podría tener tiempo para organizar un contraataque. Mientras pensaba en estas posibilidades, el joven optio avanzó con sigilo a lo largo de la orilla, forzando sus sentidos al triple. El tranquilo río se deslizaba bajo la pálida atmósfera mientras el sol ascendía por encima de los árboles e inundaba de luz y calor aquella mañana de verano. Continuó así 'durante gran parte de una hora, en tanto que Cato avanzaba,,Con cautela hasta llegar a un lugar donde el margen del río había cedido y muchos años atrás un enorme roble había caído al agua. Ahora estaba tumbado sobre el accidentado suelo de la orilla, con las enmarañadas ramas muertas meciéndose al paso de la corriente. Una masa de raíces arrancadas de la tierra proporcionaba un armazón en el que se aferraban nuevos brotes de vegetación.
Un súbito ruido de algo que caía en el agua hizo que se quedara paralizado y que los hombres del grupo de reconocimiento intercambiaran unas miradas ansiosas antes de que Cato divisara al martín pescador anidando en una rama que colgaba por encima de unas ondulaciones que se expandían por la superficie del agua. Casi se rió ante la repentina descarga de tensión antes de ver, a no más de quince metros de distancia, a un caballo que estaba en la orilla del río. El elegante cuello descendió y la bestia empezó a beber. Un juego de riendas tenían amarrado al animal al tocón de un árbol. Del jinete no había ni rastro.