– De Damascus -explicó él, muy satisfecho-. Mi esposa y yo acabamos de comprar una antigua granja. Vimos ese conjunto de muebles de comedor hace unas pocas semanas. Mi esposa no ha parado de hablar de él. Quiero sorprenderla.
– Estoy segura de que estará encantada.
Vanessa observó cómo su madre aceptaba la tarjeta de crédito del cliente y completaba rápidamente la transacción.
– Tiene usted una tienda magnífica, señora Sexton -comentó el hombre-. Si estuviera en un lugar algo más grande, tendría que deshacerse de los clientes.
– Me gusta estar aquí -replicó ella mientras le entregaba el recibo-. He vivido aquí toda mi vida.
– Es un pueblo muy bonito. Le aseguro que, después de que tengamos la primera cena con nuestros amigos, tendrá más clientes.
– Y yo le garantizo que no me desharé de ellos -dijo Loretta con una sonrisa-. ¿Necesitará ayuda el sábado cuando venga a recoger los muebles?
– No. Vendré acompañado de algunos amigos. Muchas gracias, señora Sexton.
– Espero que disfrute de los muebles.
– Lo haremos -prometió Peterson. Entonces, se volvió para sonreír a Vanessa-. Me alegro de haberla conocido. Tiene usted una madre fantástica.
– Gracias.
– Bueno, me marcho -dijo el hombre, a modo de despedida. Entonces, se detuvo bruscamente en la puerta. Vanessa Sexton -susurró. A continuación, se dio la vuelta-. La pianista. Que me aspen. Vi su concierto en Washington la semana pasada. Estuvo usted magnífica.
– Me alegro de que le gustara.
– En realidad, no esperaba hacerlo -admitió Peterson-. Es a mi mujer a la que la vuelve loca la música clásica. Yo me imaginé que me quedaría dormido un rato, pero usted me mantuvo despierto.
– Me lo tomaré como un cumplido -comentó Vanessa, riéndose.
– Se lo digo en serio. Yo no distingo a un compositor de otro, pero me quedé… Supongo que me quedé embelesado. Mi esposa se morirá de envidia cuando le diga que la he conocido personalmente a usted -añadió. Entonces, sacó una agenda de piel-. ¿Me daría un autógrafo para ella? Se llama Melissa.
– Encantada.
– ¿Quién habría esperado encontrar a alguien como usted en un lugar como éste? -comentó Peterson mientras Vanessa le devolvía su agenda.
– Crecí aquí.
– En ese caso, le garantizo, señora Sexton, que mi esposa regresará. Gracias de nuevo.
– De nada. Conduzca con cuidado -dijo Loretta. Cuando las campanillas anunciaron la salida de Peterson, sonrió-. Es algo sorprendente observar a tu propia hija firmando un autógrafo.
– Es el primero que he firmado en el lugar en el que nací. Es una tienda preciosa. Debes de haber trabajado mucho.
– Me gusta. Siento no haber estado en casa esta mañana. Me traían un pedido muy temprano.
– No importa.
– ¿Te gustaría ver el resto de la tienda?
– Sí, me encantaría.
Loretta la acompañó hasta la parte trasera de la tienda.
– Estos son los muebles que acaba de comprar tu admirador. La mesa es de tres piezas y pueden sentarse doce comensales con comodidad. Las sillas tienen un trabajo precioso en la madera. El mueble de bufé y el aparador también van incluidos.
– Son preciosos.
– Los compré en una subasta hace unos meses. Llevaban en una misma familia cientos de años. Es muy triste… Por eso me alegra tanto poder venderle algo como esto a personas que van a cuidar de ello.
A continuación, Loretta se dirigió a un aparador de cristal y abrió la puerta.
– Encontré esta copa de cobalto en un mercadillo, escondida en una caja. Esa salsera la compré en una subasta, pero pagué demasiado. No me pude resistir. Los saleros son franceses y tendré que esperar a que venga un coleccionista para que me los quite de las manos.
– ¿Cómo sabes todo eso?
– Aprendí mucho trabajando aquí antes de comprarlo. También leyendo y visitando tiendas y subastas de antigüedades -comentó mientras cerraba la puerta del aparador-.Y también a través de los fallos. He cometido algunos errores que me han costado mucho dinero, pero también he conseguido pescar verdaderas gangas.
– Tienes muchos objetos preciosos. ¡Oh, mira esto! -exclamó Vanessa. Casi con reverencia, tomó un joyero de porcelana de Limoges-. Es precioso.
– Siempre hago todo lo posible por tener algunas piezas de porcelana de Limoges, tanto si son antigüedades como piezas nuevas.
– Yo también tengo una pequeña colección. Resulta difícil viajar con algo tan frágil, pero siempre consiguen que las suites de un hotel se parezcan más a casa.
– Me gustaría que te la quedaras.
– No, no puedo aceptarla.
– Por favor -insistió Loretta antes de que Vanessa pudiera volver a dejarla en su sitio-. No he podido regalarte nada en muchos cumpleaños. Me gustaría mucho que la aceptaras.
Vanessa miró atentamente a su madre. Al menos, tenían que superar el primer obstáculo.
– Gracias. Te aseguro que la atesoraré.
– Te daré una caja. ¡Oh! La puerta vuelve a sonar. Tengo muchas personas que vienen a mirar los días de diario por la mañana. Puedes echar un vistazo a la planta de arriba si quieres.
– No, te esperaré.
Loretta la miró encantada antes de ir a recibir a su cliente. Cuando Vanessa oyó la voz del doctor Tucker dudó. Entonces, fue a saludarlo también.
– ¡Vaya, Van! ¿Has venido a ver cómo trabaja tu madre?
– Sí.
Tenía el brazo alrededor de los hombros de Loretta. Esta se había ruborizado profundamente. Vanessa comprendió que acababa de besarla.
– Es un lugar maravilloso -añadió, tratando de mantener a raya sus sentimientos.
– Así se mantiene alejada de las calles. Por supuesto, yo también me voy a ocupar de eso a partir de ahora.
– ¡Ham!
– No me digas que aún no se lo has dicho a tu hija -comentó Tucker, con impaciencia-. Dios Santo, Loretta, has tenido toda la mañana.
– ¿Decirme qué?
– He tardado dos años en convencerla, pero finalmente me ha dicho que sí -contestó Ham.
– ¿Sí? -repitió Vanessa.
– No me irás a decir que eres tan lenta de entendederas como tu madre, ¿verdad? -bromeó. Entonces, besó a Loretta en la cabeza y sonrió como un muchacho-. Nos vamos a casar.
– Oh -repuso Vanessa, sin emoción alguna-. Oh.
– ¿Es eso lo único que se te ocurre? -preguntó Tucker-. ¿Por qué no nos das la enhorabuena y me das un beso?
– Enhorabuena -dijo ella, mecánicamente. Entonces, se acercó para darle un beso muy frío en la mejilla.
– He dicho un beso -protestó Tucker. La agarró con el brazo y la apretó con fuerza. Vanessa tuvo que abrazarlo también.
– Espero que seáis muy felices -consiguió decir. En aquel momento, descubrió que lo decía en serio.
– Claro que lo seremos. Además, yo me llevo dos bellezas por el precio de una.
– Menuda ganga -comentó Vanessa, con una sonrisa-. ¿Y cuándo es el gran día?
– Tan pronto como pueda convencerla -dijo Tucker. No se le había pasado por alto que madre e hija no habían intercambiado ni una palabra ni un abrazo-. Esta noche, Joanie nos invita a cenar a todos para celebrarlo.
– Allí estaré.
Cuando Vanessa dio un paso atrás, Tucker esbozó una picara sonrisa.
– Después de la clase de piano.
– Veo que las noticias viajan muy rápido -comentó Vanessa, atónita.
– ¿La clase de piano? -preguntó Loretta.
– Annie Crampton, la sobrina nieta de Violet Driscoll -dijo Tucker soltando una carcajada al ver el rostro de disgusto de Vanessa-. Violet ha contratado a Vanessa esta mañana.
– ¿Y a qué hora es esa clase? -quiso saber Loretta con una sonrisa.
– A las cuatro. Esa mujer que hizo sentirme como si estuviera de nuevo en el colegio.
– Yo puedo hablar con la madre de Annie si quieres -ofreció Loretta.
– No, no importa. Sólo es una hora a la semana mientras yo esté aquí, pero es mejor que regrese a casa -comentó. Aquel no era el momento para preguntas sobre el pasado-. Tengo que preparar lo que voy a hacer. Gracias por el joyero.
– No te lo he envuelto.
– No importa. Lo veré en casa de Joanie, doctor Tucker.
– Tal vez, ahora que somos familia, me podrías llamar Ham.
– Sí, claro, supongo que sí. Eres una mujer muy afortunada -le dijo a su madre. Le costó menos trabajo del que había imaginado poder darle un beso.
– Lo sé -susurró Loretta, muy emocionada.
Cuando las campanillas anunciaron la partida de Vanessa, Ham se sacó un pañuelo.
– Lo siento -musitó Loretta mientras se sonaba la nariz.
– Tienes derecho a derramar unas cuantas lágrimas. Ya te dije que cambiaría de opinión.
– Tiene todas las razones del mundo para odiarme.
– Eres muy severa contigo misma, Loretta. No voy a consentirlo.
– Te aseguro, Ham, que daría cualquier cosa por volver a tener otra oportunidad con ella.
– Lo único que necesitas es tiempo -afirmó Ham. Entonces, le levantó la barbilla y la besó-. Dale tiempo.
Vanessa escuchó pacientemente la monotonía con la que Annie apretaba las teclas para tocar una sencilla cancioncilla infantil. Tal vez fuera muy hábil con las manos, pero, hasta aquel momento, Vanessa no había visto que les diera buen uso.
Annie era una niña muy delgada, de cabello rubio, actitud algo hosca y rodillas huesudas. Sin embargo, tenía las palmas de la mano anchas para ser una niña de doce años. Sus dedos no eran muy elegantes, pero eran tan robustos como pequeños arbustos.
«Tiene potencial», pensó Vanessa, mientras sonreía para darle ánimos. Estaba segura de que la niña tenía potencial por algún lado.
– ¿Cuántas horas a la semana practicas, Annie? -preguntó Vanessa cuando la niña terminó por fin.
– No sé.
– ¿Haces ejercicios de dedos todos los días?
– No sé.
Vanessa apretó los dientes. Había aprendido que Annie contestaba así a todas sus preguntas.
– Llevas un año dando clases.
– No…
– ¿Por qué no hacemos que eso sea más fácil? -le preguntó Vanessa impidiéndola así que le respondiera del modo habitual-. ¿Qué es lo que sabes?
Annie se limitó a encogerse de hombros. Vanessa se rindió por fin. Decidió sentarse sobre el taburete del piano al lado de la niña.
– Annie, quiero que seas sincera conmigo. ¿Quieres dar clases de piano?
– Supongo que sí.
– ¿Quieres porque tu madre quiere que aprendas a tocar el piano?
– Yo le pregunté si podía aprender. Pensé que me gustaría…
– Pero no te gusta.
– Más o menos. A veces, pero sólo consigo tocar canciones de bebés.
– Mmm -susurró Vanessa. Comprendía perfectamente lo que quería decir la pequeña-. ¿Qué te gustaría tocar?
– Canciones como las de Madonna. Ya sabes, canciones buenas, como las que se escuchan en la radio. Mi otro profesor decía que eso no es música de verdad -dijo la niña, mirando a Vanessa de reojo.
– Toda la música es música de verdad. Podríamos hacer un trato.
– ¿Qué clase de trato? -preguntó Annie, con la voz llena de sospecha.
– Si tú practicas una hora al día los ejercicios para los dedos y la lección que yo te dé, te compraré partituras de Madonna. Y te enseñaré a tocarlas.
Annie se quedó boquiabierta.
– ¿De verdad?
– De verdad, pero sólo si tú practicas todos los días para que, cuando vengas la próxima semana, yo vea alguna mejora.
– ¡Prometido! -exclamó la niña, sonriendo por primera vez en casi una hora-. Verás cuando se lo diga a Mary Ellen. Es mi mejor amiga.
– Pues te quedan quince minutos antes de que se lo puedas decir -dijo Vanessa. Se puso de pie muy satisfecha consigo misma-. Ahora, ¿por qué no vuelves a tocar esa canción?
La niña torció el gesto por la concentración y empezó a tocar. Mientras tanto, Vanessa pensaba que, con una pequeña recompensa, se podía llegar muy lejos.
Una hora más tarde, aún estaba congratulándose. Parecía que, después de todo, darle clases a la niña podría ser divertido. Así podía disfrutar también de la música popular, que tanto le gustaba.
Más tarde, en su dormitorio, Vanessa acarició con el dedo el joyero de Limoges que su madre le había regalado. La situación estaba cambiando mucho más rápido de lo que había esperado. Su madre no era la mujer que había esperado encontrar. Era mucho más humana. Aquella casa seguía siendo su hogar y sus amigos eran aún sus amigos.
Y Brady seguía siendo Brady.
Quería estar con él, dejar que su nombre estuviera vinculado al de él como lo había estado en el pasado. Con dieciséis años se había mostrado muy segura. En aquellos momentos, a pesar de que era toda una mujer, tenía miedo de cometer un error, de sufrir, de perder.
Comprendía que la gente no podía retomar el pasado por donde lo habían dejado. Ella no podía volver a empezar cuando aún tenía que resolver el pasado.
Se tomó su tiempo para vestirse para la cena familiar. Iba a ser una ocasión festiva, por lo que estaba decidida a formar parte de ella. Se puso un vestido azul muy sencillo, que llevaba unas cuentas multicolores sobre un hombro. Se dejó el cabello suelto y se colocó unos pendientes de zafiros.
Antes de cerrar el joyero, sacó un anillo con una pequeña esmeralda. Incapaz de resistirse, se lo puso también. Aún le servía. Sonrió al vérselo en el dedo. Entonces, sacudió la cabeza y se lo quitó. Aquélla era la clase de sentimiento que tenía que aprender a evitar, en particular si tenía que pasar aquella velada en compañía de Brady.
Iban a ser amigos. Sólo amigos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había podido abandonar al lujo de la amistad. Si se sentía aún atraída hacia él… Bueno, aquello añadiría tan sólo una pequeña excitación a sus encuentros. No podía arriesgar su corazón. Ni el de él.
Se apretó una mano contra el estómago maldiciendo la incomodidad que sentía. Sacó del cajón una caja nueva de antiácidos y se tomó uno. Por muy festiva que fuera a ser la noche, resultaría algo estresante.
Tras comprobar el reloj, salió del dormitorio y bajó la escalera. Vanessa Sexton nunca llegaba tarde a una actuación.
– Vaya, vaya -dijo Brady desde el vestíbulo-. Sigues siendo la sexy Vanessa Sexton.
«Justo lo que necesitaba», pensó ella. Los músculos del estómago se le tensaron un poco más. ¿Por qué tenía que estar tan guapo? Miró la puerta abierta y luego lo observó a él.
– Llevas puesto un traje.
– Eso parece -comentó él.
– Nunca te había visto con traje. ¿Por qué no estás ya en casa de Joanie?
– Porque voy a llevarte allí.
– Es una tontería. Yo tengo mi propio…
– Cállate -le ordenó él. Entonces, la agarró por los hombros y le dio un beso-. Cada vez que te beso sabes mejor.
– Mira, Brady -repuso ella, cuando consiguió que su corazón se tranquilizara-, creo que vamos a tener que establecer unas reglas básicas…
– Odio las reglas…
Volvió a besarla. Aquella vez se tomó un poco más de tiempo.
– Me va a encantar estar emparentado contigo -comentó, con una sonrisa-. Hermanita…
– Pues no te estás comportando como un hermano.
– Ya empezaré a darte órdenes más tarde. ¿Qué te parece lo de la boda?
– Siempre he apreciado mucho a tu padre.
– ¿Y?
– Y espero que no sea tan dura de corazón como para negarle a mi madre la felicidad de la que puede disfrutar a su lado.
– Con eso vale por el momento -afirmó él. Entonces, entornó los ojos cuando vio que ella se frotaba las sienes-. ¿Te duele la cabeza?
– Un poco.
– ¿Te has tomado algo?
– No, ya se me pasará. ¿Nos vamos?
– De acuerdo -contestó Brady. La tomó de la mano para acompañarla al exterior-. Estaba pensando… ¿por que no vamos al Molly's Hole como solíamos hacer entonces?
– Veo que sigues pensando en lo mismo -comentó ella, riendo.
– ¿Es eso un sí?
– Es un «lo pensaré».
– Tonta -bromeó él mientras le abría la puerta del coche.
Diez minutos más tarde, Joanie salía por la puerta principal de su casa para darles la bienvenida.