– ¿Cómo puede ser que tengas tan buen aspecto?
Vanessa pensó que se podría haber dicho lo mismo sobre él. Tal y como había afirmado, había engordado un poco. Su torso desnudo parecía firme como una roca y mostraba unos hombros esbeltos pero muy musculados. Como los nervios se le estaban exaltando un poco, decidió concentrarse exclusivamente en el rostro. ¿Por qué parecía mucho más atractivo sin afeitar y con el cabello revuelto?
– He utilizado tu ducha. Espero que no te importe -dijo, con una sonrisa-. Te agradezco mucho que me "ayas dejado dormir aquí esta noche, Brady. De verdad. ¿Podría compensarte preparándote una taza de café?
– ¿Cómo de rápido me la puedes preparar?
– Más que el servicio de habitaciones -respondió ella. Se fue directamente a la cocina, donde encontró un recipiente de cristal y un filtro de plástico-. No obstante, creo que esto está un poco por encima de mí.
– Calienta un poco de agua en el hervidor. Yo te indicaré lo que tienes que hacer.
Rápidamente, Vanessa abrió el grifo.
– Siento mucho todo esto -dijo-. Sé que anoche impuse mi presencia y que tú te comportaste…
Se detuvo al ver que Brady se había levantado y que se estaba abrochando los vaqueros a la cintura. La boca se le quedó seca.
– Como un estúpido -dijo Brady, terminando así la frase por ella, mientras se subía la cremallera-. Como un loco.
– No, fuiste muy comprensivo -consiguió decir ella.
– No lo menciones más -comentó Brady. Se dirigía hacia la cocina, hacia ella-. He tenido una noche entera para lamentarlo.
Vanessa levantó una mano para llevarla a la mejilla de Brady, pero la retiró rápidamente cuando vio cómo se le oscurecían los ojos.
– Deberías haberme dicho que me fuera a casa. Fue una tontería por mi parte no hacerlo. Estoy segura de que mi madre está muy preocupada.
– La llamé cuando te fuiste al dormitorio.
– Eres mucho más amable que yo -susurró Vanessa, mirando al suelo.
Brady no quería su gratitud ni su arrepentimiento. Sin poder evitar sentirse enojado, le dio un filtro de papel.
– Coloca esto en el cono de plástico y ponlo todo sobre la cafetera de cristal. Seis cucharadas de café en el filtro. A continuación, vierte por encima el agua hirviendo. ¿Entendido?
– Sí.
– Estupendo. Volveré dentro de un momento.
Mientras Brady subía las escaleras, ella siguió con los preparativos del café. Le encantaba su rico aroma y deseó no haber tenido que dejar de beberlo. La cafeína ya no parecía sentarle bien.
Estaba aún terminando de preparar el café cuando Brady volvió a bajar. Tenía el cabello mojado y a su alrededor flotaba el suave aroma del jabón. Le sonrió.
– Creo que ésa ha sido la ducha más rápida de la historia.
– Aprendí a darme prisa cuando trabajaba en el hospital -respondió. Desgraciadamente para él, también podía oler el aroma del champú en el cabello de Vanessa-. Voy a dar de comer a Kong -añadió bruscamente. Entonces, se marchó.
Cuando regresó, vio que Vanessa estaba mirando el café, que casi había terminado de pasar por el filtro.
– Recuerdo que teníais una de estas cafeteras en casa de tus padres.
– Mi madre siempre hacía café. El mejor.
– Brady, aún no te he dicho lo mucho que lo siento, ¿e lo unido que estabas a tu madre.
– Ella nunca dejó de apoyarme. Probablemente debería haberlo hecho en más de una ocasión, pero nunca lo hizo -afirmó mirando fijamente los ojos de Vanessa-. Supongo que las madres no lo hacen nunca.
Aquellas palabras hicieron que Vanessa se sintiera incómoda. Se dio la vuelta.
– Creo que ya está listo -dijo. Cuando vio que Brady sacaba dos tazas, negó con la cabeza-. No, yo no quiero. Gracias. Lo he dejado.
– Como médico, te diría que has hecho muy bien -comentó él mientras se servía una taza-. Como ser humano, tengo que preguntarte cómo logras funcionar durante el día.
– Sólo empiezo algo más lento -respondió ella, con una sonrisa-. Tengo que marcharme.
Brady se limitó a poner una mano sobre la encimera para bloquearle el paso. La miraba muy fijamente.
– No has dormido bien.
– Yo diría que somos dos.
– En ese caso, quiero que me hagas un favor.
– Si puedo…
– Vete a casa, métete en la cama y no te levantes hasta mediodía.
– Tal vez lo haga.
– Si esas ojeras no han desaparecido dentro de cuarenta y ocho horas, te mandaré a mi padre.
– Vuelves a hablar más de lo que debes.
– Sí -afirmó él. Dejó la taza de café y colocó la otra mano también sobre la encimera, de modo que la encajonó completamente-. Me parece recordar algún comentario que hiciste anoche al respecto.
– Estaba tratando de que te enfadaras -replicó ella. Como no podía apartarse, se mantuvo firme.
– Pues lo conseguiste -dijo. Se acercó un poco más, tanto que los muslos se rozaron.
– Brady, no tengo tiempo ni paciencia para esto. Tengo que marcharme.
– Muy bien. Despídete de mí con un beso.
– No quiero.
– Claro que quieres -susurró él. Le rozó suavemente la boca con la suya antes de que ella apartara el rostro-, pero tienes miedo.
– Nunca te he tenido miedo.
– No, pero has aprendido a tener miedo de ti misma.
– Eso es ridículo.
– Demuéstralo.
Furiosa, Vanessa acercó la boca a la de él, dispuesta a darle un beso breve y sin alma. Sin embargo, se le formó un nudo en la garganta casi inmediatamente. Brady no utilizó presión alguna, tan sólo la suave y dulce persuasión. Tenía los labios cálidos y la lengua trazó hábilmente la boca de Vanessa antes de introducirse en su interior para turbarla y tentarla.
Tras susurrar un silencioso murmullo, ella levantó las manos y las deslizó sobre el torso desnudo de Brady. La piel era suave y fresca…
El le mordisqueó suavemente los labios, inundándose de su sabor. Necesitó todo el control que pudo ejercer sobre sí mismo para no apartar las manos de la encimera. Sabía que si la tocaba una vez, ya no podría parar.
Lentamente, mientras aún le quedaba una brizna de fuerza de voluntad a la que aferrarse, se apartó de ella. -Quiero verte esta noche, Van.
– No sé… -susurró ella. La cabeza no dejaba de darle vueltas.
– Entonces, piénsalo. Llámame cuando te hayas decidido -dijo Brady, tras volver a tomar su taza.
De repente, la confusión de Vanessa se esfumó y se vio reemplazada por la ira.
– No pienso jugar ningún juego.
– Entonces, ¿qué diablos estás haciendo?
– Tan sólo estoy tratando de sobrevivir.
Agarró el bolso y salió de la casa para desaparecer en medio de la lluvia.
Capítulo V
Cuando aparcó el coche delante de la casa de su madre, Vanessa decidió que lo de irse a la cama era una idea estupenda. Tal vez si cerraba las contraventanas, ponía el volumen de la música muy bajo y se obligaba a relajarse, podría recuperar el sueño que había perdido la noche anterior. Cuando se sintiera más descansada, tendría una idea más clara de lo que decirle a su madre.
Se preguntó si unas cuantas horas de sueño podrían resolver también los sentimientos que tenía hacia Brady. Merecía la pena intentarlo.
Salió del coche. Cuando oyó que alguien la llamaba por su nombre, se dio la vuelta. La señora Driscoll se dirigía hacia ella muy lentamente, con el bolso Y el correo en una mano y un enorme paraguas en la otra.
– Señora Driscoll, me alegro mucho de verla.
– Ya me habían dicho que habías regresado -dijo la anciana, observándola atentamente-. Estás demasiado delgada.
Vanessa se echó a reír y se inclinó sobre ella para darle un beso en la mejilla. Como siempre, la antigua maestra olía a lavanda.
– Usted tiene muy buen aspecto.
– Ni que lo digas. Ese grosero de Brady me ha dicho que necesito bastón. Cree que es médico. Agárrame esto.
Con un brusco movimiento le dio a Vanessa el paraguas. Entonces, abrió el bolso y metió el correo dentro.
– Ya iba siendo hora de que regresaras a casa, Vanessa -le dijo cuando hubo terminado-. ¿Vas a quedarte?
– Bueno, no he…
– Ya iba siendo hora de que le prestaras un poco de atención a tu madre -la interrumpió la anciana, lo que dejó a Vanessa sin saber qué decir-. Te oí tocar cuando fui ayer al banco, pero no pude detenerme.
Vanessa se esforzó por aguantar el pesado paraguas y sus modales.
– ¿Le gustaría entrar a tomar una taza de té?
– Tengo mucho que hacer. Sigues tocando muy bien, Vanessa.
– Gracias.
Cuando la señora Driscoll volvió a tomar su paraguas, Vanessa pensó que su breve conversación había terminado. Tendría que haberse imaginado que no era sí.
– Tengo una sobrina nieta. Ha estado dando clases de piano en Hagerston, pero a su madre le cuesta mucho trabajo tener que llevarla hasta allí. Me imaginé que, ahora que estás aquí de nuevo, tú podrías hacerte cargo.
– Oh, pero yo…
– Lleva tomando lecciones casi un año, una hora a la semana. En Navidades nos tocó un villancico realmente bien.
– Me alegro mucho, pero, dado que ya tiene quien le dé clases, creo que es mejor que yo no me interponga.
– La niña vive enfrente de Lester. Podría venir andando a tu casa y, así, le daría a su madre un respiro. Lucy, que así se llama mi sobrina, que es la segunda hija de mi hermano pequeño, está esperando otro niño para el mes que viene. Esperamos que esta vez sea un niño, dado que ya tienen dos niñas. Parece que en nuestra familia sólo hay niñas.
– Ah…
– A ella le cuesta mucho tener que ir hasta Hagerston.
– Estoy segura, pero…
– Tienes una hora libre una vez a la semana, ¿verdad?
Completamente exasperada, Vanessa se pasó una mano por el cabello, que se le estaba empapando muy rápidamente.
– Supongo que sí, pero…
– ¿Qué te parece si empezáis hoy mismo? El autobús escolar la deja justo después de las tres y media. Puede estar en tu casa a las cuatro.
Vanessa se dijo que tenía que ser firme.
– Señora Driscoll, me encantaría ayudarla, pero yo nunca he dado clases.
– Pero sabes cómo tocar el piano, ¿verdad? -replicó la anciana.
– Bueno, sí, pero…
– En ese caso, estoy segura de que sabrás enseñarle a una niña a hacerlo, a menos que sea como Dory. Ésa es mi hija mayor. No pude enseñarle nunca a hacer ganchillo. Tiene las manos muy torpes. Sin embargo, Annie, mi sobrina nieta, es muy hábil. También es muy lista. No tendrás problema con ella.
– Estoy segura de que es muy lista, pero es que yo no…
– Te pagaré diez dólares por clase -le informó muy satisfecha la señora Driscoll mientras Vanessa trataba de encontrar alguna excusa-. A ti siempre se te dieron bien los estudios. Eras lista y te portabas bien. Nunca me diste problemas como Brady. Ese niño fue un diablo desde el principio, pero no pude evitar sentir una gran simpatía por él. Me encargaré de que Annie esté aquí a las cuatro.
Con eso, la anciana siguió andando, cobijada por su enorme paraguas. Vanessa se quedó con la sensación de haber sido atropellada por una vieja pero potente apisonadora.
¿Cómo había conseguido que le diera clases de piano a su sobrina nieta? Suponía que del mismo modo en el que la señora Driscoll siempre conseguía que ella se presentara «voluntaria» para limpiar la pizarra después de clase.
Se pasó una mano por el húmedo cabello y se dirigió a la casa. Estaba vacía y silenciosa, pero ella ya había descartado la idea de meterse en la cama. Si iba a tener que darle clase a una niña, era mejor que se preparara para ello. Al menos, así mantendría la mente ocupada.
Se dirigió a la sala de música, con la esperanza de que su madre hubiera guardado algunos de sus antiguos libros de música. Abrió un cajón del aparador, pero éste contenía unas partituras que le parecieron a Vanessa demasiado avanzadas. Sin embargo, sus propios dedos se morían de ganas por tocar aquellas notas.
Encontró lo que estaba buscando en el último cajón. Allí estaban todos sus libros desde el primer hasta el sexto nivel. La nostalgia se apoderó de ella y tuvo que sentarse en el suelo para hojearlos.
Recordaba muy bien los primeros días de clase, los ejercicios, las primeras sencillas melodías. Sentía la misma emoción que había experimentado cuando supo que era capaz de convertir las notas escritas en música.
Habían pasado más de veinte años desde aquel día. Entonces, su padre era su profesor y, aunque había sido muy duro con ella. Vanessa se había mostrado dispuesta a aprender. ¡Se había sentido tan orgullosa la primera vez que él le dijo que lo había hecho bien! Aquellas sencillas y escasas palabras de alabanza la habían empujado a esforzarse más aún.
Cuando rebuscó una vez más en el cajón para tratar de encontrar más libros para Annie, halló un grueso álbum. Sabía que su madre lo había empezado hacía anos. Con una sonrisa, abrió la primera página.
Había fotografías de ella al piano. Verse con trenzas y calcetines blancos hasta la rodilla la hizo sonreír. Examinó las fotos de su primer recital. Allí estaban también sus primeros certificados y diplomas, recortes de periódico de cuando ganó la primera competición regional y la primera nacional.
Entonces, le sorprendió que los recortes de periódico no terminaran ahí. Había un artículo de The Times, publicado un año después de que ella se hubiera marchado de Hyattown. Una fotografía suya en Fort Worth, después de haber ganado el Van Cliburn.
En realidad, había docenas, cientos de recortes, fotografías, artículos de revistas, incluso muchos que ni siquiera había visto. Parecía que todo lo que había salido publicado sobre ella estaba contenido en aquel álbum.
Recordó las cartas que su madre le había enviado, el álbum que tenía sobre las piernas… ¿Qué podía pensar? ¿Qué debía sentir? La madre que ella creía que la había olvidado por completo le había escrito religiosamente, a pesar de no recibir nunca respuesta, y había seguido todos los pasos de su carrera, aunque nunca había formado parte de ella. Además, le había abierto la puerta a su hija sin hacer ninguna pregunta.
Sin embargo, nada de aquello explicaba por qué Loretta la había dejado marchar sin oponer resistencia. No lograba explicar los años que habían pasado…
«No tuve elección».
Recordó las palabras de su madre. ¿Qué habría querido decir con ellas? No había duda de que su infidelidad había destruido su matrimonio. El padre de Vanessa jamás la había perdonado. ¿Por qué había cortado también la relación de madre e hija?
Tenía que saberlo. Se levantó sin preocuparse de recoger los libros que tenía extendidos por la alfombra. Lo averiguaría aquel mismo día.
La lluvia había cesado y unos débiles rayos de sol luchaban por abrirse camino entre las nubes. A pesar de que estaba tan sólo a unas pocas manzanas de distancia, tomó el coche para ir a la tienda de antigüedades de su madre. En otras circunstancias, habría preferido realizar el paseo, pero no quería interrupción alguna de amigos o conocidos.
Aparcó enfrente de la tienda. Cuando abrió la puerta, tintineó una campanilla.
– Es más o menos de 1860 -oyó que decía su madre-. Es uno de los mejores conjuntos de muebles que tengo. Hice que lo restaurara un hombre que trabaja mucho para mí. Ya ve el magnífico trabajo que ha hecho con estos tiradores. El acabado es como si fuera cristal.
Vanessa escuchó el intercambio que se estaba produciendo desde el otro lado de la tienda. Aunque la molestó el hecho de encontrar a su madre con un cuente, la tienda resultó ser una revelación para ella.
No era una tienda de antigüedades repleta de objetos y llena de polvo. Unos exquisitos aparadores mostraban porcelana, estatuillas, elaborados frascos de perfume y esbeltas copas. El cristal brillaba. A pesar de que no había ni un sólo centímetro sin utilizar, resultaba muy acogedor.
– Va a quedar usted muy satisfecho con esos muebles -decía su madre mientras regresaba con el cliente a la parte frontal de la tienda-. Si cuando llegue a casa descubre que no le va bien, estaré más que dispuesta a recomprárselo. ¡Oh, Vanessa! -exclamó al ver a su hija. Entonces, tras un segundo de azoramiento, se volvió al joven ejecutivo que la acompañaba-. Ésta es mi hija Vanessa. Te presento al señor Peterson. Es del condado de Montgomery.