El libro negro - Pamuk Orhan 14 стр.


Yo lo había creado a El con todos aquellos recuerdos y personajes también recordados. En la mirada del «ojo» que Él había lanzado sobre mí y que ahora se había convertido en la mía propia yacía el espíritu de un monstruo, de un collage compuesto por toda aquella multitud cuyos elementos había recordado y reconocido uno a uno. En el interior de esa mirac ahora veía toda mi vida y a mí mismo. Vivía feliz de ser observado por la mirada y de que gracias a ella podía poner orden en mi vida; vivía creyendo que imitándolo, intentando imitan un día me convertiría en El, o, al menos, que podría ser como Él. No, no vivía con esa esperanza, sino que lo hacía por la esperanza de ser otro, de ser Él. Que no piensen mis lectores que esta «experiencia metafísica» fue una especie de despertar ni un caso didáctico del tipo de «abrir los ojos a la verdad».

En el Pais de las Maravillas en el que entré mientras estaba apoyado en el muro de la mezquita, todo brillaba reluciente, limpio de culpa y pecado, de placer y castigo. En cierta ocasión tuve un sueño en el que la reluciente luna llena, colgada en el mismo cielo nocturno azul marino a lo largo de la misma calle y la misma perspectiva, se convertía lentamente en la brillante esfera de un reloj. El paisaje que veía era igual de claro, transparente y simétrico que el del sueño. Apetecía contemplarlo hasta hartarse y señalar una a una todas aquellas placenteras variedades tan evidentes para enumerarlas.

Y no es que no lo hiciera. Como si comentara la posición de las fichas de un juego de tres en raya en un tablero de mármol casi azul marino, me decía: «Ese yo que se apoya en el muro de la mezquita quiere ser Él». Ese hombre quiere llegar a ser ese Él al que envidia. Y Él aparenta ignorar que no es sino una creación de ese yo que le imita. Por esa razón hay tanta confianza en la mirada del «ojo». Él parece haber olvidado que el hombre apoyado en el muro de la mezquita ha creado el «ojo» con la intención de alcanzarlo, pero el hombre apoyado en el muro es consciente de esa verdad apenas perceptible. Si hace un movimiento, si le alcanza a Él, si se convierte en Él, entonces el «ojo» se encontrará en un callejón sin salida o bien en el vacío, con todo lo que conlleva, y etcétera, etcétera.

Pensaba en todo aquello observándome desde fuera. Luego, ese «yo» al que observaba comenzó a caminar siguiendo el muro de la mezquita, y cuando éste se acabó, continuó a lo largo de repetidas casas de madera con miradores, solares vacíos, fuentes, tiendas con las rejas echadas y cementerios en dirección a su casa y a su cama.

De la misma forma que nos sorprendemos momentáneamente cuando, mientras caminamos por una calle bulliciosa mirando las caras y las manchas de color de la gente, nos miramos en el escaparate de una tienda o en el amplio espejo que hay detrás de una hilera de maniquíes, yo me encontraba continuamente estupefacto mientras me observaba desde fuera. Pero, exactamente igual que si fuera un sueño, sabía que no había nada demasiado sorprendente en que ese «yo» al que observaba desde el exterior fuera yo mismo. Lo sorprendente era la proximidad asombrosamente suave, dulce y llena de cariño que sentía por esa persona. Sentía cuán frágil era, cuán digno de pena, cuán desesperado y triste. Sólo yo sabía que no era como parecía y, como un padre, incluso como un dios, me habría gustado albergar bajo mis alas, proteger a ese niño conmovedor, a ese siervo de Dios, a esa buena y pobrecilla criatura. Después de andar largo rato (¿qué pensaba? ¿Por qué estaba triste? ¿Por qué estaba tan cansado y acobardado?), salió a la calle principal. De vez en cuando miraba absorto los apagados escaparates de las tiendas de ultramarinos y las confiterías. Se había metido las manos en los bolsillos. Luego bajó la cabeza. Caminó desde Sehzadebasi hasta Unkapani sin prestar atención a los coches ni a los taxis libres que pasaban a su lado ocasionalmente. Quizá tampoco tuviera dinero.

Al cruzar el puente de Unkapani miró por un momento al Cuerno de Oro: un marinero, difícil de distinguir en la oscuridad, bajaba tirando de un cable la larga y estrecha chimenea de un remolcador que se disponía a pasar bajo el puente. Mientras subía por la cuesta de Sishane cruzó un par de palabras con un borracho que bajaba; excepto uno, no le interesó ninguno de los bien iluminados escaparates de la calle Istiklál: contempló largo rato el de un platero. ¿Qué le pasaba por la cabeza? Me lo preguntaba temblando de preocupación, observándolo con cariño.

En un puesto de Taksim compró cigarrillos y cerillas abrió el paquete y encendió uno con esos lentos movimientos que tan a menudo vemos en nuestros tristes conciudadanos ¡ah, esa delgada y angustiosa columna de humo que salía de su boca! Yo lo sabía todo, lo conocía todo, todo lo había visto, vivido y pasado, pero me sentía inquieto y tenía miedo, como si por primera vez me enfrentara a una vida, a un hombre, me hubiera gustado decir: «¡Ten cuidado, niño!»; le daba gracias a Dios porque no le había pasado nada malo, cada vez que le observaba cruzar la calle, cada vez que daba un paso, veía indicios de un posible desastre en cada calle, en cada oscura fachada, en cada ventana con las luces apagadas.

¡Gracias a Dios por fin cruzó la puerta de un edificio en Nisantasi (se llamaba Sehrikalp) sin que nada le ocurriera! Cuando entró a su casa en el ático creí que se dormiría llevándose a la cama aquellos problemas suyos que yo quería comprender y a los que me gustaría encontrar una solución. No, se sentó en un sillón y estuvo un rato hojeando el periódico y fumando. Luego paseó arriba y abajo entre los viejos muebles, la mesa desportillada, las cortinas descoloridas, sus papeles y sus libros. De repente se sentó a la mesa, se movió inquieto en la chirriante silla y se inclinó para escribir algo en un papel en blanco con una pluma que tomó.

Al momento estaba a su lado; era como si estuviera sobre aquella mesa tan desordenada. Lo observaba desde muy cerca: escribía con un cuidado infantil, con el placer de alguien que está viendo una película que le gusta, pero con la mirada vuelta hacia sí mismo. Yo lo miraba con el mismo orgullo con que un padre observa cómo su querido hijo toma el lápiz para escribirle por primera vez una carta. Apretaba ligeramente los labios al acercarse al final de las frases, sus ojos avanzaban temblándole sobre el papel siguiendo las palabras. Cuando vi que estaba a punto de terminar una página leí lo que había escrito y me estremecí con un profundo dolor.

No había escrito palabras que describieran su espíritu, y que yo me moría por conocer, sino simplemente estas frases que ustedes acaban de leer. Ése no era su mundo, sino el mío; no eran sus palabras, sino esas palabras mías por las que ustedes han pasado la mirada a toda prisa (no tan rápido, por favor).

Quise oponerme, decirle que escribiera sus propias palabras pero era incapaz de hacer otra cosa que observarlo, exactamente igual que en un sueño: las palabras y las frases se sucedían provocándome cada una de ellas algo más de dolor.

Durante un rato se detuvo al principio de un párrafo. Me miró, me dio la impresión de que me veía, fue como si nuestras miradas se enfrentaran. Ya saben, en las revistas y en los libros antiguos hay escenas en que el autor habla tranquilamente con su musa; algún ilustrador bromista ha dibujado en un margen una pequeña y simpática musa del tamaño de una estilográfica y un escritor pensativo que se sonríen. Pues así nos sonreímos. Por supuesto, esperaba con optimismo que todo se aclararía después de aquella mirada tan significativa. Él comprendería la verdad y escribiría historias de su mundo, por el que yo tanta curiosidad sentía, y yo leería tranquilamente las pruebas de que por fin había logrado ser él mismo.

No, no ocurrió nada de eso. Por un momento me sonrió feliz y después se detuvo como si ya estuviera aclarado lo que tuviera que aclararse, tan entusiasmado como si hubiera resuelto un problema de damas, y escribió sus últimas palabras, que dejaban todo lo relativo a mi mundo en una oscuridad incomprensible.

11. Perdimos la memoria en el cine

«El cinematógrafo no sólo estropea los ojos de los niños, sino también sus mentes.»

Milliyet, 7 de junio de 1952, R. C. ULUNAY

En cuanto Galip se despertó se dio cuenta de que nevaba de nuevo. Quizá lo hubiera notado mientras dormía porque lo había sentido en el sueño que recordaba cuando se despertó pero que olvidó en el momento en que miró por la ventana. Galip se vistió después de lavarse con el agua que el calentador era incapaz de calentar como era debido. Tomó papel y lápiz, se sentó a la mesa y trabajó un rato en sus pistas. Mucho después de haberse afeitado se puso la chaqueta de espiguilla, que según Rüya tan bien le sentaba y que era igual que otra que tenía Celâl, su grueso abrigo de tela basta, y salió a la calle.

La nevada había amainado, sobre los coches aparcados y las aceras había cuatro dedos de nieve. Los que regresaban de sus compras del sábado por la tarde, con sus paquetes en la mano, caminaban con cuidado, como si pisaran la superficie suave de un planeta al que comenzaran a acostumbrarse.

Al llegar a la plaza de Nisantasi le alegró ver que la calle principal estaba despejada. En un puesto de periódicos instalado por las noches en la entrada de una tienda de ultramarinos escogió el Milliyet del día siguiente de entre las revistas de mujeres desnudas y escándalos. Se metió en el restaurante de la acera de enfrente, se situó en un rincón desde el que no pudiera ver a los que pasaban por la calle y pidió una sopa de tomate y albóndigas a la parrilla. Mientras esperaba la comida puso el periódico sobre la mesa y leyó atentamente el artículo dominical de Celâl.

Recordaba una por una las frases sobre la memoria de aquel artículo de Celâl escrito años antes porque, además, lo había leído esa mañana en la redacción. Marcó el artículo en algunos lugares mientras se tomaba el café. Tras salir del restaurante encontró un taxi que le llevara a Bakirkóy, a Sinanpasa.

A lo largo del prolongado trayecto, Galip se sintió arrastrado por la sensación de que la ciudad que veía no era Estambul sino otra completamente distinta. En el punto en que la cuesta de Gümüssuyu llega al Dolmabahce tres autobuses del ayuntamiento habían chocado unos con otros y estaban rodeados por el gentío. Las paradas de autobús y de taxis colectivos estaban completamente desiertas. La nieve había caído sobre la ciudad como una especie de opresión, las farolas brillaban más pálidas, el movimiento nocturno que hacía de la ciudad una ciudad había cesado, las puertas estaban cerradas y las aceras vacías, había regresado una suerte de noche medieval. La nieve sobre las cúpulas de las mezquitas, sobre los almacenes y sobre las casas de los arrabales no era blanca, sino azul. Al pasar pudieron ver a las putas de los alrededores de Aksaray con los labios morados y las caras azules, a los jóvenes que se deslizaban ante las murallas con escaleras de madera a modo de trineos, las luces azules de los coches de los policías que controlaban los autobuses al salir de la estación y que los pasajeros miraban con ojos temerosos. El viejo taxista le contó una lejana e increíble historia sobre un lejano e increíble invierno en que se heló el Cuerno de Oro. Galip, a la luz del interior del Plymouth modelo del 59, llenó de números, marcas y letras el artículo dominical de Celâl pero no pudo llegar a ninguna conclusión. En Sinanpasa el taxista le dijo que no podía ir más allá y él se bajó del coche y echó a andar.

El barrio de Güntepe estaba más cerca de la calle principal de lo que recordaba. Después de subir la ligera cuesta del camino que pasaba entre casas de cemento de dos pisos con las cortinas abiertas, herencia de las chabolas, y tiendas las luces de los escaparates apagadas, salió de repente a una plaza. En el centro estaba el busto (no era una estatua) de Atatürk cuyo cuadradito había visto aquella mañana en la Guía de la Ciudad. Confiando en lo que recordaba del plano se metió por una calle adyacente a la mezquita, de un tamaño respetable, en cuyos muros habían escrito consignas políticas.

No quería ni pensar en Rüya entre aquellas casas, de algunas de las cuales salía la chimenea de la estufa por el centro del cristal de la ventana, otras cuyos balcones se inclinaban ligeramente hacia delante, pero cuando diez años atrás había venido, también una noche, vio al acercarse en silencio a la ventana abierta de una de las casas lo que no quería ni imaginar y volvió atrás: en aquella calurosa noche de agosto Rüya, con un vestido estampado sin mangas, trabajaba en una mesa cubierta por pilas de papeles mientras, de vez en cuando, jugueteaba con su pelo retorciéndose un rizo; su marido, con la espalda vuelta hacia Galip, removía el té; una falena, que poco después moriría, trazaba sus últimos círculos, cada vez más irregulares, alrededor de la bombilla desnuda que había justo sobre sus cabezas. Entre marido y mujer había un plato de higos y un insecticida contra los mosquitos. Galip recordaba perfectamente el tintineo de la cucharilla en la taza de té y el canto de los grillos en unos arbustos algo más allá, pero cuando vio el letrero de CALLE DE REFET BEY colgado de un poste de la electricidad y medio cubierto de nieve, no se despertó nada en su interior que le ayudara a recordar dónde se encontraba el rincón en que se alzaba la casa.

Caminó dos veces a todo lo largo de la calle, en uno de cuyos extremos unos niños se tiraban bolas de nieve mientras que en el otro una farola iluminaba en un cartel de cine basante grande a una mujer sin ninguna particularidad espedí a la que habían dejado ciega tachándole los ojos. En su segundo paseo recordó a su pesar la ventana, el pomo de la puerta que diez años antes no se atrevió a tocar y las desagradables paredes sin encalar que en el primer paseo se había permitid ignorar con toda la tranquilidad de su corazón amparándos en que todas las casas tenían dos pisos y ninguna tenía número. Le habían añadido un piso. Le habían construido un muro al jardín. El cemento había ocupado el lugar de la tierra. El piso inferior estaba absolutamente a oscuras. La luz azulada de una televisión, que se filtraba entre las cortinas del segundo piso, que tenía una entrada aparte, y el humo de lignito, de un amarillo sulfuroso, despedido por el tubo de una estufa, que salía del muro como un cañón, prometían al huésped de Dios que llamara a la puerta a medianoche que allí podría encontrar comida caliente, una estufa encendida y una gente también calurosa que veía estúpidamente la televisión.

Mientras Galip subía con precaución por la escalera cubierta de nieve en el jardín de la casa vecina un perro ladró como un mal augurio. «¡No hablaré demasiado con Rüya!», se decía Galip, pero no estaba excesivamente seguro de si se lo decía a sí mismo o al ex marido en su imaginación. Le rogaría que le aclarara las razones que no le había explicado en su «carta de despedida» y luego le pediría que fuera a casa lo antes posible y que recogiera todas sus cosas, sus libros, sus cigarrillos, sus calcetines desparejados, sus cajas vacías de medicinas, sus horquillas, las fundas de sus gafas de miope, sus chocolatinas a medio comer, sus prendedores para el pelo, su Pato Donald de madera recuerdo de la infancia y que se lo llevara todo y se fuera. «Cualquier cosa que me recuerde a ti me entristece tanto que no lo puedo soportar.» Por supuesto no podría decirle todo aquello delante de ese tipo, así que lo mejor sería convencer rápidamente a Rüya para ir a algún sitio donde pudieran sentarse a hablar como «gente civilizada con la cabeza sobre los hombros». Una vez que hubieran ido a ese sitio y tratándose de «cabeza» lo que había que tener sobre los hombros, era bastante posible que pudiera convencer a Rüya de otras cosas. Pero ¿cómo podría encontrar en ese barrio un sitio donde ir que no fuera un café sólo para hombres? Hacía que había sonado el timbre de la puerta.

Al oír primero la voz de un niño («¡Mamá, la puerta!») después la de una mujer llamando la atención sobre la misma realidad evidente, voz esta que no tenía el menor parecido ni de cerca ni de lejos con la de su mujer, su amada desde hacía veinticinco años, su amiga desde hacía treinta, Galip comprendió la enorme estupidez que había cometido al pensar que podría encontrar allí a Rüya. Por un momento pensó en escapar y esfumarse, pero la puerta se abrió. En cuanto lo vio, Galip reconoció al ex marido, pero éste no a Galip. Un hombre de mediana edad y estatura mediana; era tal y como lo había imaginado y tal y como no volvería a imaginarlo.

Mientras Galip le daba al ex marido, que intentaba acostumbrar la vista a la oscuridad del peligroso mundo exterior, el tiempo suficiente para que lo reconociera, asomaron desde el interior, una a una, las cabezas de su nueva mujer primero, después la de un niño y luego la de un segundo. «¿Quién es, papá?» Papá había encontrado la inesperada respuesta a la pregunta y estaba pasando un momento de estupefacción. Galip decidió que aquélla era su única oportunidad para escapar de allí sin entrar en la casa y comenzó a hablar sin respirar: lamentaba muchísimo haberles molestado a medianoche pero se encontraba en una situación muy apurada; había ido hasta esa casa, a la que algún otro día volvería simplemente por amistad (con Rüya, incluso), porque ahora tenía un problema muy urgente y necesitaba información sobre una persona, o quizá sólo sobre un nombre. Un estudiante universitario, cuya defensa había aceptado, era acusado de un homicidio que no había cometido. No, claro que había un muerto, pero el verdadero asesino, del que se decía que vagaba por la ciudad como un fantasma usando un seudónimo, en tiempos…

Para cuando pudo acabar la historia ya le habían invitado a pasar, le habían dado unas zapatillas, que le estaban pequeñas, para que se las pusiera en lugar de los zapatos que se había quitado al entrar y le habían quemado la mano con una taza de café diciéndole que el té se estaba haciendo. Después de que Galip repitiera de nuevo el nombre de dicha persona para centrar la cuestión (se había inventado un nombre completamente nuevo para no dar lugar a ninguna casualidad desagradable), empezó a hablar el ex marido de Rüya. Mientras hablaba, Galip sentía que sus historias le envolvían como el sueño y que cada vez le resultaría más difícil salir de esa casa. Después recordaría que había pretendido convencerse pensando que escuchándolo un rato podría enterarse de algo sobre Rüya, aunque sólo fuera de algunas pistas, pero aquello se parecía a cómo se convence a sí mismo un enfermo al que van a operar a vida o muerte en el momento de la anestesia. Tres horas más tarde, cuando pudo acercarse a la puerta de la calle, que había llegado a pensar que nunca se abriría, se había enterado de lo siguiente por las historias del ex marido, espumeantes como las aguas de un torrente que avanza sin que nada se lo pueda impedir:

Creíamos saber mucho, pero no sabíamos nada.

Por ejemplo, sabíamos que la mayoría de los judíos de Europa Oriental y América provenían del pueblo del Estado Judío Jázaro que gobernó las tierras entre el Cáucaso y el Volga hace mil años. También sabíamos que los jázaros n eran sino turcos que habían aceptado el judaismo. Pero lo que no sabíamos era que los judíos eran tan turcos como judíos eran los propios turcos. Qué curioso, qué curioso era seguir las ondulaciones de esas dos naciones hermanas que a lo largo de veinte siglos de migraciones parecían bailar al ritmo de una música secreta, sin poder coincidir pero siempre rozándose tangencialmente, como dos hermanos siameses condenados si esperanza el uno al otro.

Galip se despejó de repente de aquel ensimismamiento en que se había sumido como si fuera un cuento de hadas cuando el otro le trajo un mapa de una habitación; se puso en pie, obligó a su cuerpo, relajado por el calor, a que se moviera y observó asombrado las flechas, marcadas con un bolígrafo verde, que había sobre aquel planeta fantástico que se extendía sobre la mesa. Teniendo en cuenta que las simetrías de la Historia de las que le hablaba eran una verdad indiscutible, ahora deberíamos prepararnos para un periodo de desdicha que duraría tanto como el que habíamos vivido de felicidad, etcétera.

Primero establecerían un Estado en los estrechos. Pero en esta ocasión, al contrario de lo que había ocurrido mil años antes, no se establecerían nuevas gentes en el nuevo país; simplemente convertirían la antigua población en «hombres nuevos» que estuvieran a su servicio. No hacía falta haber leído a Ibn Jaldun para suponer que, con ese objeto, nos privarían de nuestra memoria, nos convertirían en pobrecillos sin pasado, sin Historia, fuera del tiempo. Se sabía que en algunas oscuras escuelas misioneras en los callejones de Beyoglu y en las colinas del Bósforo se había hecho beber a los niños turcos ciertos líquidos de color lila para borrar nuestra memoria («Prestad atención al color», dijo la madre, que escuchaba con sumo cuidado a su marido). Después ese arriesgado método había sido considerado demasiado peligroso por el «ala humanitaria» de Occidente por sus inconvenientes químicos y se había recurrido a un método más moderado pero que había resultado mejor solución a largo plazo, el del «cine-música».

No había la menor duda de que el método del cine, con esos hermosos rostros de mujer salidos de iconos, con la música simétrica y poderosa de los órganos de iglesia, con las imágenes que se repetían hasta el punto de recordar cánticos reugiosos, con sus visiones atractivas y brillantes de bebidas alcohólicas, armas, aviones y ropas, resultaba más radical y daba mejores resultados que los que los misioneros habían probado en América Latina y África (Galip sintió curiosidad por quién había escuchado aquellas largas frases que, claramente, habían sido construidas con bastante anterioridad: ¿los vecinos del barrio? ¿Los compañeros del trabajo? ¿Pasajeros anónimos de taxis colectivos? ¿Su suegra?). En la época en que empezaron a funcionar los primeros cines en Estambul, en Sehzadebas y en Beyoglu, cientos de personas se habían quedado completamente ciegas. Los gritos desesperados de aquellos que se rebelaban, sintiendo la monstruosidad a la que los sometían, habían sido acallados por la policía y los loqueros. Y a los niños que en la actualidad mostraban la misma reacción sincera sólo podía calmárseles colocándoles en los ojos, cegados por las nuevas imágenes, unas gafas que daba la seguridad social. Pero siempre había quien no se dejaba engañar con tanta facilidad. Dos barrios más allá había visto una noche a un muchacho de unos dieciséis años disparando desesperado contra un cartel de un cine y enseguida comprendió el porqué. Otro, al que habían atrapado a la entrada de un cine con una lata de gasolina, pedía a los mismos que le estaban dando una paliza que le devolvieran sus ojos; sí, sus ojos, con los que podría ver las imágenes de antes… En los periódicos había salido que en una semana habían habituado al cine a un pastor de Malatya y que luego había perdido la memoria por completo hasta el punto de olvidar el camino de regreso a su casa con todo lo que sabía, ¿no lo había leído Galip? No daban de sí las horas del día para contar historias de hombres que se habían convertido en unos auténticos miserables incapaces de volver a su vida anterior porque lo único que deseaban eran las calles, la ropa y las mujeres que veían en la gran pantalla. En cuanto a los que se identificaban con los personajes que veían en el cine, eran tantos que ya no se les llamaba «enfermos» ni «delincuentes», nuestros nuevos señores incluso los hacían partícipes en sus asuntos. Todos nos habíamos vuelto ciegos, todos, todos…

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