El libro negro - Pamuk Orhan 15 стр.


El ex marido de Rüya y dueño de la casa le preguntaba ahora: ¿Es que de veras ningún funcionario del Estado había sido capaz de ver el paralelismo entre la decadencia de Estambul y la ascendencia de los cines? Le preguntaba: ¿Era sólo una alidad que en nuestro país los cines se abrieran en las mismas calles que los burdeles? Le preguntaba: ¿Por qué estaban tan oscuros los cines, siempre oscuros?

Allí, en aquella casa, diez años antes, Rüya y él habían intentado vivir con seudónimos e identidades falsas por una causa en la que creían de todo corazón (Galip se miraba las uñas de vez en cuando). Traducían a «nuestra lengua» comunicados que llegaban de un país al que nunca habían ido, escritos en la lengua de aquel país al que nunca habían ido e intentando adaptar el estilo al de la lengua de ese lejano país, escribían en aquella lengua nueva las profecías políticas que habían aprendido de gente a la que nunca habían visto y las pasaban a máquina y las multicopiaban para darlas a conocer a gente a la que nunca conocerían. Por supuesto, simplemente trataban de ser otros. ¡Cómo se alegraban cuando se enteraban de que algún conocido reciente se tomaba en serio sus seudónimos! A veces uno de los dos, cansado por las horas de trabajo en la fábrica de pilas, se olvidaba de los artículos por escribir y de los comunicados por franquear y durante largos minutos contemplaba el nuevo carnet que tenía en la mano. Les gustaba tanto decir con el entusiasmo y el optimismo de la juventud «¡He cambiado!», o «¡Por fin soy otro completamente distinto!», que creaban ocasiones en las que poder decirse esas frases el uno al otro. Gracias a sus nuevas identidades leían en el mundo significados que hasta ese momento habían sido incapaces de percibir: el mundo era una enciclopedia totalmente nueva que se podía leer de principio a fin; y la enciclopedia cambiaba según se la leía y ellos también; tanto era así que una vez que la habían acabado después de leerla de principio a fin, volvían de nuevo al primer tomo de la enciclopedia-mundo y se perdían entre sus páginas con la embriaguez de una nueva personalidad, que ni ellos mismos eran capaces de recordar qué número hacía. (Mientras el dueño de la casa se perdía entre las páginas de aquel símil de la enciclopedia, que, como todo lo demás, se veía que no era la primera vez que utilizaba, Galip vio ocultos en un estante del aparador los tomos de El tesoro del conocimiento , que un periódico había entregado en fascículos.) No obstante, ahora, años después, había comprendido que aquel círculo vicioso no era sino un engaño organizado por «ellos». Era de un optimismo estúpido creer que después de ser otro, y luego otro, y otro más, y otro, podíamos volver a la felicidad de la primera identidad. Comprendieron que por el camino habían perdido su relación de marido-mujer entre señales, cartas, comunicados, fotografías, caras y pistolas a los que ya no podían darles ningún sentido. Por aquel entonces la casa se levantaba solitaria en lo alto de una colina estéril. Una tarde Rüya metió unas cuantas cosas en su pequeña maleta y regresó con su familia, a la vieja casa, que consideraba más segura.

El dueño de la casa, cuyas miradas a veces le recordaban a Galip al Conejo de la Suerte de una vieja revista infantil, se había levantado del sillón y caminaba arriba y abajo dejándose llevar por la violencia de sus palabras, lo cual le producía a Galip un adormilado mareo, había decidido, pues, que debíamos volver al origen, al principio de todas las cosas para frustrar «sus» planes. Ya podía verlo Galip Bey: la casa era exactamente la de un «pequeño burgués», la de «uno de la clase media», la de «un ciudadano tradicional». Sillones viejos a los que se les había puesto una funda estampada de flores, cortinas de tela sintética, platos esmaltados con filos de mariposas, un feo aparador en el que escondían un juego de licor que nunca usaban y alfombras descoloridas con el aspecto de pasta de orejones. Sabía que su mujer no era como Rüya, que no había estudiado, que no era para llevarse las manos a la cabeza: era como su madre, simple, sencilla, tranquila (la mujer le lanzó una sonrisa a Galip, cuyo significado secreto éste no supo interpretar, y luego otra a su marido), era la hija de su abuelo paterno. Y los niños eran como eran. De haber vivido, de haber cambiado, aquélla era la vida que habría llevado su propio padre. Escogiendo de manera consciente aquella vida, viviéndola de manera consciente, frustraba una conspiración de dos mil años, se negaba a ser otro y resistía en su «propia» identidad.

Todo lo que podía parecerle a Galip Bey fruto de la casualidad en aquella habitación había sido dispuesto con ese objeto. El reloj de pared había sido escogido especialmente porque ese tipo de casas necesitaban un reloj de pared con su tic-tac. El televisor estaba siempre encendido, como una farola, porque en ese tipo de casas y a aquellas horas siempre estaba encendido, y habían puesto sobre él un pañito de crochet porque era lo que ponían las familias así sobre el televisor. Todo era el resultado de un proyecto cuidadosamente pensado: el desorden de la mesa, los periódicos viejos tirados después de haber recortado los cupones, la mancha de mermelada en un costado de la caja de bombones reconvertida en caja de costura, incluso cosas que él mismo no había hecho, como la taza cuya asa, que recordaba a una oreja, habían roto los niños, o la ropa tendida a secar junto a la horrible estufa. A veces se detenía por un momento y observaba, como quien ve una película, lo que hablaba con su mujer y sus hijos, sus formas de sentarse a la mesa, y se sentía feliz cuando se daba cuenta de que sus palabras y sus gestos correspondían a los de las familias parecidas. Si la felicidad consistía en vivir de manera consciente la vida que se ha escogido, era feliz. Además, era aún más feliz si gracias a esa felicidad lograba frustrar una conspiración histórica de dos mil años de antigüedad.

Queriendo ver en aquel discurso un punto final, Galip, que sentía un cierto desmayo a pesar de tanto café, se levantó pretextando que comenzaba a nevar de nuevo y se dirigió hacia la puerta tambaleándose. El dueño de la casa prosiguió, interponiéndose entre Galip y su abrigo, cerca de la pared: lo lamentaba por Galip, que regresaba a Estambul donde había comenzado toda aquella decadencia. Estambul era la piedra angular: no ya vivir allí, poner siquiera el pie en la ciudad era una rendición, una derrota. Esa terrible ciudad hervía de las imágenes podridas que al principio sólo podíamos ver en los oscuros cines. Multitudes sin esperanza, coches viejos, puentes que se hundían lentamente, montones de latas, asfalto lleno de baches, enormes letras incomprensibles, letreros ilegibles, paneles sin sentido rotos, pintadas a las que se les había corrido la pintura, dibujos de botellas y cigarrillos, alminares sin plegarias, pilas de piedras, polvo, barro, etcétera, etcétera. No se podía esperar nada de aquella degeneración. Si algún día se hacía realidad una resurrección -de lo cual el dueño de la casa estaba seguro gracias a la existencia de tantos como él que resistían con su forma de vida-, seguro que comenzaría allí, donde todavía se protegía nuestra preciosa identidad, en aquellos barrios a los que se llamaba despectivamente «suburbios de cemento». Él había sido el fundador de uno de esos barrios, se sentía orgulloso de haber sido un pionero e invitaba a Galip a que se quedara allí, a vivir aquella vida, y en ese mismo momento. Podía quedarse esa noche y por lo menos podrían continuar la discusión…

Galip se puso el abrigo, se despidió de la silenciosa madre y de los distraídos hijos, abrió la puerta y se dispuso a salir. El dueño de la casa, después de mirar un momento con atención la nieve del exterior, silabeó una palabra de una manera que a Galip le gustó: «Blanco». Había conocido a un jeque que siempre vestía de blanco, pero después de haberlo conocido había tenido un sueño blanquísimo. En aquel sueño blanquísimo estaba con Mahoma en el asiento de atrás de un Cadillac blanquísimo. Delante había un conductor al que no podía ver la cara y, vestidos de blanco, los nietos de Mahoma, los pequeños Hasan y Hüseyin. Mientras el Cadillac brillaba en Beyoglu, lleno de carteles, anuncios, cines y burdeles, los nietos volvían la mirada hacia atrás, hacia su abuelo, con mueca de disgusto en sus rostros.

Galip estaba a punto de bajar las escaleras cubiertas de nieve, pero el dueño de la casa prosiguió: no, no es que le diera a los sueños más importancia de la que se merecían. Simplemente había aprendido a interpretar ciertas señales sagradas. Quería que tanto Galip Bey como Rüya se beneficiaran de lo que había aprendido, porque a otros sí les había servido. Le resultaba muy agradable oír repetidos palabra por palabra de boca del Presidente del Gobierno ciertos análisis, «análisis mundiales», que había publicado con seudónimo tres años antes, en los días más activos de su vida política. Por supuesto, «aquellos hombres» disponían de amplias redes de inteligencia que seguían todo lo que se publicaba en el país, incluso las revistas de menor tirada, y que si era necesario dirigían la información a las altas esferas. Hacía poco le había llamado la atención un artículo de Celâl Salik y comprendió que había tenido acceso a dichos escritos por los mismos canales, pero el suyo era un caso perdido: buscaba una solución errónea a un proceso ya resuelto, buscaba en vano en aquella columna por la que se había vendido.

En ambos casos lo interesante era que tanto el Presidente del Gobierno como el famoso columnista usaran, pasando quién sabe por qué caminos, las ideas de un hombre absolutamente convencido de ellas, pero según algunos tan acabado, tan agotado, que ya ni llamaban a su puerta. En determinado momento había pensado demostrar ante la prensa aquel desvergonzado plagio de ideas explicando cómo aquellos dos hornos tan respetables se habían apropiado palabra por palabra e ciertas expresiones suyas e incluso de ciertas frases de un artículo de una revista de una fracción política que nadie leía. Pero las condiciones no eran todavía las adecuadas para un aque parecido. Tenía que esperar con paciencia; pero sabía, lo sabía tan bien como su propio nombre, que algún día esas personas llamarían a su puerta. Y el hecho de que Galip Bey hubiera ido hasta aquel alejado barrio en una noche de nieve con una excusa nada convincente sobre un seudónimo, era una señal de aquello: quería que Galip Bey supiera que era capaz de interpretar correctamente aquellas señales. Cuando Galip bajó por fin a la calle nevada le hizo en voz baja sus últimas preguntas: ¿era Galip Bey capaz de reinterpretar nuestra historia desde aquel nuevo punto de vista? ¿Podía acompañarle el dueño de la casa hasta la calle principal por si no era capaz de llegar solo sin perderse? ¿Por cierto, cuándo podría Galip volver a visitarles? Bueno, ¿podría darle muchos recuerdos a Rüya?

XI. El beso

«Si se pudiera añadir de una manera adecuada a la clasificación que hace Averroes de antimnemónicos, o cosas que debilitan la memoria, el hábito de leer revistas y periódicos…»

Biografía literaria , S. T. COLERIDGE

Hace exactamente una semana alguien me dio recuerdos para ti. «Por supuesto que se los daré», le dije, pero ya lo había olvidado antes de subirme al coche. No los recuerdos, sino al hombre que me los dio. Y no es que lo lamentara. En mi opinión, un marido inteligente debe olvidar a todos los hombres que le dan recuerdos para su mujer. Por si acaso. Sobre todo si su mujer es ama de casa: de hecho esa desafortunada criatura a la que llamamos ama de casa no ve en toda su vida a otro hombre que no sea su cargante marido, excepción hecha de los tenderos del mercado y los hombres de su círculo familiar. Así pues, si alguien le manda recuerdos, ella piensa en tan educada persona, y tiene tiempo para hacerlo. Realmente son educados esos tipos. ¡Por el amor de Dios! ¿Es que existía antiguamente una tradición parecida? En aquellos viejos tiempos felices las personas educadas enviaban sus recuerdos a todo un harén, que al menos era impreciso y carecía de identidad. Los tranvías antiguos eran mejores porque hombres y mujeres iban separados. Aquellos de mis lectores que saben que no estoy casado, que no me he casado jamás y que nunca me casaré porque soy periodista, habrán comprendido que estoy intentando despistarles desde la primera frase. ¿Quién es ese «tú» a quien hablas? ¡Abracadabra! Su viejo columnista va a hablarles de la Memoria que lentamente está perdiendo; pasen ustedes conmigo a oler las rosas que se están marchitando en mi jardín y Emprenderán. Pero no se acerquen demasiado, deténganse a un par de pasos, no tanto, por Dios, por Dios, y prosigamos tranquilamente, sin que se nos noten las trampas, con nuestros numeritos de escritura, que no tienen nada de especial.

Hará unos treinta años, en los primeros años de mi profesión, era reportero en Beyoglu e iba de puerta en puerta intentando atrapar la noticia. Buscaba en los cabarets, entre los traficantes de grifa y los gángsteres de Beyoglu, por si encontraba un nuevo asesinato o una historia de amor que hubiera acabado en suicidio, iba de hotel en hotel leyendo los registros de recepcionistas a los que untaba una vez al mes con un billete de dos liras y media por si había llegado a Estambul algún extranjero famoso o por si había pasado por nuestra ciudad algún occidental interesante a quien pudiera presentar a mis lectores como un extranjero famoso. Por aquel entonces el mundo no rebosaba de famosos, como ahora; a Estambul no venía ninguno. Y aquellos a los que yo presentaba como famosos, a pesar de que en sus países no fueran en absoluto conocidos, se quedaban extraordinariamente sorprendidos al ver sus fotografías en el periódico, sorpresa que siempre acababa en ingratitud. Y eso que uno de ellos realmente alcanzó en su país la fama y la notoriedad que yo le había predicho en mi periódico: veinte años después de que yo publicara la noticia de que el famoso modisto Tal estuvo ayer en nuestra ciudad, se convirtió realmente en un renombrado modisto -y existencialista- francés, pero ni me dio las gracias. Era un occidental desagradecido.

Uno de aquellos días en los que me dedicaba a famosos sin particularidad alguna y a gángsteres (ahora se les llama mañosos) locales, conocí a un anciano farmacéutico que podía resultar una noticia curiosa. Aquel hombre padecía las enfermedades de insomnio y pérdida de memoria que yo sufro ahora. Lo horrible de la conjunción de ambas enfermedades es que, aunque pensamos que podemos compensar la una (la pérdida de memoria) con la otra (con el tiempo extra consecuencia del insomnio), ocurre exactamente lo contrario: en las noches de insomnio, como ahora me pasa a mí, los recuerdos del anciano huían de tal manera que el pobre hombre creía encontrarse absolutamente solo a mitad de la noche en medio de un tiempo que no pasaba, en un planeta sin identidad, sin personalidad, sin olores, sin colores, en «la cara oculta de la Luna» de la que tanto se hablaba entonces en los artículos traducidos de revistas extranjeras.

En lugar de tratarse la enfermedad escribiendo artículos, como yo, inventó una medicina en el laboratorio de su farmacia. Organizó una rueda de prensa a la que asistimos dos personas (tres contando al farmacéutico), un reportero drogadicto de un periódico vespertino y yo, y, después de llenar de manera ostentosa un vaso con el líquido rosado que estaba presentando a la opinión pública y bebérselo, realmente alcanzó ese sueño que llevaba años buscando. La opinión pública, llevada por el entusiasmo de que un turco hubiera inventado por fin algo, nunca pudo saber si el anciano farmacéutico había alcanzado el paraíso de sus recuerdos como le ocurrió con el sueño, puesto que no se despertó nunca.

En su entierro, creo que dos días después, bajo un cielo sombrío, sólo pensé en qué sería lo que quería recordar. Todavía sigo pensándolo. Los fardos que según envejecemos arroja nuestra memoria como si fuera un animal de carga de mal genio que quisiera llevar cada vez menos peso, ¿son los que menos le gustan? ¿Los más pesados? ¿O los que se caen con mayor facilidad?

Se me ha olvidado cómo se refleja en nuestros cuerpos la luz que se filtra a través de visillos de tul en pequeñas habitaciones en los más bellos rincones de Estambul. Se me ha olvidado en la puerta de qué cine trabajaba el revendedor de entradas loco de amor por la pálida muchacha griega de la taquilla. Se me han olvidado hace mucho los nombres de los queridos lectores que tenían los mismos sueños que yo en la época en que interpretaba sueños en este periódico suyo y los secretos que les revelaba en las cartas que les enviaba.

Años después, cuando nuestro columnista vuelve la mirada a ese tiempo perdido, buscando en una noche de insomnio una rama a la que agarrarse, viene a su mente un día terrible que pasó en las calles de Estambul: en cierta ocasión me dejé arrastrar por un deseo que envolvió todo mi cuerpo y toda mi alma, el deseo de un beso.

Un sábado por la tarde, mientras contemplaba en un viejo cine una película americana de detectives (La calle escarlata ), quizá más vieja aún que el cine, vi una escena de un beso, tampoco demasiado larga. Era una escena de beso vulgar, igual a las del resto de las películas en blanco y negro, de las que nuestros censores cortaban a los cuatro segundos, pero no sé lo que me ocurrió, se elevó en mi interior de tal manera el deseo de besar así a una mujer, presionando sus labios con los míos, sí, presionándolos con todas mis fuerzas, que creí que iba a ahogarme de infelicidad. Tenía veinticuatro años pero todavía no había besado a nadie en los labios. No, no es que no me hubiera acostado con mujeres en los burdeles, pero, de la misma forma que ellas nunca besan, yo tampoco había querido besarlas en los labios.

Salí a la calle antes de que terminara la película; me sentía impaciente e inquieto, como si en algún lugar de la ciudad me esperara una mujer que quisiera besarme. Recuerdo que caminé hasta Tünel como si corriera, que luego volví atrás a la misma velocidad hasta Galatasaray y que intentaba desesperadamente, como quien busca algo en la oscuridad, encontrar el recuerdo de un rostro, una sonrisa, el espectro de una mujer. No tenía ninguna pariente ni conocida a quien besar; mis esperanzas de encontrar una amante eran nulas; ¡ni siquiera conocía a nadie que pudiera serlo! Parecía que la superpoblada ciudad estuviera vacía.

No obstante, en cuanto llegué a Taksim me encontré montado en un autobús. Una familia, parientes lejanos de mi madre, había demostrado interés por nosotros cuando mi padre nos abandonó; tenían una hija dos años menor que yo con la que entonces había jugado a veces al tres en raya. Recuerdo que cuando una hora más tarde llegué a su casa de Findikzade y llamé a la puerta, hacía rato que me había casado con la muchacha a la que soñaba besar. Su padre y su madre, hoy difuntos, me invitaron a pasar. Estaban un tanto sorprendidos, no comprendían por qué había ido después de tantos años. Tomamos el té y comimos roscos de pan hablando de esto y aquello (no les interesaba lo más mínimo que fuera periodista; para ellos era una profesión tan miserable como la de cotilla profesional) y escuchando el partido de fútbol de la radio. Esperaban con toda su buena intención que me quedara también a cenar, pero de repente salí a toda prisa murmurando algo.

Al salir, al sentir el aire frío, todavía ardía en mi interior con toda su violencia el deseo del beso: sentía una desazón profunda, insoportable, como si mi piel estuviera fría como el hielo pero mi carne y mi sangre ardieran. Me monté en el transbordador en Eminonü y crucé a Kadikóy. Tenía un compañero de instituto que contaba las aventuras de una muchacha besucona (o sea, una muchacha que besaba antes de casarse) de su barrio. Mientras caminaba hacia su casa en Fenerbahce pensaba que si no podía ser esa muchacha, mi amigo conocería a otras como ella. Di vueltas y revueltas por donde en tiempos vivía mi amigo, rodeando oscuras mansiones de madera y cipreses, pero no pude encontrar su casa. Caminando entre aquellos edificios de madera, hoy todos derribados hace mucho, miraba algunas ventanas iluminadas e imaginaba que allí vivía la muchacha que besaba antes de casarse. «¡Ahí está la muchacha que va a besarme!», pensaba mirando una ventana. No estábamos demasiado lejos el uno del otro, el muro de un jardín, una puerta, unas esferas de madera, pero no podía alcanzarla; no podía besarla; ¡qué lejos y qué cerca estaba en ese momento ese algo tan conocido por todos, tan misterioso, extraño, increíble y ajeno y mágico como un sueño, ese algo tan terrible y atractivo!

Recuerdo que mientras regresaba a la orilla pensé en qué ocurriría si besaba a alguna de las mujeres que veía en el barco, por la fuerza o aparentando una equivocación momentánea, pero aunque no estaba en situación de mostrarme demasiado escrupuloso no veía a mi alrededor ninguna cara adecuada. A lo largo de mi vida había habido periodos en que, respirando entre la multitud de Estambul, me había dejado llevar por la sensación, entre desesperado y dolorido, de que la ciudad estaba desierta, completamente desierta, pero en ningún otro momento lo sentí con tanta violencia como aquel día.

Caminé largo rato por las aceras cubiertas de humedad. Por supuesto, alguna vez regresaría famoso y renombrado a esa ciudad desierta, completamente desierta, para conseguir lo que quería. Pero en ese momento, su cronista no tenía otro consuelo que regresar a la casa donde vivía con su madre y Balzac, que le relataba en traducción turca la historia del pobre Rastignac. Pero entonces no leía libros por mi propio placer, sino que, como buen turco, lo consideraba una obligación porque podía ser algo que me fuera útil en el futuro. ¡Pero lo que podía serme útil en el futuro no me serviría en absoluto de ayuda en ese preciso momento! Y así, poco después de haberme encerrado en mi habitación, volví a salir impaciente. Recuerdo que me miré en el espejo del baño, que pensé que por lo menos uno siempre podía besarse a sí mismo y que mientras me miraba intentaba revivir en mi mente a los actores de la película.

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