Los domingos por la mañana, que pasaba en casa con su gato atigrado, cuando se enfadaba con las historias groseras que publicaba el periódico, o cuando recordaba las palabras burlonas de los vecinos curiosos, de sus parientes lejanos tan poco comprensivos, o las de los niños maleducados de lengua afilada, hacía como si encontrara un anillo en un cajón de su vieja cómoda y pensaba que se trataba del anillo olvidado de Albertine y que la criada Françoise lo había encontrado en la mesa de palo de rosa. Luego se volvía hacia la criada fantasmal y, con la voz lo bastante alta como para que le oyera el gato atigrado, decía: «No, Françoise. Albertine no ha olvidado el anillo y es inútil que intentemos devolvérselo porque de una forma u otra, regresará a casa dentro de poco». Nuestro país es tan miserable y digno de pena porque nadie conoce a Albertine y nadie ha oído hablar de Proust, pensaba el viejo periodista. En cuanto aparezca en este país gente que comprenda a Proust y a Albertine, los pobres bigotudos de las calles comenzarán a tener una vida mejor, y puede que entonces en lugar de acuchillarse unos a otros al primer ataque de celos se dediquen a soñar tratando de revivir ante sus ojos la imagen de la amada, como Proust. Todos aquellos escritores y traductores que trabajaban en los periódicos porque se admitía que eran algo leídos eran tan malos y poco comprensivos porque no habían leído a Proust, porque no conocían a Albertine, porque ignoraban que el anciano periodista había leído a Proust y porque no comprendían que él, personalmente, era a un tiempo Proust y Albertine.
Pero lo sorprendente de la historia no era que el anciano y solitario periodista se creyera el protagonista o el autor de una novela; porque cada turco que se enamora de una obra occidental que nadie ha leído, después de cierto tiempo, comienza a creer de corazón, no que simplemente ha leído el libro con enorme placer, sino que él mismo lo ha escrito. Luego dicha persona comienza a despreciar a los que le rodean no sólo porque no se han leído el libro sino porque no son capaces de escribir otro como el suyo. Y por esa razón lo sorprendente no es que el anciano escritor se creyera durante años que era Proust mismo, sino que un día le revelara ese secreto que había ocultado a todos durante años a un joven columnista. Puede que el anciano periodista se lo revelara a aquel columnista porque sentía un cariño especial por él, por el joven que poseía una belleza que recordaba a Proust y a Albertine: bigote con las puntas retorcidas, cuerpo sano y de línesas clásicas, hermosas caderas, largas pestañas y además, como Proust y Albertine, era moreno y bajo de estatura; su sedosa y suave piel, que recordaba a la de un paquistaní, brillaba reluciente. Pero ahí se acababan los parecidos. Cuando el joven y apuesto periodista, cuyo gusto por la literatura europea no iba más allá de Paul de Kock y Pitigrilli, oyó los secretos y la historia de amor del anciano periodista, primero se rió a carcajadas y luego le dijo que escribiría aquella curiosa historia en una de sus columnas.
El anciano periodista, comprendiendo el error que había cometido, le imploró a su joven y apuesto colega que lo olvidara todo, pero el otro, que seguía riéndose, no le hizo el menor caso. Mientras regresaba a su casa el anciano comprendió que todo su mundo se había desmoronado. En su casa vacía ya no podía pensar en los celos de Proust ni en los buenos tiempos que había pasado con Albertine, ni en a qué lugar habría ido ella. Aquel extraordinario y mágico amor que había vivido, que en todo Estambul sólo él había conocido, aquel amor sublime que había sido la única fuente de orgullo de su vida y que nadie había podido mancillar, en breve sería contado de manera grosera a miles de lectores que no lo comprenderían; era como si Albertine, a quien había adorado tantos años, fuera a ser violada. Cuando pensaba que los estúpidos lectores, que sólo leen las trapacerías del último primer ministro o los defectos del último programa de radio, usarían la hojas de los periódicos para ponerlas debajo del cubo de la basura o para envolver pescado y que en ellas podría verse el nombre de Albertine, el hermoso nombre de su querida Albertine, a la que tanto había querido, por quien había sentido unos celos mortales, que le había despojado de toda felicidad al abandonarle y cuya forma de montar en bicicleta el primer día que la vio en Balbec nunca, nunca había olvidado, solo quería morirse.
Por eso, reuniendo lo que le quedaba de valor y decisión telefoneó al joven columnista de bigote retorcido y piel rosa y le rogó que nunca hablara de Proust y Albertine en ninguna de sus columnas diciéndole que «sólo y sólo» él podía comprender aquel amor incurable y especial, aquella situación tan humana, y aquellos desesperados e infinitos celos, y con un último rasgo de valentía, añadió: «Además, usted ni siquiera ha leído esa obra de Marcel Proust». «¿De quién? ¿Qué obra? ¿Para qué?», le preguntó el joven columnista, que hacía mucho que había olvidado la cuestión y los amores del anciano periodista. El viejo volvió a contárselo todo y el joven y cruel columnista volvió a reírse a carcajadas. Sí, sí, he aquí una historia que debería ser escrita, le dijo alegre. Quizá incluso pensara que el viejo quería que escribiera sobre el tema.
Y lo escribió. En una columna parecida a un cuento narró la historia del anciano periodista tal y como acaban de escucharla: un viejo, solitario y digno de compasión habitante de Estambul, enamorado de la protagonista de una extraña novela occidental y que se cree su autor y su protagonista. El anciano periodista de la historia tenía un gato atigrado, como el anciano periodista real. Y el viejo periodista de la columna se estremecía al ver que se burlaban de él en una historia contada en una columna. Y el viejo periodista quería morirse al ver los nombres de Proust y Albertine en aquella historia contada dentro de una historia. Y en la historia de dentro de la historia de dentro de la historia los periodistas solitarios, los Proust y las Albertines salían uno a uno de los pozos sin fondo, infinitos, de las pesadillas de las últimas e infelices noches de la vida del anciano periodista. Y cuando las pesadillas lo despertaban a medianoche, el anciano periodista ya no tenía un amor con cuya ilusión pudiera ser feliz porque nadie más lo conocía. Una mañana, tres días después de que se publicara la despiadada columna, cuando rompieron la puerta, se descubrió que el anciano periodista había muerto durmiendo en silencio a causa de los vapores que se filtraban por la chimenea de aquella estufa que no acertaba a funcionar bien El gato atigrado llevaba dos días sin comer, pero no se había atrevido a devorar a su dueño.
Como todas las otras historias, la que contó Galip, a pesar de lo triste que era, divirtió a la audiencia afianzando los lazos que se habían creado entre ellos. Varios de los presentes entre los que se encontraban los periodistas extranjeros, se levantaron de las mesas para bailar con las chicas de alterne al ritmo de la música de una radio invisible y estuvieron pasándolo bien y riéndose hasta que cerró el cabaret.
16. Debo ser yo mismo
«Si quieres ser alegre, o triste, o distraído, o pensativo, o educado, sólo necesitas representar con todo detalle cada uno de esos estados.»
El talento de Mr. Ripley , PATRICIA HIGHSMITH
Ya he contado brevemente en estas mismas columnas, en una crónica en la que la recordaba años después de que sucediera, una experiencia metafísica que me ocurrió una noche de invierno de hace veintiséis años. Y después de publicar aquel largo escrito, hace de eso once o doce años, no me acuerdo bien (por desgracia, ahora que mi memoria se encuentra tan debilitada, no está a mi disposición el «archivo secreto» al que recurría en tales situaciones), recibí un auténtico montón de cartas de mis lectores. Entre las cartas de algunos que, como siempre ocurre en estos casos, se habían molestado porque no había escrito un artículo del tipo que esperaban y al que estaban acostumbrados (¿Por qué no hablaba como siempre de los problemas del país? ¿Por qué no describía como siempre la melancolía de las calles de Estambul mojadas por la lluvia?), había también la de otro lector que «tenía la impresión» de estar de acuerdo conmigo en otro «asunto de gran importancia». Pensaba visitarme poco tiempo después y así me preguntaría sobre algunos asuntos «particulares» y «profundos» en los que creía que estaríamos de acuerdo.
Estaba a punto de olvidar la carta de aquel lector, que me había escrito que era barbero (lo cual también era extraño), cuando una tarde, poco después de mediodía, apareció de repente. Era la hora de entrega de los artículos, debía acabar lo que tenía a medias y bajarlo y apenas tenía tiempo. Además pensaba que el barbero se explayaría largo rato contándome sus problemas y me agobiaría preguntándome por qué no le daba el suficiente espacio en mi columna a sus interminable asuntos. Para quitármelo de encima le dije que volviera en otro momento. Me recordó que ya me había avisado por escrito de que pensaba venir y que, además, no tendría tiempo «en otro momento»; sólo iba a hacerme dos preguntas que podría contestarle enseguida, podría responderle incluso de pie. Me gustó que el barbero no se anduviera con rodeos y le pedí que me hiciera sus preguntas de inmediato.
– ¿Le cuesta trabajo ser usted mismo?
Alrededor de mi mesa se había concentrado una pequeña multitud intuyendo que se aproximaba algo extraño, algo divertido, una broma de la que todos podríamos reírnos luego: jóvenes periodistas para los que yo era como un hermano mayor, un cronista de fútbol, gordo y alborotador que hacía reír a todo el mundo con sus bromas… Y así, como respuesta a la pregunta, hice uno de esos «inteligentes» chistes que se esperaban de mí en momentos parecidos. El barbero, después de escucharlo atentamente como si fuera la respuesta que esperaba, hizo su segunda pregunta:
– ¿Existe algún medio para ser solamente uno mismo?
En esa ocasión lo preguntó no como para satisfacer su curiosidad sino como si alguien le hubiera pedido que actuara de intermediario y hablara en su nombre. Estaba claro que se había preparado la pregunta con antelación y que se la había aprendido de memoria. El efecto del primer chiste estaba todavía en el ambiente, habían llegado otros que habían oído las risas; en una situación así, ¿qué podía ser más natural que soltar aquel segundo chiste que todos esperaban con entusias mo en lugar de un discurso ontológico sobre «la posibilidad de ser uno mismo»? Además, el segundo chiste aumentaría el efecto del primero y todo aquello se convertiría en una historia que contarían cuando yo estuviera ausente. Después del segundo chiste, que hoy no recuerdo, el barbero dijo:
– ¡Ya lo sabía! -y se fue.
Como nuestros compatriotas sólo prestan atención las palabras de doble sentido cuando en su segundo significado hay algún tipo de insulto o humillación, ni me importó Ia suspicacia del barbero. Incluso puedo decir que no lo humillé, como sí he humillado a algunos lectores entusiastas que reconocen a este cronista en los retretes públicos y le preguntan mientras se abrocha la bragueta por el sentido de la vida o si cree en Dios.
Pero según fue pasando el tiempo… Los lectores que piensen que después de aquella frase a medias sólo pensaba en lo arrepentido que estaba de mi grosería y en lo apropiadas que eran las preguntas del barbero y que incluso escribiría en un artículo que una noche lo vi en sueños y que me despertaron los sentimientos de culpa y las pesadillas, se ve que no me conocen aún. Exceptuando una ocasión, no volví a pensar en el barbero. Y en «esa ocasión» pensé en él porque venía a cuento. Lo que se me había venido a la cabeza era la continuación de una idea que había pensado años antes de conocerlo. De hecho, en principio ni podría llamársele idea; era como un estribillo que desde mi infancia se me clavaba en ocasiones en la mente, que comenzaba a sonar una y otra vez en mis oídos, no, no en mis oídos sino en algún lugar en lo más profundo de mi mente y de mi espíritu: «Debo ser yo mismo, debo ser yo mismo, debo ser yo mismo…».
Después de haber pasado un día entre la multitud, la familia y los compañeros de trabajo, a medianoche, antes de acostarme, me senté en el viejo sillón de la otra habitación, apoyé los pies en un taburete y comencé a fumarme un cigarrillo mirando al techo. Parecía que los interminables ruidos, palabras y peticiones de la gente que había visto a lo largo del día se unieran convirtiéndose en una sola voz y resonaran en el fondo de mis oídos como un desagradable y agotador dolor de cabeza, peor, como un insidioso dolor de muelas. Entonces, en contra de ese resonar, comenzó ese viejo «estribillo» que no me he atrevido a llamar «idea»-, como si se tratara de una especie de «contrapunto» y recordaba la manera de escapar del incesante alboroto de Ia multitud encerrándome en mi propia voz interior, en mi propia alegría y en mi propia paz, incluso en mi propio dolor. «¡Debes ser tú mismo, debes ser tú mismo, debes ser tú mismo!»
¡Entonces sentí lo feliz que me encontraba sentado a medianoche tan lejos de la multitud y del cieno de ese tumulto en el que ellos (el imán que hace la prédica del viernes, los profesores, mi tía, mi padre, mi tío, los políticos, todos ellos) querían que me enterrara, querían que nos enterráramos, llamándolo «vida»! Estaba tan contento de poder pasear por el jardín de mi propia imaginación en lugar de por el de sus insípidas y desagradables historias que miraba incluso con cariño mis delgadas piernas, que se alargaban desde el sillón hasta el taburete, y mis pobres pies, observaba con tolerancia incluso mi fea y torpe mano, que llevaba a mi boca el cigarrillo cuyo humo soplaba hacia el techo. ¡Había podido ser yo mismo por una vez en mil años! ¡Y como había podido ser yo mismo por una vez en mil años, por fin había podido apreciarme! Y en ese momento de felicidad el «estribillo» cambió de tono. En lugar de repetir las mismas palabras, como el tonto del barrio que repite lo mismo a cada losa del suelo mientras camina a lo largo del muro de la mezquita o como el viejo pasajero que cuenta «uno, uno, uno» los postes telegráficos que ve por la ventanilla del tren, el estribillo adoptó un aspecto violento que no sólo me envolvió a mí mismo con su furia e impaciencia, sino también a la vieja y pobre habitación en que me encontraba sentado y a toda su «realidad». Bajo los efectos de aquella violencia en la que me hallaba sumido, ahora era ; y no el estribillo quien repetía con una alegre furia:
Debo ser yo mismo, me repetía, debo ser yo mismo sin hacerles caso, sin hacer caso a sus voces, sus olores, sus deseos, sus amores y sus odios, debo ser yo mismo, me repetía descansando mis pies satisfechos sobre el taburete y el humo del cigarrillo que soplaba hacia el techo; porque si no puedo ser yo mismo entonces seré como ellos quieren que sea y no cuanto a ese tipo que es como ellos quieren que yo sea y prefiero no ser nada, o no ser, antes que ser ese tipo insoportable que quieren que sea, pensaba, porque cuando en mi juventud iba a casa de mis tíos me convertía en el hombre al que miraban pensando «Qué pena que sea periodista, pero trabaja mucho y si sigue así, algún día será alguien importante, si Dios quiere», y después de esforzarme durante años para dejar de ser ése, cuando iba al mismo edificio, en uno de cuyos pisos vivía mi padre con su nueva mujer, ya todo hecho un hombre, entonces me convertía en alguien a quien miraban pensando «Ha trabajado mucho y, después de años, tiene algo de éxito, aunque no sea gran cosa» y, aún peor, como yo mismo no me veía de otra manera, aquella personalidad que tan poco me gustaba se me pegaba sobre la carne como una fea piel y poco después, mientras estaba con ellos, me atrapaba a mí mismo diciendo frases que no eran mías sino de aquella otra persona y cuando volvía a casa al anochecer me recordaba una a una las palabras de aquella persona que no quería ser para torturarme pensando en cómo podía haberlas dicho y para poder ser por fin un poco yo mismo y me repetía hasta casi asfixiarme de desdicha aquellas frases tan anodinas: «Toqué ese tema en un largo artículo que he escrito esta semana», «Me encargué de ese asunto en mi último artículo dominical», «En mi artículo de mañana también digo eso», «Este martes expongo eso otro en un amplio artículo».
Toda mi vida estaba llena de malos recuerdos de aquella especie. Recordé uno a uno los momentos en que no había podido ser yo mismo para saborear todavía más el hecho de serlo en aquel sillón en que estaba sentado con las piernas estiradas.
Recordé que en los primeros días de mi servicio militar mis «compañeros» de armas decidieron que yo era así y me pasé el servicio entero siendo «uno de esos que no deja de hacer chistes ni en los peores momentos». Recordé que me comportaba como alguien «distraído, sumergido en profundos incluso sublimes pensamientos» porque yo mismo había decidido por las miradas de la multitud ociosa que había salido a fumar un cigarrillo en los «cinco minutos de descanso» de las malas películas a las que iba, más que para pasar el tiempo, para sentarme solo en la fresca oscuridad, que me consideraban «un joven prometedor y digno de hacer grandes cosas». Recordé que me había comportado como un patriota en los momentos en que nos hallábamos sumidos en planear un golpe militar y en que soñábamos con el día en que llegaríamos a ocupar el poder, hasta el punto de no dormir por las noches preocupado porque el golpe se retrasara y se prolongaran los sufrimientos del pueblo. Recordé que aparentaba ser alguien sin esperanzas que había sufrido en el pasado reciente una terrible y desesperada historia de amor porque las putas de las casas de citas a las que iba a escondidas, sin que nadie me viera, se portan mejor con hombres así. Recordé que, cuando no me daba tiempo a cambiar de acera, pasaba por delante de las comisarías intentando parecer un buen y respetable ciudadano. Recordé que había simulado divertirme mucho jugando a la lotería sólo para poder unirme al entretenimiento general cuando fui a casa de mis abuelos porque no había tenido el valor suficiente de pasar solo esa noche terrible a la que llaman Nochevieja. Recordé que, para poder estar junto a las mujeres que me gustaban, había renunciado a ser corno era y había intentado parecer, según el caso, un hombre que sólo piensa en el matrimonio o en la lucha por la vida, o alguien decidido que no puede prestar atención a nada que no sea la salvación de la patria, o alguien sensible harto de la falta de sensibilidad y comprensión tan extendidas por nuestro país, o incluso, expresándolo con un dicho bastante manido, «un poeta secreto», sólo porque así les gustaría más. Después (sí, por último) recordé que en la barbería a la que iba una vez cada dos meses no había podido ser yo mismo y que me imitaba a mí mismo, a ese yo que era la suma de todos los individuos a quienes imitaba.
No obstante, yo iba a aquel barbero para relajarme (por supuesto, se trataba de otro distinto al del principio de mi artículo). Pero cuando comenzábamos, el barbero y yo, a mirar en el espejo el pelo que iba a ser cortado, la cabeza, los hombros y el cuerpo a los que pertenecía aquel pelo, comprendía de inmediato que la persona que se sentaba en el sillón y que contemplábamos en el espejo no era «yo» sino algún otro. La cabeza que sostenía el barbero mientras preguntaba «¿Cuánto le corto de delante?», el cuello, los hombros y el cuerpo sobre los que se alzaba aquella cabeza, no eran míos, sino del columnista Celâl Bey.
Yo no tenía la menor relación con ese hombre. Era una realidad tan evidente que creía que el barbero se daría cuenta, pero nunca parecía prestar atención a aquello. No sólo eso, como si quisiera hacerme notar con más fuerza que yo no era yo sino un «columnista» me hacía preguntas del tipo de las que se suelen plantear a los columnistas: «Si ahora estallara la guerra, ¿venceríamos a los griegos?», «¿Es cierto que la mujer del Primer Ministro era antes prostituta?», «¿Tienen los verduleros la culpa de la carestía de la vida?», ese tipo de cosas. Una fuerza incomprensible, de la cual nunca pude adivinar el origen, me impedía responder por mí mismo y en mi lugar era el columnista, al que contemplaba en el espejo con un extraño asombro, quien murmuraba unas frases con su eterno aire de sabihondo: «¡La paz siempre es buena!», «¡Deberían saber que no van a bajar los precios ahorcando a la gente!», y demás.
¡Odiaba a ese columnista que creía saberlo todo, que cuando no sabía algo sabía que no lo sabía y que había aprendido, de una manera un tanto presuntuosa, a tratar sus faltas y excesos con tolerancia! ¡Odiaba también a aquel barbero que a cada pregunta suya iba convirtiéndome cada vez más en «el columnista Celâl Bey»! Y en ese momento de mis malos recuerdos me acordé del barbero que había venido al periódico a hacerme extrañas preguntas.
En ese instante, a altas horas de la noche, sentado en el sillón que me permitía ser yo mismo con las piernas extendidas sobre un taburete, escuchando la nueva furia del viejo estribillo que me recordaba mis malos momentos desde el fondo de mis oídos, me repetía: «Sí, señor barbero, no le permiten a uno ser él mismo, no le dejan que lo sea y nunca le dejarán». Pero aquellas palabras, que pronunciaba con el ritmo y la furia del estribillo, me hundían todavía más en la paz que yo sólo quería vislumbrar. Entonces decidí que en toda esta historia, en la visita del barbero y en su recuerdo resurgido gracias a otro barbero, existían un orden, un significado, incluso, cómo lo diría, una «misteriosa simetría» que ya había descrito en otros artículos y que sólo percibirían mis lectores más fieles. Aquello era una señal que se refería a mi futuro: el hecho de que uno pueda ser él mismo quedándose a solas sentado en su sillón después de un largo día y una larga noche se parece a la vuelta a casa de un viajero que ha pasado años realizando un largo recorrido lleno de aventuras.