El libro negro - Pamuk Orhan 19 стр.


Cuando llegó el día, mientras la mujer y con ella todas las cabareteras de Beyoglu se maquillaban y se adornaban, el hombre salió a la calle después de afeitarse para la boda y allí fue atrapado por las redes de una bellísima mujer. Ella le sorbió el seso en un momento, se lo llevó a su habitación del Pera Palas y después de hacer el amor hasta hartarse le reveló su secreto: la desdichada era la hija ilegítima del sha de Persia y de la reina de Inglaterra. Había venido a Turquía como parte de un complejísimo plan destinado a vengarse de sus padres, que habían abandonado de tal manera el fruto de una noche de placer. Quería que nuestro bravucón se apoderara de un plano, la mitad del cual estaba en la Dirección General de

Seguridad y la otra mitad en manos del Servicio de Policía Secreta.

Nuestro bravucón, que ardía poseído por las de la pasión, le pidió permiso para marcharse y corrió al cabaret donde iba a celebrarse la boda; los invitados habían desaparecido, pero la muchacha estaba llorando en un rincón. Primero la consoló y luego le dijo que estaba metido en un asunto «de importancia nacional». Retrasaron la fecha de la boda y enviaron aviso a todas las cabareteras, a las danzarinas del vientre, a las propietarias de casas de citas y a los gitanos de Sulukule para que investigaran a todos y cada uno de los policías que aparecieran por los garitos de Estambul. Por fin, cuando consiguieron las dos mitades que componían el plano, la muchacha comprendió que su primo se la había jugado, como les ocurre a todas las «trabajadoras» de Estambul, y que estaba enamorado de la hija del sha de Persia y de la reina de Inglaterra. Entonces, decepcionada, se ocultó en una habitación de un burdel en Kuledibi, al que iban las mujeres más tiradas y los hombres más inmorales, llevando consigo el plano, que había escondido junto a su pecho izquierdo.

Siguiendo las órdenes de la malvada princesa, el primo comenzó a buscarla por todo Estambul palmo a palmo. Pero buscándola comprendió que su verdadero amor no era la que le había ordenado la búsqueda sino aquella que buscaba, que amaba, no una mujer cualquiera, ni una princesa, sino su prima de la infancia. Por fin encontró el burdel de Kuledibi y cuando vio por una mirilla los numeritos que realizaba el amor de su infancia para «proteger su pureza» de un ricachón con pajarita, rompió la puerta y la salvó. Una enorme verruga le apareció al bravucón en el ojo con el que había rozado la mirilla por la que había visto, con el corazón destrozado, cómo su amada, medio desnuda, tocaba la flauta, y nunca más le desapareció. La muchacha también tenía bajo su pecho izquierdo una idéntica marca de amor. Cuando acompañaron a la policía al Pera Palas para que detuvieran a la malvada mujer, en los cajones de aquella princesa devoradora de hombres aparecieron las fotos de miles de inocentes muchachos, todos desnudos y en diversas posturas, a las que la mujer había ido trabajando uno a uno y añadiendo a su colección política. Además, junto a ese amplio abanico político, había cientos de fotos de los que salen por televisión con los anarquistas detenidos, comunicados con la hoz y el martillo, el testamento del último sultán, que era marica, y planes de partición de Turquía con la cruz de Bizancio grabada en ellos. A pesar de que la policía sabía perfectamente que aquella mujer estaba introduciendo la anarquía en el país como si se tratara de una plaga de sífilis, como entre las fotografías aparecieron muchas de policías con la porra en la mano tal y como su madre los trajo al mundo, el asunto se tapó antes de que llegara a oídos de la prensa. Sólo se dio permiso para que se publicara la noticia del matrimonio de los primos con una fotografía de la boda. La chica de alterne sacó del bolso un recorte de periódico con la foto, en una de cuyas esquinas podía verse a la narradora en persona llevando un elegante abrigo con el cuello de zorro y los mismos pendientes de perlas que llevaba en ese momento, y pidió que lo pasaran de mano en mano por la mesa.

La mujer, que había visto que su historia se recibía con ciertas dudas e incluso alguna sonrisa, se enfadó y, repitiendo que todo lo que había contado era cierto, llamó hacia dentro: también estaba allí el hombre que había realizado tantas desvergonzadas fotografías de la princesa y sus víctimas. La cabaretera le dijo entonces al fotógrafo de pelo grisáceo que se acercó a la mesa que «nuestros invitados» le permitirían que les hiciera unas fotografías y además le dejarían una buena propina a cambio de una historia de amor, así que el anciano fotógrafo comenzó su relato:

Hace al menos treinta años un criado pasó por el pequeño estudio que tenía el fotógrafo para comunicarle que le llamaban de una casa cerca de la línea del tranvía de Sisji. Fue a la casa sintiendo curiosidad por la razón de que le hubieran buscado a él, alguien conocido como «fotógrafo de cabaret», entiendo docenas de colegas más adecuados. La joven y hermosa viuda que le recibió le hizo una oferta de «trabajo»: le propuso a cambio de una bonita cantidad de dinero, que cada mañana le entregara una copia de cada una de los cientos de fotografías que durante las noches hacía en los cabarets de Beyoglu.

El fotógrafo, sintiendo que detrás de aquel asunto, que había aceptado en parte por curiosidad, existía una «historia de amor», decidió seguir de cerca a aquella mujer de pelo castaño y mirada ligeramente bizca. Al cabo de los primeros dos años comprendió que la mujer no buscaba a un hombre concreto, a alguien a quien hubiera conocido o cuya fotografía hubiera visto en algún lugar, porque de vez en cuando seleccionaba alguna fotografía de los cientos que repasaba cada mañana y le pedía otro encuadre o una ampliación, pero ni las edades ni las caras de los hombres se parecían lo más mínimo. En años posteriores la mujer comenzó a abrirse al fotógrafo un poco con la proximidad que les daba el ser colaboradores y un poco con la confianza de compartir un secreto.

– No te molestes en traerme fotografías de estas caras vacías, de estas miradas sin sentido, de estos rostros inexpresivos -le decía-. ¡En ellos no puedo ver ningún significado, ninguna letra!

En cuanto podía leer (la mujer usaba con insistencia esa palabra) un cierto sentido en alguna cara le ordenaba que le hiciera nuevas fotografías, fotografías que siempre la arrastraban a la mayor decepción.

– Si esto es todo lo que podemos encontrar en los cabarets y en las cervecerías, que es donde la gente olvida sus tristezas y sus penas, ¿cómo, cómo serán de vacías las miradas en los lugares de trabajo, en los mostradores de las tiendas, en los escritorios de los funcionarios, Dios mío?

Encontraron un par de «casos» que les permitieron abrigar esperanzas a ambos: en una ocasión, tras detenerse largo rato en ella, la mujer leyó cierto sentido en la cara arrugada de un anciano que luego descubrieron que era joyero, pero era un hombre muy antiguo y demasiado estancado. La riqueza de letras en las arrugas de su frente y en sus ojeras sólo era la última parte del estribillo de un significado hermético que se repetía a sí mismo y que no arrojaba ninguna luz sobre el presente. Tres años más tarde encontraron unas tensas letras que ahora señalaban al presente, y que bullían en el rostro de un hombre, del que más tarde supieron que era contable; pero, después de haber ampliado las fotografías, una oscura mañana de uno de los días en que aún estaban entusiasmados con el descubrimiento de aquella tormentosa cara, la mujer le enseñó al fotógrafo una enorme instantánea del contable que había salido en los periódicos: «Desfalca veinte millones». Al terminar la excitación que le producían el crimen y la ilegalidad, el contable se había relajado por fin y la cara tranquila con que miraba a los lectores, mientras era escoltado por bigotudos policías, ahora resultaba tan vacía como la de un cordero pintado de alheña que condujeran al sacrificio.

Por supuesto los que se sentaban a la mesa habían decidido hacía rato, susurrando entre ellos y comunicándose con movimientos de cejas y ojos, que el auténtico amor era el que había entre el fotógrafo y la mujer, pero al final de la «historia de amor» aparecía un personaje completamente distinto: una fresca mañana de verano, en el momento en que la mujer vio en la fotografía que sostenía en la mano aquel reluciente e increíble rostro entre las caras vacías de una multitudinaria mesa de cabaret, decidió de inmediato que aquella investigación que desarrollaba desde hacía once años no había sido en vano. Esa misma noche pudo leer en las fotografías ampliadas de aquelIa maravillosa y joven cara, que el fotógrafo había podido hacer sin el menor problema puesto que se había dejado ver de nuevo en el cabaret, un significado muy simple, muy puro, muy claro: era el amor. En el rostro limpio y claro de aquel hombre, luego supieron que tenía treinta y tres años y que era un relojero que poseía un pequeño establecimiento en Karagümrük, se leían con tanta facilidad las cuatro «nuevas» letras de la palabra, que la mujer, airada, acusó de ceguera al fotógrafo porque era incapaz de ver ninguna. Los días posteriores los pasó temblando como una futura novia que va a visitar a la casamentera, sufriendo de antemano como los enamorados que se saben condenados a la derrota desde el principio e imaginando con una precisión absolutamente meticulosa, en los momentos en que notaba una pequeña luz de esperanza, todas las posibilidades de felicidad que podían hacerse realidad. En una semana cientos de retratos del relojero, hechos recurriendo a todo tipo de excusas y trucos, colgaban de cada rincón de la sala de la mujer.

Ella pareció enloquecer cuando, después de una noche en que el fotógrafo había podido hacerle unas fotografías aún más próximas y detalladas, el relojero de la increíble cara dejó de acudir al cabaret. Envió al fotógrafo a Karagümrük en su persecución pero el hombre no estaba ni en su tienda ni en la casa que le indicaron los vecinos del barrio. Cuando regresó una semana más tarde vio que la tienda se traspasaba y que había dejado la casa. A partir de ese momento a la mujer ya no le interesaron las fotografías que el fotógrafo le llevaba sólo «por amor» y no miraba ni siquiera de reojo la caras más interesantes, exceptuando la del relojero. Una mañana de aquel ventoso otoño que llegó tan temprano, el fotógrafo llevaba una curiosa «muestra» que creía que podría interesar a la mujer, pero cuando, después de llamar a la puerta, le abrió el siempre curioso portero y le informó alegre de que la señora se había mudado a otro lugar y no había dejado la dirección, el fotógrafo creyó con tristeza que aquella historia se había terminado; quizá ahora también comenzara él una nueva historia, que crearía pensando en el pasado.

Pero el auténtico final de la historia lo extrajo años después del titular de un periódico que leía distraído: «¡Le arroja vitriolo a la cara!». Ni el nombre, ni el rostro, ni la edad de la mujer que había arrojado el vitriolo se correspondían los de la mujer de Sisli, y su marido, que era a quien se lo había arrojado, no era relojero, sino fiscal de la República en la pequeña ciudad de Anatolia Central donde se había producido la noticia. Además, ninguno de los detalles que publicaba el periódico coincidía con las particularidades de aquella mujer con la que llevaba años fantaseando ni con las del apuesto relojero, pero en cuanto nuestro fotógrafo leyó la palabra «vitriolo» sintió que aquella pareja eran «ellos»; comprendió que llevaban años juntos, que le habían usado para fugarse y que habían recurrido a aquel truco para deshacerse de quién sabe qué hombre, tan infeliz como él mismo. Entendió cuánta razón tenía al ver en un periódico de escándalos que compró ese mismo día la cara absolutamente desfigurada del relojero y su expresión feliz ahora que había sido despojada por completo de significado y de las letras.

El fotógrafo, al ver que su historia, que había contado mirando especialmente a los periodistas extranjeros, era recibida con aprecio e interés, decidió coronarla con un último detalle, que reveló como si se tratara de un secreto militar: años después, el mismo periódico de escándalos volvió a publicar una fotografía de la misma cara deshecha como si fuera la de la última víctima de una guerra que desde hacía años se venía desarrollando en Oriente Medio y debajo habían añadido una frase muy significativa: «Y dicen que todo esto es por amor».

Los de la mesa, alegres, posaron juntos para el fotógrafo. Entre ellos había un par de periodistas y publicistas que Galip conocía de lejos, un tipo completamente calvo que le sonaba y algunos extraños que se habían unido a ellos desde el otro extremo de la sala. En la mesa se había formado esa amistad accidental y ese sentimiento de curiosidad mutua que se da entre las personas que comparten el mismo albergue por una noche o que sufren juntos un accidente sin demasiada importancia. El cabaret estaba silencioso y prácticamente vacío. Los focos del escenario se habían apagado hacía rato.

A Galip el cabaret le recordaba al lugar donde se había rodado Mi querida prostituta , en la que Türkan Soray hacía el papel de chica de alterne, y se lo preguntó a un anciano camarero al que pidió que se acercara. El anciano camarero, no porque todas las caras se habían vuelto hacia él, o quizá excitado por los relatos que había escuchado, aunque sin intervenir en la conversación, contó también una breve historia:

No, su historia no tenía relación con esa película pero sí con otra, más antigua, que se había rodado allí mismo, en ese cabaret, y que él había visto catorce veces la semana de su estreno en el cine Rüya. Cuando el productor y la bella protagonista le pidieron que apareciera en un par de escenas, el camarero lo aceptó entusiasmado. La cara y las manos que aparecían en la película, que vio dos meses después, eran las del camarero, pero la espalda, los hombros y la nuca de otra escena no eran los suyos y cada vez que contemplaba la película aquel camarero lo asustaba y, al mismo tiempo, le provocaba un placentero escalofrío. Además no podía acostumbrarse a que la voz que salía de su boca fuera la de otro, una voz que podía escucharse a menudo en otras películas. A los parientes y amigos que vieron la película no les interesó tanto como a él aquella escalofriante y perturbadora sustitución que parecía salida de un sueño, no comprendían ni eso que llaman trucos cinematográficos ni lo verdaderamente importante: que gracias a un pequeño truco se puede mostrar a otro como si fuera uno mismo o a uno mismo como si fuera otro.

El camarero esperó en vano durante años por si en los meses de verano, en los que hacían programa doble en los cines de Beyoglu, volvían a proyectar aquella película en la que él aparecía un instante. Creía que podría comenzar una nueva vida si podía verla una vez más, no porque volviera a encontrar su juventud, sino por una razón «evidente» que sus amigos no habían comprendido pero que sin duda entenderían los selectos componentes de la mesa: el amor; el camarero estaba enamorado de sí mismo.

Después de que se marchara el anciano camarero, en la mesa se discutió largo rato sobré cuál podría ser aquella otra razón «evidente». En opinión de la mayoría la razón era, por supuesto: estaba enamorado del mundo que había visto en sí mismo, o del «arte cinematográfico». La cabaretera puso punto final a la discusión diciendo que el camarero era «marica» como todos los viejos luchadores: le habían atrapado haciéndose cosas feas delante del espejo completamente desnudo y sobando a los pinches en la cocina. El viejo calvo que le sonaba a Galip se opuso a aquel «prejuicio sin fundamento alguno» que la cabaretera había hecho sobre los luchadores que practican nuestro deporte nacional y comenzó a relatar sus propias observaciones sobre la ejemplar vida familiar de aquellas excepcionales personas, que él había tenido la ocasión de observar de cerca en tiempos, especialmente en Tracia. Iskender aprovechó la ocasión para explicarle a Galip quién era el viejo: se había encontrado con aquel viejo calvorota en el vestíbulo del Pera Palas mientras intentaba localizar a Celâl uno de esos agitados días en que había estado tan desbordado de trabajo preparando el programa diario de los periodistas ingleses -sí, quizá la tarde de aquel día en que había telefoneado a Galip-. El hombre se unió a sus investigaciones afirmando que conocía a Celâl Bey y que también él lo buscaba por un asunto personal. En los días siguientes se lo encontró de nuevo aquí y allá y los ayudó, tanto a él como a los periodistas ingleses, en todo tipo de asuntillos gracias a su amplio abanico de relaciones (era militar jubilado). Y además le gustaba poder decir un par de palabras en su medio inglés. Estaba claro que se trataba del típico jubilado que quiere hacer algo útil en su tiempo libre, interesado por nuevas amistades y que conoce bien Estambul. Una vez hubo terminado con los luchadores tracios, el viejo anunció que había llegado el momento de la verdadera historia y comenzó su relato:

En realidad se trataba más de un dilema que de una historia: un anciano pastor encerró en el redil su rebaño de ovejas, que había vuelto por sí solo a la aldea debido a un eclipse en medio del día, sorprendió a su querida mujer en Ia cama con un amante y, tras un momento de duda, los mató a ambos con el primer cuchillo que cogió. Después de entregarse, en su defensa ante el juez afirmó que no había matado a su esposa y a su amante, sino a una mujer desconocida que estaba en su cama con su querido; la lógica que seguía el pastor era tremendamente simple: teniendo en cuenta que resultaba imposible que «la mujer» con la que había vivido enamorado desde hacía años, en la que había confiado y a la que tan bien conocía, le hiciera aquello a «él», tanto «él» como «la mujer de la cama» eran en realidad otras personas. El pastor creyó de inmediato en aquella sorprendente sustitución corroborada además por la señal sobrenatural que le había proporcionado el Sol. Por supuesto estaba dispuesto a sufrir la pena correspondiente al crimen de aquella otra persona que recordaba que le había poseído por un instante, pero quería que tanto la mujer como el hombre que había matado en la cama fueran considerados dos ladrones que habían entrado en su casa para aprovecharse impúdicamente de la comodidad de su lecho. Después de cumplir su condena, fuera la que fuese, se echaría a los caminos para buscar a su esposa, a la que no veía desde el día del eclipse y, después de encontrarla, comenzaría a buscar si propia personalidad perdida, quizá con ayuda de su mujer. ¿Cuál fue el castigo que el juez impuso al pastor?

Mientras escuchaba las respuestas que los de la mesa le daban a la pregunta del anciano coronel, Galip pensaba que había leído o escuchado aquella historia en otro lugar, pero era incapaz de recordar en cuál. Por un momento, mientras observaba una de las fotografías que el fotógrafo había traído y repartía entre los componentes de la mesa, creyó que iba a descubrir de dónde recordaba la historia y al hombre pero, en ese momento le pareció que podría decir de repente quién era ese hombre y, como en la historia del fotógrafo, así descifrar el misterio de una de aquellas caras cuyo significado era tan difícil de interpretar. Cuando le llegó el turno a Galip opinó que el juez perdonaría al pastor y en ese instante sintió que había resuelto el secreto del significado del rostro del militar jubilado: era como si cuando comenzó a contar su historia fuera una persona y al terminarla fuera otra. ¿Qué le había ocurrido mientras narraba la historia? ¿Qué era lo que le había cambiado mientras narraba la historia?

Al llegarle el turno de contar algo, Galip comenzó a narrar la historia de amor de un viejo y solitario periodista diciendo que se la había oído a otro columnista. El hombre se había pasado la vida haciendo críticas de las últimas películas y obras de teatro y traducciones para los periódicos y revistas de Bábiáli. Nunca se había casado porque sentía más atracción por la ropa y los complementos femeninos que por las propias mujeres y vivía completamente solo, con la única compañía de un gato atigrado que parecía aún más viejo y solitario que él, en un pequeño piso de dos habitaciones en una de las calles traseras de Beyoglu. La única conmoción que sufrió su vida, que por lo demás transcurría sin incidentes, fue que ya cerca del final de ésta comenzó a leer ese libro interminable en el que Marcel Proust se lanza en busca del tiempo perdido.

Al anciano periodista le gustó tanto el libro que durante una temporada le habló de él a todo el que se cruzaba en su camino, pero no encontraba a nadie, no ya que le apeteciera darse el enorme trabajo, como él, de leerse aquellos volúmenes en francés, sino ni siquiera con quien pudiera compartir su entusiasmo. Por esa razón se encerró en sí mismo y comenzó a narrarse una a una las historias y las escenas de aquellos tomos que quién sabe cuántas veces se había leído. Cada vez que a lo largo del día se encontraba en una situación molesta o cuando se veía obligado a doblegarse ante la masa de gente «inculta», falta de sentimientos y finura, como siempre es la gente, y sus crueldades, pensaba: «De hecho, ahora no estoy aquí. Ahora estoy en mi casa, en mi dormitorio, y estoy soñando en qué hará Albertine, que estará dormida o despertándose en esa otra habitación, o estoy escuchando con agrado y alegría el suave y dulce sonido de los pasos de Albertine mientras pasea por casa después de despertarse». Mientras caminaba desdichado por las calles imaginaba, como hace el narrador en la novela de Proust, que una joven y hermosa mujer le esperaba en su casa; que aquella mujer llamada Albertine, para él el mero hecho de conocerla había supuesto en tiempos una auténtica felicidad, lo esperaba específicamente a él, y qué estaría haciendo ella mientras lo esperaba. Cuando el anciano periodista regresaba a su casa de dos habitaciones cuya estufa jamás funcionaba correctamente, recordaba apenado las páginas de aquel otro tomo en que Albertine abandona a Proust, sentía dentro de sí mismo la melancolía de la casa vacía, recordaba hasta que le fluían lágrimas de tristeza y alegría las cosas de las que allí mismo había hablado con Albertine entre risas, cómo ella esperaba a que él tocara la campanilla para visitarlo, sus desayunos, sus ataques inagotables de celos y, como si él mismo fuera a un tiempo Proust y su amante Albertine, sus sueños sobre el proyectado viaje que harían juntos a Venecia.

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