El libro negro - Pamuk Orhan 22 стр.


Mucho más tarde, después de que el guía les mostrara a sus «invitados» todas las galerías y todos los maniquíes, después de que les contara lo que había sido el mayor sueño de su padre y de él mismo: que un cálido día de verano, mientras arriba todo Estambul dormitara en el pesado calor del mediodía envuelta por nubes de moscas, basura y polvo, abajo, en las frías, húmedas y oscuras galerías subterráneas, los pacientes esqueletos y los maniquíes, vivos gracias a la vitalidad de nuestro pueblo, organizarían todos juntos una fiesta, una enorme verbena, un banquete que celebraría la vida y la muerte y que iría más allá del tiempo y de la Historia, de las leyes y las prohibiciones; después de que los visitantes se imaginaran aterrorizados el horror y la excitación de aquella fiesta, los esqueletos y los maniquíes bailando felices, las copas de vino y las tazas rotas, la música y el silencio y los crujidos de los huesos al aparearse; después de que hubieran visto la amargura en el rostro de cientos de «ciudadanos» cuyas historias el guía ni siquiera sintió la necesidad de contar; en el camino de vuelta Galip sentía sobre sí el peso de todas las historias que había escuchado y todas las caras que había visto. El malestar que notaba en las piernas no se debía ni a lo empinado de la cuesta que subían ni al cansancio de aquel largo día. Sentía en su propio cuerpo el agotamiento que se veía en los rostros de aquellos hermanos suyos que se le aparecían en las resbaladizas escaleras iluminadas por las bombillas desnudas de las habitaciones húmedas ante las que pasaban sin cesar. Las cabezas inclinadas, las cinturas dobladas, las espaldas deformes, las piernas torcidas, los problemas y las historias de aquellos conciudadanos suyos eran prolongaciones de su propio cuerpo. Como sentía que todas las caras eran la suya y todas las desdichas su desdicha, quería no mirar a esos maniquíes que se le acercaban rebosantes de vida, no cruzar su mirada con las de ellos, pero le resultaba imposible apartar los ojos, como alguien que no pudiera separarse de su hermano gemelo. En determinado momento Galip intentó convencerse, como hacía en su primera juventud cuando leía las crónicas de Celâl, de que tras el mundo visible existía un secreto simple de cuyo influjo podría desembarazarse si lo descubría; un misterio capaz de liberar al hombre si se desvelaba su receta; pero, al igual que ocurría cuando leía los artículos de Celâl, se encontraba tan enterrado en este mundo que cada vez que se esforzaba en resolver el misterio se notaba tan desesperado e infantil como alguien que ha perdido la memoria. No sabía qué significaba el mundo que le señalaban los maniquíes, no sabía lo que hacía allí con aquellos extraños, no sabía cuál era el significado de las letras y las caras ni el secreto de su propia existencia. Además, mientras se aproximaban a la superficie, mientras subían, notaba que comenzaba a olvidar lo que había visto y aprendido allí porque se iba alejando de los secretos de las profundidades. Al ver en una de las habitaciones superiores una serie de «ciudadanos corrientes» en la que el guía no se detuvo, sintió que compartía su destino, que pensaba las mismas cosas que ellos: en tiempos todos ellos habían vivido una vida que tenía un significado, pero, por alguna razón desconocida, ahora habían perdido ese significado así como su memoria. Y cada vez que intentaban recuperarlo, como siempre se perdían al penetrar en las galerías llenas de telarañas de la memoria, como no encontraban el camino de vuelta en las callejuelas tenebrosas de sus mentes, como nunca encontraban la llave de la nueva vida que se les había caído en el pozo sin fondo de la memoria, se dejaban llevar por el dolor incurable de los que lo han perdido todo, su casa, su país, su pasado, su Historia. El dolor de estar lejos de casa, de haberse perdido por el camino, era tan violento, tan insoportable que lo mejor era tener paciencia y esperar resignados y en silencio que llegara el momento del fin de los tiempos sin ni siquiera intentar recordar el significado perdido o el misterio. Pero Galip, según se acercaba a la superficie, también sentía que no podría soportar aquella espera asfixiante, que no encontraría la paz sin encontrar lo que estaba buscando. ¿No era mejor ser una mala imitación de otro que ser alguien que ha perdido su pasado, su memoria y sus ilusiones? Al llegar al final de las escaleras quiso menospreciar, poniéndose en el lugar de Celâl, todos aquellos maniquíes y la idea que había llevado a su creación; todo se debía a la repetición obsesiva de una idea estúpida; era una mala caricatura; un chiste sin gracia; ¡una bobada miserable e incoherente! Y como prueba de su razonamiento ahí estaba el guía, una caricatura de sí mismo, explicando que su padre nunca había creído en aquello que llamaban «la prohibición de imágenes en el Islam», que lo que llamamos «pensamiento» no es en sí mismo sino una imagen y que lo que allí acababan de ver era también una serie de imágenes. Al llegar a la habitación a la que habían entrado en primer lugar, el guía les explicó que para poder mantener en pie aquel «grandioso proyecto» también debía hacer negocios en el mercado de maniquíes y rogó a los visitantes que introdujeran la voluntad en el cofrecillo verde de donativos.

Galip arrojó mil liras en el cofrecillo verde y luego su mirada se cruzó con la de la anticuaria.

– ¿Se acuerda de mí? -le preguntó la mujer. En su rostro había una mirada soñadora y una expresión juguetona e infantil-. Resulta que todos los cuentos de mi abuela eran ciertos -en la penumbra sus ojos brillaban como los de un gato.

– ¿Perdón? -contestó Galip azorado.

– No te acuerdas. Estábamos en la misma clase en la escuela secundaria. Belkis.

– Belkis -dijo Galip dándose cuenta repentinamente de que no era capaz de recordar a ninguna muchacha de la clase excepto a Rüya.

– Tengo coche -continuó la mujer-. Yo también vivo en Nisantasi. Puedo llevarte.

El grupo se fue disolviendo lentamente al salir al aire fresco. Los periodistas ingleses se fueron al Pera Palas, el hombre del sombrero de fieltro le entregó a Galip su tarjeta de visita, le dio recuerdos para Celâl y se sumergió en las calles de Cihangir, Iskender se montó en un taxi y el arquitecto de bigote espeso acompañó caminando a Belkis y a Galip. Al pasar por delante del cine Atlas se detuvieron en una bocacalle para tomar un plato de arroz que le compraron a un vendedor ambulante. Cerca de Taksim observaron, como si miraran juguetes mágicos, los relojes que se veían en el escaparate cubierto de escarcha de un relojero. Mientras Galip contemplaba en el borroso azul marino de la noche un rasgado cartel de cine del mismo color y la fotografía de un antiguo primer ministro ahorcado hacía mucho en el escaparate de un fotógrafo, el arquitecto les propuso llevarles a la mezquita de Solimán. Allí les enseñaría algo mucho más interesante que aquello que llamó «el Infierno de los Maniquíes». ¡La mezquita, de cuatrocientos años de antigüedad, se movía lentamente sobre sus cimientos! Subieron al coche de Belkis, que había dejado en una calle lateral de Tahmhane, y se pusieron en camino en silencio. Mientras pasaban entre horribles casas oscuras de dos pisos a Galip le apetecía decir «¡Horrible, horrible!». Nevaba ligeramente y toda la ciudad dormía.

Al llegar a la mezquita tras un largo trayecto el arquitecto les contó la historia: conocía los subterráneos de la mezquita porque trabajaba en restauración y reparaciones y también conocía al imán, que estaba dispuesto a abrir todas las puertas a cambio de cuatro cuartos. Cuando el motor se detuvo Galip les dijo que no iba a salir y que les esperaría allí. -¡Te vas a congelar en el coche! -replicó Belkis. En primer lugar Galip se dio cuenta de que la mujer ya no le trataba de usted y luego de que, a pesar de su belleza, con el grueso abrigo que llevaba y el pañuelo que se estaba dudando en la cabeza, en ese momento se parecía a una de sus tías lejanas. El mazapán que aquella tía lejana le sacaba cuando iba a visitarla los días de fiesta era tan dulce que antes de poder tomarse el segundo trozo, que con tanta insistencia le ofrecía, tenía que beber un vaso de agua. ¿Por qué no iba Rüya a esas visitas de los días de fiesta?

– ¡No quiero ir! -dijo Galip con voz decidida.

– Pero ¿por qué? -le preguntó la mujer-. Luego subiremos al alminar -se volvió hacia el arquitecto-. ¿Podemos subir al alminar?

Se produjo un momentáneo silencio. En un lugar no demasiado lejano ladró un perro, Galip oyó el susurro de la ciudad bajo la nieve.

– Mi corazón no aguanta las escaleras -dijo el arquitecto-. Suban ustedes.

Como le agradaba la idea de subir al alminar, Galip bajó del coche. Cruzaron el patio exterior de la mezquita, en el cual bombillas desnudas iluminaban los árboles cubiertos de nieve y entraron en el interior. La masa de piedra parecía allí menor de lo que era y la mezquita se convertía en una estructura familiar incapaz de ocultar sus secretos. La capa de nieve que cubría el suelo de mármol estaba tan oscura y llena de agujeros como la superficie de la luna que se ve en los anuncios de relojes extranjeros.

El arquitecto comenzó a manipular con destreza el candado de una puerta metálica que había allí donde el pórtico formaba un rincón. Mientras tanto les explicaba que la mezquita llevaba siglos desplazándose cinco o diez centímetros anuales hacia el Cuerno de Oro debido a su peso y al movimiento de la colina sobre la que se alzaba, que, en realidad, hasta el momento presente debería haber descendido con más velocidad hacia la orilla de la ría pero que «los muros de piedra» que recorrían los cimientos, cuyo secreto aún no había sido descubierto, «la disposición de los desagües», cuya técnica ni siquiera hoy se había podido superar, «el equilibrio hidrostático» tan cuidadosamente calculado y nivelado y «el sistema de galerías» calculado hacía cuatrocientos años, habían frenado el movimiento de la mezquita. Cuando, al mismo tiempo que el candado, la puerta se abrió a un oscuro corredor, Galip vio en los ojos brillantes de la mujer una enorme curiosidad por la vida. Quizá Belkis no fuera una belleza extraordinaria pero a uno le intrigaba lo que pudiera hacer.

– ¡Los occidentales no han podido descubrir este secreto! -dijo el arquitecto como si estuviera borracho y, como si estuviera borracho, entró en el corredor. Galip se quedó fuera.

Galip estaba escuchando los sonidos procedentes del corredor cuando de repente apareció el imán entre las sombras de las columnas cubiertas de escarcha. El imán no parecía en absoluto molesto porque le hubieran despertado a aquellas horas de la madrugada. Después de prestar también él atención a las voces, preguntó: «¿Es la mujer una turista?». «No», le contestó Galip notando que la barba hacía que el imán pareciera mayor de lo que era. «¿Eres tú también profesor?», preguntó el imán. «Sí.» «¡Un catedrático como Fikret Bey!» «Sí.» «¿Es verdad que la mezquita se mueve de su sitio?» «Sí, por eso estamos aquí.» «¡Que Dios les bendiga! -dijo el imán. Tenía una expresión de desconfianza-. ¿Acompaña algún niño a la mujer?». «No», le contestó Galip. «Dentro, en lo más profundo, hay un niño que se esconde.» «Parece ser que la mezquita lleva siglos desplazándose», dijo Galip indeciso. «Eso ya lo sé -contestó el imán-. Entrar ahí está prohibido pero entraron una turista y su hijo, los vi. Luego ella salió sola. El niño se quedó dentro». «Debería haber avisado a la policía», contestó Galip. «No fue necesario -le respondió el imán-, porque luego salieron en los periódicos las fotos de la mujer y del niño: era el nieto del rey de Abisinia. Pero deberían sacarla de ahí». «¿Qué tenía el niño en la cara?», preguntó Galip. «Mira, ¿lo ves? -dijo el imán receloso-. Tú también lo sabes. No pudiste mirar al niño a los ojos». «¿Qué estaba escrito en su cara?», insistió Galip. «Había muchas cosas escritas en su cara», le respondió el imán perdiendo la confianza en sí mismo. «¿Sabes leer caras?» El imán guardó silencio. «Para encontrar de nuevo una cara perdida, ¿basta con correr tras su significado?», preguntó Galip. «Eso ya lo sabes tú mejor que yo», le contestó el imán inquieto. «¿Está abierta la mezquita?» «Acabo de abrir la puerta -le contestó el imán-. Dentro de poco vendrán para la oración de la mañana. Pasa».

El interior de la mezquita estaba completamente vacío. Las lámparas de neón iluminaban más las paredes desnudas que las alfombras moradas, que se extendían como la superficie del mar. A Galip se le quedaron helados los pies sólo con los calcetines. Miró la cúpula, las columnas y la colosal mole de piedra que se alzaba sobre su cabeza queriendo que le impresionaran, pero en su corazón nada se despertó que no fuera el mismo deseo de que aquello le impresionara: una sensación de espera, una vaga curiosidad por lo que podría pasar… Sintió que la mezquita era un enorme objeto cerrado, que se bastaba a sí mismo, como las piedras con las que había sido construida. El lugar ni atraía ni remitía a ninguna otra parte. De la misma forma que nada era un indicio de nada, todo podía ser un indicio de todo. En cierto momento le pareció ver una luz azul y luego oyó el acelerado golpeteo de algo similar a las alas de una paloma, pero enseguida todo regresó a su anterior calma silenciosa en la que cada cosa esperaba un nuevo significado. Entonces pensó que los objetos y las piedras estaban más «desnudos» de lo que habría sido necesario: era como si los objetos le gritaran «¡Danos un significado!». Cuando poco después dos ancianos se acercaron lentamente al mihrab susurrando entre ellos y se arrodillaron, Galip dejó de oír la llamada de los objetos.

Quizá por todo aquello Galip no tenía la menor esperanza de que le ocurriera nada nuevo mientras subía al alminar. Cuando el arquitecto le explicó que la señora Belkis había subido sin esperarle, Galip comenzó a subir las escaleras a toda velocidad, pero poco después tuvo que detenerse al sentir los latidos de su corazón en las sienes. Se vio obligado a sentarse cuando comenzaron a dolerle las piernas y los muslos. Cada vez que pasaba una de las bombillas desnudas que iluminaban la escalera se sentaba y luego volvía a subir. Aceleró al oír los pasos de la mujer en algún lugar por encima de él, pero sólo pudo alcanzarla mucho después, cuando ella ya había salido al balcón. Juntos, en silencio, sin hablar lo más mínimo, contemplaron largo rato Estambul sumida en la oscuridad, las luces imprecisas de la ciudad y la nieve que caía ligeramente.

Parecía que la ciudad permanecería aún bastante tiempo en sombras, como la cara oculta de una estrella lejana, cuando Galip se dio cuenta de que la oscuridad se iba diluyendo poco a poco. Mucho después, temblando de frío, pensó que la luz que se reflejaba en el humo de las chimeneas, en los muros de las mezquitas y los bloques de cemento no provenía del exterior de la ciudad, sino de ella misma. Como la superficie de un planeta que todavía no ha acabado de formarse, los ondulados fragmentos de la ciudad, cubiertos de cemento, piedra, tejas, madera y plexiglás y cúpulas, parecía que fueran a entreabrirse lentamente y que desde las tinieblas se filtraría la luz color llama del misterioso subsuelo, pero aquella hora imprecisa tampoco duró demasiado. Al mismo tiempo que entre los muros, las chimeneas y los tejados comenzaron a verse una a una las enormes letras de los anuncios de cigarrillos y bancos, oyeron por los altavoces que estaban justo a su lado la voz metálica del imán llamando a la oración.

Mientras bajaban las escaleras Belkis le preguntó por Rüya. Galip le respondió que su mujer le estaba esperando en casa; ese mismo día le había comprado tres novelas policíacas. A Rüya le gustaba leer novelas policíacas por las noches.

Cuando Belkis volvió a preguntarle por Rüya ya habían subido al despersonalizado Murat de la mujer, habían dejado al arquitecto de espeso bigote en la siempre ancha y siempre solitaria calle Cihangir y subían en dirección a Taksim. Galip le contestó que Rüya no trabajaba, que leía novelas policíacas y que de vez en cuando traducía con mucha lentitud alguna de las que había leído. Mientras rodeaban la de Taksim la mujer le preguntó cómo hacía Rüya aquellas traducciones. «Despacio», le respondió Galip. El se iba por las mañanas al despacho y Rüya recogía la mesa del desayuno y se instalaba en ella, pero de la misma manera que nunca la había visto trabajar en aquella mesa, tampoco se imaginaba que lo hiciera. En respuesta a otra pregunta, Galip dijo, con el aire ausente de un sonámbulo, que algunas mañanas él salía de casa antes de que Rüya se hubiera levantado de la cama. Dijo que una vez por semana iban a cenar con su tía, a un tiempo materna y paterna, y que, en ocasiones, iban por la noche al cine Konak.

– Lo sé -dijo Belkis-. Os he visto en el cine. Mientras tú, contento con tu vida, mirabas las fotografías del vestíbulo y llevabas con cariño del brazo a tu mujer entre la multitud hacia la puerta que sube al palco, ella buscaba entre las fotografías de las paredes y entre la multitud una cara que le abriera las puertas a otro mundo. Comprendí que estaba leyendo el significado oculto de las caras en algún lugar muy lejos de ti.

Galip guardó silencio.

– En los cinco minutos de descanso, mientras tú, como un buen marido feliz de la vida, le hacías una señal con la mano al vendedor que golpeaba la caja de madera con una moneda para comprarle una chocolatina de coco o un bombón helado para complacer a tu mujer, y mientras buscabas suelto en los bolsillos, yo notaba que tu mujer, que miraba triste los anuncios de aspiradoras o exprimidores de naranja del telón a la pálida luz del cine, buscaba incluso en esos anuncios la huella de un misterioso mensaje que la llevara a otro país.

Galip guardaba silencio.

– Mientras poco antes de medianoche la gente salía del cine Konak apoyándose, más que unos en otros, en la gabardina o el abrigo de su pareja, yo os veía cogeros del brazo y caminar hacia vuestra casa mirando al suelo.

– En suma -dijo Galip con cierto enfado-, que nos vista una vez en el cine.

– Una no, os he visto doce veces en el cine, más de sesenta en la calle, tres en un restaurante y seis en tiendas. Al regresar a casa pensaba, como hacía cuando era niña, que la muchacha que estaba contigo no era Rüya, sino yo.

Se produjo un silencio.

– Cuando estábamos en la escuela secundaria -continuó la mujer mientras conducía pasando por delante del mismo cine Konak del que poco antes acababan de hablar-, mientras en los recreos ella se reía de las historias de los muchachos que se mojaban el pelo y se peinaban hacia atrás con el peine que se sacaban del bolsillo trasero del pantalón y que se colgaban los llaveros de las trabillas de los pantalones, yo pensaba que era a mí y no a Rüya a quien mirabas de reojo sin levantar la cabeza del libro que había sobre tu pupitre. Pensaba que la muchacha a la que las mañanas de invierno veía cruzar la calle sin mirar porque tú ibas con ella, no era Rüya, sino yo. Algunos sábados por la tarde, cuando os veía ir hacia la parada de taxis colectivos de Taksim acompañados por un tío vuestro que os hacía reír, yo imaginaba que era a mí a quien llevabas contigo a Beyoglu.

– ¿Y cuánto tiempo duró ese juego? -le preguntó Galip encendiendo la radio del coche.

– No era un juego -respondió la mujer, y añadió mientras pasaba ante la calle sin frenar-. No entro en vuestra calle.

– Recuerdo esta música -dijo Galip mientras observaba la calle donde estaba su casa como si mirara una postal de una lejana ciudad-. Esto lo cantaba Trini López.

Ni en la calle ni en el edificio había el menor indicio de que Rüya hubiera vuelto a casa. Galip quiso hacer algo con las manos y giró el sintonizador de la radio. Una voz educada de hombre hablaba de las precauciones que debíamos tomar para proteger nuestros establos de los ratones de campo.

– ¿No te has casado? -preguntó Galip cuando el coche penetraba en las calles traseras de Nisantasi.

– Soy viuda -contestó Belkis-. Mi marido murió.

– No te recuerdo de la escuela -dijo Galip con una crueldad sin motivo-. Me viene a la memoria una cara parecida a la tuya. Era una muchacha judía muy agradable y vergonzosa, Meri Tavasi; su padre era el propietario de medias Vog. En año nuevo algunos muchachos, incluso algunos profesores, le pedían calendarios de Vog, en los que se veían chicas con medias, y ella los traía toda avergonzada.

– Los primeros años de mi matrimonio con Nihat fueron felices -le contó la mujer después de un silencio-. Era delgado y silencioso y fumaba mucho. Los domingos hojeaba el periódico, escuchaba por la radio el partido de fútbol e intentaba tocar una flauta que había caído en sus manos. Bebía muy poco, pero la mayor parte de las veces tenía la cara tan triste como los borrachos más lastimosos. En cierta ocasión me habló muy avergonzado de sus dolores de cabeza. Resulta que llevaba años criando pacientemente un enorme tumor en un rincón de su cerebro. Ya conoces a ese tipo de niños cabezotas y silenciosos que esconden algo en el puño bien prieto y que por mucho que lo intentes no abren la mano para dártelo: como ellos, protegió con testarudez su tumor y, de la misma forma que esos niños sonríen un momento cuando por fin abren la mano y te dan la canica que guardaban, él me sonrió contento cuando entraba al quirófano, y allí se murió en silencio.

Entraron en un edificio que estaba no demasiado lejos de la casa de la Tía Hâle, en un rincón por el que Galip no pasaba demasiado pero cuya existencia conocía tan bien como su propia calle, un edificio que se parecía de forma sorprendente en el aspecto exterior y en la puerta al Sehrikalp.

– Sé que hasta cierto punto se vengó de mí con su muerte -continuó la mujer en el viejo ascensor-. Había comprendido que, de la misma forma que yo era una imitación de Rüya, él debería haber sido una imitación tuya. Porque algunas veces, cuando se me iba la mano con el coñac, no podía contenerme y le hablaba largo rato de Rüya y de ti.

Entraron en la casa después de un momento de silencio. Galip se sentó en medio de un mobiliario parecido al de su propia casa y le dijo inquieto y como disculpándose:

– Me acuerdo de Nihat de nuestra clase.

– ¿Crees que se parecía a ti?

Galip extrajo a duras penas de las profundidades de su memoria un par de escenas: Galip y Nihat, con los «permisos paternos» que anunciaban que no participarían en aquellas clases en la mano, eran acusados de blandos por el profesor de gimnasia; Galip y Nihat bebían acercando los labios a los grifos de los retretes de estudiantes, que apestaban de veras, un cálido día de primavera: era gordo, era torpe, era pesado y lento y además no era demasiado brillante. Galip, a pesar de sus buenas intenciones, no pudo sentir la menor simpatía por aquel muchacho al que le habían comparado y de quien no se acordaba demasiado.

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