El libro negro - Pamuk Orhan 23 стр.


– Sí -dijo-. Nihat se parecía un poco a mí.

– No se parecía nada en absoluto -contestó Belkis. Por un momento sus ojos brillaron con la misma luz peligrosa que Galip había visto la primera vez que le llamó la atención-. Sé que no se te parecía lo más mínimo. Pero estábamos en la misma clase. Conseguí que me mirara de la misma forma en que tú mirabas a Rüya. En los descansos de mediodía, mientras Rüya y yo fumábamos con los otros muchachos en la mantequería Sütis, yo veía que desde la acera lanzaba miradas inquietas a aquella alegre multitud entre la que sabía que me encontraba yo. En las tristes tardes de otoño, cuando anochece tan pronto, cuando miraba los árboles desnudos iluminados por las pálidas luces de los edificios yo sabía que estaría pensando en mí mirando aquellos mismos árboles, como tú pensabas en Rüya.

Cuando se sentaron a desayunar la brillante luz del sol entraba por las cortinas abiertas iluminando la habitación.

– Sé lo difícil que es ser una misma -dijo Belkis entrando directamente en materia como aquellos que llevan mucho tiempo dándole vueltas a la misma historia-. Pero es algo que comprendí después de cumplir los treinta. Antes el problema me parecía que se trataba sólo del hecho de poder ser o no otra persona o de simples celos. A medianoche, cuando estaba tumbada boca arriba en la cama sin poder dormir y contemplando las sombras del techo, quería de tal manera estar en el lugar de esa otra persona que creía que podría desprenderme de mi piel como quien se quita un guante, y que luego, sólo por la violencia de mi deseo, podría envolverme en la piel de esa otra y comenzar una nueva vida. A veces sufría tanto pensando en esa otra persona y en que no podía vivir mi vida como si fuera la suya, que se me saltaban las lágrimas sentada en la butaca de un cine o contemplando gente sumergida en sus propios mundos entre la multitud de un mercado.

La mujer pasaba distraída el cuchillo sin mantequilla sobre la superficie endurecida de las delgadas tostadas como si las estuviera untando.

– Y tampoco ahora, tantos años después, puedo entender por qué una quiere vivir la vida de otra persona y no la suya propia -continuó-. Incluso me resulta imposible expresar claramente por qué quería estar en el lugar de Rüya en vez de en el de ésta o de aquélla. Lo único que puedo asegurar es que durante largos años creí que se trataba de una enfermedad que había que mantener oculta. Me avergonzaban mi enfermedad, mi alma, que la había contraído, y mi cuerpo, que se veía obligado a sufrirla. Pensaba que mi vida era la imitación de la «vida original» que debía haber sido, y que era algo lastimoso y triste de lo que había que avergonzarse, como todas las copias. En aquel entonces era incapaz de otra cosa que de imitar en todo lo posible mi «original» para poder librarme de aquella infelicidad. En cierto momento se me ocurrió cambiar de escuela, de barrio o de entorno, pero también sabía que el alejarme de vosotros sólo me llevaría a pensar todavía más en vosotros. Los días lluviosos de otoño, a mediodía, cuando no me apetecía hacer nada, me sentaba durante horas en un sillón observando las gotas de lluvia golpear contra la ventana: pensaba en vosotros, Rüya y Galip. De acuerdo con los indicios que tenía, pensaba en lo que harían Rüya y Galip en ese momento hasta el punto de que un par de horas después llegaba a creer que la que estaba sentada en el sillón en aquella habitación oscura no era yo sino Rüya, y aquel pensamiento terrible me producía un extraordinario placer.

Como la mujer sonreía tranquilamente mientras de vez en cuando traía más té o tostadas de la cocina, como si contara una historia divertida sobre algún conocido, Galip escuchaba lo que le contaba sin sentir la menor incomodidad.

– Esa enfermedad duró hasta que se murió mi marido. Quizá aún me dure pero ya no la vivo como una enfermedad. En los días de soledad y arrepentimiento que siguieron a su muerte, decidí que no había manera de que nadie pudiera ser él mismo. En aquellos días, entre profundos remordimientos que no eran sino una manifestación distinta de la misma enfermedad, ardía de deseos de vivir de nuevo todo lo que había vivido durante años con Nihat, de la misma forma, pero ahora siendo sólo yo misma. Y una medianoche, cuando comprendí que el remordimiento iba a destrozar lo que me quedaba de vida, se me pasó esta extraña idea por la cabeza: de la misma manera que en la primera mitad de mi vida no había podido ser yo misma porque quería ser otra, iba a pasarme la segunda mitad siendo otra porque lamentaba los años que no había podido ser yo misma. Me resultó tan divertida esa idea, que el horror y la infelicidad que para mí eran mi pasado y mi presente, se convirtieron repentinamente en un destino que compartía con todos los demás y en el que no tenía excesivo interés en insistir. Había aprendido, para no volver a olvidarlo, como un saber definitivo, que nadie puede ser él mismo. Sabía que el viejo al que veía esperando en la larga cola del autobús sumergido en sus problemas mantenía vivos en su interior los fantasmas de algunas personas «reales» en cuyo lugar había querido estar muchos años antes. Sabía que aquella madre fuerte y saludable que una mañana de invierno había llevado a su hijo al parque para que le diera el sol era la víctima de la imagen de otra madre que llevaba a su hijo al parque. Sabía que los fantasmas de los originales en cuyo lugar querrían estar incomodaban noche y día a los tristes que salen absortos de los cines y a los infelices que rebullen inquietos en las calles atestadas y en los ruidosos cafés.

Fumaban un cigarrillo sentados a la mesa del desayuno. Mientras la mujer hablaba, Galip sintió que, según el calor iba en aumento en la habitación, una somnolencia irresistible envolvía lentamente todo su cuerpo como un sentimiento de culpabilidad del que uno sólo pudiera darse cuenta en sueños. Cuando le pidió permiso a Bellas para «echar una cabezadita» en un sofá que había junto al radiador, ella comenzó a contarle la historia del príncipe heredero, ya que consideraba que tenía «relación con todo esto».

Sí, había una vez un príncipe que había descubierto que el problema más importante de la vida era si uno podía ser él mismo o no, pero, cuando Galip comenzaba a representarse la historia en su imaginación, se durmió sintiendo que se convertía, primero en otra persona, y luego en alguien que se quedaba dormido.

18. La oscuridad del edificio

«… el aspecto de esa venerable mansión siempre me producía el efecto de un rostro humano.»

La casa de los siete tejados, NATHANIEL HAWTHORNE

Años después fui una tarde a ver aquel edificio. Había pasado a menudo, muy a menudo, por esa calle siempre tumultuosa, por esas aceras en las que, a mediodía, se empujan los estudiantes de instituto, con la cartera en la mano, aspecto desaseado y corbata, y por las que, al atardecer, caminan maridos que regresan de sus trabajos y amas de casa que salen de algún lugar de esparcimiento. Pero nunca había ido para ver ese edificio, para ver de nuevo, años después, ese edificio que en tiempos tanto había significado para mí.

Era una tarde de invierno. Había oscurecido temprano y el humo que salía de las chimeneas había descendido sobre la estrecha calle como una noche brumosa. Sólo en dos pisos del edificio había luces encendidas: lámparas pálidas y sin alma encendidas en dos oficinas en las que se trabajaba hasta tarde. El resto de la fachada estaba absolutamente a oscuras. Las oscuras cortinas de los oscuros pisos estaban abiertas: las ventanas parecían vacías y terribles como la mirada de un ciego. Lo que veía era una imagen fría, amarga y desagradable si la comparaba con el pasado. Uno ni siquiera podía imaginar que algún tiempo atrás allí había vivido, unos encima de otros, en medio de un continuo alboroto, una populosa familia cuyos miembros estaban tremendamente unidos.

Me produjo cierto placer ese aspecto de hundimiento y decadencia que había caído sobre la casa como si fuera un castigo por sus pecados de juventud. Sabía que lo que me producía ese sentimiento era el no haber conseguido jamás la felicidad que me correspondía de esos pecados y que con su de cadencia saboreaba mi venganza, pero en esos momentos tenía otra cosa en la cabeza: «¿Qué habrá sido del misterio oculto en el pozo que luego se convirtió en el patio de ventilación del edificio? ¿Qué habrá sido del pozo y de lo que contenía?» Pensé en el pozo que había justo al lado del edificio, en ese pozo sin fondo que despertaba por las noches un escalofrío de miedo, no sólo en mí, sino en todos los hermosos niños y niñas que entonces llenaban el edificio, e incluso en los adultos. Su interior hervía de murciélagos, serpientes venenosas, escorpiones y ratones como si fuera el pozo de un cuento. Yo sabía que aquél era el pozo descrito por el jeque Galip en Hüsnüask y del que hablaba Mevlâna en su Mesnevi . A veces se cortaba la cuerda de los cubos que colgaban en su interior, a veces se decía que en su fondo sin fondo había un gigante, un negro del tamaño del edificio. «¡Niños, no os acerquéis!», nos decían. En cierta ocasión descendieron al portero por el pozo atándole una cuerda a la cintura y regresó de aquel viaje ingrávido por la eternidad de un tiempo oscuro con alquitrán de cigarrillo ennegreciéndole para siempre los pulmones y lágrimas en los ojos. Yo también sabía que la venenosa bruja del desierto, que montaba guardia junto al pozo, adoptaba la apariencia de la mujer de cara de luna del portero; y también que el pozo tenía que ver con un secreto que yacía en las profundidades de la memoria de los habitantes del edificio. Todos temían el secreto de su interior como se teme un pecado que no podrá permanecer para siempre oculto en el pasado. Por fin olvidaron el pozo junto con las criaturas, los recuerdos y el misterio que contenía como hacen los animales que no tienen otro remedio que cubrir con tierra sus excrementos. Una mañana, cuando me desperté de una pesadilla color de noche en la que bullían rostros humanos sin ningún significado, vi que el pozo había sido cegado. Entonces comprendí, con la misma sensación de pesadilla, que donde estaba aquello a lo que llamaban pozo, se alzaba ahora un pozo al que habían dado la vuelta. Ahora denominaban con nuevas palabras ese nuevo lugar que traía el misterio y la muerte hasta nuestras ventanas: el patio de ventilación del edificio, la oscuridad del edificio…

De hecho, aquel nuevo lugar al que los habitantes de la vivienda comenzaban a llamar con repugnancia y amargura patio «de ventilación» o «de oscuridad» (no «de luces», como los llamaban el resto de los habitantes de Estambul) no había sido patio de ventilación ni de oscuridad antes de haber sido pozo, puesto que cuando se construyó el edificio tenía solares vacíos a ambos lados y no había sido uno de esos feos inmuebles que posteriormente cubrieron toda la calle como un sucio muro. Cuando un día vendieron a un constructor uno de los solares, las ventanas de la cocina, del pasillo de atrás y de la habitación pequeña que se destinaba a diversos usos según el piso (trastero, habitación de la criada, de los niños o de invitados pobres, cuarto de la plancha o de la tía lejana), y que hasta entonces daban a la mezquita y a la vía del tranvía, al instituto femenino, a la tienda de Aladino y al pozo adyacente, comenzaron a dar a las nuevas ventanas, contiguas y regulares, apenas a tres metros de distancia, del alto edificio recién construido. Y así se formó un lugar de espeso ambiente sombrío e inmóvil que recordaba a la infinitud del interior del pozo entre los muros de cemento que iban perdiendo el color por la suciedad y las ventanas que se reflejaban unas en otras y que reflejaban también las de los pisos inferiores.

Las palomas descubrieron aquel hueco que en un breve plazo de tiempo había creado un olor triste, viejo y pesado. Apilando sus infinitos excrementos en los alféizares, en los canalones que se rompían, en los salientes de cemento, en los codos de los desagües, lugares todos inalcanzables para la mano humana y a los que, con el tiempo, se desistió de alcanzar, crearon rincones aptos para sus olores, su comodidad y su población iba continuamente en aumento. En ocasiones se les unían insolentes gaviotas, a las que se puede considerar no sólo heraldos de desastres meteorológicos sino también de otros males menos definidos, y negras cornejas perdidas a medianoche que se golpeaban contra las ventanas ciegas del oscuro pozo sin fondo… En el suelo de la oscuridad, al que se llegaba cruzando agachado la pequeña puerta de hierro del piso de techo bajo y asfixiante del portero, que recordaba la entrada de una estrecha celda (y que crujía como la puerta de una mazmorra), se podían encontrar a veces los restos de esas criaturas aladas roídos por las ratas. En aquel lugar asqueroso, cubierto por una suciedad a la que ni siquiera se podría llamar estiércol, se podían encontrar otras cosas: cáscaras de huevo de paloma que las ratas, que subían hasta los pisos superiores por las cañerías, habían robado de los nidos y habían arrojado allí, desdichados tenedores y cuchillos y calcetines sueltos que habían caído al pardo vacío desde el interior de manteles estampados de flores y sábanas somnolientas, trapos para el polvo, colillas, trozos de vidrio, bombillas y espejos rotos, oxidados muelles de somier, muñecas rosadas sin brazos ni esperanza pero que aún abrían y cerraban testarudamente sus ojos de pestañas de plástico, hojas cuidadosamente rasgadas en trozos pequeños de ciertos periódicos y revistas sospechosos, pelotas deshinchadas, sucios calzoncillos de niño, terribles fotografías hechas pedazos…

De vez en cuando el portero paseaba piso por piso uno de esos objetos sosteniéndolo con asco por un extremo, como si fuera un delincuente a quien hay que identificar, pero ninguno de los habitantes del edificio asumía la propiedad de aquellos sospechosos objetos que el día menos esperado regresaban a sus puertas desde el fango del otro mundo. «No es nuestro -decían-. ¿Se ha caído ahí?».

«Ahí» era como algo terrorífico de lo que quisieran huir pero no pudieran, que quisieran olvidar pero no pudieran, hablaban de aquello como si hablaran de una fea y contagiosa enfermedad: el patio del edificio era una cloaca a la que ellos mismos podían caer por accidente y compartir la desdicha de esos pobres objetos tragados por el vacío, si no tenían cuidado; era un nido de maldad que se había introducido arteramente entre ellos. Era evidente que aquellos microbios de los que tanto se escribía en los periódicos y que provocaban repentinas enfermedades en los niños surgían de allí, y su miedo a los fantasmas y a la muerte, de los que hablaban ya desde pequeños. También entraban desde allí, por los huecos de las ventanas, los extraños olores que a veces envolvían la casa como dichos miedos: podían imaginarse que también se filtraban la desgracia y la mala suerte. Las negras nubes de los desastres que, como las espesas emanaciones azul marino del vacío, caían sobre ellos (quiebras, endeudamientos, padres fugados de casa, amores en el interior de la familia, divorcios, traiciones, envidias, muertes) eran relacionadas mentalmente por todos los habitantes del edificio con la historia de la oscuridad: como libros cuyas páginas se confundieran en sus memorias porque querían olvidarlos.

Pero, gracias a Dios, siempre aparece alguien que hojea las páginas prohibidas de dichos libros y encuentra un tesoro. Los niños (¡ah, los niños!), sintiendo escalofríos en la oscuridad del pasillo cuyas luces no se encendían para no gastar electricidad, se metían entre las cortinas prietamente recogidas y apoyaban curiosos la frente en la ventana que daba a la oscuridad del patio; cuando en el piso del Abuelo se cocinaba para todos, la criada usaba el patio para avisar a gritos a los de los pisos de abajo (y a los del edificio vecino) de que la comida ya estaba servida y cuando la madre y el hijo desterrados al piso superior no eran invitados a esas comidas, echaban de vez en cuando un vistazo por la ventana de la cocina, que mantenían abierta para observar lo que cocinaban y lo que intrigaban los de abajo; un sordomudo se pasaba algunas noches mirando por las ventanas de la oscuridad hasta que su anciana madre lo atrapaba; la criada, que en los días de lluvia lloriqueaba acompañada por los desagües en su pequeña habitación, fantaseaba mirando por allí; y también un muchacho que años después volvería victorioso a aquellos pisos en los que no se podía mantener una familia en decadencia.

Echemos un vistazo al azar a los tesoros que veían: imágenes empalidecidas por las ventanas cubiertas de vaho de la cocina de mujeres y muchachas cuyas voces no se oían; la espalda de una sombra fantasmagórica que se incorporaba lentamente rezando en una habitación sombría; la pierna de una mujer mayor descansando sobre una cama sin abrir junto a una revista ilustrada (si esperan un rato verán también cómo una mano vuelve las páginas y rasca perezosamente la pierna); la frente, apoyada en el frío cristal de una ventana, de un muchacho decidido a regresar un día junto al pozo sin fondo para descubrir el misterio cegado por los habitantes del edificio (el mismo muchacho, mientras observaba su imagen reflejada en la ventana de enfrente, veía en el cristal de la ventana del piso inferior del otro edificio a su madrastra, de embrujadora belleza, sumergida, como él, en sus sueños). Añadamos que esas imágenes eran enmarcadas por cabezas y cuerpos de palomas ocultas en la oscuridad, que el entorno era azul marino y que las cortinas que se movían, las luces que se encendían un momento y se apagaban al siguiente y las luminosas habitaciones dejaron una huella brillantemente anaranjada en las memorias infelices y culpables que después habrían de volver a las mismas imágenes y a las mismas ventanas. Vivimos poco, vemos poco, sabemos poco; soñemos, pues. Feliz domingo, queridos lectores.

19. Las señales de la ciudad

«¿Era la misma persona cuando me desperté esta mañana? Si no lo soy, entonces tendré que preguntarme: ¿Quién soy yo, por el amor de Dios?»

Alicia en el país de las maravillas , LEWIS CARROLL

Cuando Galip se despertó, se encontró ante él a una mujer completamente distinta. Bellas se había cambiado de ropa y se había puesto una falda parda que hizo que Galip recordara que se encontraba en un lugar extraño con una mujer extraña. Su cara y su cabello estaban también completamente distintos. Se había recogido el pelo hacia atrás como Ava Gardner en 55 días en Pekín y se había pintado los labios con el rojo Supertechnirama de la película. Mientras Galip observaba aquella nueva cara de la mujer, pensó de repente que todo el mundo le engañaba desde hacía mucho tiempo.

Poco después Galip sacó el periódico del bolsillo de su abrigo, que la mujer había colgado de una percha y puesto en el armario con sumo cuidado, y lo extendió sobre la mesa del desayuno, recogida con el mismo cuidado. Al releer la columna de Celâl le parecieron estúpidas las notas que había tomado al margen y las palabras y sílabas que había subrayado. Resultaba una realidad tan obvia que las letras que podían desvelarle el secreto del artículo no eran las que había marcado que por un momento le dio la impresión de que no existía ninguno: era como si las frases que leía indicaran su propio significado y otra cosa al mismo tiempo. Tanto era así que a Galip le parecía que cada frase del artículo dominical de Celâl, que trataba de un personaje que había perdido la memoria y que, por lo tanto, no podía hacer partícipe a la Humanidad de su increíble descubrimiento, era en realidad una frase de otro cuento, oído y conocido por todos, que se refería a una situación humana completamente distinta. Aquello estaba tan claro, era tan evidente, que ni siquiera era necesario escoger ciertas letras, sílabas y palabras, escribirlas y reordenarlas. Lo que había que hacer para extraer el significado «invisible», «secreto» del interior del artículo era simplemente leerlo con esa convicción. Mientras su mirada saltaba de una palabra a otra Galip creía que leería tanto el paradero del lugar donde se escondían Rüya y Celâl y su significado como todos los secretos de la vida y la ciudad, pero cada vez que levantaba la cabeza del artículo y veía frente a él la nueva cara de Belkis desaparecía todo su optimismo. Intentó durante un rato dedicarse sólo a leer una y otra vez el artículo para no perder dicho optimismo, pero no pudo discernir con claridad aquel significado secreto que creía que podría encontrar con tanta facilidad. Notaba feliz que se aproximaba a cierta información sobre el misterio de la vida y el mundo, pero cuando quería reflexionar abiertamente sobre el secreto que estaba buscando, silabearlo, aparecía ante su mirada el rostro de la mujer, que lo observaba desde un rincón de la habitación. Un rato después decidió que no podía acercarse a ese secreto con la intuición y la fe sino con la razón y comenzó a tomar nuevas notas con un bolígrafo en los márgenes del artículo y a subrayar sílabas y palabras totalmente distintas. Estaba por completo entregado a ello cuando Belkis se acercó a la mesa.

– El artículo de Celâl Salik -dijo-. Sabía que es tío tuyo. ¿Sabes por qué me pareció tan terrible ayer por la noche su maniquí del subterráneo?

– Lo sé -respondió Galip-. Pero no es mi tío. Es el hijo de mi tío.

– Por lo mucho que se le parecía el maniquí -prosiguió Belkis-. Cuando salía a Nisantasi para ver si os encontraba, no os veía a vosotros, sino a él y con esa misma ropa.

– Era la gabardina que tenía hace años. Antes se la ponía mucho.

– Todavía se la pone y pasea por Nisantasi como un fantasma. ¿Qué son esas notas que tomas al margen?

– No tienen nada que ver con el artículo -contestó Galip doblando el periódico-. Se refieren a un explorador polar que desapareció. Como había desaparecido, otro ocupó su lugar y desapareció a su vez. En cuanto al primero, el misterio de cuya desaparición se había ahondado con la desaparición del segundo, vivía en una ciudad perdida con un nombre falso, pero un día lo asesinaron. El nombre al que habían matado con un nombre supuesto…

Cuando Galip acabó de contar su cuento comprobó que se vería obligado a repetirlo. Narrándolo de nuevo sentía una profunda ira hacia todos aquellos que lo obligaban a contarlo una y otra vez. Le hubiera gustado decir: «¡Que cada cual sea como es y así nadie se verá obligado a contar cuentos!». Mientras lo contaba por segunda vez se levantó de la mesa e introdujo de nuevo el doblado periódico en el bolsillo de su viejo abrigo.

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