El libro negro - Pamuk Orhan 26 стр.


– ¿Cómo voy a olvidaros?

– Todos pasáis por delante de la puerta pero no os paráis ni un momento.

– ¡Le he traído esto a Celâl! -Galip le mostró el sobre.

– ¿Te lo ha dicho Ismail?

– No, me lo dijo el mismo Celâl -respondió Galip-. Sé que está aquí, pero no se lo digáis a nadie.

– ¿Qué quieres que hagamos? No podemos decírselo a nadie -le dijo la mujer-. ¡Nos lo ha advertido de una manera…

– Lo sé. ¿Están arriba ahora?

– Nunca lo sabemos. Entra de noche, cuando estamos durmiendo, y sale cuando ya nos hemos acostado. No lo vemos nunca, sólo oímos su voz. Le recogemos la basura y le dejamos el periódico. A veces los periódicos se le apilan delante de la puerta durante días.

– No voy a subir -dijo Galip. Examinó la portería como si buscara un lugar donde dejar el sobre: la mesa cubierta por el mismo mantel de hule de cuadros azules, las mismas cortinas descoloridas que ocultaban las piernas de los que pasaban por la acera y los neumáticos manchados de barro de los coches, el cesto de la costura, la plancha, el azucarero, el fogón de gas natural, el radiador sucio de hollín… Galip vio la llave en el lugar de siempre, en una alcayata junto al estante que había sobre el radiador. La mujer volvió a sentarse en su sillón.

– Voy a prepararte un té. Siéntate ahí, en el borde de la cama -miraba de reojo la televisión-. ¿Qué hace la señora Rüya? ¿Por qué no tenéis hijos todavía?

En la pantalla de la televisión, a la que la mujer prestaba ahora toda su atención, apareció una muchacha que, aunque sólo fuera de lejos, recordaba a Rüya: el pelo alborotado y de un color difícil de definir, la piel blanca; la mirada tranquila y artificialmente infantil. Los labios alegremente pintados.

– Bonita mujer -dijo Galip en voz baja.

– La señora Rüya es más bonita -respondió la señora Kamer con el mismo tono de voz.

La miraron con respeto, con una especie de temerosa admiración. Galip sacó la llave de la alcayata con un hábil movimiento y se la metió en el bolsillo, junto a los deberes repletos de pistas. La mujer no lo vio.

– ¿Dónde dejo el sobre?

– ¡Dámelo a mí!

Galip vio por el ventanuco que daba a la puerta de entrada que el señor Ismail regresaba para dejar los cubos de basura vacíos. Al ponerse en marcha el ascensor las luces empalidecieron por un momento intentando estropear la imagen del televisor y Galip aprovechó la oportunidad para despedirse de la mujer. Subió las escaleras y caminó hasta la puerta de la calle haciendo todo el ruido que podía. Abrió la puerta y la cerró estruendosamente pero no llegó a salir. Volvió en silencio a la escalera y subió dos pisos de puntillas con una excitación que apenas podía controlar. Entre el segundo y el tercer piso se sentó en los escalones y esperó que el señor Ismail bajara después de dejar los cubos de basura de los pisos superiores. En cierto momento se apagaron las luces de la escalera. «¡El automático!», susurró Galip pensando en aquella palabra que en su niñez le sugería mágicos y lejanos países. Las luces volvieron a encenderse. Mientras el portero bajaba en el ascensor, Galip comenzó a subir lentamente las escaleras. En la puerta del piso en el que había vivido con sus padres en tiempos había una placa de latón de un abogado. En la puerta del piso del Abuelo y la Abuela vio una placa de un ginecólogo y un cubo de basura vacío.

Sobre la puerta de Celâl no había ni nombres ni indicaciones. Galip llamó al timbre con el automatismo, que le proporciona la costumbre, de un empleado laborioso que va a llevar el recibo del gas. Cuando llamó por segunda vez se apagaron las luces de la escalera. Por debajo de la puerta no se filtraba la menor luz. Mientras llamaba por tercera y cuarta vez su mano buscaba la llave en el pozo sin fondo de su bolsillo y cuando la encontró por fin estaba llamando sin parar: «¡Se esconden en una de las habitaciones de dentro! -pensó-. ¡Están sentados en butacas en el salón, uno frente al otro, esperando en silencio!». En un primer momento la llave no entró en la cerradura y estuvo dispuesto a aceptar que se había equivocado de llave pero, como una memoria confusa que en un momento de lucidez descubriera su propia estupidez y el complicado orden del universo, la llave encajó en la cerradura con una extraña simetría y una sensación de felicidad que resultaban sorprendentes. Galip se dio cuenta en primer lugar de que la puerta se abría a un piso oscuro, e inmediatamente después de que en aquel piso oscuro comenzaba a sonar el teléfono.

SEGUNDA PARTE

20. La casa fantasma

«Se sintió tan triste como una casa vacía.»

Madame Bovary , G. FLAUBERT

El teléfono comenzó a sonar tres o cuatro segundos después de que abriera la puerta pero Galip se inquietó pensando que entre el timbre y la puerta había alguna relación mecánica como la de las despiadadas alarmas de las películas de gángsteres. Al sonar por tercera vez, imaginó que Celâl, que correría preocupado a coger el teléfono, tropezaría con él en la oscuridad de la casa; a la cuarta decidió que no había nadie en ella y a la quinta que sí, porque pensó que nadie insistiría tanto rato a no ser que estuviera convencido de que había alguien en casa. A la sexta Galip estaba buscando a tientas el interruptor de la luz tratando de recordar la topografía del fantasmal piso, en el que había entrado por última vez hacía quince años, y se sorprendió al golpear un mueble. Corrió hacia el teléfono en la ciega oscuridad chocando con otros objetos y volcando algunos. Cuando por fin pudo llegar al receptor, que parecía inalcanzable, su cuerpo encontró instintivamente un sillón y se sentó en él.

– ¿Diga?

– ¡Así que por fin ha vuelto! -dijo una voz completamente desconocida.

– Sí.

– ¡Cuántos días llevo buscándole, Celâl Bey! Discúlpeme por molestarle a estas horas de la noche. Tengo que verlo lo antes posible.

– No consigo identificar su voz.

– Nos conocimos hace años en el baile de la Fiesta de la República. Yo me presenté a usted, Celâl Bey, pero, muy probablemente, ahora no se acuerde de eso. En los años siguientes le escribí dos cartas con unos seudónimos de los que ahora no me acuerdo. En una de ellas le explicaba una serie de cuestiones que podían iluminar el misterio que se oculta tras la muerte del sultán Abdülhamit. La otra se refería a una conspiración conocida como el asesinato del baúl, supuestamente cometido por unos estudiantes universitarios. En ese asunto yo le hice notar la existencia de un agente provocador que luego había desaparecido; usted, con su aguda inteligencia, investigó la cuestión, comprendió la verdad y se encargó de hacerla pública en algunas de sus columnas.

– Sí.

– Y ahora tengo ante mí otro caso.

– Déjeme el informe en el periódico.

– Sé que hace mucho tiempo que no va al periódico. Además, no sé hasta qué punto puedo confiar en la gente de allí tratándose de un asunto tan urgente.

– Bien, entonces déjeselo al portero.

– No sé su dirección. El servicio de información de Teléfonos no da la dirección con el número. Debe haber registrado este teléfono con otro nombre. En la guía no hay ningún número a nombre de Celâl Salik. Hay un Celâlettin Rumi, debe ser un seudónimo.

– ¿Y el que le dio mi número no le dio mi dirección?

– No.

– ¿Quién le dio mi teléfono?

– Un amigo común. Eso es algo que también quiero explicarle cuando nos veamos. Llevo días buscándolo. He probado todos los métodos imaginables. Llamé a su familia. Hablé con esa tía suya que tanto le quiere. Fui a algunos rincones que sé que le gustan por sus artículos antiguos por si lo encontraba, a las calles de Kurtulus, a Cihangir, al cine Konak. En eso me enteré de que un equipo de la televisión inglesa que está en el Pera Palas quería verle y que andaban buscándolo, como yo. ¿Lo sabía?

– ¿De qué trata el caso?

– No quiero explicárselo por teléfono. Déme su dirección, no es demasiado tarde, iré enseguida. Es en Nisantasi, ¿no?

– Sí -contestó Galip con toda su sangre fría-. Pero esos asuntos ya no me interesan.

– ¿Cómo?

– Si hubiera leído atentamente mis artículos, habría comprendido que ya no me interesan ese tipo de asuntos.

– No, no, se trata de algo que seguro que le interesará y sobre lo que puede escribir. Incluso puede contárselo a los de la televisión inglesa. Dime tu dirección.

– Disculpa -respondió Galip con una alegría que a él mismo le sorprendió-. Ya no hablo con literatos aficionados.

Colgó tranquilamente el teléfono. Al desperezarse en la oscuridad su mano encontró el interruptor de la lámpara de la mesilla que había junto a él y la encendió. La sorpresa y el miedo que le envolvieron al iluminar la habitación una pálida luz anaranjada serían recordados posteriormente por Galip como «un espejismo».

La habitación estaba exactamente igual que veinticinco años antes, cuando Celâl, joven periodista soltero, vivía allí. Todos los muebles, las cortinas, el lugar de las lámparas, los colores, las sombras y los olores, eran exactamente igual que veinticinco años antes. Parecía que algunos objetos, nuevos, imitaran a los antiguos para gastarle una jugarreta a Galip, para convencerle de que no había vivido un cuarto de siglo. Pero al observarlos algo más de cerca, Galip se sintió casi seguro de que los muebles no le estaban tendiendo ninguna trampa y que el tiempo que había vivido desde su infancia hasta ese momento se había desvanecido en un instante como por hechizo. Los objetos que habían surgido de repente de la peligrosa oscuridad no eran nuevos. La magia que hacía parecer nuevos a aquellos muebles que creía que debían haber envejecido, encontrarse hechos pedazos, o quizá haber desaparecido, como ocurría con sus recuerdos, no era sino el mero hecho de que hubieran surgido de repente ante él con el mismo aspecto que tenían cuando los vio por última vez hacía años, aspecto que ya había olvidado. Era como si las viejas mesas, las descoloridas cortinas, los sucios ceniceros y los exhaustos sillones no se hubieran resignado a las historias y a la ventura que les imponían la vida y los recuerdos de Galip, que después de cierto día (el día en que la familia del Tío Melih vino de Esmirna y se instaló en el edificio) se hubieran rebelado contra el destino que se había previsto para ellos y hubieran comenzado a buscar la manera de hacer realidad su propio mundo. Atemorizado, Galip comprendió de nuevo que todo había sido dispuesto como cuando Celâl habitaba aquella casa con su madre cuarenta años antes y como cuando vivía allí veinticinco años atrás como flamante periodista.

La misma mesa de nogal con las patas parecidas a garras de león con el mismo mantel de tela del Sümerbank (veinticinco años después los mismos fieros galgos seguían persiguiendo con la misma excitación a las pobres gacelas en un bosque de hojas moradas) a la misma distancia de las cortinas verde pistacho que cubrían la ventana, la misma mancha, con una forma parecida a la de una sombra humana, de grasa-brillantina-pelo en el respaldo del sillón, la paciencia del setter surgido de una película inglesa que contemplaba siempre el mismo mundo desde el plato de cobre del polvoriento aparador, la posición de los relojes averiados, las tazas y las tijeras de uñas, seguían en aquella luz anaranjada tal y como Galip los había dejado para no volver a acordarse de ellos. «Algunas cosas simplemente no las recordamos, otras ni nos acordamos de que no las recordamos. ¡Hay que encontrarlas de nuevo!», había escrito Celâl en uno de sus últimos artículos. Galip recordaba que después de que la familia de Rüya se asentara allí y Celâl abandonara aquel piso, aquellos objetos habían cambiado lentamente de lugar, habían envejecido, habían sido reemplazados, luego se habían ido retirando a un lugar ignoto sin dejar la menor huella en la memoria. Cuando sonó de nuevo el teléfono y, retrepado en el «viejo» sillón con el abrigo todavía puesto, cogió aquel receptor que no le resultaba en absoluto desconocido, estaba completamente seguro, sin saber lo que hacía, de que podría imitar la voz de Celâl.

La voz del teléfono era la misma. A petición de Galip ahora se identificó, no por medio del recuerdo, sino por su nombre: Mahir Ikinci. Aquellas palabras no le evocaron ninguna persona ni ningún rostro a Galip.

– Van a dar un golpe militar. Una pequeña organización dentro del ejército. Una organización religiosa, una nueva secta. Creen en el Mahdi. Creen que ha llegado la hora. Y van a ponerse en marcha gracias a tus artículos.

– Nunca he tenido nada que ver con semejantes tonterías.

– Sí, Celâl Bey, sí. Pero no te acuerdas ya sea porque has perdido la memoria, como escribes ahora, o porque no quieres acordarte. Echa un vistazo a tus artículos antiguos, léelos y te acordarás.

– No me acordaré.

– Sí que te acordarás porque, por lo que te conozco, no eres de esos que se puedan quedar tranquilamente sentados en su sillón al recibir la noticia de un golpe militar.

– No, no lo soy. Ni siquiera soy yo mismo.

– Voy inmediatamente. Te recordaré tu pasado, los recuerdos que has olvidado. Por fin me darás la razón y te entregarás en cuerpo y alma a este asunto.

– Me gustaría, pero no voy a ir a verte.

– Yo te veré a ti.

– Si puedes encontrar mi dirección. Ya no salgo a la calle.

– Mira. En la guía de teléfonos de Estambul hay trescientos diez mil abonados. Sé que puedo comprobar a toda velocidad cinco mil números a la hora porque supongo es la primera cifra. Eso quiere decir que como mucho en cinco días habré encontrado tu dirección y ese seudónimo por el que tanta curiosidad siento.

– ¡No te servirá de nada! -dijo Galip intentado parecer seguro de sí mismo-. Este número no aparece en la guía.

– Te encantan los seudónimos. Llevo años leyéndote, te encantan los nombres falsos, las pequeñas falsedades trampas, el numerito de ponerte en el lugar de otro. En vez de entregar una instancia para que tu número no aparezca en la guía te has inventado tranquilamente un nombre falso. Ya he comprobado algunos de los que más te gustan y otros que supongo.

– ¿Cuáles?

El hombre comenzó a enumerarlos. Galip, después de colgar y desconectar el teléfono, comprendió que aquellos nombres que se repetía, uno a uno, desaparecerían de su memoria sin dejar la menor huella ni asociación. Escribió los nombres en columna en el papel que sacó del bolsillo de su abrigo. En cierto momento a Galip le pareció tan extraño y sorprendente que existiera un lector que siguiera más de cerca que él los artículos de Celâl y que los recordara mejor, que su cuerpo pareció perder su realidad. Sintió también que un sentimiento de fraternidad podía unirle a un lector tan atento, por antipático que fuera. Si pudiera charlar con él de los artículos antiguos de Celâl, sentados el uno frente al otro, el sillón en el que ahora estaba acomodado y la sobrenatural habitación cobrarían un significado más profundo.

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