El libro negro - Pamuk Orhan 29 стр.


En opinión de Celâl, Mevlâna, como todos aquellos que no pueden soportar demasiado tiempo ser ellos mismos y solo encuentran la paz cuando se revisten con la personalidad de otro, cuando comenzaba una historia sólo podía hacerlo utilizando lo que ya había sido contado por otros. De hecho contar una historia es una trampa que descubren todos los infelices a los que consume la pasión de ser alguien distinto para liberarse de sus tediosos cuerpos y espíritus. Quería contar una historia con el único objeto de poder contarla. El Mesnevi era una «composición» extraña e irregular que, como Las mil y una noches , comenzaba una historia sin terminar la anterior y que sin que acabara la segunda pasaba a una tercera, en la que las historias se dejaban atrás sin terminar como si fueran personalidades inagotables pero que pronto aburren. Hojeando los tomos del Mesnevi, Galip vio que los cuentos obscenos habían sido subrayados, que ciertas páginas habían sido inundadas por un airado bolígrafo verde de signos de interrogación, de interjecciones y de correcciones que casi llegaban a ser tachaduras. Después de leer rápidamente las historias que se contaban en aquellas páginas manchadas de tinta y suciedad, comprendió que muchas de las historias que había leído en su niñez y en su juventud como si fueran artículos originales no eran sino préstamos del Mesnevi que Celâl había adaptado al Estambul de nuestra época.

Galip recordó las noches en las que Celâl había hablado durante horas sobre el arte del pastiche, afirmando que era el único arte auténtico. Mientras Rüya picoteaba los pasteles que habían comprado por el camino, Celâl decía que había escrito muchas de sus columnas, quizá todas, gracias a la ayuda de otros, añadía que lo importante no era «crear» algo nuevo sino, cambiando un rinconcito, un extremo de las maravillas que miles de inteligencias habían creado previamente a lo largo de miles de años, poder decir algo completamente nuevo y afirmaba que todas sus columnas las había copiado de otros. Lo que le crispaba los nervios a Galip, haciéndole perder su fe optimista sobre la realidad de los objetos de la habitación y de los papeles sobre la mesa, no era descubrir que las historias que durante años había supuesto que eran de tal, pertenecían en realidad a otros, sino ciertas posibilidades a las que apuntaba aquella realidad.

Se le vino a la mente que en algún otro lugar de Estambul podía haber otra casa y otra habitación decoradas de la misma forma que aquella casa y aquella habitación que imitaban su aspecto de hacía veinticinco años. Si en aquella habitación no estaban Celâl, sentado a la misma mesa y contando historias, y Rüya, escuchándolo alegre, habría un desgraciado sosia de Galip que estaría sentado a aquella mesa creyendo que podría encontrar el rastro de su desaparecida esposa a fuerza de leer la colección de viejos artículos. También se le vino a la mente que, de la misma forma que los símbolos que había sobre los objetos, los dibujos y las bolsas de plástico indicaban otras cosas que no eran ellos mismos y de la misma forma que cada artículo de Celâl llevaba a un significado distinto en cada lectura, cada vez que pensaba en su vida ésta adquiría un nuevo significado y que podría perderse entre aquellos significados que se seguían implacables como vagones de tren. Fuera había oscurecido y en la habitación se acumulaba esa palpable luz tenebrosa que recordaba al olor a moho y muerte de los subterráneos sin luz cubiertos de telas de araña. Galip comprendió que, para salir de la pesadilla de aquel otro mundo en el que había caído sin querer, de aquel universo fantasmal, no le quedaba otro remedio que seguir leyendo con sus cansados ojos y encendió la lámpara de la mesa.

Así pues, regresó a lo que había dejado a medias, al pozo lleno de telarañas donde habían arrojado el cadáver de Semsi. La historia continuaba con que el poeta se encontraba fuera de sí por la pérdida de «su amigo, su amado». No quería aceptar que Semsi había sido asesinado y que habían tirado su cuerpo al pozo, y no sólo eso, se enfurecía con los que pretendían mostrarle el pozo que tenía delante de sus propias narices y se inventaba todo tipo de excusas para buscar a «su amado» en otros lugares: ¿no habría ido Semsi a Damasco como había hecho la otra vez que desapareció?

Y Mevlâna fue a Damasco y comenzó a buscar a su amado por las calles de la ciudad. Fue a cada calle y a cada casa, miró en cada taberna, en cada rincón, debajo de cada piedra, preguntó uno por uno a los viejos amigos de su amado, a los conocidos comunes, comprobó uno por uno los lugares que tanto le gustaban, las mezquitas, los monasterios, todo. De tal manera, después de un tiempo, buscar se convirtió en algo más importante que encontrar. En ese punto de la columna el lector se encontraba en medio de los humos de opio, las aguas de rosas y los murciélagos de un universo místico y panteísta donde lo buscado y el buscador habían cambiado respectivamente de lugar, donde lo importante no era encontrar sino caminar hacia el objetivo, ni tampoco el amado desaparecido, que sólo era una excusa, sino el amor. El artículo demostraba brevemente que las diversas peripecias que le ocurrían al poeta en las calles de la gran ciudad correspondían a las etapas que el peregrino de la cofradía debe superar para alcanzar la realidad y llegar a la perfección: si las escenas de la estupefacción al comprender la huida del amado y de la búsqueda posterior correspondían a la etapa de la «negación de la evidencia», aquéllas en que aparecían los viejos amigos y enemigos del amado y en las que examinaba los rincones por los que había pasado y sus objetos personales, que rezumaban amargos recuerdos, se correspondían con diversas etapas de la «penitencia». Si la escena del burdel era fundirse en el amor, el perderse en el cielo y el infierno de los escritos ornados por seudónimos, trampas literarias y juegos de palabras, cuyo mejor ejemplo eran las cartas cifradas que se habían descubierto en casa de Hallai Mansur después de su muerte, significaba perderse en el valle del misterio, como ya había señalado Attar. De la misma forma que los narradores que contaban «historias de amor» por la noche en las tabernas estaban extraídos del Mantik-üt Tayr de Attar, el hecho de que el poeta, ebrio de cansancio a fuerza de caminar entre calles, tiendas y ventanas bullentes de misterio, comprendiera que lo que buscaba en el monte Kaf no era sino él mismo, era un ejemplo de «aniquilación en lo absoluto» (la disolución de uno mismo en lo absoluto) tomado del mismo libro, etcétera.

La larga columna de Celâl estaba adornada con ostentosos versos de metro culto de otros místicos sobre la unidad del que busca y lo que se busca; había añadido además la traducción en prosa -Celâl odiaba las traducciones poéticas- del famoso verso de Mevlâna, cansado ya de buscar durante meses en Damasco: «Si yo soy él -había dicho el poeta uno de los días en que se perdió en el misterio de la ciudad-, ¿por qué sigo buscando?». En ese punto culminante Celâl finalizaba su crónica con una realidad literaria que todos los mevlevíes repiten con orgullo: después de superar aquella etapa, Mevlâna reunió los poemas compuestos en aquel tiempo dándoles el nombre de Diván de Semsi Tebrizi, sin utilizar el suyo propio.

Al igual que en su infancia, lo que más le interesó a Galip de aquel artículo fue la trama policíaca de la búsqueda y las investigaciones. Celâl llegaba a una conclusión que, de nuevo, había irritado a sus lectores más religiosos, cuyos corazones se había atraído con sus historias místicas, y divertido a los laicos y republicanos: «Por supuesto, quien ordenó asesinar a Semsi y que arrojaran su cuerpo al pozo ¡fue el mismo Mevlâna!». Celâl defendía su tesis con un método que utilizaban a menudo la policía y la fiscalía y que él había conocido de cerca en los años cincuenta cuando trabajaba como reportero judicial en Beyoglu. Después de recordar, con el estilo de un fiscal de provincias acostumbrado a acusar, que la persona que más se había beneficiado de la muerte de su amado era el propio Mevlâna, que así había dejado de ser un maestro cualquiera para convertirse en el mayor poeta místico, señalaba que, por lo tanto, debía haber sido él quien más deseara aquel asesinato. Había cruzado el estrecho puente legal, tan propio de las novelas cristianas, entre el deseo de cometer el asesinato y el ordenar que se cometiera y luego había demostrado una serie de síntomas de sentimiento de culpabilidad y efectuado unos números típicos del asesino novato como eran el no creer en la muerte de la víctima, volverse loco, no querer mirar el pozo y otras rarezas. Pero inmediatamente después exponía la cuestión que hundía a Galip en una profunda desesperación: ¿qué podían indicar entonces sus investigaciones durante meses por las calles de Damasco después del asesinato, que registrara una y otra vez toda la ciudad de arriba abajo?

Celâl le había dedicado a aquella columna mucho más tiempo del que parecía, como Galip descubrió por ciertas notas de sus cuadernos y por un mapa de Damasco que encontró guardado en una caja de viejas entradas de fútbol (Turquía: 3, Hungría: 1) y de cine (La mujer del cuadro, El regreso ). En el mapa había marcado con un bolígrafo verde las investigaciones que Mevlâna había realizado en Damasco. Ya que no buscaba a Semsi puesto que sabía perfectamente que había sido asesinado, Mevlâna debía estar haciendo otra cosa en la ciudad, pero ¿qué? Había marcado cada rincón por el que había pasado el poeta y había escrito en la parte de atrás del mapa los nombres de los barrios, las posadas, los caravasares y las tabernas en que había puesto el pie. Celâl había intentado extraer un significado de las letras y las sílabas de los nombres de aquella larga lista, dispuestos unos debajo de otros, había buscado una simetría oculta.

Mucho después de que oscureciera, Galip encontró en una caja en la que Celâl había guardado todo tipo de baratijas de la época en que publicó una columna sobre los cuentos policíacos de Las mil y una noches («Ali el despierto», «El ladrón inteligente», etcétera) un mapa de El Cairo y la Guía de la Ciudad publicada por el ayuntamiento de Estambul en 1934-1935, y como esperaba, había marcado los cuentos de Las mil y una noches en el mapa de El Cairo con flechas dibujadas con un bolígrafo verde. En los mapas de algunas páginas de la Guía de la Ciudad vio también flechas dibujadas, aunque no fuera con el mismo bolígrafo, sí con el mismo verde. Mientras seguía las flechas verdes en los confusos mapas le pareció ver el de sus propias caminatas por la ciudad desde hacía una semana. Para convencerse de que no era más que un espejismo se recordó que la flecha verde pasaba por edificios de oficinas en los que no había puesto el pie, por mezquitas en las que no había entrado y por cuestas por las que no había subido y, no obstante, sí había pasado por edificios próximos, había ido a mezquitas cercanas y había subido por cuestas que llevaban a la misma colina. ¡Así pues, todo Estambul, se viera como se viese en los mapas, hervía de viajeros que habían emprendido el mismo viaje!

Colocó los mapas de Damasco, El Cairo y Estambul uno al lado del otro, tal y como había previsto Celâl en una crónica que había escrito hacía años inspirándose en Edgar Allan Poe. Para poder hacerlo necesitó arrancar las páginas encuadernadas de la Guía de la Ciudad del ayuntamiento con una hoja de afeitar que tomó del baño y que Celâl había pasado por su barba, como probaban los pelos que había en ella. Después de colocar lado a lado los mapas, en un primer momento no supo qué hacer con aquellos fragmentos de dibujos y signos cuyos tamaños, además, no coincidían. Después, como hacía con Rüya en su infancia cuando querían copiar algo de una revista, los apretó uno sobre otro contra el cristal de la puerta de la sala de estar y los contempló a la luz de una lámpara que los enfocaba por detrás. Luego los extendió para laminarlos sobre la misma mesa en que la madre de Celâl había extendido en tiempos sus patrones e intentó verlos como piezas de un rompecabezas que tuviera que completar. Lo unico que pudo ver en los mapas, colocados unos sobre otros, fue la arrugada y totalmente casual cara envejecida de un anciano.

Miró durante tanto rato aquella cara, que le invadió la sensación de que la conocía desde hacía mucho. La sensación de reconocimiento y el silencio de la noche tranquilizaron a Galip. Aquella tranquilidad era un sentimiento que proporcionaba confianza y que parecía haber sido vivido ya, haber sido planeado, y haber sido previsto por otro. Galip pensó sinceramente que Celâl lo estaba guiando. Tenía un buen montón de columnas en las que hablaba del significado de los rostros, pero a Galip sólo se le venían a la mente ciertas frases relativas a la «paz interior» que había sentido Celâl al observar las caras de las artistas extranjeras. Y así fue como decidió sacar de la caja los artículos sobre cine que Celâl había escrito en su juventud.

En sus viejos escritos sobre cine, Celâl hablaba de los rostros de ciertas estrellas norteamericanas con amargura y nostalgia, como si lo hiciera de estatuas marmóreas y transparentes, de la superficie sedosa de la cara oculta de un planeta o de leyendas de países lejanos, tan ligeras que parecían sueños. Mientras leía aquellas líneas Galip percibió que el gusto común que le unía a Celâl era, más que su interés por Rüya o por las historias, la armonía de aquella nostalgia que recordaba a una agradable música que apenas se oye: le gustaba lo que encontraba con Celâl en los mapas, en las caras, en las palabras, y al mismo tiempo lo temía. Quiso sumergirse aún más en los artículos sobre cine para encontrar esa música pero no se atrevió, dudaba: Celâl no hablaba en absoluto de la misma manera sobre las caras de los actores turcos más famosos; las caras de los actores turcos le recordaban a Celâl partes de guerra de medio siglo atrás cuyo significado se hubiera perdido y olvidado junto con el código con el que estaban cifrados.

Ahora sabía perfectamente por qué había desaparecido el optimismo que había envuelto todo su cuerpo mientras desayunaba aquella mañana y se instalaba en la mesa de trabajo y tras ocho horas de lectura, la imagen de Celâl que tenía en mente había cambiado por completo y, por lo tanto, era como si él mismo se hubiera convertido en otro. Mientras había creído en el mundo con el optimismo de aquella mañana, mientras había creído inocentemente que trabajando con paciencia podría descubrir el secreto fundamental que el mundo le ocultaba, no había sentido en absoluto el deseo de ser otro. Pero ahora, cuando los secretos del mundo se alejaban de él y el mobiliario y los textos de aquella habitación, que había creído conocer, se convertían en elementos de un mundo desconocido e incomprensible y en mapas de rostros cuyas identidades era incapaz de determinar, Galip quería liberarse de aquella persona que veía el mundo desde un punto de vista tan angustioso y desesperado y convertirse en otro. Cuando comenzó a leer unas columnas en las que Celâl hablaba de ciertos recuerdos para seguir la última pista que pudiera explicar la relación de su primo con Mevlâna y los mevlevíes, en la ciudad había llegado la hora de la cena y las luces azules de los televisores comenzaban a reflejarse en la calle Tesvikiye a través de las ventanas.

Si Celâl había sentido interés por los mevlevíes no había sido sólo porque sabía que sus lectores se sumergirían en la cuestión por un incomprensible sentimiento de afinidad con el tema, sino también porque su padrastro había sido mevleví. Aquel hombre, con el que la madre de Celâl se había casado después de verse obligada a divorciarse del Tío Melih, que no acertaba a regresar de Europa y el norte de África, porque la costura no bastaba para mantenerlos a ella y a su hijo, acudía con frecuencia a un monasterio mevleví situado en las calles laterales de Yavuz Sultán, cerca de una cisterna de los Clempos de Bizancio; Galip lo comprendió por el personaje de «un abogado gangoso y jorobado» que iba a una ceremonia Secreta que Celâl describía con irritación laica y humor volteriano. Mientras leía que durante el tiempo que había vivido bajo el mismo techo con su padrastro Celâl había trabajado de acomodador de cine, que había repartido y recibido golpes en las peleas que surgían en las oscuras y atestadas salas, que había vendido gaseosas en los descansos, que para incrementar la venta de gaseosas había llegado a un acuerdo con el vendedor de bollos y les añadían sal y pimienta, Galip se puso en el lugar del acomodador, de los belicosos espectadores, del vendedor de bollos y por fin, como buen lector que era, en el de Celâl.

Y así, durante un breve instante, Galip consideró una premonición de su situación actual una frase, pensada mucho tiempo atrás, que le llamó la atención en un artículo en el que Celâl narraba sus recuerdos del tiempo que había pasado en el establecimiento de un encuadernador, que olía a cola y a papel, después de dejar su trabajo en el cine de Sehzadebasi. Era una de esas frases corrientes que utilizan todos los escritores que en sus memorias se inventan un pasado triste del que enorgullecerse: «Leía todo lo que me caía en las manos», había escrito Celâl y Galip, que estaba leyendo todo lo que le caía en las manos sobre Celâl, comprendió que su primo no hablaba en realidad del tiempo que había pasado con el encuadernador, sino de él.

Hasta que salió a la calle a medianoche, cada vez que aquella frase se le vino a la memoria Galip la consideró como una prueba de que Celâl sabía lo que estaba haciendo en ese preciso momento. Igualmente consideró sus esfuerzos de aquella semana no como una investigación en la que había seguido las huellas de Celâl y Rüya, sino como parte de un juego que Celâl (y quizá también Rüya) habían organizado para él. Como aquella idea se adecuaba al deseo de Celâl de manejar a la gente, aunque fuera de lejos y en silencio, a través de las pequeñas trampas y vagas alusiones de sus artículos, Galip pensó que las investigaciones que estaba llevando a cabo en aquel museo viviente eran un indicio de la libre voluntad de Celâl y no de la suya.

Quiso salir de la casa de inmediato y no sólo porque ya no soportaba aquella asfixiante sensación y el dolor de ojos provocado por la lectura, sino también porque no encontró en la cocina nada que comer. Acababa de sacar del armario que había junto a la puerta el abrigo azul marino de Celâl cuando temió que si el portero Ismail y su mujer Kamer todavía no se habían dormido y con sus ojos adormecidos lo veían salir por la puerta principal, podrían pensar que tanto las piernas como el abrigo pertenecían a Celâl. Bajó la escalera sin encender las luces y vio que no se filtraba la menor luz por la baja ventana del piso del portero, que daba a la puerta de la calle. Sintió un escalofrío en el momento en el que ponía el pie en la acera: pensó que de la oscuridad de algún rincón saldría el hombre del teléfono, en el que llevaba tiempo tratando de no pensar, y que se le acercaría. Imaginó también que aquel hombre, que presentía que no le resultaría en absoluto desconocido, llevaría en la mano, no el informe que demostraba que se preparaba un nuevo golpe militar, sino algo que podría ser mucho más terrible y mortal, pero no había nadie en la calle. Mientras caminaba, fantaseó con la idea de que la voz del teléfono lo seguía. No, no se estaba poniendo en el lugar de nadie que no fuera él mismo. «Lo veo todo tal cual es», pensó al pasar ante la comisaría. Los policías que montaban guardia en la puerta, armados con metralletas, lo observaron entre adormilados y suspicaces. Galip caminó mirando hacia delante para no leer las letras de los carteles que veía en las paredes, las de los chipiantes anuncios de neón y las de las pintadas políticas. Todos los restaurantes y puestos de bocadillos de Nisantasi estaban cerrados.

Mucho más tarde, después de andar largo rato por las aceras sobre las que chorreaba el agua de la nieve que todavía se fundía en los canalones produciendo tristes sonidos y bajo las ramas de los castaños, los cipreses y los plátanos mientras escuchaba el eco de sus propios pasos y el alboroto procedente de los cafés de barrio, y después de llenarse el estómago hasta no poder más con pollo, sopa y dulce de pan en un restaurante de Karakóy, compró fruta en una verdulería y pan y queso en un puesto de bocadillos y regresó al edificio Sehrikalp.

23. La historia de los que no pueden contar historias

«"Sí (dijo el lector complacido), esto es inteligente, es digno de un genio; lo comprendo y lo admiro. ¡Yo he pensado lo mismo cientos de veces!" Dicho de otra forma, ese hombre me ha recordado mi propia inteligencia y por eso le admiro.»

Ensayos sobre su propio tiempo , S. T. COLERIDGE

No, mi obra más importante para descifrar el misterio en el que está sumergida nuestra vida entera sin que ni siquiera nos demos cuenta no es el estudio de hace dieciséis años y cuatro meses en el que exponía los increíbles parecidos entre los mapas de Damasco, El Cairo y Estambul. (Los que lo deseen pueden enterarse por ese artículo de que el Darb-el Mus-takim, nuestro Gran Bazar y el Khan el-Khalili se sitúan en el interior de sus respectivas ciudades como una mim del alfabeto árabe y a qué rostro recuerdan dichas letras.)

No, tampoco es mi historia «más significativa» aquélla en la que en tiempos relaté, lanzándome a escribir con una pasión parecida, la historia, ocurrida hace doscientos veinte años, del pobre jeque Mahmut, que vendió a un espía francés los secretos de su cofradía a cambio de la inmortalidad y que luego se arrepintió. (Los que quieran saber cómo el jeque intentaba engañar a heroicos guerreros que agonizaban bañados en sangre en los campos de batalla para encontrar algún voluntario que ocupara su lugar y cargara así con el peso de la inmortalidad, pueden leerlo en ese artículo.)

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