Aquella mañana en que Galip llegó tarde a la escuela, había soñado que llegaba tarde a la escuela. Estaba con una preciosa niña de pelo azul, aunque no pudo distinguir quién era, en un autobús del ayuntamiento que se alejaba de la escuela, donde iban a estudiar las últimas páginas de la cartilla. Al despertarse se dio cuenta de que no sólo él llegaría tarde a clase, sino también su padre al trabajo. En la mesa del desayuno, en la que caía una hora de sol matinal y cuyo mantel recordaba a un tablero de ajedrez azul y blanco, Mamá y Papá hablaban de los que la noche anterior se habían instalado en la buhardilla como si hablaran de los ratones que se habían adueñado del patio del edificio o de los fantasmas y duendes de la señora Esma, la criada. Galip, de la misma forma que no quería pensar en por qué llegaba tarde a clase ni en la vergüenza que le daba precisamente porque iba a llegar tarde, tampoco quería pensar en quiénes eran los nuevos habitantes de la buhardilla. Subió al piso del Abuelo y la Abuela, donde todo se repetía siempre, pero el barbero mientras lo afeitaba, ya le estaba preguntando por los de la buhardilla al Abuelo, que no parecía excesivamente feliz. Las postales pegadas en el espejo del aparador habían desaparecido y en su lugar había extraños y curiosos objetos aquí y allá y un olor nuevo al que luego se haría adicto. De repente se despertó en él un sentimiento de opresión, miedo y nostalgia: ¿cómo serían aquellos países a medio colorear que había visto en las postales? ¿Cómo sería aquella hermosa tía cuya fotografía había visto? ¡Le habría gustado crecer y convertirse en un hombre! Cuando anunció que iba a cortarse el pelo su Abuela se alegró pero el barbero era tan poco comprensivo como la mayoría de los charlatanes: en lugar de sentar a Galip en el sillón del Abuelo, lo hizo en el taburete que colocó sobre la mesa del comedor. Además, el mandil que le anudó al cuello después de quitárselo al Abuelo era demasiado grande y, como si no bastara que le apretara hasta el punto de casi ahogarle, le llegaba hasta por debajo de la rodilla como las faldas de una niña.
Mucho después de aquellos primeros encuentros, según las cuentas de Galip diecinueve años, diecinueve meses y diecinueve días después, y mucho después de haberse casado, cuando algunas mañanas veía la cabeza hundida en la almohada de su mujer, dormida a su lado, Galip pensaba que el azul del edredón que cubría a Rüya le producía la misma intranquilidad que el azul del mandil que el barbero le quitó al Abuelo y le colocó a él, pero nunca le comentó nada de aquello a su esposa; quizá porque sabía que Rüya no cambiaría la funda del edredón por un motivo tan abstracto.
Galip se levantó de la cama con los cuidadosos movimientos a que se había acostumbrado para ser ligero como una pluma pensando en el periódico que ya le habrían echado por debajo de la puerta, pero sus pies no le condujeron a la puerta sino al baño y luego a la cocina. El hervidor de agua no estaba en la cocina, pero pudo encontrar la tetera en la sala de estar. Teniendo en cuenta que el cenicero de cobre estaba lleno hasta arriba de colillas, Rüya debía de haber estado sentada hasta el amanecer leyendo, o no, una nueva novela policíaca. Encontró el hervidor en el cuarto de baño: como no había suficiente presión de agua, la calentaban en la tetera, aunque aún no habían comprado una segunda para aquella función específica, en lugar de con aquel terrible instrumento llamado «calentador». Antes de hacer el amor, como el Abuelo y la Abuela, como Papá y Mamá, calentaban agua impacientes pero muy despacio.
Pero la Abuela, que había sido acusada de desagradecida en una de aquellas discusiones que comenzaban por «Deja ya ese tabaco», le contestó al Abuelo que ni una mañana siquiera se había levantado de la cama después que él. Vasif les miraba. Galip les escuchaba y pensaba en lo que podría haber querido decir la Abuela. Más tarde Celâl escribió algo sobre aquello pero no en el sentido que habría querido darle la Abuela: «No sólo son costumbres campesinas el despertarse antes de que amanezca y levantarse en una ciega oscuridad (una oscuridad impenetrable, escribió), sino que también lo es el hecho de que las mujeres se levanten antes que los hombres». Al terminar de leer la conclusión de ese artículo en el que además exponía a sus lectores, sin alterarlas demasiado, las costumbres matutinas del Abuelo y la Abuela cuando se despertaban (la ceniza de los cigarrillos sobre el edredón, las dentaduras postizas en el mismo vaso que los cepillos de dientes, las miradas acostumbradas a pasar rápidamente sobre las esquelas), la Abuela dijo: «¡Así que resulta que éramos campesinos!», y el Abuelo añadió: «¡Deberíamos haberle obligado a tomar sopa de lentejas por las mañanas para que se enterara de lo que es ser campesino!».
Mientras Galip fregaba las tazas, buscaba tenedores, cuchillos y platos limpios, sacaba del frigorífico, que olía a embutido, queso fresco y aceitunas que parecían de plástico y se afeitaba con el agua que había calentado en la tetera, pensaba en hacer algún ruido que despertara a Rüya pero no lo consiguió. Pensó en otras cosas mientras se tomaba el té sin dejarlo reposar, se comía las rebanadas de pan duro y las aceitunas con tomillo y leía las palabras somnolientas del periódico que había recogido de debajo de la puerta, que había extendido abierto junto al plato y que aún olía a tinta: por la tarde podían ir a ver a Celâl o al cine Konak. Le echó un vistazo a la columna de Celâl, decidió leerla por la noche al regresar del cine y se levantó dejando el periódico abierto en la mesa y, después de haber leído una frase de la columna porque su mirada insistía en leerla, se puso el abrigo para salir, pero entró en el dormitorio. Contempló cuidadosamente un rato a su mujer, con respeto y en silencio, con las manos en los bolsillos del abrigo, repletos de hebras de tabaco, monedas y billetes usados. Dio media vuelta, tiró suavemente de la puerta y salió de la casa.
Las escaleras, recién fregadas, olían a polvo húmedo y suciedad. Fuera había un ambiente frío y fangoso oscurecido por el humo de carbón y fuel de las chimeneas de Nisantasi. Soplando al aire frío las nubes de vapor que le salían de la boca y caminando entre los montones de basura arrojada al suelo, se puso en la larga cola del taxi colectivo.
En la acera de enfrente un anciano, que se alzaba las solapas de la chaqueta con la intención de que le sirviera de abrigo, escogía un bollo del carrito del vendedor ambulante separando los de queso de los de carne picada. Galip se apartó de repente de la cola de una carrera, dobló la esquina, compró el Milliyet a un vendedor de periódicos que había montado su puesto en un portal, lo dobló y se lo colocó bajo el brazo bien apretado. En cierta ocasión había oído a Celâl imitar con voz burlona a una de sus lectoras, ya madurita: «Ah, Celâl Bey, nos gustan tanto sus columnas que hay días en que Muharrem y yo compramos dos Milliyet de pura impaciencia». Tras la imitación se rieron todos juntos, Galip, Rüya y Celâl. Mucho más tarde, después de que montara a empellones en el taxi colectivo y de que comprendiera que no podría iniciar una conversación en aquel vehículo que apestaba a tela húmeda y a tabaco, Galip, como un auténtico admirador, dobló el periódico cuidadosamente y con toda tranquilidad hasta dejarlo del tamaño exacto que le permitiera leer la columna de la segunda página, miró absorto un momento por la ventanilla y comenzó a leer la columna de aquel día de Celâl.
2. Cuando las aguas del Bósforo se retiren
«Nada puede ser tan sorprendente como la vida, excepto la escritura.»
Kitap-al Zulmet, trad. de IBN ZERHANI
al árabe del Obscuri Libri de BOTTFOLIO
¿Se han dado cuenta de que las aguas se están retirando del Bósforo? No lo creo. En estos días en que nos matamos unos a otros con la alegría y el entusiasmo de un niño que va a una feria, ¿quién de nosotros lee nada y se entera de lo que ocurre en el mundo? Incluso leemos a medias a nuestros columnistas en los muelles de los transbordadores en los que nos abrimos paso a codazos, en las paradas de los autobuses en las que nos apretujamos, en los asientos de los taxis colectivos con las letras bailando. Yo he leído la noticia en una revista francesa de geología.
El mar Negro se calienta y el Mediterráneo se enfría. Por esa razón, las aguas han comenzado a filtrarse en las inmensas cavernas que se forman al estirarse y combarse el fondo de las plataformas marítimas y, como resultado de estos movimientos tectónicos, el fondo de los estrechos de Gibraltar, de los Dardanelos y del Bósforo está comenzando a levantarse. Uno de los últimos pescadores con los que he hablado a orillas del Bósforo me contaba que ahora su barca encalla en aguas en las que antes necesitaba soltar tanta cadena como alto es un alminar para poder anclar y me preguntaba: ¿Es que al Presidente del Gobierno no le importa este asunto?
No lo sé. Lo que sé son las consecuencias que en el futuro próximo tendrá este proceso, que al parecer cada vez avanza con mayor rapidez. Está claro que dentro de muy poco tiempo ese lugar paradisíaco que en tiempos llamábamos «El Bósforo» se convertirá en un pantanal negro donde resplandecerán pecios de galeones cubiertos de barro oscuro como fantasmas que enseñan sus dientes brillantes. No es difícil suponer que al final de un largo verano ese pantanal se secará y se volverá fangoso aquí y allá como el fondo de un modesto arroyo que riega un pueblo, e incluso que las hierbas y las margaritas brotarán en las laderas regadas por cloacas que fluirán rugientes como cataratas de miles de anchas cañerías. Una nueva vida comenzará en ese profundo y salvaje valle en el que la Torre de Leandro se alzará como una colina, como una terrible y auténtica torre.
Hablo de los nuevos barrios que empezarán a levantarse en el vacío de ese barrizal al que antiguamente se llamaba «El Bósforo» entre las miradas de funcionarios del ayuntamiento provistos de libretas de multas corriendo de acá para allá: de las chabolas, de las barracas, de los bares, cabarets y lugares de esparcimiento, de los parques de atracciones con sus tiovivos, de los garitos de juego, de las mezquitas, de los conventos de derviches y los centros de facciones marxistas y de talleres de plásticos y de fábricas de medias de nailon de mala calidad… En medio de ese alboroto demencial podrán verse los restos, caídos de lado, de los barcos de la Compañía Hayriye junto a chapas de gaseosa y campos de medusas. En el último día en que de repente se retiren las aguas aparecerán entre las columnas jónicas cubiertas de algas y junto a los trasatlánticos americanos embarrancados, esqueletos de celtas y licios que imploran con sus bocas abiertas a desconocidos dioses prehistóricos. También puedo imaginar que esa civilización, que se alzará entre tesoros bizantinos cubiertos por mejillones, tenedores y cuchillos de plata y latón, barriles de vino milenario y botellas de gaseosa y afiladas proas de galeras, sacará el combustible necesario para encender sus antiguas cocinas y lámparas de un ajado petrolero rumano con las hélices clavadas en el pantanal. Pero para lo que de veras tenemos que estar preparados es para la nueva epidemia que surgirá de ese hoyo maldito regado por las cataratas de un verde intenso de las aguas fecales de todo Estambul, de los gases venenosos que brotarán de subterráneos prehistóricos, de las marismas secas, de los restos de delfines, rodaballos y peces espada y de los ejércitos de ratas que habrán descubierto su nuevo paraíso. Lo sé y lo advierto: ese día nos afectará a todos el desastre que ocurra en esa zona enferma que será sometida a cuarentena rodeándola de alambre de espinos.
Contemplaremos entonces desde nuestros balcones, desde los que en otros tiempos veíamos el reflejo de la luz de la luna brillando argéntea en las aguas sedosas del Bósforo, el brillo azulado del humo de los cadáveres quemados a toda prisa porque no pueden ser enterrados. Saborearemos ese hedor acre e irritante, mezclado con moho, de los muertos pudriéndose en las mismas mesas en las que antes tomábamos rakt oliendo la frescura embriagadora de los árboles de Judas y las madreselvas en las riberas del Bósforo. Ya no se oirán las corrientes del Bósforo en esos muelles en los que se alineaban las barcas de los pescadores ni los cantos relajantes de los pájaros en primavera sino los gritos de los que se lanzan unos contra otros con un terror mortal después de haber conseguido todo tipo de espadas, dagas, oxidadas cimitarras, pistolas y fusiles arrojados al mar en mil años de miedo a los registros. Los habitantes de Estambul que en tiempos vivían en pueblecitos a la orilla del mar ya no abrirán de par en par las ventanillas de los autobuses para sentir el olor de las algas cuando regresen agotados a casa por las tardes; al contrario, encajarán periódicos y trozos de tela en las rendijas de las ventanas de los autobuses del ayuntamiento que den a esa terrible oscuridad de abajo iluminada por llamas para que no se filtre al interior el olor a cadáveres podridos y a cieno. A partir de ese momento ya no miraremos los farolillos y los fuegos de artificio en los cafés de la ribera en los que nos mezclábamos con vendedores de globos y tortas con miel sino el resplandor rojo sangre de las minas que estallan llevándose consigo a los niños curiosos que las toquetean. Los raqueros, que antes se ganaban la vida recogiendo monedas bizantinas de ínfimo valor y latas de conserva vacías que el mar tormentoso arrojaba a las playas, abandonarán sus casas de madera en los pueblecitos, antes a la orilla de las torrenteras, y se la ganarán con molinillos de café, relojes de cuco con el pajarito envuelto en algas y pianos de cola cubiertos por una coraza de mejillones. Uno de esos días yo me introduciré silenciosamente por entre los alambres de espino para buscar en ese nuevo infierno un Cadillac negro.
El Cadillac negro era el ostentoso automóvil de un bandido (sería demasiado por mi parte llamarle «gángster») cuyas aventuras seguí hace treinta años cuando era un reportero novato y que era el propietario de un garito a cuya entrada había dos cuadros de Estambul que me encantaban. En Estambul sólo tenían un coche parecido Dagdelen, el millonario del ferrocarril, y Maruf, el rey del tabaco de aquellos tiempos. Nuestro bandido, cuyas últimas horas nosotros, los periodistas, narramos durante una semana hasta el punto de convertirlo en leyenda, se lanzó volando con su Cadillac a las aguas oscuras del Bósforo desde el cabo de las Corrientes mientras iba acompañado por su amante una medianoche en que la policía le pisaba los talones, según ciertas declaraciones porque iba borracho de grifa y según otras como un bandolero que a sabiendas lanza su caballo por un precipicio. Ahora soy capaz de adivinar dónde podré encontrar ese Cadillac que los buceadores buscaron sin resultado entre la corriente del fondo del mar y que poco después olvidaron tanto periódicos como lectores.
Estará allí, en las profundidades del valle al que antes llamábamos «El Bósforo», en la parte más honda de un precipicio cenagoso señalado por botas y zapatos sueltos de setecientos años de edad en los que forman sus nidos los cangrejos y huesos de camellos y botellas con cartas de amor escritas a amantes desconocidas, en un lugar por detrás de las laderas cubiertas por bosques de mejillones, algo más allá del pecio de una barcaza en cuyo interior se ha levantado a toda prisa un laboratorio de heroína y el arenal lleno de ostras y percebes regados por cubetadas de sangre de los caballos y asnos sacrificados por los fabricantes de embutidos ilegales.
Mientras busco el coche en aquella silenciosa oscuridad que apesta a putrefacción a la que he descendido y oigo el claxon de los automóviles que pasan por el camino de asfalto al que antes se llamaba «carretera de la costa» y que ahora más bien parece una carretera de montaña, me encontraré con los esqueletos de conspiradores de palacio que siguen doblados en dos en los mismos sacos en que se ahogaron y de popes ortodoxos que se abrazan a sus cruces y cetros con balas de cañón atadas a los tobillos por una cadena. Al ver el humo azulado que surge del periscopio, ahora usado como chimenea de la cocina, del submarino inglés cuya hélice se enredó en la red de un pescador cuando pretendía torpedear al vapor Gülcemal, que transportaba tropas a los Dardanelos, y que se hundió en el fondo del mar después de que su proa chocara con las rocas cubiertas de algas, comprenderé que ha sido barrido de esqueletos ingleses, con la boca abierta por la falta de aire, y que son compatriotas míos, que se están adaptando tranquilamente a su nuevo hogar construido en talleres de Liverpool, quienes toman su té vespertino en porcelana china en el sillón tapizado de terciopelo del capitán. Más allá, en la oscuridad, estará el ancla oxidada de un acorazado del kaiser Guillermo; me guiñará la nacarada pantalla de un televisor. Veré los restos no saqueados de un tesoro genovés, una bombarda con su corto cañón atascado por el barro, imágenes e ídolos cubiertos de mejillones de naciones y pueblos desaparecidos y las bombillas fundidas de una lámpara de techo dorada cabeza abajo. Según vaya bajando, caminando entre el barro y las rocas, veré esqueletos de galeotes que contemplan las estrellas pacientemente sentados, encadenados a sus remos. Collares que cuelgan de los árboles de algas. Quizá no les preste atención a las gafas y a los paraguas, pero sí miraré por un momento, con atención y temor, a los cruzados que, completamente armados, acorazados y equipados, montan esqueletos de magníficos caballos que testarudamente aún se mantienen en pie. En ese momento comprenderé aterrorizado que aquellos esqueletos de cruzados con sus símbolos y armas cubiertos de moluscos vigilan el Cadillac negro que se encuentra justo junto a ellos.
Me acercaré al Cadillac negro, apenas iluminado de vez en cuando por una luz fosforescente de procedencia desconocida, lentamente, temeroso, respetuosamente, como si pidiera permiso a aquellos vigilantes cruzados que hay a su lado. Forzaré la manija de la puerta del Cadillac pero el automóvil, cubierto de arriba abajo de mejillones y erizos de mar, no me permitirá el paso, las ventanillas, atascadas y verdosas, no se moverán lo más mínimo. Entonces sacaré el bolígrafo de mi bolsillo y con él comenzaré a rascar lentamente la costra de algas verde pistacho que cubre uno de los cristales.
A medianoche, cuando encienda una cerilla en aquella terrible y embrujada oscuridad, veré, a la luz metálica del volante, de los indicadores niquelados, de las agujas y los relojes, aún hermosos y brillantes como las armaduras de los cruzados, cómo se besan los esqueletos del bandido y su amante en el asiento delantero y cómo se abrazan, ella con sus brazos delgados llenos de pulseras y él con sus dedos llenos de anillos. No sólo estarán fundidas en un beso inmortal sus mandíbulas, introducidas una dentro de la otra, sino también sus calaveras.
Entonces, mientras regreso hacia las luces de la ciudad sin volver a encender mi cerilla y mientras pienso que ésa es la mejor manera de enfrentarse a la muerte en el momento del desastre, llamaré amargamente a una amante lejana: Querida, preciosa mía, mi triste, ha llegado el momento de la gran catástrofe, ven a mí, ven dondequiera que estés, sea en un despacho lleno de humo, o en la cocina que apesta a cebolla de una casa que huele a colada, o en un revuelto dormitorio azul, ven dondequiera que estés, ha llegado el momento, ven a mí; ha llegado el momento de que esperemos la muerte abrazándonos con todas nuestras fuerzas en el silencio de una habitación en penumbra porque hemos echado las cortinas para olvidar la terrible catástrofe que se acerca.
3. Saluda a Rüya de mi parte
«Mi abuelo llamaba familia a esa comunidad.»
Los cuadernos de Malte Laurids Brigge , R. M. RILKE.
En la mañana del día en que su mujer iba a abandonarlo y mientras subía las escaleras del edificio que llevaban a la oficina en la cuesta de Bâbtâli con el periódico que había leído poco antes bajo el brazo, Galip pensaba en el bolígrafo verde que se le había caído en las profundidades del Bósforo durante uno de aquellos paseos en barca a los que les llevaban sus madres cuando Rüya y él tenían las paperas. La noche de ese mismo día, mientras examinaba la carta que Rüya le había dejado al abandonarlo, recordaría que el bolígrafo verde con el que había sido escrita era igual al que se le había caído al agua. El que se le había caído al agua se lo había prestado Celâl para que lo usara una semanita al ver cuánto le gustaba a Galip. Cuando se enteró de que lo había perdido, le preguntó dónde se le había caído al mar y después de escuchar su respuesta, le contestó: «¡No podemos decir que se haya perdido porque sabemos en qué lugar del Bósforo se ha caído!». A Galip, mientras estaba en la oficina y recordaba los detalles de «aquel día de la catástrofe» que acababa de leer, le sorprendió que el bolígrafo que Celâl se sacaría del bolsillo para rascar las algas verde pistacho del parabrisas del Cadillac negro fuera otro. Porque el descubrimiento de detalles que provenían de años o de siglos atrás -como el hecho de prever que en aquel cenagoso valle del Bósforo las monedas bizantinas con el monte Olimpo grabado se encontraran junto a chapas de la gaseosa Olimpo- era un tema que Celâl usaba complacido en sus artículos en cuanto tenía la oportunidad. Por supuesto, si su memoria no había empeorado en exceso, tal y como le había asegurado en uno de sus últimos encuentros. «Cuando el jardín de la memoria comienza a secarse -le había dicho Celâl una de aquellas noches-, uno tiembla con amor por los últimos árboles y rosales que le quedan. Los riego y los acaricio de la mañana a la noche para que no se sequen: ¡recuerdo, recuerdo que no quiero olvidar!».
Galip había oído de Celâl que un año después de que el Tío Melih se fuera a París y Vasif regresara con el acuario en brazos, Papá y el Abuelo habían ido al bufete de abogados de Bâbtâli donde trabajaba el Tío Melih, habían cargado sus cosas y sus archivos en un carro, se lo habían llevado todo a Nisantasi y lo habían dejado en la buhardilla. Mucho después, cuando el Tío Melih regresó del Magreb con su nueva y hermosa mujer y Rüya, y después de que no le permitieran meterse en la confitería ni en la farmacia para que no hundiera los negocios familiares como había hundido el negocio de higos secos que había iniciado en Esmirna con su suegro, y él decidiera ejercer de nuevo como abogado, se llevó todo aquello a su nuevo despacho para impresionar a los clientes. Según les contó Celâl a Galip y Rüya años más tarde en una de aquellas noches en que recordaba el pasado entre irónico y furioso, uno de los porteadores que fueron, especialista en trabajos delicados como transportar neveras y pianos, era de los que habían colocado todo aquello veintidós años antes en la buhardilla; el tiempo simplemente le había pelado la cabeza.