El libro negro - Pamuk Orhan 4 стр.


Veintiún años después de que Vasif diera un vaso de agua y contemplara con todo cuidado a aquel porteador, el Tío Melih aceptó dejar el bufete a Galip, que por aquel entonces aún no era su yerno sino sólo su sobrino, según el padre de Galip porque no es que se llevara mal con sus clientes, sino porque directamente se lanzaban mutuamente a los cuellos, según la madre de Galip porque estaba demasiado viejo para trabajar, chocheaba y mezclaba los códigos, las sentencias de los casos y los tomos de jurisprudencia con menús de restaurantes y tarifas de transbordadores y según Rüya porque su querido padre ya desde entonces adivinaba lo que ocurriría entre ella y su sobrino, y así el despacho pasó a Galip junto con todo su viejo mobiliario: retratos de algunos legisladores occidentales con la cabeza descubierta y fotografías de medio siglo antes de profesores de la facultad de Derecho tocados con fez cuyos nombres habían sido tan olvidados como las razones por las que fueron famosos; archivos de casos cuyos demandantes, demandados y jueces habían muerto hacía mucho; un escritorio donde en tiempos había estudiado Celâl por las tardes mientras que por las mañanas su madre copiaba en él patrones de vestidos; y, en una esquina del escritorio, dos enormes teléfonos negros que, más que medios de comunicación, parecían torpes, pesados y nefastos instrumentos de guerra.

El timbre del teléfono, que sonaba sólo de vez en cuando, asustaba más que avisaba; el auricular, negro como la pez, era pesado como unas pequeñas pesas de gimnasia; al marcar chirriaba con una melodía parecida a la de los viejos torniquetes del muelle del transbordador Karaköy-Kadiköy y a veces no conectaba con el lugar que deseaba la persona que marcaba, sino con el que él quería.

A Galip le sorprendió que Rüya contestara al teléfono inmediatamente después de que él marcara el número de su casa. «¿Ya estás despierta?» Se sintió contento de que Rüya anduviera no en el jardín cerrado de su memoria sino en el mundo que todos conocían. Revivía ante su mirada la mesilla en la que estaba el teléfono, la habitación desordenada, la postura de Rüya: «¿Has leído el periódico que te he dejado en la mesa? Celâl ha escrito algo divertido». «No -le contestó Rüya-. ¿Qué hora es?». «¿Te acostaste tarde, no?» «Te has preparado tú solo el desayuno.» «No tuve valor para despertarte -dijo Galip-. ¿Qué estabas soñando?». «Esta noche, ya tarde, vi una cucaracha en el pasillo -le respondió Rüya con la voz acostumbrada de los marinos que avisan por la radio del lugar del mar Negro donde se ha visto una mina errante, pero añadió inquieta-: Estaba entre la puerta de la cocina y el radiador del pasillo… A las dos… Un bicho enorme». Se produjo un silencio. «¿Quieres que coja un taxi y vaya ahora mismo?», dijo Galip. «La casa da miedo cuando las cortinas están echadas», contestó Rüya. «¿Quieres que vayamos esta noche al cine? Al Konak. Y a la vuelta nos pasamos por casa de Celâl.» Rüya bostezó. «Tengo sueño.» «Duerme.» Ambos se callaron. Antes de colgar Galip oyó que Rüya volvía a bostezar de forma apenas audible.

En días posteriores, al verse obligado a recordar una y otra vez aquella conversación telefónica, Galip se sentiría incapaz de asegurar cuánto había oído no sólo de aquel indefinido bostezo sino también de las palabras que le había dirigido. Como cada vez que se acordaba de lo que Rüya le había dicho lo hacía de manera distinta y con cierta suspicacia, pensaba: «Es como si no hubiera hablado con Rüya sino con otra persona», e imaginaba que era esa otra persona quien le había engañado. En otro momento pensaría que había oído lo que Rüya le había dicho tal y como ella se lo había dicho, pero que después de aquella conversación telefónica no había sido Rüya sino él quien lentamente se había convertido en otra persona. Imaginaba de nuevo lo que creía haber oído o recordado mal, relacionándolo con aquella otra personalidad. Porque Galip, que por aquellos días escuchaba su propia voz como si fuera la de otro, comprendería perfectamente que mientras dos personas se hablan desde ambos extremos de una línea telefónica pueden convertirse en seres completamente distintos. Al principio pensó que todo se debía al viejo teléfono según un razonamiento mucho más simple: el torpe aparato sonó todo el día, lo usó todo el día.

Después de hablar con Rüya, lo primero que hizo Galip fue llamar a un inquilino que andaba en pleitos con la dueña de la casa. Luego un número equivocado. Hasta que lo llamó Iskender volvieron a preguntar dos veces más por números equivocados. Y, en una ocasión, alguien que sabía que «usted es pariente de Celâl» y que le preguntó por su número de teléfono. Iskender, que llamó después de un padre que quería salvar de la cárcel a su hijo, metido en política, y de un comerciante de hierro que preguntaba por qué era necesario sobornar al juez antes de la sentencia, también quería ponerse en contacto con Celâl.

Como Iskender era un compañero del instituto y desde aquellos años no se habían visto, le hizo un rápido resumen de los últimos quince, le felicitó por su matrimonio con Rüya y, como la mayor parte de la gente, le dijo que «sabía que acabaría así». Ahora era productor en una compañía de publicidad. Unos realizadores de la BBC, que estaban preparando un programa sobre Turquía, querían hablar con Celâl: «¡Quieren hablar ante la cámara con un columnista como Celâl, que lleva treinta años mezclándose en todo!». Iskender le contaba, con innecesario detenimiento, cómo el equipo de televisión había hablado con políticos, empresarios y sindicalistas pero que tenían que hablar con Celâl porque era a quien encontraban más interesante. «¡No te preocupes! -le contestó Galip-. Ahora mismo te lo encuentro». Le alegraba haber hallado una excusa para telefonear a Celâl. «Los del periódico llevan dos días dándome largas -le dijo Iskender-. Por eso te he llamado a ti. Desde hace dos días Celâl nunca está en el periódico. Me da la impresión de que pasa algo raro». A veces Celâl ocultaba a todo el mundo su dirección y su teléfono durante periodos de tres o cuatro días y se encerraba en una de sus casas secretas en algún lugar desconocido de Estambul, pero Galip no tenía la menor duda de que lo encontraría. «No te preocupes -repitió-. ¡Enseguida te lo encuentro!».

Se le hizo de noche sin que pudiera encontrarlo. Cada vez que a lo largo del día lo telefoneó a su casa y al periódico Galip fantaseó con la idea de que Celâl contestaría a la llamada y él cambiaría la voz y hablaría con la personalidad de otro (Galip le diría «¡Claro que he comprendido el significado especial de su artículo de hoy, hombre!», con aquella voz que ponía las tardes en que se sentaban los tres juntos – Rüya, Celâl, Galip- e imitaba a algunos de sus lectores y admiradores con una voz que parecía salir de las obras de teatro de la radio). Pero en cada una de las ocasiones en que llamó al periódico la misma secretaria le dio la misma respuesta: «Celâl Bey no ha llegado todavía». Mientras luchaba con el teléfono a lo largo del día, sólo en una ocasión pudo Galip saborear el placer de sorprender al otro con su voz.

Era ya bastante tarde y la Tía Hâle, a la que había telefoneado por si sabía dónde se encontraba Celâl, le invitó a cenar. Cuando dijo: «Galip y Rüya también van a venir», Galip comprendió que su tía había vuelto a confundir las voces y que creía que él era Celâl. «Qué más da -prosiguió la Tía Hâle después de comprender su error-, todos sois mis hijos ingratos, ¡todos sois iguales! También iba a llamarte a ti». Después de reñir a Galip por no llamarla, con la misma voz con que reñía a su gato negro Carbón por arañar los sillones con sus puntiagudas uñas, le dijo que cuando fuera a cenar pasara por la tienda de Aladino y comprara comida para los peces japoneses de Vasif: los peces comían comida importada de Europa y Aladino sólo se la vendía a los conocidos.

– ¿Habéis leído su artículo de hoy? -preguntó Galip.

– ¿De quién? -le preguntó su tía con una testarudez que se había convertido ya en costumbre-. ¿El de Aladino? No, compramos el Milliyet para que tu Tío resuelva el crucigrama y Vasif lo recorte y se entretenga, no para leer el artículo de Celâl y preocuparnos por lo bajo que ha caído nuestro hijo.

– Entonces llamad vosotros a Rüya para lo de esta noche -contestó Galip-. Yo no voy a tener demasiado tiempo.

– ¡Que no se te olvide! -le dijo la Tía Hâle recordándole la misión que le había encomendado y la hora de la cena. Luego enumeró la plantilla de los asistentes, que en aquellas reuniones familiares era tan invariable como el menú, como un locutor radiofónico que recita lentamente la alineación ya conocida de un partido de fútbol anunciado desde hace días con la intención de despertar el interés de sus oyentes-. Tu Madre, tu Tía Suzan, tu Tío Melih, Celâl, si es que viene y, por supuesto, tu Padre; Vasif, Carbón y tu Tía Hâle -no lanzó la carcajada carrasposa que usaba para poner punto final a los equipos, pero antes de colgar añadió-. Haré hojaldre para ti.

Mientras miraba con ojos vacíos el teléfono, que comenzó a sonar de nuevo en cuanto lo colgó, Galip recordó el proyecto de matrimonio de la Tía Hâle, frustrado en el último momento, pero, por alguna extraña razón, no pudo acordarse del extraño nombre del candidato a novio, que un segundo antes le había cruzado la mente. Para que su memoria no se acostumbrase a ser perezosa, pensó: «No contestaré al teléfono hasta que no me acuerde del nombre que tengo en la punta de la lengua». El teléfono dejó de sonar después de hacerlo siete veces. Cuando poco más tarde comenzó a sonar de nuevo, Galip estaba pensando en la visita que les hicieron aquel candidato a novio de extraño nombre, su tío y su hermano mayor para pedir la mano de la Tía Hâle un año antes de que la familia de Rüya llegase a Estambul. El teléfono dejó de sonar de nuevo. Cuando comenzó otra vez, ya había oscurecido bastante y el mobiliario del despacho se veía de forma poco clara. Galip no recordaba el nombre, pero pensaba con miedo en los extraños zapatos que el hombre se había puesto aquel día. El hombre tenía en la cara un divieso de Alepo. «¿Es que son árabes? -preguntó el Abuelo-. Hâle, ¿de veras que quieres casarte con este árabe? ¿De qué te conoce?». ¡De pura casualidad! Poco antes de las siete y antes de salir del edificio, que ya se iba vaciando, Galip encontró el extraño nombre mientras hojeaba a la luz de las farolas el expediente de un cliente que quería cambiarse de nombre. Mientras caminaba hacia el taxi colectivo de Nisantasi pensó que el mundo era lo suficientemente extenso como para no caber en ninguna memoria y mientras, una hora después, caminaba hacia la casa en Nisantasi, en el significado que se puede extraer de las casualidades.

La casa, en la que en un piso vivían la Tía Hâle, Vasif y la señora Esma y en otro el Tío Melih y la Tía Suzan (y antes también Rüya), estaba en un callejón trasero de Nisantasi. Quizá los demás no lo llamaran «un callejón trasero» porque estaba tres calles más abajo de la esquina de la comisaría, de la tienda de Aladino y de la calle principal, a una distancia de cinco minutos, pero para los que vivían en aquellos dos pisos, uno encima del otro, el centro de Nisantasi nunca podría ser esa calle, cuya transformación de campo fangoso y huertos con pozo incluido en camino de empedrado y luego en calle adoquinada habían seguido de lejos sin demasiado interés, ni siquiera las otras calles, a las que no encontraban más interesantes que ésta. No se les caía de la boca la expresión «callejón trasero» ni en los días en que ya sentían claramente que tendrían que vender uno a uno los pisos del edificio Sehrikalp en la calle principal, donde ellos establecían mentalmente el centro simétrico no sólo de su mundo geográfico sino también de su mundo espiritual, en que tendrían que abandonar aquel edificio que, en palabras de la Tía Hâle, era «dueño de todo Nisantasi» y mudarse a ruinosos pisos alquilados, ni tampoco en esos primeros días en que se instalaron en aquel destartalado inmueble que según la simetría geográfica de sus mentes se encontraba en un apartado y triste rincón, quizá también para aprovechar la oportunidad que no había que dejar escapar de culparse unos a otros exagerando un tanto la catástrofe que se les había caído encima. Tres años antes de su muerte, el mismo día que se mudaron del edificio Sehrikalp al piso en el callejón trasero, Mehmet Sabit Bey (el Abuelo), después de sentarse en su cojo y bajo sillón, colocado en un nuevo ángulo con respecto a la ventana que daba a la calle en aquel nuevo piso y en el antiguo (como en la otra casa) con respecto a la pesada mesilla que soportaba la radio, quizá un poco inspirado por el caballo, todo piel y huesos, que tiraba del carro en el que aquel día habían transportado sus pertenencias, dijo lo siguiente: «Bueno, nos hemos bajado del caballo y nos montamos en el burro. ¡Que sea para bien!». Y luego encendió la radio, sobre la que ya llevaban un rato colocados un paño de croché y la figurilla del perro dormido.

Aquello había ocurrido dieciocho años antes. Pero cuando a las ocho de aquella noche todas las tiendas habían cerrado ya sus rejas, exceptuando la floristería, la tienda de frutos secos y la de Aladino, Galip vio en un aire sucio, en el que se entrelazaban gases de coches, hollín de calefacciones, olor a azufre y lignito y polvo y sobre el que caía una amorfa aguanieve, las viejas luces del edificio, se dejó llevar por la eterna sensación de que sus recuerdos relacionados con aquel inmueble y aquellos pisos no sólo databan de dieciocho años atrás. Lo importante no era la anchura de la calle, ni el nombre del edificio (a ninguno de ellos les gustaba pronunciar aquel nombre con tantas oes y úes), ni el lugar en el que estaba; era como si vivieran en aquellos pisos, unos encima de otros, unos debajo de otros, desde un pasado fuera del tiempo. Mientras subía las escaleras, que siempre olían igual (según el análisis que Celâl daba en un artículo que había sido recibido con bastante irritación, la fórmula del olor era una mezcla del olor a patio con el de losetas mojadas, moho, aceite refrito y cebolla), Galip repasaba rápidamente las pequeñas escenas e imágenes que vería poco después con la costumbre e impaciencia de un lector que hojea un libro ya leído muchas veces.

Teniendo en cuenta que son las ocho, veré al Tío Melih sentado en el sillón del Abuelo leyendo de nuevo los periódicos que habrá bajado del piso de arriba como si poco antes no los hubiera leído allí mismo o quizá con la excusa de que «los del piso de abajo pueden darle a la misma noticia una interpretación distinta que los del piso de arriba» o «Voy a echarle un vistazo a esto antes de que Vasif empiece a recortarlos y los destroce». Pensaré que mi Tío me grita con amargura, como hacía cuando yo era niño, «Me aburro, hay que hacer algo, me aburro, hay que hacer algo», sacudiendo nervioso e impaciente, como si no pudiera detenerse nunca, la desdichada zapatilla que se balancea durante todo el día en la punta de su pie. Oiré cómo la señora Esma, que habrá sido expulsada de la cocina por la Tía Hâle para poder freír sus hojaldres con toda tranquilidad y sin que nadie se inmiscuya, con su Bafra sin filtro en la boca, aunque nunca podrá sustituir a los viejos Yeni Harman, pregunta al aire «¿Cuántos somos esta noche?», como si ella no supiera la respuesta o como si los otros pudieran saber la respuesta que ella misma no sabe. Oiré cómo la Tía Suzan y el Tío Melih, que estarán sentados como la Abuela y el Abuelo a cada lado de la radio y con mis padres frente a ellos, guardarán silencio un rato después de aquella pregunta, cómo luego la Tía Suzan se volverá a la señora Esma y le preguntará esperanzada «¿Viene Celâl esta noche, señora Esma?», cómo el Tío Melih dirá con su eterna costumbre «Ése nunca tendrá la cabeza en su sitio, nunca» y cómo mi padre anunciará complacido que ha leído uno de los artículos de Celâl para defender a su sobrino ante el Tío Melih y para demostrar el placer y el orgullo que le produce poder ser un hermano menor más responsable y equilibrado que su hermano mayor. Luego, al ver que mi padre, con ese placer de defender a su sobrino ante su hermano mayor al que habría que añadir, además, el de presumir ante mí de sus conocimientos, dice unas frases de elogio, que si Celâl oyera sería el primero en burlarse de ellas, sobre ese artículo que tratará sobre tal problema del país o sobre tal cuestión de la vida y que, además, añadirá la adecuada crítica «constructiva» y que mi madre (¡Mamá, no te metas tú en esto!) corroborará la opinión de mi padre con la cabeza (porque ella conoce bien su misión de defender a Celâl de las iras del Tío Melih con su forma de tratar la cuestión: «En el fondo es un buen chico, pero…»), no podré contenerme y preguntaré estúpidamente «¿Habéis leído su artículo de hoy?», a pesar de que sé que nunca obtendrán ni podrán obtener de los artículos de Celâl el placer y las interpretaciones que yo extraigo. Entonces oiré cómo el Tío Melih, que quizá en ese momento tenga el periódico en las manos abierto por la página del artículo de Celâl, dice a pesar de todo «¿Hoy qué es?» o «¿Ahora le dejan escribir todos los días? ¡No lo he leído!», y mi padre «¡No me parece correcto que emplee un lenguaje tan grosero con el Presidente del Gobierno!», y mi madre dirá «Pero aunque no sienta respeto por sus ideas, un escritor debe sentir respeto por su persona» con una frase tan retorcida que no se sabrá si da la razón a mi padre, al Presidente del Gobierno o a Celâl, y quizá justo en ese momento, la Tía Suzan envalentonada por aquella imprecisión opine «Me recuerda a los franceses en lo que piensa sobre la inmortalidad, el ateísmo y el tabaco» y sacará a relucir de nuevo la cuestión del tabaco (y los cigarrillos). Y así, yo saldré de la habitación al ver que vuelve a inflamarse la discusión entre el Tío Melih y la señora Esma, «Ojo con tu cigarro, ¡me está poniendo fatal del asma, señora Esma!», «Si te pones fatal, Melih Bey, ¡apaga primero el tuyo!», que con su cigarrillo en la boca extiende el mantel sobre la mesa, a pesar de que aún no se ha decidido cuántos seremos a ella, como quien coloca una enorme sábana limpia en una cama, tomándolo primero de un extremo, luego sacudiendo en el aire el otro y contemplando cómo cae lentamente. En la cocina, la Tía Hâle, que estará friendo hojaldres en medio de un humo oloroso a pasta, queso fundido y aceite como una hechicera solitaria que hace hervir su puchero para fabricar un elixir mágico (aunque con la cabeza cubierta para evitar que le quede grasa en el cabello), me meterá a toda prisa en la boca un hojaldre ardiente como si me sobornara para conseguir a cambio alguna atención especial, cariño y quizá un beso, mientras me ordena «¡No se lo digas a nadie!» y luego me preguntará «¿Quema?» aunque yo seré incapaz de contestar «¡Quema!» mientras se me caen lágrimas de dolor. Saldré de allí y me meteré en el dormitorio de los Abuelos donde Rüya y yo recibíamos clases de dibujo, aritmética y lectura sentados en las faldas del edredón azul, envueltos en el cual pasaron tantas noches sin dormir, y donde se había instalado Vasif con sus queridos peces japoneses tras la muerte de los Abuelos y allí, con Vasif, veré a Rüya. Estarán juntos contemplando los peces o la colección de recortes de periódicos y revistas de Vasif. Entonces me uniré a ellos y, como siempre, Rüya y yo estaremos un rato sin hablar entre nosotros como para que no se note que Vasif es sordomudo y luego, como hacíamos en nuestra infancia, representaremos para Vasif alguna escena de una vieja película que hayamos visto en la televisión con el lenguaje de gestos que desarrollamos juntos y si estas semanas no hemos visto ninguna escena que valga la pena recrear, representaremos con todo detalle, como si acabáramos de verla, una de El fantasma de la Ópera , que a Vasif siempre le entusiasma. Poco después, como Vasif nos habrá dado la espalda o se habrá acercado a sus queridos peces porque es mucho más comprensivo que todos los demás, Rüya y yo nos miraremos y justo entonces te preguntaré «¿Cómo estás?» porque no te he visto desde esta mañana y desde anoche no hablo contigo cara a cara y tú me contestarás como siempre «Pues nada, bien» y yo me detendré un momento a pensar cuidadosamente las asociaciones que implica o no esa frase y entonces, para ocultar el vacío de mi pensamiento, quizá te pregunte «¿Qué has hecho hoy? Rüya, ¿qué has hecho hoy?» como si no supiera que no has comenzado la traducción de la novela policíaca que cada día dices que harás y que te has dedicado a hojear esas viejas novelas policíacas que yo soy incapaz de leer y a dormitar.

En otro artículo Celâl propuso una fórmula distinta al escribir que la mayoría de las escaleras de los edificios de los callejones traseros huelen a sueño, ajo, moho, cal, carbón y aceite refrito. Antes de llamar al timbre Galip pensó: «¡Le preguntaré a Rüya si ha sido ella quien ha llamado tres veces por teléfono esta tarde!».

Le abrió la Tía Hâle y le preguntó:

– ¡Ah! ¿Dónde está Rüya?

– ¿No ha venido? ¿No la habéis llamado por teléfono?

– La llamé, pero no contestó nadie -respondió la Tía Hâle -. Supuse que la habrías avisado tú.

– Quizá esté arriba, en casa de su padre.

– Hace ya rato que tus tíos han bajado.

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