El libro negro - Pamuk Orhan 31 стр.


– Bueno, ¿y qué es lo que quieres ahora?

– Me basta con verte.

– ¿Por qué razón? Lo cierto es que no hay ningún informe ni nada parecido, ¿no?

– Te lo contaré todo en cuanto te vea.

– ¡Y tu nombre es falso!

– ¡Quiero verte! -le dijo la voz sonando tan artificial y al mismo tiempo, tan extrañamente conmovedora y conducente como la de un actor de doblaje que dice «¡te quiero!”. Quiero verte. Cuando nos veamos comprenderás por qué. Nadie te conoce como yo, nadie. Sé que te pasas las noches fantaseando hasta que amanece, tomando té y café que preparas con tus propias manos y fumando los Maltepe que dejas secar sobre el radiador. Sé que escribes tus artículos a máquina y los corriges con un bolígrafo verde y que no estás contento ni de ti mismo ni de tu vida. Sé también que las noches en las que paseas arriba y abajo por la habitación hasta que amanece te gustaría estar en el lugar de otro pero que no acabas de decidirte sobre la identidad de ese otro que te gustaría ser.

– He escrito mucho sobre eso -respondió Galip.

– Sé también que no querías a tu padre y que cuando volvió de África con su nueva mujer te echó del pequeño ático en el que vivías. Sé también de las estrecheces que pasaste los años en los que volviste a vivir con tu madre. ¡Ah, hermano mío! ¡Cuando eras un pobre reportero en Beyoglu te inventaste asesinatos que nunca existieron para llamar la atención! ¡Entrevistaste en el Pera Palas a estrellas inexistentes de películas americanas que jamás se rodaron! ¡Fumaste opio para poder escribir las confesiones de un fumador de opio turco! ¡Te dieron una paliza en el viaje que hiciste por Anatolia para poder terminar un folletín que publicaste con un nombre falso! ¡Contaste tu vida entre lágrimas en la sección de «Increíble pero cierto» y nadie se dio cuenta! Sé que te sudan las manos, que has tenido dos accidentes de tráfico, que todavía no has podido encontrar unos zapatos impermeables, que aunque temes la soledad siempre has estado solo. Sé que te gustan las publicaciones pornográficas, subir a los alminares, curiosear en la tienda de Aladino y charlar amigablemente con tu hermanastra. ¿Quién otro que no fuera yo podría saber todo eso?

– Mucha gente -contestó Galip-. Porque todo eso se puede saber por mis artículos. ¿Vas a decirme de verdad por qué quieres verme?

– ¡El golpe militar!

– Voy a colgar…

– ¡Lo juro! -dijo la voz nerviosa y desesperada-. Si te veo te lo explicaré todo.

Galip desconectó el teléfono. Sacó del armario un anuario que le había llamado la atención el día anterior en cuanto lo vio y se instaló en el sillón en el que se sentaba Celâl cuando llegaba a casa agotado por las tardes. Era un anuario, muy bien encuadernado, de la Academia Militar, correspondiente al año 1947: además de las fotografías y las correspondientes frases de Atatürk, del Presidente de la República, del jefe de Estado Mayor, de todos los comandantes de los ejércitos, del director de la Academia y de los profesores, el volumen contenía los retratos, hechos con sumo cuidado, de todos los cadetes. Mientras pasaba las páginas, entre las cuales había hojas de papel cebolla, Galip no acertaba a descubrir por qué había querido mirar aquel anuario después de la conversación telefónica, pensaba que todas las caras y todas las miradas se parecían de una manera sorprendente, tanto como las gorras que cubrían sus cabezas y las insignias que llevaban en el cuello de las guerreras. En cierto momento tuvo la impresión de estar hojeando un número viejo de una revista de numismática que hubiera encontrado en una de las cajas polvorientas que los vendedores de libros usados colocan delante de sus tiendas para exponer los libros baratos y de desecho, una revista en la que las monedillas de plata que se veían en sus páginas y las figuras que las decoraban sólo pudieran ser diferenciadas por un experto. Notó que en su interior se elevaba una música que había oído caminando por la calle y sentado en las salas de espera del transbordador: le gustaba mirar caras.

Pasar las páginas le recordaba la sensación de estar hojeando el nuevo número de una revista infantil ilustrada cuya parición hubiera estado esperando durante semanas y que todavía oliera a tinta de imprenta y a papel. Por supuesto, como dicen los libros, todo estaba relacionado. Comenzó a ver en las fotografías la misma expresión que brillaba por un momento en los rostros con los que se cruzaba por las calles: le satisfacían tanto las caras como sus significados.

La mayoría de los que habían concebido los golpes militares planeados, y fracasados, a principios de los años sesenta (si exceptuamos a los generales que guiñaban de lejos a los jóvenes golpistas sin arriesgarse ellos mismos), debía estar entre aquellos jóvenes oficiales cuyas fotografías se publicaban en el anuario. Pero entre lo que Celâl había escrito y garabateado en sus páginas, y a veces en las hojas de papel cebolla que las cubrían, no había nada relacionado con golpes militares. En algunas caras había dibujado barbas y bigotes, como habría hecho un niño, a algunos les había sombreado las mejillas o el bigote oscureciéndoselos ligeramente. Las arrugas de la frente de otros las había convertido en marcas del destino en las que se leían absurdas letras latinas, había rodeado las ojeras de otros con perfectos semicírculos hasta completar las letras O o C y les había colocado en la cabeza estrellas, cuernos y gafas. Había marcado los mentones, las frentes y las narices de los jóvenes oficiales y en algunas caras había trazado líneas que estudiaban la proporción entre el largo y el ancho de las caras, entre nariz y labios, entre frente y mentón. Bajo algunas fotografías había llamadas que enviaban a otras páginas. A los rostros de muchos de los cadetes les había añadido espinillas, lunares, manchas, diviesos, moratones y cicatrices de quemaduras. Junto a una cara tan brillante y limpia que resultaba imposible dotarla de dibujos ni letras había escrito la siguiente frase: «¡Las fotografías retocadas matan el alma!».

Galip encontró la misma frase hojeando otros anuarios que sacó del mismo rincón del armario: en las fotografías de los catedráticos de la facultad de Medicina, de los diputados del año cincuenta, de los ingenieros y directivos de la línea ferroviaria Sivas-Kayseri, de los voluntarios de la Asociación para el Embellecimiento de Bursa y de los de Alsancak (Esmirna) para la Guerra de Corea, vio los mismos dibujos y garabatos de Celâl. La mayoría de las caras habían sido divididas dos por una línea vertical con la intención de que resaltaran las letras de ambas mitades. Galip pasaba algunas páginas a toda velocidad y a veces se detenía en una fotografía largo rato: era como si intentara salvar en el último momento un recuerdo del que le costaba trabajo acordarse antes de que cayera en el precipicio infinito del olvido, como si intentara deducir la dirección de una casa lóbrega a la que había sido llevado en la oscuridad. Algunas caras no daban más que lo que ofrecían en el primer instante; de otras, de superficie tranquila y serena, surgía una historia en el momento más inesperado. Entonces Galip recordaba ciertos colores, recordaba la triste mirada de una camarera apenas vista en una película extranjera años atrás o la última vez que había sonado en una radio una melodía que le habría gustado escuchar pero que siempre se le escapaba.

Galip se había llevado hasta el despacho todos los anuarios y álbumes, fotografías recortadas de periódicos y revistas y cajas llenas de fotografías recogidas de aquí y de allá que había podido encontrar en el armario del pasillo y los repasaba como un borracho mientras oscurecía. Veía caras cuyas fotografías era imposible saber dónde, cómo y cuándo se habían hecho; muchachas, señores con sombrero de fieltro, mujeres con la cabeza cubierta por un pañuelo, jóvenes de mirada limpia, desesperados perdidos para siempre. Veía rostros infelices cuyas fotografías se sabía cuándo y dónde habían sido tomadas: dos ciudadanos que observaban preocupados a su alcalde entregándole una instancia al Presidente del Gobierno entre las miradas benevolentes de los ministros y los policías de la escolta; la madre que había conseguido salvar a su hijo del incendio de Dereboyu en Besiktas; mujeres espiando en una cola para conseguir entradas en el cine Alhambra para la película en la que actuaba el egipcio Abdul Wahab; una famosa bailarina del vientre y estrella de cine a la que habían atrapado con grifa siendo conducida por la policía a la comisaría de Beyoglu; la expresión de repente vacía del contable culpable de desfalco. Parecía que aquellas fotografías que extraía al azar de las cajas le explicaran las razones de su existencia y de por qué habían sido guardadas: «¿Qué puede haber más revelador, más gratificante, más curioso que una fotografía, que un documento que esconde la expresión del rostro de una persona?», pensó Galip.

Incluso tras las caras más «vacías», que habían perdido la profundidad de su significado y su expresión debido a los retoques y a vulgares trucos fotográficos, se notaba que existía una extraña melancolía, una historia cargada de recuerdos y temores, un secreto oculto, una tristeza que se reflejaba en los ojos, las cejas y las miradas, ya que no podía ser expresada con palabras. Mirando la cara alegre y sorprendida de un aprendiz de colchonero que había ganado el gordo de la lotería, mirando las fotografías del funcionario de seguros que había apuñalado a su mujer y la de nuestra reina de la belleza que había ganado el tercer puesto y así «nos había representado de la mejor manera» en Europa, Galip estaba a punto de llorar.

Viendo en algunos rostros huellas de una tristeza que también podía leerse en los artículos de Celâl, Galip decidió que los había escrito mirando aquellas fotografías. Debía haber redactado el artículo en el que describía la ropa tendida en los jardines de las chabolas que daban a los depósitos de las fábricas mirando la cara de nuestro campeón de boxeo aficionado en la categoría de 57 kilos; el artículo en el que decía que las retorcidas y empinadas calles de Gálata sólo eran retorcidas y empinadas para los extranjeros debía haber sido redactado a partir del rostro púrpura y blanco de esa famosa cantante nuestra de ciento once años de edad que declaraba con orgullo que se había acostado con Atatürk; las caras de los cadáveres de los peregrinos que habían perecido en el accidente de su autobús cuando regresaban de La Meca y que llevaban puesto el solideo, le recordaron a Galip un artículo bre los grabados y los mapas antiguos de Estambul. En ese artículo Celâl había escrito que en algunos de esos mapas se trazaba la localización de tesoros de la misma forma que en ciertos grabados europeos se señalaba a algunos desequilibrados enemigos nuestros que habían venido a Estambul con la intención de atentar contra la vida del sultán. Galip pensó que había cierta relación entre aquel artículo que Celâl había escrito en uno de esos días en que se encontraba escondido en un piso secreto de algún rincón de Estambul sin ver a nadie durante semanas y los mapas que había marcado con líneas verdes. Comenzó a silabear los nombres de los barrios del mapa de Estambul. Cada una de las palabras estaba tan cargada de recuerdos, puesto que las había usado miles de veces en la vida cotidiana a lo largo de años, que, como ocurre con las palabras «agua» o «cosa», a Galip ya no le recordaban nada. En lo que respecta a los barrios que habían tenido menor importancia en su vida, le sugerían algo en cuanto repetía sus nombres en voz alta. Galip recordó una serie de artículos en la que Celâl describía algunos barrios de Estambul. Los artículos, que sacó del armario, llevaban el título general de «Rincones ocultos de Estambul», pero, leyéndolos, Galip vio que más que hablar de los rincones secretos de Estambul estaban llenos de las pequeñas historias de Celâl. Aquella decepción, que en otro momento habría recibido con una sonrisa, lo enojó de tal manera que pensó irritado que Celâl, a lo largo de toda su carrera como escritor, no sólo había engañado a sus lectores, sino también, y conscientemente, a sí mismo. Leyendo aquellos artículos en los que se hablaba de una pequeña pelea en el tranvía Fatih-Harbiye, de un niño de Ferikóy al que habían enviado a comprar y que nunca había regresado y de la repiqueteante musiquilla de una relojería en Tophane, Galip se susurró: «Ya no me dejaré engañar». Pero cuando poco después se le ocurrió involuntariamente que Celâl podría ocultarse en una casa de Harbiye, Ferikóy o Tophane, enfocó repente su irritación, no hacia Celâl, que le había tendido una trampa, sino hacia su propia mente, que le hacía ver pistas en todos los escritos de Celâl. Y así, como si odiara a un niño que busca continuamente que le entretengan, odió su mente incapaz de vivir sin historias. Bruscamente decidió que en el mundo no había lugar para señales, pistas, segundos y terceros significados, secretos y misterios: no eran sino quimeras de su imaginación y de su mente, que quería descubrir y entender todas las señales. En su interior se elevó el deseo de poder vivir tranquilamente en un mundo donde cada objeto existiera siendo sólo ese objeto; así, ni los artículos, ni las letras, ni las caras, ni las farolas de la calle, ni la mesa de Celâl, ni ese armario herencia del Tío Melih, ni esas tijeras ni ese bolígrafo que aún llevaban las huellas dactilares de Rüya serían señales sospechosas de un secreto ajeno a sí mismo. ¿Cómo podría penetrar en ese universo en el que el bolígrafo verde no sería más que un bolígrafo verde y en el que él ya no querría ser otro? Como un niño que imagina que vive en el lejano país extranjero de la película que está viendo, Galip observó los mapas que había sobre la mesa queriendo convencerse de que vivía en dicho universo. En determinado momento le pareció ver su propia cara, tan llena de arrugas como la frente de un anciano, luego aparecieron ante sus ojos los rostros de los sultanes, mezclándose unos con otros, y a esa imagen la siguió la cara de alguien conocido, quizá la de un príncipe heredero, pero desapareció antes de que pudiera identificarla.

Más tarde se sentó en el sillón pensando que podría ver aquellas fotografías que Celâl había reunido a lo largo de treinta años como si fueran imágenes de ese nuevo universo en el que quería vivir. Comenzó a mirar las caras de las fotografías que sacaba al azar de las cajas intentando no ver en ellas ni un secreto ni una señal. Y así comenzó a verlas como descripciones de un objeto físico compuesto simplemente de ojos y boca, como si fueran fotografías del carnet de identidad o de un documento del padrón. Cuando a veces se entristecía por un momento, como alguien que se sumerge en el dolor que se desprende de la cara profundamente expresiva hermosa de la mujer cuyo carnet de la seguridad social tiene las manos, se recuperaba rápidamente y pasaba de inmediato a otra fotografía, miraba otra cara que no mostrara ningún dolor ajeno a sí misma, ninguna historia. Y para no dejarse arrastrar por las historias de los rostros no leía los pies de foto ni las letras que Celâl había escrito en los márgenes y sobre ellas. Cuando el tráfico de la tarde se atascaba en la plaza de Nisantasi y de sus ojos volvían a brotar lágrimas tras largo rato de mirar fotografías esforzándose en poder verlas únicamente como mapas de rostros humanos, sólo había podido examinar una mínima parte de las fotografías que Celâl había reunido durante treinta años.

25. El verdugo y el rostro que lloraba

«No llores, no llores, ah, por favor, no llores

Nemide , HALIT ZIYA USAKLlGtt

¿Por qué nos inquieta un hombre bañado en lágrimas? Una mujer que llora puede considerarse una parte excepcional pero conmovedora y digna de pena, de nuestra vida cotidiana, la acogemos con sinceridad y cariño. Pero ante un hombre que llora nos llena un sentimiento de desesperación. Es como si para él hubiera llegado el fin del mundo o como si él hubiera llegado al límite de lo que podía hacer (como ocurre con la muerte de un ser querido), o como si su mundo tuviera un aspecto incompatible con el nuestro; un aspecto inquietante, incluso terrorífico. Todos conocemos el desconcierto y el terror de encontrarnos por sorpresa un país completamente desconocido en el mapa que tan bien creemos conocer al que llamamos cara. Sobre ese tema he encontrado un relato en la Historia de los verdugos de Kadri de Edirne que también aparece en el sexto volumen de la Historia de Naima y en la Historia de los pajes de palacio de Mehmet Halife.

Una noche de primavera de hace apenas trescientos años, el más famoso verdugo de la época, Ómer el Negro, se acercaba a caballo a la fortaleza de Erzurum. Había sido enviado a ejecutar a Abdi bajá, gobernador de la fortaleza, por decisión del sultán, tomada doce días antes, y llevaba en la mano el firman del comandante de la guardia imperial por el que se le encargaba de la misión. Estaba contento porque había hecho el camino Estambul-Erzurum en doce días en una estación del año en la que a cualquier viajero le habría llevado un mes. El frescor de la noche de primavera le había hecho olvidar su cansancio, pero sentía un abatimiento que nunca había notado antes de cumplir una misión; le parecía sentir la obra de una maldición o la indecisión de una duda que le impedirían realizar su trabajo tan honorablemente como correspondía.

Su trabajo era realmente difícil: entraría solo en la mansión repleta de guardias de un bajá al que no conocía y a quien nunca había visto, le entregaría el firman , con su impasible presencia y su confianza haría sentir al bajá y a su entorno la inutilidad de rebelarse contra las órdenes del sultán y, era una mínima posibilidad pero bien podría ocurrir, en caso de que el bajá tardara en convencerse de la inutilidad de rebelarse, lo mataría de inmediato sin perder un instante y antes de que los que le rodeaban pudieran actuar. Tenía tanta experiencia en aquel tipo de asuntos que la indecisión que notaba no podía deberse a eso: en sus treinta años de vida profesional había ejecutado a cerca de veinte príncipes, dos grandes visires, seis visires, veintitrés bajas y a más de seiscientas personas, ladrones o no, culpables o inocentes, hombres y mujeres, niños y viejos, cristianos y musulmanes y desde los tiempos en que era aprendiz hasta entonces había torturado a varios miles.

Aquella mañana de primavera, el verdugo desmontó junto a un arroyo antes de entrar en la ciudad, hizo sus abluciones y rezó entre los alegres gorjeos de los pájaros. Rezar, pedirle a Dios que todo fuera bien, era algo que raramente nacía. Pero, como siempre ocurría, Dios aceptó la oración de aquel laborioso siervo suyo.

Y así todo fue como debía. El bajá, que reconoció al verdugo en cuanto lo vio por el engrasado dogal de su cintura y por el gorro cónico de fieltro en su cabeza afeitada, supo de inmediato lo que iba a ocurrirle, pero no presentó ninguna dificultad que pudiera considerarse ilegal. Quizá hacía ya tiempo que había aceptado su destino porque era consciente de sus delitos.

Primero leyó el firman al menos diez veces y todas con el mismo cuidado (una característica frecuente entre aquellos que respetan las leyes). Besó la orden que acababa de leer con un respeto pomposo y se la llevó a la frente (una reacción habitual entre aquellos que creen que aún pueden tener algún influjo entre los que les rodean y que Ómer el Negro encontraba estúpida). Dijo que quería leer el Corán y rezar (un deseo frecuente entre los que quieren ganar tiempo y los verdaderos creyentes). Después de rezar, repartió las piedras preciosas, los broches y los anillos que llevaba entre sus hombres diciéndoles «Para que me recordéis» con la intención de que no se los quedara el verdugo (una reacción de aquellos que están demasiado apegados al mundo y que son lo bastante superficiales como para sentir inquina hacia el verdugo). Y como la mayoría de los que muestran, no una o dos de aquellas reacciones, sino todas ellas, también intentó resistirse lanzando maldiciones antes de que le pasara la soga al cuello. Pero se desplomó tras recibir un buen puñetazo en el mentón y comenzó a esperar la muerte. Lloraba.

Llorar era también una de las reacciones que mostraban las víctimas en situaciones parecidas, pero en la cara del bajá el verdugo vio algo que le hizo sentirse indeciso por primera vez en treinta años de vida profesional. Y así, hizo algo que nunca antes había hecho: cubrió la cara de la víctima con una tela antes de estrangularlo. Era un comportamiento que había criticado cuando lo había visto en otros colegas porque creía que para que un verdugo pudiera realizar su trabajo si dudar y de manera perfecta debía poder mirar a los ojos de la víctima hasta el fin.

Una vez que estuvo seguro de la muerte, separó la cabeza del muerto de su cuerpo con una navaja especial a la que llamaban «cifra» y la metió aún caliente en una bolsa de cuero llena de miel que había llevado consigo. Para demostrar que había cumplido con su misión debía llevar la cabeza de la víctima a Estambul ante quienes debían identificarla sin que se descompusiera. Mientras la colocaba cuidadosamente en la bolsa de cuero llena de miel vio asombrado una vez más aquella mirada llorosa en la cara del bajá, aquella expresión incomprensible y terrible y no pudo olvidarla hasta el fin, no demasiado lejano, de sus días.

Montó rápidamente a caballo y salió de la ciudad. El verdugo siempre quería estar al menos a dos días de distancia con la cabeza en la silla de su montura en el momento en que se enterraba entre lágrimas el cuerpo en una triste ceremonia capaz de romper el corazón. Y así, tras un viaje sin descanso de día y medio, llegó a la fortaleza de Kemah. En el caravasar comió hasta hartarse, se retiró a su celda con la bolsa y durmió un largo sueño.

En el momento en que se despertó tras dormir medio día sin interrupción, estaba soñando que se encontraba en la Edirne de su infancia: cuando se acercó al enorme frasco lleno de confitura de higos que su madre había hecho hirviéndolos una y otra vez hasta conseguir que un olor agridulce invadiera no sólo la casa y el jardín, sino el barrio entero, primero comprendió que aquellas cosas verdes y redondas que había tomado por higos eran los ojos llorosos de una cabeza cortada; luego abrió la tapa del frasco con el sentimiento de culpabilidad, no de estar haciendo algo prohibido, sino de ser testigo del incomprensible terror de aquella cara que lloraba y, cuando del frasco comenzaron a surgir los gemidos de un hombre maduro llorando, se quedó congelado por una sensación de impotencia que lo paralizaba.

La noche siguiente, en otro caravasar, en otra cama, se encontró a mitad de su sueño en una de las tardes de su adolescencia: estaba en una callejuela de Edirne poco antes de que anocheciera. Por consejo de un amigo, no lograba recordar quién, veía con un ojo el sol poniente y con el otro el blanco rostro de la pálida luna llena que estaba saliendo. Después, al ponerse el sol y oscurecer, la redonda cara de la luna se volvía más luminosa y precisa y, sin que pasara mucho, se daba cuenta de que aquella brillante cara era una cara humana, una cara que lloraba. No, lo que convertía las calles de Edirne en las calles inquietantes e incomprensibles de otra ciudad no era lo que pudiera tener de triste el que la cara de la luna se transformara en una cara llorosa, sino lo que tenía de enigmático.

A la mañana siguiente el verdugo pensó que aquella verdad que había descubierto en mitad de su sueño se adecuaba a sus propios recuerdos. A lo largo de su vida profesional había visto la cara de miles de hombres que lloraban, pero ninguna de ellas le había suscitado la menor sensación de crueldad, miedo o culpabilidad. Al contrario de lo que podría pensarse, sentía pena por sus víctimas, pero ese sentimiento enseguida se compensaba con la lógica de estar haciendo justicia, de estar obligado, de que no había posible vuelta atrás. Porque sabía que las víctimas a quienes estrangulaba, cuyas cabezas cortaba, cuyos cuellos partía, eran mucho más conscientes que el verdugo de la cadena de razones que provocaban su ejecución. No había nada de insoportable ni de insufrible en la imagen de un hombre que va a la muerte debatiéndose mientras llora, implorando mientras moquea, gimoteando, ahogándose por las lágrimas. El verdugo no despreciaba a los hombres que lloraban, al contrario que ciertos imbéciles que esperan actitudes solemnes y palabras gallardas que pasen a la historia y a la leyenda de las ejecuciones, pero tampoco se dejaba llevar por un sentimiento de pena que lo paralizara, al contrario que otro tipo de imbéciles que no comprenden en absoluto la crueldad arbitraria e inevitable de la vida.

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