El libro negro - Pamuk Orhan 39 стр.


– ¿Y la cruz? -preguntó Galip con cierta alegría y sintiendo por primera vez en los seis días y siete horas desde que su mujer lo había abandonado que saboreaba la vida.

– Sé que no es una casualidad que justo debajo del artículo del 18 de enero de 1958 en el que hablabas algo pretenciosamente de la geometría egipcia primitiva, del álgebra árabe y del neoplatonismo siríaco para probar que, como forma, la cruz era lo opuesto a la media luna, su negación y su «negativo», se publicara la noticia de la boda de Edward G. Robinson, «el duro mascador de puros de la pantalla y la escena», que tanto me gustaba, con la diseñadora de modas neoyorquina Jane Adler y una fotografía en la que los recién casados aparecían bajo la sombra de una cruz. Dame tu dirección. Una semana inmediatamente después de ese artículo, escribiste otro en el que afirmabas que el hecho de que a nuestros niños se les enseñe el miedo a la cruz y el entusiasmo por la Media luna produce como resultado una represión que en sus años de madurez les impide descifrar los rostros mágicos de Hollywood y una indecisión sexual que les lleva a pensar que todas las mujeres con cara de luna son sus madres o sus tías, y para demostrar tu idea decías que si las noches de los días en que se habían enseñado las Cruzadas se hiciera un control en los dormitorios de los internados para becarios, se descubrirían cientos de estudiantes que habían mojado la cama. Esto no es nada, dame tu dirección y te llevaré todas las historias de cruces que me he encontrado en periódicos provincianos mientras rebuscaba en las bibliotecas para leer tus artículos. El correo de Erciyes, Kayseri, 1962, el condenado a la pena capital que regresó del país de la muerte cuando se partió la cuerda que le rodeaba el cuello habla sobre las cruces que se encontró en su breve viaje por el Infierno; Verde Konya, Konya, 1951, «Nuestro editor ha enviado hoy un telegrama al presidente de la República comunicándole que sería más acorde a la educación turca utilizar el signo del punto (.) en lugar de esa letra en forma de cruz». Y si me das tu dirección cuántas más podré llevarte enseguida… No digo que lo uses como material de tus artículos porque sé que odias a los columnistas que consideran la vida un material. Pero te llevaré ahora mismo el que tengo en unas cajas delante de mí; lo leeremos juntos, nos reiremos juntos, lloraremos juntos. Vamos, dame tu dirección y te llevaré una serie de artículos publicados en los periódicos de Iskenderun sobre hombres de la ciudad que sólo en los cabarets dejaban de tartamudear porque sólo a las chicas de alterne podían contarles cuánto odiaban a sus padres; dame tu dirección y te llevaré los augurios de amor y muerte del camarero que, aunque era analfabeto y no sabía hablar turco correctamente, así que no digamos ya persa, recitaba poemas desconocidos de Omar Hayyam porque eran almas gemelas; dame tu dirección; te llevaré los sueños de un periodista y editor de Bayburt que cuando comprendió que estaba perdiendo la memoria se dedicó a publicar hasta la misma noche de su muerte en la última página del periódico del que era propietario todo lo que sabía, toda su vida y sus recuerdos: sé que encontrarás tu propia historia entre las rosas marchitas, las hojas caídas y el pozo seco del amplio jardín descrito en su último sueño, hermano mío. También sé que tomas vasodilatadores para evitar que se te seque la memoria y que cada día te pasas horas tumbado con los pies en alto apoyados en la pared para conseguir un mejor riego en el cerebro sacando uno a uno los recuerdos de ese pozo ciego e ingrato. Tumbado en la cama o en el sofá con la cabeza colgando, la cara congestionada, te esfuerzas en recordar: «El 16 de marzo de 1957, el 16 de marzo de 1957, mientras comía albóndigas con los compañeros del periódico en el restaurante cercano a la diputación, les hablé de las máscaras que a uno le obliga a llevar la envidia». Y esforzándote de nuevo te dices «Sí, sí, en mayo del año 1962 cuando me desperté después de una increíble sesión de calor a mediodía en una casa de una calle lateral de Kurtulug, le dije a la mujer desnuda que estaba acostada junto a mí que los grandes lunares de su piel se parecían a los de mi madrastra», pero enseguida te dejas llevar por esa duda a la que llamas «despiadada», ¿se lo dijiste a ella o a la de piel blanca de la casa de piedra en la que se oía el incesante alboroto del mercado de Besiktas por entre las ventanas que no acababan de cerrar del todo, o a la de ojos nublados que, sólo por lo mucho que te quería, se arriesgaba a regresar tarde junto a su marido y a sus hijos y salía de aquella casa de una sola habitación que daba a los árboles desnudos del parque de Cihangir e iba hasta Beyoglu para comprarte el mechero que le habías pedido insistentemente, según luego confesaste en un artículo, por puro capricho? Dame tu dirección y te llevaré Mnemonics, el último fármaco europeo que abre con toda facilidad los vasos cerebrales obstruidos por la nicotina y los malos recuerdos y en un instante devuelve a nuestra vida cotidiana el paraíso Perdido. En cuanto comiences a echarte veinte gotas de ese líquido violeta, y no dos como escribe en el prospecto, en el té de la mañana, volverán muchos recuerdos que habías olvidado para siempre y que habías olvidado haber olvidado, como si los lápices de colores, los peines y las canicas violetas de tu infancia aparecieran de repente detrás de un viejo armario. Si me das tu dirección, recordarás el artículo en el que escribías que en la cara de todos nosotros se puede ver un mapa repleto de señales que nos indican los lugares a los que no podemos renunciar de la ciudad en que vivimos y recordarás por qué escribiste. Si me das tu dirección, recordarás por qué te he obligado a publicar en tu columna la historia de Mevlâna y el concurso de pintores famosos. Si me das tu dirección, recordarás también por qué escribiste aquel incomprensible artículo en el que decías que nunca existiría una soledad sin esperanza porque, incluso en los momentos en que nos encontramos más solos, las mujeres de nuestros sueños nos acompañan y que además esas mujeres, que intuitivamente siempre notan que nos forjamos dichos sueños, nos esperan, nos buscan y, a veces, nos encuentran. Dame tu dirección, y te recordaré lo que no recuerdas. Hermano mío, estás perdiendo lentamente todo el Paraíso y el Infierno que has vivido y soñado. Dame tu dirección, que iré de inmediato y te salvaré antes de que tu memoria se hunda por completo en el pozo sin fondo del olvido. Lo sé todo de ti, he leído todo lo que has escrito: nadie sino yo podría ayudarte a recrear ese universo, y a volver a escribir esos mágicos artículos que de día planean como águilas depredadoras y de noche vagan como astutos fantasmas por todo el país. Cuando esté a tu lado comenzarás de nuevo a escribir esos prodigiosos artículos que encienden los corazones de los muchachos en los cafés de los pueblos más remotos de Anatolia, que hacen que caigan a chorros las lágrimas de maestros y estudiantes en las escuelas primarias de la laderas de las montañas, que despiertan el entusiasmo por la vida en las jóvenes madres que languidecen leyendo fotonovelas en sus casas en callejuelas de las ciudades pequeñas. Dame tu dirección: hablaremos hasta el amanecer y podrás volver a encontrar tu amor por este país y su gente así como el pasado que has perdido. Piensa en los desesperados que te escriben desde nevadas aldeas montañesas por las que el camión del correo sólo pasa una vez cada quince días, piensa en los asediados por las dudas que te escriben pidiéndote consejo antes de separarse de sus prometidas, de ir a la peregrinación, de votar en las elecciones, piensa en los estudiantes desdichados que te esperan sentados en el último banco de la clase de geografía, en los lastimosos burócratas que echan un vistazo a tu crónica mientras esperan su jubilación después de haber sido arrojados a una mesa en un rincón, en los infelices que de no ser por tus artículos no tendrían otro tema de conversación que los programas de radio que escuchan por las tardes en los cafés. Piensa en los que te leen al sol en las paradas de autobuses, en los tristes y sucios vestíbulos de los cines, en remotas estaciones de tren. Todos ellos esperan un milagro de ti, ¡todos! Estás obligado a darles el milagro que te piden. Dame tu dirección, entre dos lo haremos mejor. Escríbeles que se acerca el día de su liberación, que pronto se acabarán los días de hacer colas ante las fuentes de los barrios con los bidones de plástico en la mano esperando que brote el agua; escribe que las estudiantes de instituto que se escapan de casa podrán ser estrellas de cine en lugar de caer en los burdeles de Gálata, escribe que muy pronto, después del milagro, no habrá billetes de lotería sin premio, que los maridos borrachos ya no golpearán a sus mujeres al regresar a casa por las tardes, que después del día del milagro se añadirán vagones a los trenes de cercanías, que algún día en todas las plazas habrá bandas tocando, como en las de Europa; escribe que algún día todos serán héroes famosos y que un día, un día cercano, todos podrán acostarse con la mujer que deseen, incluidas sus propias madres, y que además continuarán viendo -por arte de magia- a la mujer con la que se han acostado como una virgen angelical y una hermana. Escríbeles que por fin has conseguido los documentos secretos que permiten descifrar el misterio histórico que lleva siglos arrastrándonos a la miseria; escribe que hay una organización de creyentes que envuelve como una telaraña toda Anatolia dispuesta a pasar a la acción, que se ha descubierto quiénes son los maricones, los curas, los banqueros y las putas que han tramado la conspiración internacional que nos condena a esta vida miserable y los que colaboran aquí con ellos. Señálales sus enemigos para que puedan darse la tranquilidad de tener a alguien a quien culpar por sus miserias y desgracias; sugiéreles todo lo que podrían hacer para librarse de esos enemigos para que así puedan pensar, en los momentos en que se estremecen de desdicha y rabia, que algún día podrán hacer algo, algo grande; explícales bien que esos asquerosos enemigos son los responsables de todos los infortunios de sus vidas para que sientan la paz de corazón de poder echar la culpa a otros de sus propios pecados. Hermano mío, sé que eres dueño de una pluma capaz de convertir en realidad todos los sueños, las historias más extraordinarias, los milagros más increíbles. Crearás todos esos sueños con las palabras maravillosas y los recuerdos inimaginables que sacarás de ese pozo sin fondo de tu memoria. Si nuestro tendero de Kars pudo leer tenazmente las historias de las calles por las que paseabas de niño fue gracias a que podía sentir esos sueños entre líneas; devuélveselos. En tiempos escribiste artículos que provocaban escalofríos en la espalda a los desdichados ciudadanos de este país, artículos que les ponían la carne de gallina, que enturbiaban sus memorias y que les hacían saborear los buenos días por venir como si les recordaras los viejos días de fiesta con sus tiovivos y columpios. Dame tu dirección y volverás a escribirlos. ¿Qué otra cosa pueden hacer los que son como tú en este maldito país? Sé que escribes por pura desesperación, porque no puedes hacer otra cosa. ¡Ah, cuánto he pensado a! largo de los años en esos momentos tuyos de desesperado! Cómo te conmovías observando las fotografías de generales, de frutas colgadas de las paredes de las fruterías; cómo te preocupabas viendo a tus tristes hermanos de duras miradas jugando al sesenta y seis con cartas pastosas por la humedad en sucios cafés de los barrios bajos. Y cuando yo veía en la ciega oscuridad de la madrugada a la madre con su hijo que se encaminaba a la cola de la Institución Estatal de Carne y Pescado para que la compra le resultara barata, o cuando en mis viajes por mi tren pasaba por las mañanas junto a los pequeños palacios donde se levantaban los mercados para los obreros, o cuando los domingos por la tarde me llamaban la atención los padres sentados con su mujer y sus hijos en parques llenos de barro, sin árboles ni césped, fumando mientras esperaban que se terminara aquel rato de aburrimiento infinito, pensaba en qué pensarías tú sobre todo eso. Si hubieras visto todas esas escenas, sé que cuando hubieras vuelto por la tarde a tu pequeña habitación, cuando te hubieras sentado a tu vieja mesa de trabajo, tan adecuada para este triste y olvidado país, habrías escrito sus historias en papeles blancos en los que se correría la tinta. Imaginaba cómo inclinarías la cabeza, sobre el papel, cómo a medianoche te levantarías de la mesa desesperado y triste, abrirías la nevera y, como escribiste en una ocasión, mirarías ensimismado al interior del abierto frigorífico sin decidirte por nada, sin ver nada, sin tomar nada, imaginaba cómo luego pasearías absorto, como un sonámbulo, por las habitaciones de la casa y alrededor de la mesa. Ah, hermano mío, estabas solo, triste y amargado. ¡Cuánto te quería! Durante años, leyendo tus artículos, he pensado en ti, siempre en ti. Por favor, dame tu dirección, por lo menos respóndeme. Te contaré cómo vi letras parecidas a enormes arañas muertas pegadas en las caras de unos cadetes de la Academia que me encontré en el transbordador a Yalova y cómo aquellos robustos cadetes se dejaron arrastrar por una hermosa e infantil inquietud cuando me quedé solo con ellos en el sucio retrete del barco. Te hablaré del vendedor de lotería ciego que siempre llevaba en el bolsillo unas cartas tuyas y de cómo, después de la copa de raki, hacía que los clientes las leyeran en las mesas de la taberna, cómo en cada ocasión señalaba orgulloso a sus contertulios el misterio que le habías desvelado entre líneas y cómo obligaba a su hijo a leerle el Milliyet cada mañana para encontrar la frase que había de completar el misterio. Los sobres tenían el sello de la oficina de correos de Tesvikiye. ¿Me estás escuchando? Respóndeme por lo menos, dime que estás ¡Dios mío! Te oigo respirar, oigo tu respiración. Escucha, voy a decirte unas frases que he preparado con sumo cuidado, escúchalas con atención. Cuando explicaste por qué las delgadas chimeneas de los antiguos transbordadores del Bósforo, que esparcían un humo triste, te parecían tan delicadas y frágiles, yo te comprendí. Cuando escribiste que en las bodas campesinas en las que las mujeres bailan con las mujeres y los hombres con los hombres sentías de repente que no podías respirar, yo te comprendí. Cuando escribiste que la opresión que te envolvía el alma mientras paseabas entre las casas de madera medio hundidas de los barrios periféricos, casi integradas con los cementerios, se convertía en lágrimas cuando regresabas a tu habitación a medianoche, yo te comprendí. Y cuando escribiste cómo se te llevaban los demonios con el silencio que se producía en el salón rebosante de hombres cuando en cierto momento de las películas de romanos, de Hércules o Sansón, que se proyectaban en aquellos viejos cines a cuyas puertas los niños vendían tebeos de segunda mano de Texas y Tom Mix, aparecían en la pantalla la cara triste y las largas y delgadas piernas de una artista americana de tercera categoría en el papel de hermosa esclava y cómo en ese instante querías morirte, yo te comprendí. ¿Qué te parece? ¿Me comprendes tú a mí? ¡Respóndeme, sinvergüenza! ¡Yo soy ese lector increíble que haría feliz a cualquier autor si se lo pudiera encontrar siquiera una vez en la vida! Dame tu dirección y te llevaré fotografías de alumnas de instituto que te adoran. Ciento veintisiete. Algunas con sus direcciones, otras con las frases de admiración por ti escritas en sus cuadernos de apuntes. Treinta y tres con gafas, once llevan alambres de ortodoncia, si tienen los cuellos largos como los de los cisnes, veinticuatro llevan cola de caballo, como a ti te gusta. Todas te quieren, te adoran. Te lo juro. Dame tu dirección y te llevaré una lista de mujeres convencidas de todo corazón de que cuando en un artículo que escribiste en un estilo coloquial a principios de Ios sesenta en el que decías: «¿Escucharon anoche la radio? Yo, mientras escuchaba "Amantes y amados", sólo pensaba en una cosa», esa cosa a la que te referías era cada una de ellas. ¿Sabías que tienes tantos admiradores en los ambientes de la alta sociedad como en los pueblos, en las casas de los funcionarios, entre las mujeres de los oficiales del ejército y entre los apasionados y excitables estudiantes? Si me das tu dirección te llevaré fotografías de mujeres disfrazadas que se visten así no sólo para esos deprimentes bailes de la alta sociedad sino también en su vida privada. Una vez, con toda la razón, escribiste que aquí no existe la vida privada, que no podemos ni siquiera concebir el significado de esa expresión, «vida privada», que a veces nos encontramos en las noticias del corazón y que hemos copiado de las novelas traducidas y las revistas extranjeras, pero cuando veas esas fotos de mujeres con botas de tacón alto y máscaras demoníacas… Ah, vamos, dame tu dirección, te lo ruego. Te llevaré enseguida mi increíble colección de caras de ciudadanos que he ido reuniendo a lo largo de veinte años: entre ellas hay fotografías de amantes celosos que se han arrojado mutuamente vitriolo a la cara tomadas inmediatamente después del hecho, fotografías con barba y sin ella de estupefactos reaccionarios sorprendidos mientras celebraban ceremonias secretas con las caras pintadas con letras árabes, fotografías de rebeldes kurdos cuyas caras han sido despojadas de letras al ser quemadas con napalm y de la ejecución de violadores discretamente colgados en ciudades del campo, fotografías que pude conseguir de sus expedientes pagando sustanciosos sobornos. Al contrario de lo que ocurre en las caricaturas, no sacan la lengua cuando la cuerda grasienta les parte el cuello. Simplemente, las letras de sus rostros se leen de forma más clara. Ahora sé qué secreto deseo expresabas cuando en uno de tus viejos artículos decías que preferías las ejecuciones y los verdugos de antes. Y sé, tanto como sé lo mucho que te encantan los mensajes cifrados, los juegos de palabras y las escrituras secretas, qué disfraces usas para mezclarte entre nosotros a medianoche con la intención de recrear el secreto perdido y también las jugarretas a que sometes al abogado marido de tu hermanastra para poder encontrarte con ella y reíros de todo hasta el amanecer, para poder contaros las más simples historias, las menos adulteradas, las que nos hacen ser nosotros mismos. Y cuánta razón tenías al decirles a las airadas lectoras que respondían a tus artículos en los que te burlabas de los abogados que en realidad no te referías a ellas. Dame ya tu dirección. Sé perfectamente lo que indican los perros, los cráneos, los caballos y las brujas que mariposean en tus sueños; y qué fotografías de ésas, de jovencitas, pistolas, calaveras, futbolistas, banderas y flores que tanto les gusta a los taxistas pegar en los espejos retrovisores, te impulsaron a escribir qué historias de amor. También sé parte de las frases clave que les sueltas a tus lastimeros admiradores para librarte de ellos, y por qué nunca te separas de los cuadernos en los que has escrito dichas frases ni de los ropajes históricos que usas para disfrazarte…

Mucho después, cuando se sumergió en un profundo y largo sueño tras colgar silenciosamente el teléfono, desconectarlo, realizar una investigación entre los cuadernos, la ropa vieja, los armarios y los escritos de Celâl como un sonámbulo que buscara sus propios recuerdos, ponerse el pijama y acostarse en la cama de Celâl, mientras escuchaba el alborote nocturno de la plaza de Nisantasi, Galip comprendió de nuevo que lo más hermoso del sueño era, tanto como el hecho de que uno pudiera olvidar la angustiosa distancia que separa la persona que realmente es de la que le gustaría creer que será algún día, que permitía que se mezclaran pacíficamente lo que había oído con lo que nunca había oído, lo que había visto con lo que nunca había visto, lo que sabía con lo que nunca había sabido.

31. El cuento entró en el espejo

«Estando ambos sentados juntos penetró en el espejo el reflejo del reflejo.»

JEQUE GALIP

Por fin soñé que era la persona que llevaba años queriendo ser. Justo en medio de esa vida a la que llamamos «sueño», en el bosque de edificios de la fangosa ciudad, en un lugar entre las calles oscuras y caras más oscuras todavía. Me encontré contigo mientras dormía con el cansancio de la desdicha. Comprendí que podrías amarme aunque no me hubiera convertido en otro; comprendí la necesidad de aceptarme tal y como soy con la resignación que siento al observar mi fotografía de carnet; comprendí la inutilidad de luchar por ser otra persona: fuera en un sueño o en un cuento. A medida que caminamos se abren las calles oscuras y se apartan las casas terribles que penden sobre nuestras cabezas, a medida que caminamos las aceras y las tiendas cobran sentido.

¿Cuántos años hace que tú y yo descubrimos sorprendidos por primera vez ese juego mágico que tan a menudo nos encontraríamos en nuestras vidas? La víspera de un día de fiesta nuestras madres nos llevaron a la sección infantil de una tienda de confección (felices y dichosos tiempos aquellos en que nuestras «secciones» no se habían separado aún en las de señoras y caballeros), cuando de repente coincidimos entre dos espejos de cuerpo entero en un rincón a medio iluminar de aquella tienda más aburrida que la más aburrida clase de religión y vimos cómo nuestras imágenes se mezclaban y se multiplicaban haciéndose cada vez más pequeñas, cada vez más pequeñas.

Dos años después, en el último número de El semanal lnfantil , mientras nos burlábamos de los conocidos que enviaban su fotografía al Club de Amigos de los Animales y veíamos en silencio la sección de «Grandes descubrimientos», notamos de repente que en la portada habían dibujado una niña que leía la revista que nosotros sosteníamos en las manos; observando cuidadosamente la revista que tenía la niña comprendimos que las imágenes se multiplicaban entrando unas dentro de otras: la revista y la niña que la sostenía en la portada de la revista que sostenía la niña en la portada de la revista que sostenía la niña en la portada de la revista que sostenía la niña de la revista que sosteníamos eran, cada vez más pequeñas, la misma niña pelirroja y la misma El semanal infantil .

Algo idéntico ocurría, en los años en que ya habíamos crecido más y comenzamos a apartarnos el uno del otro, con los botes de aquella pasta de aceitunas que por entonces salió a la venta y que yo sólo podía ver en la mesa en vuestros desayunos dominicales porque en mi casa no se tomaba. En la etiqueta de aquellos tarros que se anunciaban en la radio, «¡Oh, estáis tomando caviar! ¡No, tomamos pasta de aceitunas Ender!», aparecía el dibujo de una familia perfecta y feliz desayunando, con su padre y su madre, su hija y su hijo. Cuando te mostré que en aquella mesa del dibujo había el mismo tarro en el cual había un segundo y que los tarros de pasta de aceitunas y las familias felices iban disminuyendo de tamaño hasta que el ojo no podía percibirlos, ambos sabíamos el comienzo del cuento que voy a relatar, pero no el final.

El muchacho y la muchacha eran parientes. Habían crecido en el mismo edificio, subían las mismas escaleras, picoteaban las mismas gominolas en forma de león y las mismas delicias turcas. Estudiaban juntos, tenían al mismo tiempo las mismas enfermedades, se escondían juntos para asustarse mutuamente. Tenían la misma edad. La escuela a la que iban era la misma, los cines a los que iban, los programas de radio y los discos que escuchaban eran los mismos, y las revistas de semanal infantil y los libros que leían así como los armarios y baúles que revolvían y de los que salían feces, pañuelos de seda y botas. Un día, en una de las visitas que hizo a la casa un tío suyo ya mayor cuyas historias les encantaban, le quitaron un libro que habían visto que llevaba y comenzaron a leerlo. Primero los chicos se rieron con las palabras antiguas, los dichos pomposos y las expresiones persas hasta que se aburrieron y lo arrojaron a un rincón, pero luego comenzaron a hojear con curiosidad aquel largo libro por si tenía alguna escena de torturas, un cuerpo desnudo o la fotografía de un submarino hasta que acabaron por comenzar a leerlo de veras. En algún momento del principio había tal escena de amor entre los protagonistas que al muchacho le habría gustado ocupar el lugar del héroe. El amor estaba tan hermosamente descrito que quiso poder estar tan enamorado como el protagonista del libro. Y así, cuando se dio cuenta de que él comenzaba a demostrar los mismos síntomas del amor que soñaba que el libro describiría más tarde (impaciencia al comer, inventar excusas para acudir junto a la amada, no beber un vaso de agua a pesar de estar sediento), el muchacho comprendió que estaba enamorado de la muchacha en ese momento mágico en que ambos miraban las páginas del libro sosteniéndolo cada uno por un extremo.

Bien, ¿y cuál era la historia que contaba aquel libro que leían sosteniéndolo cada uno por un extremo? Era la historia, ocurrida hacía muchísimo tiempo, de una muchacha y un muchacho que habían nacido en la misma tribu. Los muchachos, que vivían junto a un desierto, se llamaban Hüsn (Belleza) y Ask (Amor) y habían nacido la misma noche, habían recibido lecciones del mismo profesor, habían paseado alrededor del mismo estanque y se habían enamorado el uno del otro. Cuando, años después, el muchacho pidió la mano de la Muchacha, los ancianos de la tribu le pusieron como condición para concedérsela que fuera al País de los Corazones y que trajera de allí una fórmula alquímica. ¡Cuántos problemas encontró el muchacho después de ponerse en camino! Cayó en un pozo y fue hecho prisionero por la bruja pintada; los miles de imágenes y caras que vio en otro pozo lo embriagaron; se enamoró de la hija del emperador de la China porque se parecía a su amada; salió trepando de pozos y fue encarcelado en fortalezas, persiguió y fue perseguido, luchó con el invierno, recorrió largos caminos, fue tras pistas y señales, se sumergió en el secreto de las letras y escuchó y contó cuentos. Por fin Sühan (Palabra), que siempre le había seguido disfrazado y le había salvado en todas sus tribulaciones, le dijo: «Tú eres tu amada y tu amada es tú. ¿Todavía no lo has entendido?». Y entonces el muchacho recordó cómo se había enamorado de la muchacha leyendo juntos el mismo libro cuando estudiaban con el mismo profesor.

Aquel libro que habían leído juntos contaba la historia de un sultán llamado Hürrem Sah y un apuesto muchacho llamado Cavid del que se había enamorado y tú ya habrás supuesto mucho antes que el sorprendido pobre sultán que en esta historia los amantes se habían enamorado leyendo otra historia de amor, una tercera historia. En esa historia de amor los amantes también se enamoraban leyendo un libro que narraba una historia de amor y los amantes de ese libro también se prendaban el uno del otro leyendo otra historia de amor.

Años después de que fuéramos a la tienda de confección, de nuestra lectura de El semanario infantil y de que observáramos el tarro de pasta de aceitunas, cuando descubrí que, como los jardines de nuestra memoria, estas historias de amor se abrían unas a otras y formaban una serie infinita que se encadenaba mediante puertas que se abrían unas a otras, tú habías huido de casa y yo me había entregado a las historias y mi propia historia. Todos aquellos relatos de amor, algunos ocurrían en Damasco, en los desiertos de Arabia, otros en Jurasán, en las estepas de Asia, otros en Verona, en las faldas de los Alpes, otros en Bagdad, a las orillas del Tigris, eran tristes, todos eran amargos, todos eran aciagos, todos eran conmovedores. Y lo más patético era que todos se clavaban en la mente con facilidad y que uno podía, con la misma facilidad, ocupar el lugar del más puro, del más sufrido, del más desdichado de los protagonistas.

Si alguien, quizá yo mismo, decidiera algún día escribir nuestra historia, cuyo final aún no acierto a adivinar, no sé si el lector podría identificarse de inmediato con uno de los protagonistas o si nuestra historia se le quedaría en la mente, tal y como me ocurre a mí cuando leo esas historias de amor, pero yo he decidido al menos estar preparado porque sé que en esos libros siempre existen fragmentos que separan las historias y los personajes unos de otros y los convierten en incomparables:

Yo te amaba mientras, en una visita a la que acudimos juntos, en una habitación de ambiente denso que azuleaba por el humo de los cigarrillos, escuchabas atentamente la historia que contaba un narrador sentado a tres pasos de ti y cuando a medianoche empezó a aparecer poco a poco en tu rostro esa expresión de «No estoy aquí»; amaba la expresión de pánico que apareció en tu cara cuando, tras una semana de pura pereza, buscaste de mala gana un cinturón entre tus camisas, tus jerséis verdes y tus viejos camisones, que no te resignabas a tirar, y te diste cuenta del increíble desorden que se percibía por las puertas abiertas de tu armario; yo te amaba cuando de niña te entró el capricho de ser pintora, te sentabas a la mesa con el Abuelo para aprender a dibujar árboles y te reías sin enfadarte de sus burlas fuera de lugar; amaba la sorpresa fingida de tu rostro cuando cerrabas la puerta del taxi colectivo dejando afuera el extremo de tu abrigo morado, o cuando veías que la moneda de cinco liras que llevabas en la mano se te caía al suelo y rodaba de manera tan graciosa describiendo un arco perfecto directamente hacia la reja de la alcantarilla que había junto a la acera; te amaba, te amaba cuando un brillante día de abril salías a nuestro balcón, comprobabas que el pañuelo que habías tendido aquella mañana todavía no se había secado, comprendías que el sol te había engañado e inmediatamente después prestabas atención con tristeza al canturreo de los niños en el solar de atrás; te amaba cuando me daba cuenta aterrorizado de lo diferentes que eran tu memoria y tus recuerdos de los míos cuando le contabas a una tercera persona una película a la que habíamos ido juntos; te amaba; te amaba cuando te veía retirarte a un rincón para leer a hurtadillas las perlas de sabiduría sobre los matrimonios consanguíneos y las bodas entre parientes que un catedrático vertía en artículos publicados en un periódico profusamente ilustrado y no me importaba lo que leías sino sólo que mientras lo hacías adelantabas ligeramente el labio superior como un personaje de Tolstoi; te amaba cuando te mirabas en el espejo del ascensor como si miraras a otra persona y de repente rebuscabas en tu bolso inquieta como si por alguna extraña razón hubieras recordado algo después de aquella mirada; amaba contemplar cómo te ponías a toda velocidad los zapatos de tacón que llevaban horas esperándote juntos, uno como un esbelto velero recostado y el otro como un gato jorobado, y los movimientos ágiles que realizaban por sí mismos tus caderas primero y luego tus piernas y tus pies justo antes de abandonar de nuevo tus zapatos a la misma soledad fangosa y asimétrica cuando, horas después, regresabas a casa; te amaba cuando Dios sabe adonde iban tus tristes pensamientos mientras observabas las colillas que llenaban el cenicero a rebosar y las cerillas apagadas, que inclinaban sin esperanza sus negras cabezas; te amaba cuando, por las calles por las que paseábamos juntos, encontrábamos de repente una luz nueva o un rincón nuevo de tal manera que parecía que el sol hubiera salido por el oeste, era a ti a quien amaba y no a las calles; era a ti a quien amaba y no al monte Uludag que me señalabas encogiendo la cabeza entre los hombros con un escalofrío más allá de las antenas, los alminares y las islas de invierno en que de repente soplaba el viento del sudoeste derritiendo la nieve y limpiando las nubes de contaminación que flotaban sobre Estambul; te amaba cuando mirabas con tristeza al viejo y cansado caballo que tiraba el pesado carro del aguador cargado con tinajas de zinc; te amaba cuando te burlabas de los que decían que no les diéramos limosna a los pordioseros porque en realidad eran muy ricos y al ver tu risa feliz cuando encontrabas un atajo y nos sacabas a la calle antes que nadie mientras la multitud subía lentamente a la superficie por las laberínticas escaleras de salida del cine; amaba cómo leías en la parte baja de la nueva hoja que habías arrancado del Calendario con horas de Instrucción Pública, hoja que nos acercaba a la muerte, la propuesta de menú para ese día -garbanzos con carne, arroz, encurtidos y compota de frutas-, tan seria y melancólica como si fuera una señal de la muerte que se nos iba acercando, y cómo me decías «con los respetos del fabricante, Mesié Trellidis», después de explicarme pacientemente que el tubo de pasta de anchoas marca Kartal se abría quitando primero la arandela y luego girando el tapón a fondo; te amaba preocupado cuando las mañanas de invierno veía que tu cara tenía el mismo color pálido que el cielo blanco de la ciudad, como cuando en nuestra infancia te observaba cruzar de una acera a otra de una carrera alocada y alegre por entre el río de coches que fluía por la calle; te amaba cuando mirabas con atención y sonriendo la corneja que se posaba en el féretro que había sobre el catafalco en el patio de la mezquita; te amaba cuando representabas las discusiones de tus padres imitando la voz del teatro de la radio; te amaba cuando tomaba con cuidado tu cabeza entre mis manos y veía aterrorizado en tus ojos adonde iban nuestras vidas; te amaba cuando veía que el anillo que habías dejado días antes junto al jarrón, sin que yo comprendiera por qué, seguía allí; te amaba cuando después de hacer largamente el amor, de una manera que recordaba el lento elevarse y volar de aves legendarias, comprendía por fin que tú también habías participado en seria pero alegre ceremonia con tus bromas y tu inventiva, amaba cuando me mostrabas la estrella perfecta que había en la manzana que habías cortado a lo ancho y no a lo alto, amaba cuando a mediodía me encontraba en mi mesa de trabajo un pelo tuyo y no entendía cómo podía haber llegado allí, cuando en un trayecto que hacíamos juntos en un atestado autobús del ayuntamiento veía con tristeza cuán poco se parecían nuestras manos, la una junto a la otra entre las demás manos que se agarraban a la barra; te amaba como si reconociera en ti mi propio cuerpo, como si buscara el alma que me había abandonado, como si comprendiera con pena y alegría que me había transformado en otra persona; amaba la expresión misteriosa que aparecía en tu cara cuando mirabas pasar un tren cuyo destino ignorábamos, cuando veía la misma mirada triste un atardecer a la hora en que bandadas de cornejas volaban enloquecidas lanzando graznidos, te amaba con la desesperación, el dolor y los celos que se apoderaban de mí cuando veía tu cara misteriosa y triste en el momento en que la electricidad se cortaba de repente y la oscuridad de nuestra casa y la claridad del exterior iban cambiando lentamente de lugar.

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