– ¿Y quién me probará que toda mi vida no ha sido un engaño, una broma pesada?
– ¡Yo! -respondió Galip-. Escucha…
– ¿Bishnov? No, no quiero…
– Créeme, yo he creído tanto como tú.
– ¡Te creeré! -gritó ansioso Mehmet-. Te creeré para salvar el sentido de mi propia vida, pero ¿qué será de los aprendices de colchonero que intentan silabear el sentido escondido de sus vidas con las claves que les has entregado? Qué será de las soñadoras vírgenes que sólo gracias a tus artículos pueden soñar en los muebles, en los exprimidores de naranjas, en las lámparas en forma de cabeza de pez y en las sábanas bordadas que usarán en los paradisíacos días que les has prometido mientras esperan a sus novios, que nunca regresarán de Alemania y que nunca las llamarán a su lado? ¿Qué será de los cobradores de autobús jubilados que gracias a un método que han aprendido en tus artículos han conseguido ver en sus caras los planos de los pisos en los que se instalarán con título de propiedad en el Paraíso, y de los funcionarios del catastro, de los cobradores del gas de la ciudad, de los vendedores de roscos de pan, de los traperos y los pordioseros, como ves, no puedo evitar usar tus palabras, que inspirados por tus artículos han podido calcular con métodos cabalísticos el día en que aparecerá sobre las aceras pavimentadas con guijarros el Mahdi que nos salvará a todos, a todo este miserable país, y de nuestro tendero de Kars y de tus lectores, tus pobres lectores, que gracias a ti creen que el ave legendaria que buscan son ellos mismos? -Olvídalos -dijo Galip temiendo que la voz al otro lado del teléfono alargara la lista como solía-. Olvídalos, olvídalos a todos, no pienses en ellos. Piensa en los últimos sultanes otomanos que paseaban disfrazados. Piensa en los métodos tradicionales de los bandidos de Beyoglu que, como siguen fieles a sus tradiciones, torturan a sus víctimas antes de matarlas por si todavía esconden algo de dinero, de oro o algún secreto. Piensa en por qué siempre pintan el cielo azul de Prusia y nuestras fangosas tierras con el verde de la hierba inglesa los retocadores de las redacciones que retocan a brochazos los originales en blanco y negro de las fotos de mezquitas-danzarinas, puentes, Miss Turquía y futbolistas que, recortadas de revistas como Vida, Voz, Domingo, El correo, 7 días, Abanté Hada, La revista, Semana, cuelgan de las paredes de dos ni quinientas barberías. Piensa en la cantidad de diccionarios de turco que se necesitaría consultar para poder encontrar los cientos de miles de palabras que describieran las fuentes de los miles de olores y las decenas de miles de mezclas de olores de las estrechas, oscuras y terroríficas escaleras de nuestros edificios de pisos.
– ¡Ah, escritor sinvergüenza!
– Piensa en el misterio que entraña el que el primer barco a vapor que los turcos le compraron a Inglaterra se llamara Swift . Piensa en la pasión por la simetría y el orden del calígrafo zurdo, aficionado a leer la fortuna consultando los posos del café, que nos dejó un manuscrito de trescientas páginas en el que reprodujo las formas de los posos de las miles de tazas de café que se tomó a lo largo de su vida así como las mismas tazas en las cuales se acumulaban los posos, escribiendo al margen con su bella caligrafía lo que decían las predicciones.
– Pero esta vez no podrás engañarme.
– Piensa en que los cientos de miles de pozos excavados en los jardines de nuestra ciudad a lo largo de dos mil quinientos años, al ser rellenados con piedras y cemento para hacer los cimientos de los nuevos edificios, dejan en su interior alacranes, ranas y grillos de todos los tamaños, brillantes monedas de oro licias, frigias, romanas, bizantinas y otomanas, rubíes, diamantes, cruces, retablos, prohibidos iconos y libros y epístolas, planos de tesoros y desdichadas calaveras de víctimas de asesinatos nunca resueltos…
– Otra vez el cadáver arrojado al pozo de Semsi Tebrizi, ¿no?
– … en el cemento que soportarán, en los hierros, en los pisos, en las puertas, en los ancianos porteros, en el parquet de intersticios negros como uñas sucias, en las madres preocupadas, en los padres irritados, en los armarios de puertas que no cierran, en las hermanas, en las hermanastras…
– ¿Y tú eres Semsi Tebrizi? ¿El Deccal? ¿El Mahdi?
– … en tu sobrino casado con tu hermanastra, en los ascensores hidráulicos, en el espejo de los ascensores…
– Sí, sí, ya has escrito sobre todo eso.
– … en rincones ocultos descubiertos por niños que juegan en ellos, en colchas de ajuar, en la seda que el abuelo de tu abuelo le compró a un comerciante chino cuando era gobernador de Damasco y que nadie se ha atrevido a usar…
– ¿Estás intentando que me trague el anzuelo?
– … en todo el misterio de nuestras vidas. Piensa en el secreto que hay en que los antiguos verdugos llamaran «cifra» a la afilada navaja que, después de las ejecuciones, les servía para cortar la cabeza de sus víctimas antes de exponerla sobre un pedestal para que sirviera de ejemplo. Piensa en la sabiduría del coronel retirado que cuando decidió renombrar las piezas del ajedrez según los componentes de la amplia familia turca típica, en lugar de llamar al rey «padre», a la reina «madre», al alfil «tío», al caballo «tía» y a los peones «hijos», prefirió llamarlos «chacales».
– ¿Sabes? Años después de que nos traicionaras creo que te vi una vez con un extraño disfraz de Mehmet el Conquistador vestido de hurufí.
– Piensa en la tranquilidad infinita de un hombre que una tarde cualquiera se sienta en su casa y durante horas se dedica a resolver enigmas de la poesía del Diván y crucigramas de los periódicos. Piensa en que todo lo que hay en la habitación, excepto los papeles y las letras que ilumina la lámpara de la mesa, quedará a oscuras, los ceniceros, las cortinas, los relojes, el tiempo, los recuerdos, las penas, las tristezas, los engaños, la ira, la derrota, ¡ah, nuestras derrotas! Piensa en que el placer ingrávido que sentirás en el misterioso vacío que te señalan las letras horizontales y verticales sólo es comparable a las trampas de las que nunca podrás saciarte, que supone el disfrazarse.
– Mira, amigo -dijo la voz al otro lado del teléfono con un tono de experto que sorprendió a Galip-, olvidemos ahora todas las trampas, todos los juegos, todas las letras y sus dobles; estamos más allá de todo eso, lo hemos superado. Sí, te tendí una trampa, pero no ha funcionado. Ya lo sabes, pero te lo voy a repetir bien claro. De la misma forma que tu nombre no figura en la guía de teléfonos, ni había ningún golpe de estado ni ningún informe. Te queremos, estamos siempre pensando en ti, los dos somos grandes admiradores tuyos, admiradores de verdad. Nos hemos pasado la vida contigo y la seguiremos pasando. Ahora olvidemos todo lo que tengamos que olvidar. Esta tarde iremos a tu casa Emine y yo. Aparentaremos que no ha pasado nada, charlaremos como si no hubiera pasado nada. Hablarás durante horas de la misma forma que acabas de hacerlo. ¡Por favor, di que sí! Créenos. ¡Haré lo que quieras, te llevaré lo que quieras!
Galip meditó largo rato.
– Dame todas las direcciones y todos los números de teléfono míos que tengas -dijo luego.
– Te los doy ahora mismo, pero no se me van a olvidar.
– Dámelos.
Mientras el hombre iba a por la agenda, su mujer agarró el teléfono.
– Créele -le susurró-. Esta vez de veras está arrepentido, es sincero. Te quiere mucho. Iba a hacer una locura, pero cambió de idea hace ya tiempo. Si quiere hacer algo, me lo hará a mí, a ti no te hará nada, es un cobarde, te lo garantizo. Le doy las gracias a Dios por haber dispuesto que todo vaya bien. Esta tarde me pondré la falda de cuadros azules que tanto te gusta. Cariño, haremos lo que quieras, tanto él como yo, los dos; ¡lo que quieras! Y tengo que decirte esto también: Para ser como tú se ha disfrazado del sultán Mehmet el Conquistador vestido de hurufí y además las letras que ha visto en la cara de todos los miembros de tu familia…
Guardó silencio al acercarse los pasos de su marido.
Cuando éste tomó el teléfono, Galip escribió cuidadosamente en la página en blanco al final de un libro que había sacado del estante que había junto a él -Los caracteres de La Bruyère – cada uno de los números de teléfono y las direcciones haciéndoselos repetir. Después, tal y como había planeado, le diría que había cambiado de idea, que no quería verlos y que no tenía tanto tiempo como para perderlo con sus insistentes admiradores. Pero cambió de opinión en el último momento. Tenía otra idea en la mente. Mucho más tarde, cuando recordara a medias todo lo que ocurrió aquella tarde, pensaría que se dejó llevar por la curiosidad. «Por la curiosidad de ver a marido y mujer aunque sólo fuera una vez y de lejos. Cuando encontrara a Celâl y a Rüya gracias a aquellos números de teléfono y a aquellas direcciones, quizá quisiera contarles no sólo esta increíble historia, las conversaciones telefónicas, sino también describirles qué aspecto tenía la pareja, cómo caminaban y qué vestían.»
– No voy a decirte la dirección de mi casa -dijo-. Pero podemos encontrarnos en algún otro lugar. Por ejemplo en Nisantasi, delante de la tienda de Aladino, a las nueve de la noche.
Esa mínima concesión alegró de tal manera a marido y mujer que Galip se sintió molesto por el tono de agradecimiento que se oyó al otro lado de la línea telefónica. ¿Quería Celâl Bey que cuando fueran aquella tarde le llevaran un bizcocho de almendras, o petitsfours de la pastelería Ómür, o, ya que se sentarían a charlar largo rato, almendras, cacahuetes y una botella grande de coñac? Cuando el cansado marido grito con una extraña y terrible carcajada: «¡Llevaré también mi colección de fotografías, las de las caras y las de las muchacha de instituto!», Galip comprendió que hacía largo rato que había una botella de coñac abierta entre marido y mujer. Repotiendo ansiosos la hora y el lugar de la cita, colgaron el teléfono.
33. Pinturas misteriosas
«Tomé su misterio del Mesnevi.»
JEQUE GALIP
A principios del verano de 1952, el primer sábado de junio, si hay que dar una fecha exacta, en una de las estrechas calles que suben desde la de los prostíbulos de Beyoglu hasta el consulado británico, se inauguró el mayor garito no sólo de Estambul o Turquía, sino incluso de los Balcanes y Oriente Medio. Esta fecha feliz coincidió con la conclusión de un polémico concurso de pintura que había durado seis meses. Todo debido a que el por aquel entonces más renombrado bandido de Beyoglu, que posteriormente desaparecería en las aguas del Bósforo con su Cadillac convirtiéndose en leyenda, había querido decorar el amplio vestíbulo de su establecimiento con pinturas de Estambul.
No, el renombrado criminal no había ordenado realizar dichas pinturas con la intención de fomentar ese arte en el que tan atrasados estábamos a causa de las prohibiciones del Islam (me refiero a la pintura, no a la prostitución), sino para ofrecer a los selectos clientes que acudirían a su palacio del placer desde cada rincón de Estambul y de Anatolia tanto música, droga, alcohol y chicas como las bellezas de la ciudad. Cuando rehusaron la propuesta de nuestro bandido los pintores académicos que, transportador de ángulos y escuadra en mano, imitan a los cubistas extranjeros representando a nuestras muchachas campesinas en forma de milhojas, porque sólo aceptaban encargos de los bancos, él difundió la noticia entre los pintores de rótulos y los de brocha gorda que alegran los techos de las mansiones del campo, los muros de los cines de verano, las tiendas de los tragadores de serpientes en las ferias y los carros y camiones. Cuando los dos artesanos que aparecieron meses después proclamaron ser mejores el uno que el otro, como auténticos artistas, nuestro bandido, inspirado por los bancos, ofreció una bonita cantidad de dinero y declaró abierto el «Concurso para la mejor pintura de Estambul» y les entregó a los ambiciosos artesanos paredes opuestas en la entrada de su palacio.
Los pintores, que desconfiaban el uno del otro, desde el primer día tendieron una gruesa cortina entre ambas paredes. Ciento ochenta días después, la noche de la inauguración del palacio del placer, la misma parcheada cortina seguía en la entrada ahora llena de sillones dorados tapizados con terciopelo rojo, alfombras de Gordes, candelabros de plata, floreros de cristal, fotografías de Atatürk, juegos de porcelana y mesitas con incrustaciones de nácar. Cuando el dueño del garito, entre una selecta multitud de la que formaba parte el gobernador, ya que el nombre del establecimiento había sido registrado oficialmente como Club para la Salvaguarda de las Artes Clásicas Turcas, tiró de la cortina de tela de saco, los invitados pudieron ver en una pared una «magnífica» pintura de Estambul y en la otra un espejo que, a la luz de los candelabros de plata, mostraba, mucho más brillante de lo que era, mucho más hermosa, mucho más atractiva, la misma pintura.
Por supuesto, el premio se lo llevó el pintor que había colocado el espejo. Pero la mayoría de los clientes que a lo largo de los años se dejaron caer por el garito se sentían tan embrujados por las increíbles imágenes de la pared que se pasaban horas contemplándolas, yendo y viniendo de una pared a otra, experimentando distintos goces con cada una de las obras e intentando comprender el misterio del placer que les producían.
El triste y miserable perro callejero de la primera pared se convertía en el espejo en un perro triste pero astuto, al volver la mirada a la primera pared se notaba que, de hecho, allí también estaba pintada aquella astucia y que además el perro tenía un gesto que resultaba sospechoso, al mirar de nuevo el espejo se veían ciertas oscilaciones e indicios extraños que podían explicar el sentido de aquel movimiento, y entonces el ya bastante confuso espectador se contenía a duras penas para no ir de una carrera a contemplar la pintura original en la primera pared.
En cierta ocasión un anciano y suspicaz cliente vio que la fuente seca de la plaza a la que daba la calle por la que paseaba el perro triste manaba a chorros. Pero cuando se volvió de nuevo hacia la pintura con la inquietud de un viejo olvidadizo que recuerda que se ha dejado abiertos los grifos en casa, se dio cuenta de que la fuente estaba seca. Después de volverse de nuevo hacia el espejo y ser testigo de que el agua corría con más fuerza aún, quiso compartir su hallazgo con las «mujeres de vida alegre», pero al encontrarse con la indiferencia de las chicas, ya hartas de los juegos interminables de la pintura y el espejo, decidió regresar a su apartada existencia y retirarse desesperado a la soledad de una vida que había transcurrido sin que le comprendieran.
No obstante, las mujeres que trabajaban en el palacio no eran del todo indiferentes al asunto y en las nevosas tardes de invierno, que pasaban dormitando aburridas mientras se contaban las mismas eternas historias, usaban los juegos mágicos de la pintura y el espejo opuesto como divertida piedra de toque para calibrar la personalidad de los clientes. Había clientes apresurados, insensibles e inquietos que no percibían las misteriosas incongruencias entre la pintura y su imagen en el espejo: éstos, o bien contaban sus problemas sin cesar, o bien simplemente esperaban conseguir lo antes posible una única cosa, lo mismo que querían todos los hombres, de aquellas chicas de alterne a las que no eran capaces de diferenciar unas de otras. Los había que notaban el juego entre la pintura y el espejo pero que no le daban importancia: eran sinvergüenzas que cabían pasado por la rueda de la fortuna, hombres a los que nada les importaba y a los que había que temer. Había también quienes se dedicaban a fastidiar a las chicas, a los camareros y a los matones con sus aprensiones y que, como si tuvieran una incurable enfermedad de la simetría, se empeñaban como niños en que se arreglaran de inmediato las incoherencias entre la pintura y el espejo: eran hombres de puño apretado, tacaños; no se olvidaban del resto del mundo ni bebiendo ni fornicando; la obsesión por encajarlo todo dentro de un orden los convertía en pésimos amigos y amantes.
Algún tiempo después, cuando los habitantes del palacio ya se habían acostumbrado a los caprichos del espejo y el cuadro, el comisario de Beyoglu, que solía honrarles más que con el poder de su dinero con el afecto de sus alas protectoras, se encontró frente a frente en el espejo con un personaje sombrío de cabeza calva pintado en la primera pared con una pistola en la mano en una calle oscura, comprendió que se trataba del mismísimo asesino del famoso «Crimen de la plaza de Sisli» que tantos años llevaba sin resolver, concluyó que el artista que había colocado el espejo en la pared conocía el misterio e inició una investigación encaminada a descubrir su identidad.
Una noche pegajosa de un día de verano, tan calurosa que incluso el agua sucia que corría por las aceras se evaporaba antes de llegar a las rejas de las alcantarillas, el hijo de un agá rural, que había aparcado el Mercedes de su padre justo delante de la indicación de PROHIBIDO APARCAR, llegó a la conclusión de que la buena hija de familia que vio en el espejo tejiendo una alfombra en un barrio de las afueras de Estambul era el amor secreto que llevaba años buscando sin lograr encontrar, pero al volverse hacia la pintura se encontró sólo con una más de las muchachas infelices y apagadas que vivían en cualquiera de las aldeas de su padre.
Según el dueño, que años después habría de descubrir el otro mundo en el interior de éste lanzando su Cadillac como si fuera un caballo a la corriente del Bósforo, todas aquellas dulces bromas, curiosas coincidencias y misterios del mundo no eran juegos ni de la pintura ni del espejo; cuando los clientes se entonaban gracias al raki o a la grifa y se despojaban de las nubes de infelicidad y tristeza que se cernían sobre ellos, descubrían un mundo antiguo y feliz dentro de sus cabezas y, alegres como niños por haber encontrado el misterio del paraíso perdido, mezclaban los enigmas de sus fantasías con las imágenes que tenían delante. Pese a su robusto realismo, se vio los domingos por la mañana al famoso bandido, como quien resuelve los pasatiempos del suplemento dominical de los periódicos, uniéndose alegre al juego de «Descubramos las Siete Diferencias entre las Dos Pinturas» de los hijos de las mujeres del cabaret, que esperaban a sus agotadas madres para que les llevaran al cine.
Pero las diferencias, los significados, los sorprendentes cambios no eran siete sino infinitos. Porque la pintura de Estambul de la primera pared, si desde el punto de vista técnico recordaba a las pinturas de los carros de caballos y las ferias, en su espíritu evocaba a ciertos grabados oscuros, sombríos, escalofriantes, y desde el punto de vista del tratamiento del asunto, a un espléndido fresco. Un enorme pájaro de aquel fresco movía lentamente las alas en el espejo como un ave legendaria, las fachadas sin pintar de las antiguas mansiones de madera se convertían en el espejo en rostros terribles, las ferias y los tiovivos se movían y ganaban color en el espejo, todos aquellos viejos tranvías, carros de caballos, alminares, puentes, asesinos, pastelerías, parques, cafés costeros, transbordadores de las Líneas Urbanas, letreros y baúles aparecían como señales de un universo completamente distinto. Un libro negro que sostenía un mendigo ciego, una dulce broma del pintor, se dividía en dos en el espejo, se convertía en un libro con dos significados, con dos historias, pero cuando uno se volvía hacia la primera pared el libro resultaba ser uno de principio a fin y se entendía que su misterio desaparecía en su interior. La estrella de nuestro cine que el pintor, con el recuerdo de sus viejas obras en las ferias, había dibujado en la primera pared con labios rojos, mirada lánguida y largas pestañas, se transformaba en el espejo en la empobrecida madre de enormes pechos de toda una nación, pero al volver la brumosa mirada hacia la primera pared se descubría con horror y placer que la madre no era tal sino la esposa con la que uno llevaba años acostándose.
Pero lo que realmente aterrorizaba a los visitantes del palacio eran los nuevos significados, las señales, los mundos desconocidos que aparecían en las caras reflejadas en el espejo de las terribles multitudes que llenaban los puentes, en las caras de la gente que el pintor había colocado en cada lugar de su obra y que se multiplicaban de manera inagotable. Comprender que la cara del simple, preocupado y triste ciudadano o la del tipo con sombrero de fieltro, trabajador y satisfecho de su vida que se veían en la pintura, en realidad, tal y como se apreciaba en el espejo, eran mapas o que hervían con las huellas de un misterio o de una historia perdida, despertaba en la imaginación del confuso visitante del palacio, que a pesar de todo comprendía que estaba incorporando su propia imagen al espejo mientras iba y venía entre los sillones tapizados con terciopelo y avanzaba y retrocedía, la impresión de conocer un secreto reservado sólo a unos cuantos escogidos. Todo el mundo sabía que esos clientes, a los que las chicas trataban a cuerpo de rey, no descansarían hasta dilucidar el misterio de la pintura y el espejo y que se arriesgarían a todo tipo de viajes, aventuras y peleas hasta encontrar una solución adecuada al misterio, al enigma.
Años después, años después de que el dueño del cabaret desapareciera en lo desconocido entre las aguas del Bósforo, el comisario de Beyoglu se presentó en el establecimiento, ya pasado de moda, y las chicas más veteranas comprendieron de inmediato por su rostro triste que formaba parte de aquellos hombres inquietos.