Aquel hombre quería volver a contemplar el espejo para resolver el misterio del antiguo y famoso «Crimen de la plaza de Sisli». Pero le contaron que una semana antes, durante una pelea entre dos matones, provocada por el desempleo y los problemas de trabajo más que por cuestiones de mujeres o de dinero, el enorme espejo se había caído con estruendo sobre ambos luchadores y se había hecho pedazos. Así pues, el comisario, ya en el umbral de la jubilación, no pudo descubrir entre los trozos de vidrio ni al autor del anónimo asesinato ni el secreto del espejo.
34. No el cuentista, sino el cuento
«Mi forma de escribir se basa, más que en preocuparme por quién me escucha, en pensar en voz alta y en seguir mi propio gusto.»
Confesiones de un inglés comedor de opio , DE QUINCEY
Poco antes de que decidieran citarse ante la tienda de Aladino, la voz al otro lado de la línea le dictó a Galip siete números de teléfono de Celâl. Galip estaba tan seguro de que encontraría en alguno de ellos a Celâl y a Rüya que se imaginaba las calles, los pisos y los umbrales donde volverían a encontrarse los tres. Sabía que en cuanto se vieran y Celâl y Rüya le explicaran los motivos por los que se habían ocultado, lo encontraría todo lógico y razonable desde la primera frase. También estaba seguro de que Celâl y Rüya le dirían lo siguiente: «Galip, nosotros también te hemos buscado, pero no estabas ni en casa ni en el despacho. ¿Por dónde andabas?».
Galip se levantó del sillón en el que llevaba horas sentado, se quitó el pijama de Celâl, se lavó, se afeitó y se vistió. Mientras se miraba la cara en el espejo las letras que tan claramente había visto no le dieron la impresión de ser ni la prolongación de una misteriosa conspiración o un juego enloquecido, ni una ilusión óptica que pudiera despertar la menor sospecha sobre su identidad. Las letras, como ese jabón Lux rosa, Silvana Mangano usaba uno igual, o como la vieja maquinilla de afeitar que había en el espejo, eran parte de un mundo real.
En el Milliyet , que le habían arrojado bajo la puerta, leyó, como si pertenecieran a otro, sus propias frases publicadas en la columna de Celâl. Teniendo en cuenta que se habían publicado bajo la fotografía de Celâl, debían ser suyas. Por otro lado, Galip era consciente de que había sido él quien había escrito esas palabras. Aquello no le pareció una contradicción sino, justo al contrario, la prolongación de un mundo comprensible. Imaginó a Celâl leyendo el escrito de otro en su propia columna en alguna de las direcciones que ahora tenía en sus manos, pero suponía que Celâl no lo consideraría un ataque ni una impostura. Muy probablemente, ni siquiera fuera capaz de adivinar que no se trataba de uno de sus viejos artículos.
Después de matar el hambre con pan, huevas de pescado, lengua y plátanos, quiso poner en orden todos los asuntos que había dejado a medias con la intención de afianzar sus vínculos con el mundo real. Llamó a un compañero abogado con el que trabajaba en ciertos casos políticos y, después de explicarle que se había ausentado de Estambul durante días porque se había visto obligado a salir de viaje urgentemente, se informó de que uno de sus casos iba tan lento como siempre y de que en otro, político, ya se había dictado sentencia y que sus clientes habían sido condenados a seis años por colaborar con los fundadores de una organización comunista secreta. Se enfadó al recordar que poco antes había echado un vistazo a aquella noticia en el periódico que había estado leyendo sin relacionarla con él. No podía distinguir con claridad contra quién iba destinada aquella ira ni sus razones. Como si fuera la cosa más natural del mundo, llamó a su propia casa. «Si responde Rüya -pensó-, yo también le gastaré una bromita». Disimularía su voz y diría ser alguien que buscaba a Galip, pero nadie contestó al teléfono.
Llamó a Iskender. Le contaría que estaba a punto de encontrar a Celâl y le preguntaría cuánto tiempo más se quedaría el equipo de la televisión inglesa en Estambul. «Ésta es su última noche -le respondió Iskender-. Mañana temprano regresan a Londres». Galip le explicó que estaba a punto de encontrar a Celâl. Le dijo además que Celâl quería ver a los ingleses para hacer una declaración sobre ciertos asuntos de importancia; le concedía mucho valor a aquella cita. «Entonces voy a quedar con ellos definitivamente para esta tarde -dijo Iskender-, porque también tienen mucho interés». Galip le dijo que estaría «por el momento, aquí» y le dio el número de teléfono que se leía en el aparato.
Marcó el número de la Tía Hâle, puso una voz más profunda y le explicó que era un lector fiel, un admirador de Celâl Bey que quería felicitarle por su artículo de ese día. Meditaba: ¿habrían ido a la comisaría porque aún no habían recibido noticias de Rüya y él? ¿O estarían esperando que regresaran de Esmirna? ¿O se habría pasado Rüya por su casa y se lo habría contado todo? ¿Se habría sabido algo de Celâl durante todo este tiempo? La respuesta de la Tía Hâle, explicándole muy seria que Celâl Bey no estaba allí y que sería mejor que llamara al periódico, no parecía que le fuera a proporcionar la menor respuesta a todas aquellas preguntas. A las dos y veinte, Galip comenzó a llamar, uno por uno, a los siete teléfonos que había anotado en la última página de Los caracteres .
Cuando comprendió que aquellos siete números correspondían a una familia a la que no conocía de nada, a un niño charlatán de los que todo el mundo conoce alguno, a un viejo desagradable de voz cascada, a un asador, a un agente inmobiliario sabihondo a quien no le interesaba lo más mínimo la identidad de los antiguos propietarios de la línea, a una modista que aseguraba haber tenido el mismo número desde hacía cuarenta años y a una pareja de recién casados que regresaba tarde a casa, ya eran las siete. Mientras luchaba con el teléfono descubrió en cierto momento diez fotografías en el fondo de una caja llena de postales que había bajo el armario de madera de olmo y que ya había revisado sin demasiado interés.
Rüya, con once años, observando con curiosidad al objetivo de la cámara que debía estar en manos de Celâl durante una excursión por el Bósforo en el famoso café bajo el gran ermitaño de Emirgan, con el Tío Melih vestido con chaqueta y con bata, la hermosa Tía Suzan, tan parecida a Rüya en su juventud, y alguien más que, si no se trataba de uno de los extraños amigotes de los que se le pegaban a Celâl, debía ser el imán de la mezquita de Emirgan… Rüya con el vestido de tirantes que llevaba el verano en que pasó de segundo a tercero de primaria acompañada por Vasif mientras le enseña a Carbón, el gato de la Tía Hâle, de dos meses, los peces del acuario y la señora Esma por un lado le sonríe entornando los ojos porque tiene el cigarrillo en la boca y por otro se arregla el pañuelo de la cabeza para protegerse del objetivo aunque no está segura de entrar en el campo de visión de la cámara… Rüya durmiendo como un tronco en la misma postura en que Galip la había visto por última vez siete días y once horas antes, con las piernas encogidas hacia el estómago y la cabeza enterrada en la almohada, en la cama de la Abuela en la que se había echado vencida por el cansancio después de llenarse bien la barriga en un almuerzo de fiesta de fin de Ramadán un día de invierno en el que habían estado todos y en el que había aparecido repentinamente, aunque sola, una Rüya revolucionaria y descuidada que el primer año de su primer matrimonio no se relacionaba demasiado con sus padres ni con sus tíos… Toda la familia, Ismail el portero y la señora Kamer, puestos en fila ante la puerta del edificio Sehrikalp posando para la cámara mientras Rüya, en brazos de Celâl y con una cinta en el pelo, observa al perro callejero de la acera, que debía haber muerto hacía mucho tiempo… La Tía Suzan, la señora Esma y Rüya entre la multitud que se alinea a lo largo de las dos aceras de la calle Tesvikiye desde el instituto femenino hasta la tienda de Aladino contemplan el paso de De Gaulle, aunque en la fotografía no se le ve a él sino sólo el morro de su coche… Rüya sentada ante el tocador de su madre, cubierto de polveras, frascos de crema Pertev, botes de agua de rosas y colonia, vaporizadores de perfume, frascos y peinetas, metiendo su cabeza de pelo corto entre los cuerpos del espejo y convirtiéndose en tres, cinco, nueve, diecisiete y treinta y tres Rüyas… Rüya con quince años, ignorando que está siendo fotografiada, con un cuenco de garbanzos tostados junto a ella y llevando un vestido de percal sin mangas, inclinada sobre un periódico en el que se refleja el sol por la ventana abierta mientras, con esa expresión en la cara que a Galip siempre le hacía sentir el temor de estar excluido, por un lado se tira del pelo y por otro resuelve el crucigrama con un lápiz cuya goma está mordiendo… Rüya, hacía cinco meses como mucho, teniendo en cuenta que llevaba al cuello el sol hitita que Galip le había regalado por su último cumpleaños, lanzando una alegre carcajada sentada en el sillón que ahora ocupaba Galip, junto al teléfono por el que poco antes había hablado Galip, en la habitación en la que Galip llevaba horas errando… Rüya en un restaurante campestre cuya localización Galip no logró averiguar, con la cara larga, entristecida por las discusiones entre sus padres, que siempre se hacían más encendidas en los viajes… Rüya, queriendo estar alegre pero sonriendo con una tristeza y una amargura cuyo misterio su marido nunca supo comprender contemplando las fotografías, en la playa de Kilyos el año en que terminó el instituto, tras ella el mar espumoso, a su lado una bicicleta que no era suya pero en cuya cesta apoyaba su hermoso brazo como si lo fuera, con un bikini que dejaba al descubierto la cicatriz de los puntos de su operación de apendicitis y los dos lunares gemelos del tamaño de lentejas que tenía entre la cicatriz y el ombligo y la sombra imprecisa de las costillas en su piel, con una revista en la mano de la cual Galip no pudo leer el nombre, no porque la fotografía estuviera borrosa, sino porque las lágrimas no se lo permitían.
Galip, con sus lágrimas, se encontraba ahora en el interior mismo del misterio. Era como si estuviera en un lugar que conocía pero que no sabía que conociera; como si se encontrara inmerso en las páginas de un libro que ya hubiese leído pero que lo entusiasmara porque hubiera olvidado haberlo leído. Sabía que había sentido antes esa sensación de desastre y privación pero también que el dolor era tan intenso como para que sólo se pudiera sentir una vez en la vida. Encontraba tan particular el dolor del engaño, del espejismo y de la pérdida en que se hallaba sumido como para que no pudiera ocurrirle a nadie más, pero al mismo tiempo notaba que todo aquello no era sino el resultado de una trampa que alguien le había tendido hacía tiempo, como quien planea una partida de ajedrez.
No limpiaba las lágrimas que caían sobre las fotografías de Rüya, le costaba trabajo respirar por la nariz, permanecía sentado en el sillón sin moverse. Del exterior le llegaban los ruidos de la plaza de Nisantasi un viernes por la tarde: ruidos que procedían de los cansados motores de los repletos autobuses, de las bocinas de los automóviles que sonaban obcecadamente al menor atasco, del silbato del nervioso guardia de la esquina, de los altavoces de las tiendas de discos y cassettes en las entradas de los pasajes y de la multitud que llenaba las aceras, ruidos que no sólo hacían resonar la ventana sino también, de forma apenas perceptible, todos los demás muebles de la habitación. Al prestar atención a aquellos ecos, Galip recordó que los muebles y los objetos tienen un mundo y un tiempo propios, distinto al espacio y a los días compartidos por todos. «Que te engañen es que te engañen», se dijo. Se repitió tanto aquella frase que las palabras se despojaron de todo su significado y todo su dolor y se transformaron en sonidos y letras que no indicaban nada.
Fantaseó: estaba allí con Rüya, no en esa habitación sino en su propia casa, era viernes por la tarde, irían al cine Konak después de cenar en cualquier sitio. A la vuelta comprarían la edición nocturna de los diarios y, ya en casa, se sumergirían en la lectura de sus libros y sus periódicos. En otra historia que soñó, alguien, alguien con un rostro fantasmagórico, le decía: «Hace años que sé quién eres, pero tú ni siquiera me conoces». Cuando recordó quién era el hombre fantasmagórico que le decía aquello comprendió que llevaba años observándolo. Y luego resultaba que no era a Galip a quien había observado el hombre, sino a Rüya. Él mismo había observado en secreto a Rüya y a Celâl un par de veces hacía tiempo y se había asustado de una manera que no esperaba en absoluto. «Era como si hubiera muerto y observara de lejos y con un enorme dolor que la vida proseguía sin mí.» Se sentó a la mesa de Celâl, rápidamente escribió una columna que comenzaba con aquella frase y la firmó con el nombre de Celâl. Estaba seguro de que alguien lo vigilaba; si no era alguien, por lo menos era un ojo.
El alboroto que se oía en la plaza de Nisantasi iba siendo reemplazado lentamente por el zumbido de los televisores en los edificios cercanos. Al oír a través de las paredes de ambos lados la sintonía musical de las noticias de las ocho, Galip comprendió que todo Estambul estaba reunido alrededor de la mesa para cenar y que seis millones de personas estaban viendo la televisión. Le apeteció hacerse una paja. Luego, la permanente presencia de ese ojo que imaginaba le hizo sentirse incómodo. Sintió un deseo tan violento de poder ser él mismo, simplemente él mismo, que quiso romper todos los muebles de la habitación y matar a los que le habían hecho llegar a aquella situación. Estaba pensando en desconectar el teléfono y tirarlo por la ventana cuando sonó el aparato.
Era Iskender, había hablado con el equipo de la televisión inglesa y estaban entusiasmados. Esperaban a Celâl aquella noche en el Pera Palas para rodar en su habitación. ¿Había encontrado Galip a Celâl?
– Sí, sí, sí -contestó Galip sorprendido por su propia furia-. Celâl está listo. Hará unas declaraciones muy importantes. Estaremos a las diez en el Pera Palas.
Después de colgar le poseyó una excitación que oscilaba entre el miedo y la felicidad, la tranquilidad y la inquietud, el deseo de venganza y la alegría de la fraternidad. Buscó algo a toda velocidad entre cuadernos, papeles, artículos antiguos y recortes, pero ni siquiera él sabía lo que buscaba. ¿Un indicio que demostrara la existencia de las letras en su rostro? pero las letras y sus significados eran lo bastante evidentes como para no necesitar ninguna otra prueba. ¿Una lógica que le sirviera para escoger las historias que iba a contar? Pero no se encontraba en un estado como para confiar en nada que no fuera su propia ira y su propia excitación. ¿Un ejemplo que sirviera para revelar la belleza del misterio? Sabía que le bastaría explicarlo, explicarlo creyendo en las historias que contara. Revolvió los armarios, hojeó rápidamente las agendas de direcciones, silabeó «frases clave», miró planos y examinó fotografías de rostros dejando una y pasando a la siguiente a toda velocidad. Estaba hurgando en la caja de los disfraces cuando, a las nueve menos tres minutos, salió a la carrera de la casa sintiendo el horrible cargo de conciencia de llegar tarde a sabiendas.
A las nueve y dos minutos se introdujo en la oscuridad de la entrada de un inmueble frente a la tienda de Aladino, pero en la otra acera no había nadie que pudiera ser el cuentista calvo ni su esposa. Sentía una terrible furia hacia ellos porque le habían dado unos números de teléfono que habían resultado erróneos: ¿quién estaba engañando a quién? ¿Quién estaba jugando con quién?
A través del repleto escaparate sólo se podía ver una parte de la bien iluminada tienda de Aladino. Galip distinguía de tanto en tanto el cuerpo y la cabeza de Aladino inclinándose y levantándose entre escopetas de juguete colgadas del techo con hilos, pelotas de plástico en una redecilla, máscaras de orangután y Frankenstein, cajas de juegos de mesa, botellas de raki y licor, revistas del corazón y de deportes colgadas con pinzas de una cuerda en el escaparate y muñecas en sus cajas: estaba contando los periódicos que había empaquetado para devolverlos. En la tienda no había nadie más. La mujer de Aladino, que durante el día atendía el mostrador, debía estar ahora en la cocina de su casa esperando el regreso de su marido. Alguien entró en la tienda, Aladino pasó detrás del mostrador e inmediatamente después entró una pareja madura que hizo que el corazón de Galip le diera un salto en el pecho. La pareja madura que había entrado después de aquel hombre vestido con ropa estrafalaria salió enseguida con una enorme botella y se cogieron del brazo, pero Galip comprendió rápidamente que no se trataba de ellos; estaban demasiado inmersos en su propio mundo. Después entró un caballero con un abrigo de cuello de piel y empezó a hablar con Aladino. Galip no pudo impedir fantasear sobre lo que estarían hablando.
Ahora no había nadie en la acera que le llamara la atención, ni en la parte de la plaza de Nisantasi, ni en la de la mezquita, ni en la calle que venía de Ihlamur: gente absorta, dependientes sin abrigo que caminaban a toda prisa, solitarios demasiado perdidos en el plomizo azul marino de la noche. Por un momento las calles y las aceras se quedaron desiertas, Galip creyó oír el chirriante neón del cartel publicitario de la tienda que exponía máquinas de coser en su escaparate en la acera de enfrente. Ante la comisaría no había nadie excepto el policía que montaba guardia con una metralleta. Galip sintió miedo al mirar las ramas desnudas y oscuras del castaño de cuyo tronco Aladino colgaba con pinzas y gomas de calzoncillos revistas ilustradas a todo color. Una sensación de estar siendo observado, de que sabían que estaba allí, de que se encontraba en peligro. Se produjo un alboroto repentino: un Dodge modelo del 54 que venía de Ihlamur y un viejo autobús del ayuntamiento marca Skoda que subía hacia Nisantasi estuvieron a punto de chocar en la esquina. Galip vio que los pasajeros del autobús, que había dado un frenazo brusco, se amontonaban, alargaban el cuello y miraban al otro lado de la calle. A la pálida luz del interior del autobús, a menos de un metro de donde él se encontraba, su mirada se cruzó con la de una cara cansada a la que le interesaba el asunto: un hombre agotado, de unos sesenta años; su mirada era extraña, estaba cargada de dolor y tristeza. ¿Se había encontrado antes con él en alguna parte? ¿Era un abogado jubilado o un maestro que esperaba la muerte? Ambos, quizá pensando algo parecido, se observaron con descaro aprovechando aquella coincidencia momentánea que la vida en la ciudad les ofrecía. Cuando el autobús arrancó se perdieron quizá para no volverse a ver nunca más. Galip, entre el humo morado del escape, percibió que mientras tanto se había iniciado un movimiento en la acera opuesta; vio a dos jóvenes de pie ante la tienda de Aladino encendiéndose mutuamente los cigarrillos; dos estudiantes universitarios que esperaban a un tercer amigo antes de ir al cine el viernes por la noche. En la tienda de Aladino había una auténtica multitud: tres personas que miraban las revistas y un sereno. En un abrir y cerrar de ojos apareció en la esquina un vendedor de naranjas de enorme bigote empujando su carrito. ¿O bien llevaba allí un rato y Galip no se había dado cuenta? Abajo, por la parte de la mezquita, se acercaba por la acera una pareja que llevaba unos paquetes, pero Galip vio un niño pequeño en brazos del joven padre. Al mismo tiempo la anciana griega propietaria de la pequeña pastelería de al lado apagó las luces del establecimiento, se arrebujó con su viejo abrigo y salió a la calle. Sonrió educadamente a Galip, asió la reja con un gancho y la bajó con estruendo. En un momento se vaciaron tanto las aceras como la tienda de Aladino. Por la parte del instituto femenino pasó el loco del barrio de arriba, que se creía un famoso futbolista, con su uniforme amarillo y azul marino empujando lentamente un carrito de niño; vendía los periódicos que llevaba en aquel carrito, cuyas ruedas giraban con una música que a Galip le gustaba mucho, en la entraba del cine Inci en Pangalti. Comenzó a soplar un viento no demasiado fuerte. Galip sintió frío. Eran las nueve y veinte. «Esperaré hasta que lleguen tres personas más», pensó. Ya no veía ni a Aladino en el interior de su tienda ni al policía que debía estar ante la comisaría. En uno de los edificios de enfrente se abrió la estrecha puerta de un balcón, Galip vio la luz roja de la brasa de un cigarrillo, luego el hombre arrojó el cigarrillo y volvió a entrar. En las aceras había cierta humedad en la que se reflejaba la luz metálica de los anuncios y de las luces de neón; había trozos de papel, basura, colillas, bolsas de plástico… Por un momento aquella calle en la que había vivido desde su infancia y de cuya transformación había contemplado hasta el menor detalle, el barrio y los edificios lejanos cuyas chimeneas se veían entre el oscuro azul marino de aquella desagradable noche le parecieron a Galip tan ajenos y lejanos como los dinosaurios dibujados en un libro infantil. Luego se sintió como el hombre con rayos X en los ojos, aquel que tanto le habría gustado ser en su infancia: veía el significado secreto del mundo. Las letras de los paneles de la tienda de alfombras, del restaurante y de la pastelería, los pasteles y los croissants , las máquinas de coser y los periódicos de los escaparates en realidad siempre habían indicado aquel segundo significado y los desdichados que pasaban por la acera como sonámbulos vivían a duras penas con el primero, lo único que les quedaba puesto que habían olvidado los recuerdos de ese universo cuyo misterio habían conocido tiempo atrás; como los que han olvidado el amor, la fraternidad y el heroísmo y se conforman con lo que ven al respecto en las películas. Caminó hasta la plaza de Tesvikiye y subió a un taxi.