– Uno se deja influir por la compasión hacia los que son dignos de pena, hacia los pobres y los miserables -decía el Príncipe-. Nos dejamos influir por los que son vulgares y no tienen personalidad porque acabamos por ser como ellos, vulgares y sin personalidad. Pero también nos influyen los que sí tienen personalidad y son dignos de respeto porque, sin darnos cuenta, acabamos por imitarlos y, de hecho, estos últimos son los más peligrosos -decía el Príncipe-. ¡Pero escribe que los alejé a todos de mí, a todos! ¡Escribe también que toda esa lucha la comencé no sólo por mí, no sólo para ser yo mismo, sino por la liberación de millones de hombres!
Porque una noche del decimosexto año de aquella «increíble batalla a vida o muerte» que había iniciado para liberarse de la influencia de cualquiera, mientras luchaba con los objetos familiares, los queridos olores y los libros que tanto habían influido en él, una noche en la que contemplaba a través de las persianas «occidentalizadas» la nieve que cubría el jardín y la luz de la luna, el Príncipe había comprendido que la guerra que mantenía no era en realidad la suya, sino la de millones de desdichados cuyo destino estaba unido al del Imperio Otomano, que se estaba desmoronando. Como el Secretario escribió quizá decenas de miles de veces en múltiples cuadernos en los últimos seis años de vida del Príncipe: «Todos los pueblos que no pueden ser ellos mismos, todas las civilizaciones que imitan a otras, todas las naciones que se contentan con las historias de otras» están condenados a desplomarse, a desaparecer, a ser olvidados. Y así, el decimosexto año desde que se retiró al pabellón de caza para esperar su ascensión al trono, en los días en que comprendió que sólo podría combatir las historias que oía en su interior elevando la voz de las suyas propias, en la época en que estaba a punto de tomar un Secretario a su servicio, el Príncipe entendió que la lucha que había vivido durante dieciséis años como una experiencia personal y espiritual era en realidad «una lucha histórica a vida o muerte», «la última fase de un combate por mudar o no de piel como sólo era posible contemplar una vez cada mil años», «el más importante hito histórico de una evolución que, dentro de algunos siglos, será considerada con razón por los historiadores como un cambio de rumbo decisivo».
Tiempo después de aquella noche en la que la luna brillaba sobre el jardín cubierto de nieve recordándole lo extenso y lo terrible del tiempo infinito, en los días en que hacía sentarse ante una mesa de caoba frente al sofá al viejo, fiel y paciente Secretario que había tomado a su servicio y comenzaba a contarle su historia y a hablarle de su hallazgo, el Príncipe recordaría que en realidad había descubierto aquella «extremadamente importante dimensión histórica» de su historia muchos años antes. ¿Acaso no había visto con sus propios ojos, antes de encerrarse en el pabellón de caza, cómo cambiaban las calles de Estambul cada día que pasaba imitando una ciudad imaginaria de un país extranjero inexistente? ¿No sabía que los desdichados y los infelices que llenaban esas mismas calles cambiaban de forma de vestir observando a los viajeros occidentales, examinando las fotografías extranjeras que caían en sus manos? ¿No había oído él mismo cómo los tristes que por las noches se reunían alrededor de las estufas de los cafés de los suburbios en lugar de contarse los cuentos tradicionales que habían heredado de sus padres se leían la basura de los periódicos que escribían columnistas de segunda saqueando Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo después de islamizar los nombres de los personajes? Aún peor, ¿no había frecuentado él mismo librerías de armenios donde se editaban encuadernadas aquellas infamias con la excusa de que le servían para matar el tiempo? ¿No había sentido el Príncipe cada vez que se miraba al espejo, antes de demostrar la decisión y la voluntad necesarias para encerrarse en el pabellón, en los tiempos en que se arrastraba por la vulgaridad con todos aquellos infelices, amargados y desdichados, que su cara iba perdiendo lentamente su antiguo significado misterioso tal y como les ocurría a dichos infelices? «Sí, lo sentía -escribía el Secretario después de cada una de aquellas preguntas porque sabía que el Príncipe quería que lo escribiera así-. Sí, el Príncipe sentía que también su rostro cambiaba». Antes de que se cumpliera el segundo año desde que comenzara a trabajar con el Secretario -a lo que hacían el Príncipe lo llamaba «trabajar»-, el Príncipe ya le había dictado al Secretario todo lo que se refería a los sonidos que producía de niño imitando todo tipo de barcos, a las delicias turcas que se había comido, a todas las pesadillas que había tenido y a todos los libros que había leído a lo largo de sus cuarenta y siete años de vida, a la ropa que más le gustaba y a la que más le disgustaba, a las enfermedades que había sufrido y a las especies animales que conocía y lo había hecho, según aquella frase que repetía tan a menudo: «Valorando cada frase, cada palabra, a la luz de la gran verdad que he descubierto». Cada mañana, cuando el Secretario ocupaba su lugar ante la mesa de caoba y el Príncipe en el sofá que había frente a ella, o en el espacio a su alrededor que le servía para pasear, o en las escaleras que subían al piso superior desde aquel mismo espacio, o en las que bajaban desde el piso superior, quizá ambos supieran que el Príncipe no tenía ninguna nueva historia que dictar. Pero lo que ambos buscaban era aquel silencio. Porque «sólo cuando ya no queda nada que contar, el hombre se ha acercado bastante a ser él mismo -decía el Príncipe-. Sólo cuando a uno se le ha agotado ya lo que tenía que contar, cuando oye en su interior el profundo silencio que se produce al callarse todos los recuerdos, los libros, las historias y la memoria, puede ser testigo de cómo se eleva su propia voz, que le hará ser él mismo, desde las profundidades de su espíritu, desde los infinitos y oscuros laberintos de su yo».
Uno de esos días en que esperaban que aquella voz se elevara lentamente desde lo más profundo de un pozo sin fondo de cuento, el Príncipe comenzó a hablar del amor y las mujeres, cuestión que hasta entonces apenas había abordado diciendo que se trataba de «lo más peligroso». Durante un periodo cercano a los seis meses habló de sus viejos amores, de las relaciones que no podían llegar a considerarse amorosas, de su «intimidad» con las mujeres del harén, a las que recordaba con tristeza y compasión excepto a un par de ellas, y de su mujer.
Lo que tenían de terrible aquellas intimidades, según el Príncipe, era que, sin que te dieras cuenta, incluso una mujer vulgar sin excesivas características particulares podía invadir gran parte de tus pensamientos. En los años de su primera juventud, en los de su matrimonio, en los primeros tiempos de su vida en el pabellón después de haber dejado a su mujer y a sus hijos en un palacete del Bósforo, o sea, hasta los treinta y cinco años, al Príncipe no le importaba demasiado puesto que aún no había descubierto la necesidad de «ser él mismo» ni tenía el objetivo «de no dejarse influir por nada». Incluso, ya que «esta imitadora y miserable sociedad» le había enseñado, como a todo el mundo, que olvidarlo todo por el amor de una mujer, de un muchacho o de Dios, que «disolverse en el amor» era algo de lo que vanagloriarse y sentirse orgulloso, el Príncipe presumía de «estar enamorado», como hacían por entonces las multitudes en las calles.
Cuando descubrió, después de haber estado encerrado en el pabellón seis años leyendo sin cesar, que el problema más importante en la vida era si el hombre podía ser él mismo o no, el Príncipe decidió de inmediato que debía ser prudente con respecto a las mujeres. Era cierto que notaba que algo le faltaba sin la presencia de mujeres. Pero también era cierto que cada mujer con la que intimara destruiría la pureza de sus pensamientos y se instalaría lentamente en el centro de su imaginación, cuya única fuente deseaba que fuera él mismo. En cierto momento pensó que podría inyectarse en la sangre el antídoto contra aquel veneno llamado amor intimando con cuantas mujeres le fuera posible, pero como se aproximaba a ellas con el único y utilitario propósito de acostumbrarse al amor hasta el hartazgo, aquellas mujeres no despertaron demasiado interés en él. Tiempo después comenzó a verse sobre todo con la señora Leyla, que era, según hizo escribir, «la más ramplona, la más sosa, la más inocente y la menos peligrosa» de todas las mujeres a las que conocía, precisamente porque estaba convencido de que, gracias a esas características, no se enamoraría de ella. «El príncipe Osman Celâlettin Efendi pudo abrirle sin miedo su corazón a la señora Leyla porque creía que no se enamoraría de ella», escribió el Secretario una noche, porque ya trabajaban también de noche. «Pero como era la única mujer a la que podía abrirle sin miedo mi corazón, me enamoré de inmediato de ella -añadió el Príncipe-». Fue uno de los periodos más terribles de mi vida».
El Secretario escribió sobre los días en que el Príncipe y la señora Leyla se veían en el pabellón y discutían: la señora Leyla abandonaba la mansión de su padre el bajá en un coche de caballos acompañada por sus hombres y, tras un viaje de medio día, llegaba al pabellón, donde se sentaban a una mesa especialmente dispuesta para ellos, parecida a las descritas en las novelas francesas que leían, comían hablando de música y poesía, como los refinados personajes de dichas novelas, e inmediatamente después de comer iniciaban una encendida discusión que inquietaba a los cocineros, a los criados y a los cocheros, que les escuchaban a través de las puertas entreabiertas, porque había llegado la hora del regreso. «No había ninguna razón clara para nuestras discusiones -explicó en cierta ocasión el Príncipe-. Simplemente me sentía furioso con ella porque por su causa no podía ser yo mismo, porque por su causa mi pensamiento había perdido su pureza, porque por su causa ya no podía oír esa voz que llegaba de las profundidades de mi ser. Y eso continuó así hasta su muerte como resultado de un error del que nunca comprendí y nunca llegaré a comprender si fui yo el culpable».
El Príncipe hizo escribir que tras la muerte de la señora Leyla se sintió triste y liberado. Aunque el Secretario, que siempre lo escuchaba silencioso, siempre respetuoso, siempre atento, hizo algo que nunca había hecho en aquellos seis años e intentó forzar aquella cuestión del amor y la muerte sacando varias veces el tema a relucir, el Príncipe sólo retornaba a él como quería y cuando quería.
Por ejemplo, una noche dieciséis meses antes de su muerte, mientras el Príncipe le explicaba que si no conseguía ser él mismo, que si resultaba derrotado en el combate que desde hacía quince años mantenía en aquel pabellón, las calles de Estambul se convertirían en las de una desdichada ciudad que ya no podría ser «ella misma», mientras le explicaba que tampoco podrían ser nunca ellos mismos los desgraciados que caminaban por las plazas, parques y calles que imitaban las plazas, parques y aceras de otras ciudades, y mientras le explicaba cómo, aunque hacía muchísimos años que no daba un paso fuera del jardín del pabellón, conocía una a una las calles de su querida Estambul y cómo mantenía vivas en su imaginación cada acera, cada farola, cada tienda como si cada día pasara por delante de ellas, a medianoche abandonó de repente su habitual tono furioso y con una voz triste y entrecortada le dictó cómo en la época en que la señora Leyla acudía con su coche de caballos al pabellón él se pasaba la mayor parte del tiempo imaginando cómo el coche avanzaba por las calles de Estambul. «El príncipe Osman Celâlettin Efendi, en aquella época en que luchaba por ser él mismo, pasaba la mitad del día imaginando por qué calles pasaría y qué cuestas subiría aquel coche tirado por dos caballos, uno blanco y otro negro, en su trayecto desde Kurucesme hasta nuestro pabellón y después de la habitual comida y la subsiguiente discusión pasaba el resto del día imaginando el camino de regreso del coche que llevaba a la llorosa señora Leyla a la mansión de su padre el bajá, pasando la mayor parte de las veces por las mismas calles y las mismas cuestas», escribió el Secretario con su siempre cuidadosa y pulcra caligrafía.
En otra ocasión, sólo cien días antes de su muerte, en aquellos días en que, para aplastar las voces de otros y las historias de otros que volvía a oír en su interior, enumeraba airado las personalidades que había llevado consigo como una segunda alma a lo largo de su vida conscientemente o no, el Príncipe le dictó en voz baja que de todas aquellas personalidades que había vestido como si fuera algún desgraciado sultán que se ve obligado a cambiarse de ropa cada noche, la que más le gustaba era la del hombre enamorado de una mujer cuyo pelo olía a lilas. Como el Príncipe le hacía leer meticulosamente una y otra vez cada línea, cada frase que le dictaba y como a lo largo de aquellos seis años lentamente había llegado a conocer, poseer y asimilar la memoria entera del Príncipe y todo su pasado hasta en los menores detalles, el Secretario supo que la mujer cuyo pelo olía a lilas era la señora Leyla porque recordaba que en otra ocasión el Príncipe le había dictado la historia de un enamorado que no podía ser él mismo a causa de una mujer cuyo pelo olía a lilas y que no pudo serlo porque, cuando ella murió por un accidente o un error del que él nunca pudo comprender si había sido culpable, no logró olvidar el olor a lilas.
Los últimos meses que el Príncipe y el Secretario pasaron juntos transcurrieron, como el Príncipe había dicho con el entusiasmo que precedió a su enfermedad, «con redoblado trabajo, redoblada esperanza y redoblada convicción». Fueron los tiempos en que el Príncipe dictaba todo el día y oía con más fuerza en su interior aquella voz que le convertía en él mismo según dictaba y según narraba sus historias. Trabajaban hasta bien avanzada la noche y, por tarde que fuera, el Secretario subía al coche de caballos que lo esperaba en el jardín, volvía a su casa y al día siguiente, por la mañana temprano, regresaba a ocupar su lugar ante la mesa de caoba.
El Príncipe le contaba las historias de reinos que se habían derrumbado por no poder ser ellos mismos, de naciones que habían desaparecido porque habían imitado a otras naciones, de pueblos en lejanas y desconocidas tierras que habían sido olvidados porque no habían sabido vivir su propia vida. Los ilirios habían desaparecido de la escena de la Historia porque a lo largo de doscientos años no habían logrado encontrar un rey con una personalidad lo bastante fuerte como para enseñarles a ser sólo ellos mismos. El hundimiento de Babel no se había debido, como se creía, al desafío del rey Nemrod a Dios, sino a que habían consagrado todas sus fuerzas a la construcción de la torre secando las fuentes que les habrían permitido ser ellos mismos. El pueblo nómada de los lapitas, cuando estaba a punto de asentarse y formar un Estado, se dejó llevar por el embrujo de los aytipas, con los que comerciaban, se entregó con todas sus fuerzas a imitarlos y desapareció. El hundimiento de los sasánidas se debió, tal y como escribió Tabari en su Historia , a que sus tres últimos gobernantes, Kavaz, Ardasir y Yazdigird, no fueron ellos mismos ni un solo día a lo largo de sus vidas, fascinados como estaban por los bizantinos, los árabes y los judíos. El gran reino de Lidia se hundió sólo cincuenta años después de que construyeran en su capital, Sardes, el primer templo bajo la influencia de Susa y desapareció para siempre del teatro de la Historia. Los severos eran una raza que ni siquiera los historiadores recordaban porque, cuando estaban a punto de establecer un gran imperio asiático, comenzaron, como si todo el pueblo fuera presa de una enfermedad contagiosa, a vestir las ropas de los sármatas, a llevar sus adornos y a recitar sus poesías y no sólo perdieron su memoria sino que también olvidaron el misterio que les hacía ser ellos mismos. «Los medos, los paflagonios, los celtas», dictaba el Príncipe y el Secretario añadía adelantándose a su señor: «… desaparecieron porque no pudieron ser ellos mismos». «Los escitas, los kalmukos, los misios», dictaba el Príncipe y el Secretario añadía: «… desaparecieron porque no pudieron ser ellos mismos». Cuando ya tarde, bañados en sudor, terminaban de trabajar y con las historias de muerte y decadencia, oían fuera, en el silencio de la noche veraniega, el decidido canto de un grillo.
Cuando el Príncipe, un ventoso día de otoño en que las hojas rojas del castaño caían en la fuente del jardín llena de nenúfares y ranas, se resfrió y cayó en cama, ninguno de los dos le dio demasiada importancia. Por aquel entonces el Príncipe estaba narrando todo lo que les ocurriría a las sorprendidas gentes que tendrían que vivir en las cada vez más degeneradas calles de Estambul en caso de que no consiguiera ser él mismo algún día, en caso de que no pudiera ascender al trono otomano con toda la fuerza que le otorgaría ser él mismo: «Verán sus propias vidas con la mirada de otros, escucharán los cuentos de otros en lugar de sus propias historias, les fascinarán las caras de otros en lugar de las suyas propias», decía. Bebieron infusiones de las hojas de tilo que habían recogido de los árboles del jardín y trabajaron hasta bien entrada la noche.
Al día siguiente, cuando el Secretario subió al piso de arriba para tomar otro edredón con el que cubrir a su señor, que estaba recostado en el sofá ardiendo de fiebre, notó como por un extraño hechizo lo vacío, lo absolutamente vacío que estaba aquel pabellón cuyas mesas y sillas habían sido destruidas a lo largo de los años, en el que las puertas habían sido arrancadas de sus goznes, del que había desaparecido todo el mobiliario. En las vacías habitaciones del pabellón, en sus paredes, en las escaleras, había una blancura que parecía salida de un sueño. En una habitación vacía había un piano blanco Steinway, como no había otro igual en Estambul, resto de la niñez del Príncipe, que llevaba años sin que nadie lo tocara y que no había sido tirado porque fue olvidado por completo. En la blanquísima luz que entraba por las ventanas del pabellón como si se vertiera desde otro planeta, el Secretario vio la misma blancura, que daba la impresión de que todos los recuerdos habían empalidecido, de que la memoria se había congelado y de que, al retirarse todos los sonidos, los olores y los objetos, el tiempo se hubiera detenido. Mientras bajaba las escaleras con un blanco e inodoro edredón en los brazos, notó que el sofá en el que estaba recostado el Príncipe, su propia mesa de caoba, en la que tantos años llevaba trabajando, el papel blanco, las ventanas, eran tan frágiles, delicados e irreales como los de las casas de juguete con las que juegan los niños pequeños. Mientras cubría con el edredón a su señor, que llevaba dos días sin afeitarse, vio que su barba había encanecido. En su cabecera había un vaso de agua a medias y unas pildoras blancas. -Anoche soñé que mi madre me esperaba en un espeso y oscuro bosque en un lejano país -dictó el Príncipe desde el sofá-. Caía agua de un enorme aguamanil rojo, pero era espesa como la boza -dictó el Príncipe-. Entonces comprendí que había podido resistir porque durante toda mi vida había insistido en ser yo mismo -dictó el Príncipe-. El príncipe Osman Celâlettin Efendi pasó toda su vida esperando el silencio de su interior para poder oír su propia voz y sus propias historias -escribió el Secretario-. Para esperar el silencio -repitió el Príncipe-. Los relojes no deben detenerse en Estambul -dictó el Príncipe-. Al mirar los relojes que había en mi sueño -dijo el Príncipe-, creyó que siempre había estado contando las historias de otros -continuó el Secretario. Se produjo un silencio-. Envidio a las piedras de los solitarios desiertos, a los roquedales entre montañas en las que el hombre nunca ha puesto el pie y a los árboles de los valles que nadie ha visto sólo porque pueden ser ellos mismos -dictó el Príncipe con voz fuerte y decidida-. Mientras paseaba en mi sueño por el jardín de mis recuerdos -comenzó a decir en cierto momento-. Nada -añadió luego-. Nada -escribió cuidadosamente el Secretario. Se produjo un silencio largo, muy largo. Después el Secretario se levantó de la mesa, se acercó al sofá en el que estaba tumbado el Príncipe, observó con atención a su señor y regresó en silencio a su mesa-. El príncipe Osman Celâlettin Efendi falleció después de haber dictado esta frase el 7 de saban de 1321, jueves, a las tres y cuarto de la mañana en su pabellón de caza en la colina de Tesvikiye -escribió luego. Veinte años después, el Secretario añadió con la misma caligrafía: «Siete años más tarde, ascendió al trono que el príncipe Osman Celâlettin Efendi no había vivido lo suficiente para ocupar su hermano mayor Mehmet Resat Efendi, aquel al que había dado un pescozón en su niñez, y durante su reinado el Estado Otomano, que había decidido participar en la Gran Guerra, se hundió».
El cuaderno había sido llevado por un familiar del Secretario a Celâl Salik y este artículo fue encontrado entre los papeles de nuestro columnista tras su muerte.