Guardaron silencio un momento.
– Estará en casa -dijo entonces Galip-. Voy de una carrera y la traigo.
– No contestaba al teléfono -le replicó la Tía Hâle, pero Galip ya estaba bajando las escaleras-. ¡Bueno, pero date prisa! La señora Esma está friendo tus hojaldres.
Galip caminaba a toda velocidad mientras el viento frío que esparcía aguanieve le levantaba los faldones del abrigo de nueve años de antigüedad (otro tema de escritura para Celâl). Tiempo atrás había calculado que podía llegar a su casa desde la de sus tíos y tías en doce minutos si en lugar de salir a la calle principal avanzaba siguiendo el oscuro callejón bajo la luz pálida de las abacerías cerradas, del sastre con gafas que aún trabajaba, de los pisos de los porteros y de los anuncios de Coca-Cola y medias de nailon. No estaba demasiado mal calculada la cuenta. Habían pasado veintiséis minutos cuando regresó caminando por las mismas calles y las mismas aceras (el sastre enhebraba un hilo nuevo inclinado sobre la misma tela apoyada en la misma rodilla). Galip le dijo tanto a la Tía Suzan, que le abrió la puerta, como a los demás, mientras se sentaban todos juntos a la mesa, que Rüya se había resfriado, que se sentía aturdida porque había tomado demasiados antibióticos (¡se había tragado todo lo que había encontrado por los cajones!) y se había quedado dormida, que a pesar de que había oído algunas llamadas el cansancio le había impedido levantarse a contestar, que se encontraba adormilada e inapetente y que desde su lecho de enferma les enviaba recuerdos a todos.
Aunque sabía que sus palabras despertarían la fantasía de la mayoría de los comensales (¡la pobre Rüya en su lecho de enferma!), suponía que también iniciarían de inmediato la siguiente discusión lingüística: se enumeraron, turquizando la pronunciación de los nombres mediante la introducción de abundantes vocales, los antibióticos, penicilinas, pastillas y jarabes para la tos, antigripales vasodilatadores o analgésicos que se venden en nuestras farmacias así como las vitaminas que hay que tomar necesariamente al mismo tiempo, al igual que la nata se toma con las fresas, y sus modos de empleo. En otro momento Galip podría haber disfrutado, tanto como de una buena poesía, con aquella verbena de pronunciación creativa y medicina aficionada, pero en su cabeza tenía la imagen de Rüya yaciendo en su lecho de enferma; una imagen que luego no podría decidir cuánto tenía de real y cuánto de artificial. Las imágenes del pie de la enferma Rüya saliendo del edredón o de sus horquillas dispersas por la sábana parecían reales, pero las de, por ejemplo, su pelo extendido por la almohada o la mescolanza de cajas de medicinas, jarra y vaso de agua y libros a su cabecera eran imágenes tomadas de algún otro lugar y luego imitadas -copiadas por Rüya de alguna película o de alguna de las novelas mal traducidas que leía tragando más que comiendo los pistachos que había comprado en la tienda de Aladino-. Cuando más tarde Galip respondía brevemente a las preguntas «cariñosas», mostraba tanto cuidado en separar las imágenes reales de Rüya de las falsas como, por lo menos, los detectives de las novelas de detectives que posteriormente quiso aprender a imitar.
Sí, ahora (mientras todos se sentaban a la mesa), Rüya debía de estar durmiendo; no, no tenía hambre, no había necesidad de que la Tía Suzan se molestara y fuera a prepararle una sopa; y tampoco quería a ese médico al que le olía el aliento a ajo y su maletín todavía más a curtiduría; no, tampoco este mes había ido al dentista; la verdad es que últimamente Rüya sale poco a la calle, siempre está en casa, sentada entre cuatro paredes; no, hoy no ha salido; ¿Que la habéis visto en la calle? Así que ha salido un momento pero no le ha dicho nada a Galip; no, sí me lo ha dicho; ¿Dónde la habéis visto? Iba a la mercería, a la botonería, a comprar botones morados, pasando por delante de la mezquita, claro que me lo dijo, con este frío, así es como ha debido resfriarse; y además tosía; y estaba fumando; un paquete; sí, tenía la cara blanquísima; ah, no, Galip no sabía lo pálido que él mismo estaba; ni cuándo Rüya y él pondrían fin a una vida tan poco saludable.
Abrigo. Botones. El hervidor de agua de la tetera. Galip no se cansaría demasiado la mente sobre por qué se le vinieron a la cabeza aquellas palabras después del interrogatorio familiar. Celâl había escrito en un artículo, que había redactado con una furia barroca, que las zonas oscuras de las profundidades de la mente no nos pertenecían, sino que eran algo visto en los protagonistas de las pomposas películas y novelas del incomprensible Mundo Occidental. (Por aquel entonces Celâl acababa de ver De repente, el último verano , película en la que Elizabeth Taylor era incapaz de alcanzar la zona oscura de Montgomery Clift.) No obstante, cuando Galip descubriera que Celâl había formado un museo y una biblioteca particulares de su propia vida comprendería que anteriormente había escrito artículos, bajo la influencia de las traducciones resumidas de algunos libros de psicología adornados con detalles obscenos, en los que todo, incluyendo nuestras miserables vidas, lo explicaba gracias a esas incomprensibles y terribles zonas oscuras.
Galip iba a decir «En su artículo de hoy, Celâl…» para cambiar de conversación; pero, temeroso de seguir la costumbre, dijo otra cosa que se le ocurrió de repente: «¡Tía Hâle, se me ha olvidado ir a la tienda de Aladino!». En ese momento estaban esparciendo la nuez machacada en el antiguo almirez que habían traído de la confitería sobre el dulce de calabaza que la señora Esma había llevado con tanto cuidado como si transportara un niño color naranja. Un cuarto de siglo antes Galip y Rüya habían descubierto que aquel almirez sonaba como una campanilla si se le golpeaba la boca con el extremo más delgado de la maja: ¡chin-chin! «¡No nos mareéis dándole a eso como un campanero, tan-tan!» ¡Dios mío, qué difícil era aguantarse! No había «suficientes nueces para todos» y la Tía Hâle, mientras el cuenco morado pasaba de mano en mano, se las apañó magistralmente para servirse la última (no me apetece), pero luego le echó una mirada al fondo del cuenco vacío y después, de repente, comenzó a maldecir a un antiguo competidor comercial al que hacía responsable no sólo de que les faltara aquello, sino de toda su pobreza en general: iba a denunciarle en la comisaría. No obstante todos temían la comisaria como a un fantasma azul marino. Después de que Celâl escribiera aquel artículo en el que decía que la comisaría era la zona oscura de nuestro subconsciente, un policía de la comisaría se presentó con un escrito en el que le llamaban a declarar ante el fiscal. Sonó el teléfono y contestó el padre de Galip con su actitud más seria. Llaman de la comisaría, pensó Galip. Mientras su padre hablaba, y como dirigía la misma mirada vacía tanto a los objetos (resultaba un consuelo que el papel de las paredes fuera el mismo que el del edificio Sehrikalp: brotes verdes que caían al suelo entre hierba) como a los comensales (al Tío Melih le había dado una crisis de tos, el sordo Vasif parecía escuchar la conversación telefónica, el cabello de la madre de Galip por fin tenía el mismo color que el de la hermosa Tía Suzan a fuerza de teñirlo), Galip, escuchando como todos los demás la mitad audible del diálogo, intentaba adivinar quién hablaba en la otra mitad que no se oía.
– No está aquí, no ha venido. ¿Quién es usted? -decía su padre-. Gracias… Soy su tío. Por desgracia esta noche no nos acompaña…
«Alguien que pregunta por Rüya», pensó Galip.
– Una que preguntaba por Celâl -dijo su padre después de colgar. Estaba contento-. Una anciana, una admiradora, toda una señora, le ha gustado mucho su artículo y quería hablar con Celâl, preguntaba por su dirección y su número de teléfono.
– ¿Qué artículo? -preguntó Galip:
– ¿Sabes, Hâle? -continuó su padre-. Es muy raro. La voz de la pobre mujer se parecía mucho a la tuya.
– No hay nada más natural que el que mi voz se parezca a la de una vieja -contestó la Tía Hâle. Pero de repente estiró su cuello color pulmón como lo hace una oca-. ¡Pero mi voz no es así, de ninguna manera!
– ¿Cómo que no?
– Esa supuesta señora ya llamó esta mañana -le contestó la Tía Hâle -. Y tenía la voz, más que como la de una señora, como la de una cotilla que intenta que le salga la voz de una señora. Incluso parecía la voz de un hombre intentando imitar a la de una anciana.
Entonces Galip le preguntó a su padre: ¿Cómo había encontrado esa anciana señora este número de teléfono? ¿Se lo había preguntado Hâle?
– No -respondió la Tía Hâle -, no lo consideré necesario. Como ya no me sorprende nada de Celâl desde el día en que comenzó a publicar en su periódico nuestros trapos sucios como quien escribe un cuento de nunca acabar, pensé que quizás, quizás al final de uno de esos artículos en los que se burla de nosotros habría incluido nuestro número de teléfono para que sus curiosos lectores se divirtieran aún más. De hecho, ahora comprendo, cuando pienso en lo que sufrieron mis difuntos padres por su causa, que lo único que me sorprendería no sería que le diera nuestro número de teléfono a sus lectores para que se divirtieran, sino enterarme de la razón por la que lleva odiándonos tantos años.
– Nos odia porque se ha vuelto comunista -dijo el Tío Melih encendiendo victorioso un cigarrillo tras haber vencido a la tos-. Por aquel entonces, cuando por fin se les metió en la cabeza que no podrían engañar ni a los trabajadores ni a la nación, los comunistas quisieron engañar a los militares y llevar a cabo la revolución bolchevique a la manera de un levantamiento de jenízaros. Y él se convirtió en un instrumento de esa fantasía con sus columnas que apestan a sangre y rencor.
– No -contestó la Tía Hâle -. Tampoco es para tanto.
– Me lo ha dicho Rüya, lo sé -le replicó el Tío Melih. Lanzó una carcajada, pero no tosió-. Como le habían engañado prometiéndole que sería ministro de Exteriores o embajador en París de ese nuevo régimen jenízaro-bolchevique a la turca que se establecería después del golpe militar, comenzó a estudiar francés él solo en su casa. Y no es que al principio me desagradara aquella especie de oración a una revolución imposible porque al menos el francés le serviría para algo a ese hijo mío que de joven fue incapaz de aprender siquiera una lengua extranjera porque se pasaba el día con maleantes. Pero cuando la cosa se salió de madre le prohibí a Rüya que lo viera.
– ¡Pero si eso nunca ha pasado, Melih! -terció la Tía Suzan -. Rüya y Celâl siempre se han visto, se han buscado, se han querido no como hermanastros sino como auténticos hermanos.
– Sí que ha pasado, sí que ha pasado, pero yo intervine demasiado tarde. Como no pudo engañar a la nación y al ejército turcos, engañó a su hermana. Y así Rüya se volvió anarquista. Si Galip, hijo mío, no la hubiera sacado de entre esos intrigantes, de ese nido de ratas, Rüya no estaría ahora en su casa, en la cama. ¡Quién sabe dónde estaría!
Galip, al meditar por un momento en que todos se imaginaban a la vez a la pobre Rüya enferma yaciendo en su cama, se miraba las uñas y pensaba si el Tío Melih añadiría algo nuevo a la lista que recitaba cada dos o tres meses.
– Quizás entonces Rüya estuviera en la cárcel porque no es tan prudente como Celâl -y el Tío Melih prosiguió dejándose llevar por el entusiasmo de su lista y sin que le importaran los «Dios nos libre»-. Entonces quizá Rüya se mezclara con esos bandidos en compañía de Celâl. La pobre Rüya se mezclaría con los gángsteres de Beyoglu, los fabricantes de heroína, los chulos de cabaret, rusos blancos cocainómanos, entre toda esa panda de disolutos con la excusa de una entrevista. Nos veríamos obligados a buscar a nuestra hija entre ingleses que han llegado hasta el mismo Estambul persiguiendo sucios placeres, homosexuales interesados en historias de lucha turca y en luchadores, americanas que se apuntan a las orgías de los baños, timadores, con esas estrellas de cine nuestras que en cualquier país europeo no podrían ser, no ya artistas, sino ni siquiera putas, oficiales expulsados del ejército por desobediencia y deudas, entre cantantes hombrunas de voz rota por la sífilis, entre bellas de arrabal que se creen mujeres de la alta sociedad. Dile que tome Isteropiramicina.
– ¿Qué? -preguntó Galip.
– Es el mejor antibiótico contra la gripe. Con Bekozime Forte. Una cada seis horas. ¿Qué hora es? ¿Estará despierta?
La Tía Suzan dijo que probablemente en ese momento Rüya estaría durmiendo. Galip pensó en lo que todos estaban pensando a la vez, en Rüya durmiendo en su cama.
– ¡No! -gritó la señora Esma mientras recogía cuidadosamente el desdichado mantel que todos, como herencia de una mala costumbre del Abuelo y a pesar de la Abuela, usaban, no sólo como mantel sino también como si fuera una servilleta manchada, limpiándose los labios con sus bordes después de comer-. No, no permito que en esta casa se hable mal de mi Celâl. Celâl se ha convertido en un gran hombre.
Según el Tío Melih, su hijo de cincuenta y cinco años no llamaba nunca a su padre de setenta y cinco precisamente porque eso pensaba, no le decía a nadie en qué piso de qué edificio de Estambul estaba, y para que, no ya su padre, sino nadie de la familia -incluida la Tía Hâle, que siempre era la primera en perdonarle- pudiera localizarle, desconectaba los teléfonos, cuyos números ocultaba a casi todo el mundo. Galip se aterrorizó pensando que en los ojos del Tío Melih aparecerían algunas lágrimas falsas, no por pena, sino por costumbre. Pero no le ocurrió aquello, sino otra cosa que también temía: el Tío Melih, de nuevo como resultado de una vieja costumbre e ignorando la diferencia de veintidós años, repitió otra vez que siempre le hubiera gustado tener un hijo no como Celâl sino como Galip; alguien como Galip, con la cabeza sobre los hombros, maduro, tranquilo…
Veintidós años antes (o sea, que Celâl tenía entonces su edad), en los años en que su cuerpo crecía a una velocidad vergonzosa y en que sus manos y brazos cometían torpezas aún más vergonzosas, la primera vez que Galip oyó aquella frase y se imaginó que podría ser cierta, creyó que podría librarse de aquellas cenas incoloras e insípidas que tomaba con Mamá y Papá en las que cada cual fijaba la mirada en un punto del infinito fuera de las paredes que rodeaban la mesa con sus ángulos rectos (Mamá: Han quedado verduras en aceite de mediodía, ¿te pongo? Galip: Humm, no quiero. Mamá: ¿Y tú? Papá: ¿Y yo qué?) y que cada noche podría sentarse a la mesa con la Tía Suzan, el Tío Melih y Rüya. Luego hubo otras cosas que se le venían a la cabeza y le mareaban: que al ir al piso de arriba para jugar con Rüya los domingos por la mañana (al Pasaje Secreto o al No Te Veo), la hermosa Tía Suzan, a la que había visto aunque sólo fuera de vez en cuando con su camisón azul, se convertía en su madre (mucho mejor); el Tío Melih, cuyas historias de abogados y de África le encantaban, se convertía en su padre (mucho mejor); y Rüya en su hermana melliza, ya que tenían la misma edad (aquí su mente se detenía indecisa examinando las terribles consecuencias).
Mientras se recogía la mesa Galip mencionó que los de la BBC buscaban a Celâl pero no lograban encontrarlo, pero al contrario de lo que esperaba aquello no avivó los comentarios sobre el hecho de que Celâl ocultaba a todo el mundo sus direcciones y números de teléfono ni de que corrían todo tipo de rumores sobre que los números podían proporcionar el lugar de los pisos que tenía diseminados por Estambul y la manera de encontrarlo. Alguien dijo que nevaba: así que se levantaron de la mesa y, antes de hundirse en los sillones de siempre, entreabrieron las cortinas con el dorso de la mano y miraron a través de la fría oscuridad el callejón en el que suavemente cuajaba la nieve. Nieve silenciosa, limpia (¡la repetición de una escena que había usado Celâl, «las antiguas noches de Ramadán», más que para compartir la nostalgia de sus lectores para burlarse de ellos!). Galip fue tras Vasif, que se retiraba a su habitación.
Vasif se sentó en el borde de la enorme cama, frente a Galip. Vasif se pasó la mano por el blanco pelo llevándosela hasta el hombro: ¿Y Rüya? Galip se golpeó el pecho con el puño e hizo como si se ahogara tosiendo: ¡Enferma con tos! Luego inclinó la cabeza y la apoyó sobre la almohada que había formado uniendo las manos: Está acostada. Vasif sacó de debajo de la cama una gran caja de cartón: una selección de los recortes de periódicos y revistas que había reunido a lo largo de cincuenta años, quizá los mejores. Galip se sentó a su lado. Miraron las fotografías que sacaban al azar de la caja como si al otro lado de Vasif se sentara también Rüya, como si se rieran juntos con lo que Vasif les enseñaba: la sonrisa jabonosa de un famoso futbolista que veinte años antes se había llenado la cara de espuma para un anuncio de crema de afeitar y que después había muerto de un derrame cerebral al golpear con la cabeza el balón lanzado desde un córner; el cadáver de Qasim, el líder iraquí, reposando en su ensangrentado uniforme después del golpe militar; un dibujo que representaba el famoso «Crimen de la plaza de Sisli» («Veinte años después, al jubilarse, el celoso coronel comprendería que le habían engañado y dispararía al periodista seductor y a su joven esposa mientras estaban en un coche tras seguirles la pista durante días», decía Rüya imitando la voz del teatro radiado); el presidente Menderes perdonando a un camello que iban a sacrificar en su honor mientras detrás de él el reportero Celâl, como el camello, mira hacia otro lugar. Galip estaba a punto de levantarse para regresar a casa cuando le llamaron la atención dos artículos antiguos de Celâl que Vasif había sacado de la caja de manera automática: «La tienda de Aladino» y «El verdugo y el rostro que lloraba». ¡Algo para leer la noche en vela que se le avecinaba! No tuvo necesidad de hacer demasiada mímica para que Vasif se los prestara. Comprendieron que no se tomara el café que había servido la señora Esma. Así que el gesto de «mi mujer está enferma en casa» se le había grabado bien en el rostro. Estaba en el umbral de la puerta abierta. Incluso el Tío Melih dijo: «Sí, que se vaya. ¡Que se vaya!». La Tía Hâle se inclinó hacia su gato Carbón, que volvía de la calle nevada; desde el interior volvieron a gritarle: «Dile que se mejore, dile que se mejore, saluda a Rüya de nuestra parte, ¡saluda a Rüya de nuestra parte!».
En el camino de vuelta Galip se encontró con el sastre de las gafas, que estaba bajando las rejas de su establecimiento. Se saludaron a la luz de las farolas de cuyos lados colgaban pequeños carámbanos y caminaron juntos. «Se me ha hecho tarde -le dijo el sastre quizá para romper el excesivo silencio de la nieve-, mi mujer me espera en casa». «Hace frío», le dijo Galip a su vez. Caminaron juntos escuchando la nieve que se aplastaba bajo sus pies hasta que se vio la casa en la esquina de la calle y la apagada luz de la lámpara de la mesilla de noche del dormitorio situado en el rincón superior del edificio. A veces caía la nieve, a veces la oscuridad.
Las luces del salón estaban apagadas, tal y como Galip las había dejado al salir de casa, y las del pasillo encendidas. En cuanto entró en la casa, Galip puso agua al fuego para prepararse té, se quitó el abrigo y la chaqueta y los colgó, entró en el dormitorio y se cambió los empapados calcetines a la apagada luz de la lamparilla. Luego se sentó a la mesa del comedor y leyó de nuevo la carta que Rüya le había dejado al abandonarlo. La carta, escrita con el bolígrafo verde, era más breve de lo que recordaba: diecinueve palabras.
4. La tienda de Aladino
«Si tengo un defecto, es el de divagar.»
Disculpas y burlas , BIRÓN BAJÁ
Soy un escritor «pintoresco». He acudido a los diccionarios pero no he podido descifrar demasiado bien el significado de esa palabra; simplemente, me gusta cómo suena. Siempre soñé con contar otras cosas: siempre soñé con hablar de hombres armados a caballo, de ejércitos de hace trescientos años que se preparan para lanzarse uno contra otro a ambos extremos de un valle oscuro en una mañana brumosa, de infelices que se relatan unos a otros en las tascas sus historias de amor en las noches de invierno, las aventuras interminables de amantes que se pierden en la negrura de la ciudad persiguiendo un misterio, pero Dios sólo me ha dado esta columna, en la que tengo que contar otras historias, y a vosotros, lectores míos. Y con eso nos apañamos unos y otros.
Si el jardín de mi memoria no hubiera comenzado a secarse, quizá no me quejara en absoluto de esta situación mía, pero cada vez que cojo la pluma se me aparecen ante los ojos vuestras caras, lectores míos, esperando de nuevo algo de mí, y las huellas de mis recuerdos que, uno a uno, huyen de mí en un jardín marchito. Encontrarse sólo con los rastros en lugar de con los recuerdos en sí se parece a mirar con lágrimas en los ojos a la huella que ha dejado en un sillón vuestra amante después de abandonaros para no volver más.