Quizá no se debería llamar aquello carta de despedida. De la misma forma que Rüya no afirmaba que volvería, tampoco afirmaba lo contrario. Era como si no se hubiera alejado de Galip sino de la casa. En cuanto a Galip, le proponía en cuatro palabras que fuera su cómplice en algo que aceptó en cuanto lo leyó: «¡Apáñate con mis padres!». Aquella complicidad le alegraba porque no echaba abiertamente a Galip la culpa de que abandonara la casa y además, fuera como fuese, era ser cómplice de Rüya. A cambio había una promesa de otras cuatro palabras: «Ya te mandaré noticias». Pero no lo hizo en toda la noche.
Durante toda la noche las tuberías del agua y de la calefacción cantaron con diversos gemidos, ronquidos y suspiros. Nevó a intervalos. Pasó el vendedor de boza y no volvió más. La firma verde de Rüya y Galip se miraron durante horas. Los objetos y las sombras de la casa se revistieron con personalidades distintas; la casa se convirtió en otra. A Galip le apeteció decir: «Así que esa lámpara, que lleva tres años colgando del techo, se parecía a una araña». Quiso dormir, quizá porque creía que tendría un bonito sueño, pero no pudo. Durante toda la noche, a intervalos regulares, hizo borrón y cuenta nueva de sus registros previos y comenzó otros nuevos (¿había mirado la caja del fondo del armario de la ropa? La había mirado. Quizá la había mirado. Quizá no. No, no la había mirado y ahora tenía que mirarlo todo de nuevo). En algún momento, en medio de aquellas desesperadas investigaciones, mientras sostenía en sus manos la hebilla de un viejo cinturón de Rüya que despertaba en él un intenso flujo de recuerdos o la funda vacía de unas gafas de sol perdidas hacía mucho tiempo, comprendía lo desesperado y lo absurdo de lo que estaba haciendo (¡qué increíbles eran aquellos detectives de novela! ¡Qué optimista el autor que les susurraba pistas al oído!), dejaba donde lo hubiera cogido lo que tuviera en la mano en ese instante con la meticulosidad de un investigador que está realizando el inventario de un museo, sus pies, con los pasos oníricos de un sonámbulo, le llevaban a la cocina, abría la nevera, la revolvía sin coger nada, iba a la querida butaca del salón y se sentaba en ella poco después dispuesto a comenzar de nuevo la misma ceremonia de búsqueda.
En la mente de Galip siempre había la misma imagen mientras permanecía sentado a solas la noche de su abandono en aquel sillón, desde el que, a lo largo de sus tres años de matrimonio, había observado cómo Rüya leía sus novelas policíacas volviendo las páginas con pasión y profundo placer mientras se sentaba impaciente y nerviosa frente a él, balanceaba las piernas, se tiraba del pelo y suspiraba profundamente de vez en cuando. Las imágenes que había en la mente de Galip no eran imágenes de las sensaciones de derrota, de soledad y de carecer de importancia (tengo la cara asimétrica, soy un manazas, soy demasiado insignificante, hablo con dificultad) que le habían asaltado cuando fue testigo, en los años del bachillerato, de que Rüya iba a pastelerías y salones de té, por cuyas mesas paseaban sin miedo distraídas cucarachas, en compañía de muchachos a los que les había salido el bozo en el labio superior antes que a Galip y que fumaban antes que Galip, ni de cuando, tres años más tarde, subió a su piso un sábado por la tarde («He venido para ver si tenéis etiquetas azules») y vio que Rüya, sentada ante el desmadejado tocador de su madre y mientras se pintaba frente al espejo, balanceaba impaciente las piernas y miraba al reloj, ni de cuando, de nuevo tres años más tarde, se enteró de que una pálida y cansada Rüya, en esa ocasión no pudo verla, había contraído matrimonio con un joven político al que todo su entorno consideraba valiente y sacrificado y que ya entonces publicaba con su propia firma sus primeros «análisis» políticos en la revista El alba de los trabajadores , matrimonio que no sólo era político. No, la única imagen que tuvo ante sus ojos Galip toda la noche, junto con la sospecha de que había perdido una parte de su vida, una oportunidad o una posibilidad de diversión, fue la de la luz de la tienda de Aladino que se reflejaba en la acera blanca mientras nevaba.
Era un viernes por la tarde, un año y medio después de que la familia de Rüya se mudara al piso más alto del edificio, o sea, cuando estaba en el tercer curso de la escuela primaria; mientras oscurecía y desde la plaza de Nisantasi les llegaba el alboroto de los coches y los tranvías en el atardecer invernal, comenzaron a jugar a un nuevo juego que habían descubierto mezclando los del Pasaje Silencioso y No Te Veo, juegos que también habían descubierto juntos por aquellos días y cuyas normas acababan de establecer: «¡He Desaparecido!». Uno de ellos entraba en el piso de sus tíos o sus abuelos, se escondía en un rincón y «desaparecía» y el otro lo buscaba hasta encontrarlo. Un juego bastante simple pero que, como prohibía encender las luces de las habitaciones oscuras y no establecía un plazo de tiempo, apelaba a la paciencia y a la imaginación de ambas partes. Dos días atrás, cuando le tocó el turno de desaparecer, Galip, en un arranque de ingenio, se había escondido sobre aquel armario del dormitorio de la abuela que tanto le llamaba la atención (primero apoyándose en el brazo del sillón y luego, con mucho cuidado, en el respaldo) y, seguro de que Rüya nunca le encontraría allí, comenzó a forjar su propia fantasía en la oscuridad. En su fantasía se puso en lugar de Rüya, que le estaría buscando, para poder sentir mejor el dolor que su ausencia provocaría en su prima. Rüya debía estar llorando; Rüya debía estar aburrida de estar sola; ¡Rüya, en el piso de abajo, debía estar implorando a Galip entre lágrimas que saliera del lugar en que se había escondido en una oscura habitación de atrás! Mucho después, tras una espera que le había parecido tan larga como la eternidad siendo como era un niño, Galip, impaciente y sin pensar que había sido vencido por su propia impaciencia, bajó de repente del armario, acostumbró la mirada a la luz apagada de las farolas y ahora fue él quien comenzó a buscar a Rüya por el edificio. Después de subir y bajar por todos los pisos, cuando por fin le preguntó a la Abuela con una extraña y fantasmal sensación y con aspecto de derrota, ella, sentada frente a él, le contestó: «¡Ay! ¡Estás lleno de polvo! ¿Dónde estabas? Te han estado buscando». Y el Abuelo añadió: «Ha venido Celâl y Rüya y él se han ido juntos a la tienda de Aladino». Galip corrió a la ventana de inmediato, a aquella ventana fría, azul y oscura: fuera nevaba; una nieve lenta y amarga que invitaba a salir. Desde el interior de la tienda de Aladino, entre los juguetes, las revistas ilustradas, las pelotas, los yoyós, las botellas multicolores y los tanques, se filtraba al exterior una luz del color de la piel de Rüya y se reflejaba de manera apenas perceptible en el blanco de la nieve que había cuajado en la acera.
Cada vez que Galip recordó aquella imagen de veinticuatro años antes a lo largo de aquella larga noche, sintió en su interior la impaciencia que le había arrastrado veinticuatro años antes con el regusto desagradable de la leche que se sale repentinamente del cazo al hervir: ¿dónde estaba aquel trocito de vida que había dejado escapar? Ahora oía desde el interior de la casa el tic-tac interminable y burlón del reloj de péndulo que durante años había aguardado el momento de la eternidad en el pasillo de los Abuelos, que ellos se habían llevado del piso de la Tía Hâle en los primeros días de su matrimonio con el frenesí de mantener vivos los recuerdos de su infancia y las leyendas de su vida en común de años antes y que habían colgado de la pared de su nuevo nido de felicidad entusiastas y decididos. A lo largo de los tres años de su matrimonio, la que siempre parecía quejarse de haber perdido en algún lugar indefinido la alegría y la diversión de una vida desconocida había sido Rüya, no Galip.
Por las mañanas Galip iba a trabajar y por las tardes regresaba a casa ahogándose entre los codos y las piernas sin dueño en la multitud de rostros oscuros, sin identidad, de los que volvían del trabajo por la tarde en taxis colectivos y autobuses. A lo largo del día llamaba a su casa un par de veces con cualquier excusa, llamadas que siempre provocaban que Rüya frunciera el ceño, y cuando volvía por la tarde al calor del hogar podía deducir más o menos y sin equivocarse demasiado lo que Rüya había hecho aquel día por el número y el tipo de colillas en los ceniceros, por la colocación de los muebles y los objetos o por alguna novedad que hubiera entrado en la casa. Y si en algún momento de extraordinario buen humor (una excepción) o de extraordinaria sospecha imitaba a los maridos de las películas occidentales y le preguntaba abiertamente a su mujer, tal y como había planeado la tarde anterior, qué había hecho, qué había hecho aquel día, ambos sentían la incomodidad de estar introduciéndose en una zona indefinida y resbaladiza que ninguna película, occidental u oriental, describe claramente. Sólo después de casarse descubrió Galip que en la vida de aquella persona anónima a la que las estadísticas y los encasillamientos burocráticos llaman «ama de casa» (aquella mujer con detergente e hijos que Galip jamás había podido relacionar con Rüya) existía una región así de secreta, así de misteriosa y así de resbaladiza. Galip sabía que, tal y como ocurría en las incomprensibles regiones de las profundidades de la memoria de Rüya, el jardín rebosante de plantas misteriosas y flores terribles de aquella zona secreta y resbaladiza le estaba completamente cerrado. Aquella región prohibida era el teína común y el objetivo de todos los anuncios de jabón y detergente, de las fotonovelas, de las últimas noticias traducidas de las revistas extranjeras y de la mayor parte de los programas de radio y de los suplementos a todo color de los periódicos, pero estaba mucho más allá de todo aquello y era mucho más misterioso y secreto. A veces, por ejemplo, Galip se preguntaba con una extraña inspiración por qué y cómo podían haber sido puestas las tijeras para papel junto al plato de cobre que había sobre el radiador del pasillo, o, si durante un paseo dominical se encontraban por casualidad con una mujer con la que, y Galip lo sabía, Rüya se veía a menudo pero a la que él no había visto desde hacía años, se sorprendía por un momento como si hubiera encontrado de repente una pista relacionada con aquella región resbaladiza y sedosa que le estaba prohibida, con una señal misteriosa surgida de aquella zona prohibida y se sentía tan indeciso como si se enfrentara al misterio de una secta, muy extendida pero condenada a la clandestinidad, que ya no puede ocultarlo por más tiempo. Lo terrible del asunto era que el misterio, como si fueran los secretos de una secta prohibida, se contagiaba a todas aquellas personas anónimas llamadas «amas de casa», pero ellas se comportaban como si no existieran secretos, ni ceremonias ocultas, ni culpas, alegrías e historias que todas compartían, y encima lo hacían, no con el deseo de ocultar nada, sino abiertamente. Aquella región era a un tiempo atractiva y repulsiva, como el secreto que los eunucos guardianes del harén ocultaban encerrándolo bajo siete llaves: como todo el mundo conocía su existencia, quizá no fuera tan espantoso como una pesadilla, pero seguía siendo misterioso porque nadie lo había descrito ni nombrado nunca, a pesar de que había pasado de generación en generación durante siglos, y resultaba trágico porque nunca había podido ser fuente de orgullo, confianza y victoria. A veces Galip pensaba que aquella región era un cierto tipo de maldición, de mala suerte que perseguía durante siglos a los miembros de una familia, pero como también había sido testigo de que muchas mujeres se volvían por propia voluntad hacia aquella extraña maldición al casarse, tener hijos o al dejar de trabajar repentinamente por alguna razón incomprensible, también se daba cuenta de que el misterio de la secta resultaba atractivo; tanto que en algunas de las mujeres que comenzaban a trabajar después de encontrar empleo tras múltiples esfuerzos con la decisión de liberarse de aquella maldición y convertirse en otras personas, creía ver señales de su deseo de regresar a aquellas ceremonias secretas, a los momentos mágicos, a la región sedosa u oscura que él jamás podría comprender y que habían dejado atrás. A veces, cuando él le hacía una broma estúpida o un juego de palabras y Rüya se reía de tal manera que a él mismo le sorprendía, o cuando ella recibía con la misma alegría el que deslizara sus torpes manos por el bosque oscuro de sus cabellos color ardilla, o sea, en uno de esos momentos soñados de cercanía entre marido y mujer que excluían todo el pasado y el futuro, libres de todas aquellas revistas ilustradas junto con las ceremonias que habían aprendido de ellas, de repente a Galip le apetecía preguntarle a su mujer algo relacionado con esa región misteriosa, algo aparte de todas las coladas, fregadas de platos, novelas policíacas y paseos (el médico les había dicho que no tendrían hijos y Rüya no demostraba demasiado interés por el asunto), le habría gustado preguntarle qué era lo que había hecho ese día a «esa» hora exacta; pero la distancia que se abriría entre ellos después de que él hiciera la pregunta resultaba tan terrible y la información a la que apuntaba la pregunta era tan ajena a las palabras de la lengua común que usaban entre ellos, que no le preguntaba nada y, simplemente, la observaba por un momento con la mirada vacía, completamente vacía mientras la tenía en brazos. «¡Otra vez miras al vacío! -le decía Rüya-. ¡Tienes la cara blanca como el papel!», repitiendo alegre las mismas frases que su madre le decía a Galip cuando era niño.
Después de la oración matutina Galip dormitó un poco en la butaca del salón. En su sueño Rüya, Vasif y él hablaban de un error mientras los peces japoneses vagaban lentamente en un acuario lleno de un líquido verde como el del bolígrafo y luego se comprendía que el sordomudo no era Vasif sino Galip, pero tampoco se entristecían demasiado: fuera como fuese, todo acabaría yendo bien en breve.
Después de despertarse, Galip se sentó a la mesa y buscó por ella un papel en blanco, tal y como suponía que había hecho Rüya aproximadamente diecinueve o veinte horas antes. Al no encontrar ningún papel a mano -como le había pasado a Rüya-, comenzó a escribir una lista compuesta por todos y cada uno de los lugares y las personas en las que había pensado durante toda la noche en el reverso de la carta de despedida de Rüya. Era una lista que se alargaba sin cesar según escribía y que le crispaba los nervios porque despertaba en él la impresión de estar imitando al protagonista de alguna novela policíaca. Los antiguos amores de Rüya, sus amigas más «locuelas» del instituto, los amigos cuyo nombre recordaba de vez en cuando, los viejos «camaradas políticos» y los nombres de los amigos comunes, que Galip había decidido que no se dieran cuenta de nada hasta que él encontrara a Rüya, saludaban alegremente al detective novato, le guiñaban de forma traidora, le enviaban pistas falsas desde las redondeces, subidas, bajadas y superficies rectas de las vocales y consonantes que componían sus nombres y desde las formas que parecían a cada momento más significativas, más cargadas de dobles sentidos. Después de que pasaran los basureros tras descargar los enormes cubos metálicos golpeándolos en el costado del camión, Galip, para no alargar más la lista, se la metió en el bolsillo interior de la chaqueta que se pondría ese día junto con un bolígrafo igual que el famoso bolígrafo verde.
Cuando los alrededores comenzaron a iluminarse con el azul de la nieve, apagó cada una de las luces de la casa. Sacó el cubo de la basura, después de echar un último vistazo al interior, para que el curioso portero no sospechara. Preparó té, colocó una nueva cuchilla en la maquinilla y se afeitó, se puso ropa interior y una camisa, limpias pero no planchadas, y ordenó la casa que se había pasado la noche revolviendo. En su columna del Milliyet , que el portero había echado por debajo de la puerta mientras se vestía y que leyó tomando el té, Celâl hablaba de un «ojo» que se había encontrado una noche años atrás por los oscuros arrabales. Galip volvió a leer aquella columna, que ya se había publicado años antes, pero sintió que de nuevo se posaba sobre él el horror de aquel «ojo». En ese momento comenzó a sonar el teléfono.
«¡Es Rüya!», pensó Galip; antes de alcanzar el auricular ya había pensado incluso el cine al que irían juntos esa noche: al Konak. La voz que oyó por el auricular resultó una decepción, pero no dudó lo más mínimo mientras contestaba a la Tía Suzan: Sí, Rüya tenía menos fiebre y había dormido bien toda la noche, incluso había tenido un sueño y se lo había contado aquella mañana. Claro que querría hablar con su madre, ¡un momento! «¡Rüya! -gritó Galip en dirección al pasillo-. ¡Rüya, tu madre está al teléfono!». En su imaginación vio cómo Rüya se levantaba de la cama bostezando, cómo buscaba sus zapatillas desperezándose perezosamente; luego colocó de inmediato otra bobina en el cine de su mente: Galip, el marido preocupado, atraviesa el pasillo para llamar a su mujer y se la encuentra de nuevo en la cama durmiendo como una bendita. Para representar mejor aquella segunda película, para poder ofrecer un ambiente verosímil a la Tía Suzan, incluso realizó algunos «efectos» subiendo y bajando el pasillo. Regresó al teléfono. «Está dormida, Tía Suzan, tenía los ojos legañosos por la fiebre, se ha lavado la cara, se ha vuelto a la cama y se ha dormido otra vez.» «¡Que tome mucho zumo de naranja!», le dijo la Tía Suzan y le explicó con todo detenimiento en qué parte de Nisantasi podía encontrar el mejor zumo de naranjas recién exprimidas al mejor precio. «¡Quizá esta noche vayamos al cine Konak!», dijo Galip con un sentimiento de confianza. «¡Que no vuelva a coger frío!», le contestó la tía Suzan y luego, quizá porque pensaba que se estaba metiendo demasiado en lo que no le importaba, pasó de repente a un tema por completo distinto: «¿Sabes? Realmente tu voz se parece mucho a la de Celâl por teléfono. ¿O es que tú también te has resfriado? ¡Ten cuidado no te vaya a contagiar Rüya!». Colgaron el teléfono lentamente, con el mismo respeto, cariño y cuidado, como si temieran dañar el auricular tanto como despertar a Rüya.
Cuando comenzó a leer de nuevo el antiguo artículo de Celâl, inmediatamente después de colgar el teléfono, Galip tomó una decisión repentina mientras aún se debatía entre el personaje con el que poco antes se había disfrazado, la mirada del «ojo» del artículo y las brumas de su pensamiento: «¡Por supuesto! ¡Rüya ha vuelto con su ex marido!». Le sorprendió no haber podido ver aquella realidad tan clara, opaca entre las fantasías de aquella noche. Con la misma decisión fue hasta el teléfono y llamó a Celâl. Le explicaría su confusión anterior y la conclusión a la que había llegado y le diría: «Ahora voy a salir a buscarlos. Cuando encuentre a Rüya y a su ex marido (que no me llevará demasiado tiempo) temo no poder convencerla para que regrese a casa. Tú eres quien mejor sabe convencerla. ¿Qué puedo decirle para que vuelva a casa -iba a decir "a mí", pero la palabra no llegó a salir de su boca-, a casa?». «¡Antes de nada, tranquilízate! -le contestaría Celâl con toda sinceridad-. ¿Cuándo se fue Rüya? ¡Tranquilo! Pensemos juntos un poco. Ven a verme, al periódico». Pero Celâl no estaba en casa y aún no había llegado al periódico.
Galip pensó en dejar descolgado el teléfono al salir de casa, pero no lo hizo. Si la Tía Suzan decía: «He llamado sin parar, pero siempre comunicaba», habría podido contestarle: «Rüya no lo habrá colgado bien. Ya sabes cómo es de distraída, todo se le olvida».
6. Los hijos del maestro Bedii
«… suspiros que hacen temblar el aire eterno.»
Divina comedia , DANTE
Desde que valientemente abrimos nuestra columna a los problemas de nuestro pueblo, de todos los estamentos, clases y sexos, recibimos interesantes cartas de nuestros lectores. Algunos de ellos, que ven que por fin pueden expresar su realidad, a veces no tienen la paciencia necesaria para redactar una carta, corren a nuestra imprenta y nos cuentan ansiosos sus historias. Y algunos, cuando ven que sospechamos de los increíbles casos que cuentan y de sus terribles detalles, nos apartan de nuestra mesa de trabajo y nos arrastran hasta las oscuridades fangosas y misteriosas de nuestra sociedad, sobre las que hasta ahora nadie ha escrito y por las que nadie se ha interesado, para probar tanto sus relatos como sus propias vidas. Fue así como tuvimos noticia de la terrible historia de la fabricación de maniquíes en Turquía, condenada a una existencia subterránea.
Nuestra sociedad ha ignorado durante siglos la existencia de una artesanía llamada «fabricación de maniquíes» si exceptuamos detalles «folclóricos» que huelen a estiércol y aldea como puedan ser los espantapájaros. El primer maestro que se dedicó a ello, el santo patrón de nuestra fabricación de maniquíes, fue el maestro Bedii, que preparó los que necesitaba el Museo de la Marina, creado por orden de Abdülhamit y por la insistencia del entonces príncipe heredero, Osman Celâlettin Efendi. También fue el maestro Bedii quien escribió la historia secreta de nuestro arte de la fabricación de maniquíes. Según cuentan los testigos, los primeros visitantes del museo se quedaron admirados al encontrarse con los espesos bigotes de nuestros marinos y de nuestros valientes jóvenes, que trescientos años antes habían hecho sudar a los barcos italianos y españoles en el Mediterráneo, y verlos plantados con toda su majestad entre los caiques y las galeotas de los sultanes, instalados en aquel primer museo. El maestro Bedii utilizó como materiales en aquellas primeras maravillas suyas madera, yeso, cera, piel de gacela, camello y cordero y cabellos y barbas humanos. Al enfrentarse con aquellas milagrosas criaturas, con las que se había conseguido un enorme logro artístico, el seyhülislam del momento, un hombre de miras bastante estrechas, montó en cólera: como consideraba que imitar de manera tan perfecta a las criaturas de Dios era hasta cierto punto un desafío a Él, ordenó que se retiraran los maniquíes del museo y que se colocaran espantapájaros entre las galeotas.
Esa mentalidad prohibitoria, de la que hemos visto miles de ejemplos a lo largo de la inacabada historia de nuestra occidentalización, no logró apagar el «fuego artesanal» que de repente ardió en el corazón del maestro Bedii. Mientras fabricaba nuevos maniquíes en su casa, intentaba, por otro lado, llegar a un acuerdo con las autoridades para que volvieran a colocar en el museo sus obras, a las que llamaba «mis hijos», o al menos para poder exponerlas en cualquier otro lugar. Su fracaso provocó que se irritara con los poderosos y con el Estado, pero no con su nuevo arte. Continuó produciendo maniquíes en el sótano de su casa, que había convertido en un pequeño taller. Posteriormente, tanto para protegerse de las acusaciones de sus vecinos del barrio de «brujería, herejía y ateísmo» como porque sus «hijos», cada vez más numerosos, no cabían en la casa de un modesto musulmán, se mudó del antiguo Estambul a Gálata, a una casa en la orilla de los francos.
Mientras proseguía convencido y apasionado su minucioso trabajo en aquella extraña casa al pie de la torre de Gálata, a la que también me llevó mi visitante, le enseñó a su hijo el oficio que él había aprendido por sí solo. Tras veinte años de trabajo, cuando en la entusiasta oleada de occidentalización de los primeros años de nuestra república los señores se quitaron el fez de la cabeza y se colocaron un panamá y las señoras arrojaron su çarsaf y se calzaron zapatos de tacón, por fin comenzaron a ponerse maniquíes en los escaparates de las famosas tiendas de ropa de la calle Beyoglu. Al ver aquellos primeros maniquíes, traídos del extranjero, el maestro Bedii se lanzó a la calle desde su taller subterráneo pensando que había llegado el día de la victoria que tantos años había esperado. Pero en aquella presuntuosa calle de comercios y diversiones llamada Beyoglu se encontró con una nueva decepción que de nuevo le impulsaría a la oscuridad de su vida subterránea, en esta ocasión hasta su muerte.