El libro negro - Pamuk Orhan 8 стр.


Todos los dueños de almacenes, vendedores de ropa de confección, trajes, faldas, vestidos, medias, abrigos y sombreros, todos los decoradores de escaparates que vieron las muestras que les llevó o que fueron a su depósito subterráneo le dieron la espalda uno a uno. Sus maniquíes se parecían a nuestra gente y no a la de los países occidentales, como aconsejaban los modelos de ropa que habrían de vestir. «El cliente -le dijo uno de los tenderos- no quiere vestir el abrigo que lleva uno de esos conciudadanos suyos, flaco y feo, bigotudo, con las piernas torcidas, de los que ve miles en la calle al cabo del día, sino la chaqueta que lleva una persona nueva y "bonita" que viene de un mundo lejano y desconocido de forma que pueda creer que con esa chaqueta él mismo puede cambiar y convertirse en otro». Un decorador de escaparates bastante baqueteado en estos asuntos, después de admirarse ante las obras del maestro Bedii, le repuso que, por desgracia, no podría colocar en ninguno de los escaparates con los que se ganaba el pan aquellos «auténticos turcos, aquellos auténticos conciudadanos nuestros» porque los turcos ya no querían ser turcos sino otra cosa. Por esa razón se habían inventado la revolución del fez, se habían afeitado, habían cambiado su lengua y su alfabeto. El propietario de una tienda, al que le gustaba hablar de manera más lacónica, le explicó que el cliente no compra en realidad una prenda de vestir, sino una fantasía. Que lo que de veras quería comprar era el sueño de poder ser como los «otros» que vestían aquella ropa.

El maestro Bedii ni siquiera intentó hacer maniquíes que fueran acordes con aquel nuevo sueño. Era consciente de que no podría competir con aquellos maniquíes importados de Europa que cambiaban continuamente de postura y de sonrisa dentífrica. Así que volvió a los sueños reales que había dejado en la oscuridad de su taller. En los quince años que le quedaban de vida, fabricó más de ciento cincuenta nuevos maniquíes en los que ese terrible sueño nacional se convirtió en carne y hueso, cada uno de ellos una obra maestra de su arte. Su hijo, que era quien había venido al periódico y que me llevó hasta el taller subterráneo de su padre, me enseñaba aquellos maniquíes uno a uno y me decía que en aquellas extrañas y polvorientas obras se encerraba la «esencia» que nos hace «ser nosotros».

Estábamos en el sótano frío y oscuro de una casa en el barrio de la torre de Gálata a la que habíamos llegado después de pasar por una cuesta cubierta de barro y una desastrosa y retorcida escalera. Por todas partes nos rodeaba la vida congelada que rebosaba de aquellos maniquíes que intentaban moverse sin parar como si quisieran hacer algo para vivir. En aquel depósito en penumbra había cientos de caras y ojos expresivos que nos observaban y que se observaban entre ellos en las sombras. Algunos estaban sentados, otros contaban algo, parte comía, otra parte reía, otros rezaban y algunos parecían desafiar la vida del exterior con un «existencialismo» que en ese momento me pareció insoportable. Todo estaba absolutamente claro: en aquellos maniquíes había una vitalidad que no podríamos sentir, no ya en los escaparates de Beyoglu y Mahmutpasa, sino m siquiera entre el gentío del puente de Gálata. De la piel de aquellos inquietos maniquíes de respiración agitada brotaba la vida como si fuera una luz. Me sentía hechizado. Recuerdo que me acerqué a uno de los maniquíes que había junto a mí, con miedo pero arrebatado por el deseo de alargar la mano para aprovecharme de su vitalidad, para conseguir el secreto de su vitalidad, de ese mundo, recuerdo que quise alcanzar aquel objeto (un abuelete sumido en sus propios problemas de ciudadano), que lo toqué. La dura piel era terrible y fría, como la habitación.

«¡Mi padre decía que antes de nada tenemos que observar con cuidado los gestos que nos hacen ser nosotros mismos!», me explicó orgulloso el hijo del fabricante de maniquíes. Después de largas y agotadoras horas de trabajo, su padre y él salían a la superficie desde la oscuridad del barrio de la torre de Gálata, se sentaban en una mesa del café de los chulos con buenas vistas de Taksim, pedían unos tés y observaban los gestos de la multitud en la plaza. Por aquellos años su padre comprendía que un pueblo podía cambiar su «modo de vida», su historia, su tecnología, su cultura, su arte y su literatura, pero no le concedía la menor posibilidad a que cambiara sus gestos. Mientras me contaba todo aquello, su hijo me explicaba los detalles de la postura de un chófer que enciende su cigarrillo, me hacía notar cómo y por qué un matón de Beyoglu lleva los brazos ligeramente separados del cuerpo y anda de lado como un cangrejo, me llamaba la atención acerca de la barbilla de un aprendiz de vendedor de garbanzos tostados que se reía abriendo enormemente la boca, como todos nosotros. Me explicó también el terrible significado de la mirada, siempre al frente, de la mujer que camina sola por la calle con la cesta de la compra en la mano y por qué nuestros conciudadanos siempre miran al suelo cuando caminan por nuestras ciudades y al cielo cuando lo hacen por el campo… Quién sabe cuántas veces volvió a llamarme la atención, una y otra vez, sobre los gestos de todos aquellos maniquíes que esperaban que se cumpliera la hora interminable en que habían de empezar a moverse, sobre sus posturas, sobre ese algo «tan nuestro» en sus posturas. Además, uno podía comprender que aquellas maravillosas criaturas tenían todas las cualidades necesarias como para vestir ropa bonita y exponerla al público.

No obstante, en aquellos maniquíes, en aquellas desdichadas criaturas, había algo que empujaba a salir a la luz de la vida en el exterior. No sé cómo expresarlo, era como si tuvieran un lado terrible, que diera miedo, amargo y oscuro. Y cuando el hijo me comentó: «Luego mi padre fue incapaz de ver ya los gestos cotidianos», pensé que sentía realmente aquella cosa terrible. Padre e hijo comenzaron a darse cuenta lentamente de que también cambiaban, que iban perdiendo su pureza aquellos movimientos que yo he intentado explicar llamándolos «gestos», todos esos movimientos cotidianos que van de sonarse a reír a carcajadas, de mirar de reojo a caminar, de estrechar una mano a abrir una botella. Mientras observaban al gentío desde el café de los chulos, intentaban descubrir sin éxito a quién intentaba imitar el hombre de la calle, a quién había tomado como modelo para cambiar teniendo en cuenta que no veía a nadie en quien inspirarse que no fueran los que le habían precedido, ellos mismos o sus iguales. Los gestos, a los que llamaban «el mayor tesoro de nuestro pueblo», los pequeños movimientos corporales que realizaban en su vida cotidiana cambiaban de manera lenta pero coherente como si obedecieran a las órdenes de un «jefe» oculto e invisible, desaparecían y dejaban su lugar a una serie de nuevos movimientos de los que se ignoraba la procedencia. Mucho después, mientras el padre trabajaba en una serie de maniquíes infantiles, lo comprendieron todo: «¡Todo por culpa de esas malditas películas!», gritó el hijo.

El hombre de la calle había comenzado a perder la pureza de sus gestos por culpa de esas malditas películas de las que traían cajas y más cajas de Occidente y que se proyectaban durante horas en los cines. Nuestra gente dejaba de lado sus propios gestos a una velocidad apenas perceptible y comenzaba a imitar los movimientos de otros, a identificarse con ellos. No quiero alargarme en la multitud de detalles que recitó el hijo para demostrarme cuánta razón tenía su padre en el odio que sentía hacia esos nuevos movimientos artificiales, hacia aquellos gestos incomprensibles: me explicó todas aquellas carcajadas aprendidas de las películas, todos aquellos gestos improcedentes aprendidos de las películas, desde cómo abrir una ventana a cómo dar un portazo, desde cómo sostener una taza de té a cómo ponerse una chaqueta, las afirmaciones con la cabeza, las toses educadas, los momentos de ira, los guiños, los puñetazos, esos movimientos vertiginosos de ojos y cejas, esas finuras o violencias que mataban nuestra ruda e infantil inocencia. Su padre ya no quería ni ver aquellos movimientos mestizos que habían perdido su pureza. Decidió no volver a salir de su taller porque temía que aquellos nuevos y falsos movimientos influyeran de manera negativa en sus «hijos» y les hicieran perder su pureza: al encerrarse en el sótano de su casa declaró que, de hecho, hacía mucho que había percibido «el significado que debía ser conocido y la esencia del misterio».

Al observar las obras que el maestro Bedii produjo en los últimos quince años de su vida, sentí, con el horror de un «niño salvaje» que años después descubre su propia identidad, lo que significaba aquella esencia indefinida: entre aquellos maniquíes de tíos y tías, de familiares y conocidos, de tenderos y obreros que me miraban, que avanzaban hacia mi propia vida, que me representaban, los había también que se parecían a mí, incluso yo mismo también estaba en aquella desesperada y derrotada oscuridad. Aquellos maniquíes de mis compatriotas, en su mayoría cubiertos por una capa de polvo plomizo (entre ellos había también gángsteres de Beyoglu, y costureras, y también estaba el famoso ricachón Cevdet Bey, y el enciclopedista Selahattin Bey, y bomberos, y enanos inigualables, y ancianos pordioseros, y mujeres embarazadas), junto con sus sombras terribles, exageradas por las pálidas lámparas, me recordaban a dioses dolientes por la pureza perdida, a infelices que se reconcomieran por no poder estar en el lugar de otros, a desgraciados que se mataran entre ellos porque no pueden acostarse y hacer el amor. Ellos, como yo, como nosotros, parecían haber descubierto, en un pasado tan lejano como el paraíso perdido, el significado de una existencia imprecisa que habían encontrado por pura casualidad, pero posteriormente habían olvidado aquel mágico significado. Sufrimos por ese recuerdo que hemos olvidado; la edad puede doblarnos la espalda, pero insistimos en ser nosotros mismos. El sentimiento de desesperación y derrota que penetra en nuestros gestos, esas cosas que nos hacen ser nosotros mismos, nuestra forma de sonarnos, de rascarnos la cabeza, de dar un paso, de mirar, no es sino el castigo por nuestra insistencia en ser nosotros mismos. Mientras el hijo del maestro Bedii me hablaba de su padre diciendo: «¡Mi padre siempre creyó que algún día sus maniquíes llenarían los escaparates!» y «¡Mi padre nunca perdió la esperanza de que nuestra gente sería algún día tan feliz como para no imitar a otros!», yo sólo pensaba que aquella multitud de maniquíes, tal y como me ocurría a mí, se moría por salir lo antes posible de ese mohoso y cerrado sótano y vivir felices mirando a los demás a la luz del sol, imitando a los demás, intentando ser otros, como hacíamos los demás.

Y no es que ese deseo no se hubiera convertido en realidad, según supe después. El propietario de una tienda, que deseaba atraer la atención con algo raro, y quizá también porque sabía que le saldrían baratos, compró un par de «artículos» al taller. Pero los maniquíes que expuso se parecían tanto en sus posturas y sus gestos a los clientes, a la multitud que huía por la acera al otro lado del escaparate, eran tan corrientes, ten auténticos, tan «nuestros», que nadie les prestó la menor tención. Así pues, el miserable tendero los descuartizó con una sierra; y, una vez que perdieron la totalidad que daba sentido a sus gestos, usó durante años en el pequeño escaparate de su pequeño establecimiento aquellos brazos, piernas y pies para exponer al público de Beyoglu paraguas, guantes, botas y zapatos.

7. Las letras de la montaña de Kaf

«¿Es que tiene que tener significado un nombre?»

A través del espejo , LEWIS CARROLL

Cuando Galip puso el pie en la calle después de una noche de insomnio se dio cuenta, por la sorprendente luminosidad blanca que cubría el monótono color grisáceo de Nisantasi, de que había nevado mucho más de lo que creía. La multitud de las aceras parecía no ser ni siquiera consciente de los agudos carámbanos semitransparentes que colgaban de los aleros de los edificios. Galip entró en la sucursal del Banco del Trabajo de la plaza de Nisantasi (Rüya lo llamaba «el Banco del Trapajo» cada vez que recordaba el polvo, el humo, la contaminación del tráfico y la sucia bruma azul que brotaba de las chimeneas en la plaza), y se enteró de que Rüya no había sacado ninguna cantidad importante de dinero de sus cuentas conjuntas en los últimos diez días, de que la calefacción no funcionaba en el edificio de la sucursal y de que todos estaban contentos porque a una de las jóvenes funcionarias, de caras horriblemente maquilladas, le había tocado un pequeño premio en el sorteo de la Lotería Nacional. Fue a la tienda de Aladino caminando ante los escaparates cubiertos de vaho de las floristerías, los pasajes en los que entraban muchachos llevando bandejas con vasos de té y el instituto Terakki de Sisli, en el que Rüya y él habían estudiado, y bajo los fantasmagóricos castaños de cuyas ramas colgaban carámbanos. Aladino, con el capirote que nueve años antes Celâl había mencionado en uno de sus artículos, se sonaba la nariz.

– ¿Estás enfermo, Aladino?

– He cogido frío.

Galip le pidió, pronunciando cuidadosamente los nombres, un ejemplar de cada una de las revistas políticas de izquierdas en las que en tiempos había escrito el ex marido de Rüya, compartiera sus opiniones o todo lo contrario. Aladino, con un gesto infantil, temeroso y desconfiado, pero que nunca hubiera podido considerarse hostil, le dijo que sólo los estudiantes universitarios leían aquellas revistas.

– ¿Qué vas a hacer tú con ellas?

– Los crucigramas -le respondió Galip.

– ¡Pero si ninguna tiene crucigramas, hermanito! -replicó Aladino después de lanzar una carcajada que demostraba que había comprendido la broma y con la amargura de un vicioso de los crucigramas-. Estas dos acaban de salir, ¿las quieres?

– Bueno -y luego susurró como un viejo que se compra una revista de mujeres desnudas-. ¡Envuélvemelas todas en un periódico!

En el autobús a Eminönü sintió que el paquete que llevaba al brazo ganaba peso de una manera extraña y de la misma manera extraña se dejó arrastrar por otro sentimiento, el de que una mirada le vigilaba. Pero aquella mirada no pertenecía a nadie de la multitud que llenaba el autobús porque los viajeros, que se balanceaban como si estuvieran en un pequeño vapor que se sacude en un mar picado, miraban ensimismados las calles nevadas y a la gente que había en ellas. Fue entonces cuando Galip se dio cuenta de que Aladino le había envuelto las revistas políticas en un antiguo Milliyet y de que Celâl le miraba desde la fotografía de su columna en el doblado periódico. Lo sorprendente era que Celâl lo observara ese día con una mirada completamente distinta desde aquella fotografía que llevaba años viendo cada mañana, con una mirada que parecía decir: «¡Te conozco y te estoy vigilando!». Galip le puso un dedo encima a aquel «ojo» que leía su alma pero fue como si sintiera su presencia bajo su dedo durante todo el rato que duró el largo trayecto en autobús.

En cuanto llegó al despacho llamó a Celâl, pero no estaba. Levantando con cuidado una esquina del papel del paquete, sacó las revistas izquierdistas y comenzó a leerlas atentamente. Las revistas le devolvieron a Galip un sentimiento de excitación, tensión y espera olvidado hacía tiempo y los recuerdos de una liberación, una victoria y un apocalipsis sobre los que había perdido toda esperanza no sabía cuándo. Luego, tras un largo rato en el que se dedicó a telefonear a los viejos amigos cuyos nombres había escrito en el reverso de la carta de despedida de Rüya, los recuerdos perdidos le parecieron tan atractivos e increíbles como las películas que había visto de niño en los cines de verano entre los muros de las mezquitas y los jardines de los cafés. Cuando veía aquellas películas en blanco y negro de producción nacional, Galip creía que no entendía del todo lo que ocurría, debido a una carencia de causalidad en el desarrollo de la intriga que le movía a rebelarse, o pensaba desconfiado que se le invitaba a penetrar en un mundo convertido en un cuento de hadas aunque no fuera ésa su intención y formado por padres tan ricos como malvados, pobres buenos como nadie, cocineros, mayordomos, pordioseros y coches enormes (Rüya decía que en una película previa había visto el mismo DeSoto con la misma matrícula) y mientras fruncía el ceño ante aquel mundo increíble y se sorprendía por las lágrimas que vertía el espectador que se sentaba en la silla de al lado, sí, sí, en ese preciso instante -atención- se encontraba de repente compartiendo con sus lágrimas la pena de los abnegados y pálidos buenos de la pantalla y de los protagonistas, tan decididos y sacrificados y que tanto sufrían, como resultado de un abracadabra que nunca pudo comprender. Con la intención de estar algo mejor informado del mundo político de cuento de hadas y en blanco y negro de las pequeñas fracciones de izquierda para cuando encontrara a Rüya y a su ex marido, Galip telefoneó a un viejo amigo que coleccionaba todas las revistas políticas.

– Sigues coleccionando revistas, ¿no? -le preguntó, convencido-. ¿Puedo trabajar un poco en tu archivo? Es para poder defender a un cliente que se ha metido en líos.

– Por supuesto -le respondió Saim con la misma buena disposición de siempre y feliz de que le buscaran por su «archivo». Esperaba a Galip a las ocho y media de la tarde.

Galip trabajó en el despacho hasta que oscureció. En varias ocasiones llamó a Celâl, pero no pudo localizarlo. Después de cada conversación con la secretaria, que le informaba de que Celâl Bey «todavía» no había llegado o de que había salido «ahora mismo», se dejaba llevar por la impresión de que el «ojo» de Celâl le observaba desde el fragmento de periódico que había dejado sobre la estantería herencia del Tío Melih. Sintió la presencia de Celâl mientras escuchaba el pleito que había surgido entre dos accionistas de una pequeña tienda en el Gran Bazar, y a una madre y su hijo, ambos excesivamente gordos y que se interrumpían continuamente (el bolso de la madre estaba lleno de cajas de medicinas), y le explicaba a un policía de tráfico, que llevaba gafas oscuras y que pretendía iniciar un pleito contra el Estado porque le habían calculado mal la fecha de jubilación, que según las leyes vigentes no se podía considerar que hubiera estado de servicio los dos años que había pasado en el manicomio.

Llamó una por una a las amigas de Rüya. Cada vez encontraba una excusa nueva y distinta. A Macide, una compañera de instituto, le preguntó el número de Gül porque quería hablar con ella sobre un caso. En cuanto a Gül, la de bello nombre y que tan poco gustaba a Macide, supo por la amable criada de aquella adinerada casa que el día anterior había dado a luz a su tercer y cuarto hijos en el hospital de Gülbahce y que, si corría al hospital, podría ver por la ventana de la habitación de los neonatos, de tres a cinco, a los preciosos mellizos, llamados Hüsün y Ask. Figen le deseaba a Rüya que se mejorara y prometía devolverle el ¿Qué hay que hacer? (de Chernishevski) y los Raymond Chandler que le había pedido prestados. Galip estaba seguro de que en la voz de Behiye, no, Galip se equivocaba, no tenía ningún tío que trabajara en la Brigada de Estupefacientes en la Dirección General de Seguridad, no había el menor indicio de que supiera el paradero de Rüya. Lo que le sorprendió a Semih fue cómo Galip había podido llegar a saber de la existencia de aquel taller textil clandestino: sí, allí se habían lanzado a un esfuerzo febril, con la ayuda de una serie de ingenieros y técnicos, para producir la primera cremallera turca, pero no, no podía darle información legal porque no tenía la menor idea del último caso de contrabando de bobinas que había aparecido en los periódicos, sólo le mandaba sus más sinceros (y Galip la creyó) recuerdos a Rüya.

Galip no encontró tampoco el rastro de Rüya cuando llamó cambiando la voz y disfrazándose con personalidades distintas. Süleyman, que se dedicaba a vender puerta a puerta enciclopedias médicas de cuarenta años de antigüedad traídas de Inglaterra, era completamente sincero cuando le respondió al director de la escuela que con tanta urgencia le llamaba por teléfono que debía haber un error, que no sólo no tenía una hija llamada Rüya que fuera a la escuela secundaria, sino que ni siquiera tenía hijos. Asimismo eran sinceros Ilyas, que traía carbón del mar Negro en la barcaza de su padre, cuando le explicó que no podía haber olvidado un cuaderno en el que escribía sus sueños en el cine Rüya porque hacía meses que no iba al cine y porque además no tenía un cuaderno parecido, y Asim, el importador de ascensores, cuando le aclaró que ellos no podían hacerse responsables del mal funcionamiento del ascensor del edificio Rüya porque jamás había oído hablar de tal edificio ni de la calle del mismo nombre, ambos usaron toda la inocencia de su sinceridad sin dejarse llevar por la inquietud ni el sentimiento de culpa cuando oyeron mencionar ta palabra «Rüya». En cuanto a Tarik, que de día fabricaba matarratas en el laboratorio de su padrastro y que por las noches escribía poesías en las que hablaba de la alquimia de la muerte, aceptó encantado la propuesta de los estudiantes de la facultad de Derecho de darles una conferencia sobre los sueños y el misterio de los sueños y le dijo que les esperaría aquella tarde ante el viejo café de los chulos en Taksim. Por lo que respecta a Kemal y Bülent, estaban de viaje por Anatolia; uno había ido tras las memorias de una costurera de Esmirna que, cincuenta años antes, se había sentado ante su máquina Singer a pedal, inmediatamente después de bailar un vals con Atatürk entre periodistas y aplausos, para coser, taca-tac, un pantalón a la occidental para un calendario que iban a sacar las Máquinas de Coser Singer; el otro erraba con sus mulas por toda Anatolia Oriental, aldea por aldea y café por café, para vender unos dados de chaquete mágicos fabricados con el fémur de un abuelete de más de mil años al que los europeos llamaban «Papá Noel».

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