De la misma forma que fue incapaz de localizar los demás nombres de la lista entre la bruma de errores y confusiones en las líneas telefónicas, algo que se agravaba los días de lluvia y nieve, Galip tampoco pudo encontrar el nombre del ex marido de Rüya en las páginas de las revistas políticas que estuvo leyendo hasta el anochecer, entre los nombres auténticos y los seudónimos de los que habían cambiado de fracción, habían confesado, habían sido torturados o asesinados, entre los que habían sido condenados a prisión o habían sido muertos en algún tumulto o los que habían sido enterrados, entre aquellos cuyos escritos recibían respuesta o se les indicaba una referencia o se les publicaba alguna carta, entre los dibujantes de caricaturas, escritores de poesía y trabajadores permanentes de la redacción.
Permaneció inmóvil y triste en el sillón mientras oscurecía. Al otro lado de la ventana una corneja curiosa le miraba de reojo; de la calle le llegaba el alboroto de la multitud de los viernes por la tarde. Lentamente, Galip se sumergió en un sueño atrayente y feliz. Cuando se despertó mucho después, la habitación estaba a oscuras pero sintió sobre él los ojos de la corneja al otro lado de la ventana tanto como el «ojo» de Celâl que le observaba desde el periódico. A oscuras, cerró despacio los cajones, se puso el abrigo, que encontró a tientas, y salió del despacho. Todas las lámparas de los oscuros pasillos del edificio estaban apagadas. El aprendiz del vendedor de té limpiaba los retretes.
Notó el frío cruzando el puente de Gálata, cubierto de nieve. De la parte del Bósforo soplaba un fuerte viento. En Karaköy, en un establecimiento con veladores de mármol, se tomó una sopa de pollo con fideos y unos huevos al plato dando la espalda a los espejos que se reflejaban unos en otros. En la única pared desprovista de espejos del establecimiento había un paisaje de montaña hecho con bastante inspiración tomando como modelo postales y calendarios de Pan American: la montaña que se veía entre los pinos, tras un lago similar a un espejo y con los picos pintados de blanco, se parecía, más que a los Alpes de postal que habían inspirado la pintura, a la montaña de Kaf, a la que tanto habían ido Rüya y él cuando eran niños.
Mientras subía por el funicular de Tünel a Beyoglu, Galip se enzarzó en una discusión con un viejo al que no conocía en absoluto sobre el famoso accidente del funicular de veinte años antes: ¿Se habían salido los vagones de la vía y habían destrozado muros y marcos de ventanas atravesándolos con la alegría de felices caballos desbocados hasta llegar a la plaza de Karaköy porque se había roto el cable que tiraba de ellos o porque el maquinista estaba borracho? Aquel viejo sin identidad era un paisano de Trabzon del maquinista borracho. No había nadie por las calles de Cihangir. Saim y su mujer, que le abrieron la puerta a Galip alegres y a toda prisa, ataban viendo el mismo programa de televisión que veían los taxistas y porteros que se habían reunido en un café de un sótano.
En el programa, llamado «Lo que dejamos atrás», se hablaba en un tono lloroso de las viejas mezquitas, fuentes y caravasares que en tiempos habían construido los otomanos en los Balcanes y que ahora habían caído en manos de yugoslavos, albaneses y griegos. Mientras Galip se sentaba en un sillón imitación rococó con los muelles vencidos hacía tiempo como si fuera el hijo del vecino que había ido a ver un partido de fútbol y observaba las dolorosas imágenes de las mezquitas en la televisión, Saim y su mujer parecían haberse olvidado de él hacía mucho. Saim se parecía a un difunto luchador campeón olímpico cuya fotografía todavía colgara de las paredes de las fruterías; su mujer, a un simpático ratón regordete. En la habitación había una vieja mesa color polvo y una lámpara también color polvo; de la pared colgaba el retrato de un abuelo en marco dorado que se parecía, más que a Saim, a su mujer (¿se llamaba Remziye?, pensó Galip cansado); un aparador con un calendario de una empresa de seguros, un cenicero de un banco, un juego de licor, un florero, un cuenco de plata para caramelos y unas tazas de café y la «biblioteca-archivo», razón por la que Galip había ido a esa casa, que cubría dos paredes de polvo y papeles y revistas y revistas y más revistas.
Saim había formado aquella biblioteca, que diez años atrás era conocida por sus burlones compañeros de universidad como «el archivo de nuestra revolución», en un momento de «duda», según propia e inesperada confesión. Era la duda, no de quien se encontraba «entre dos clases» según el dicho de entonces, sino de quien teme tener que escoger entre fracciones políticas.
En aquellos años Saim participaba en todas las reuniones políticas y en todos los «foros», corría entre universidades y cantinas, escuchaba a todo el mundo, seguía «todas las opiniones y todas las políticas», y como le daba miedo preguntar demasiado, encontraba la forma de procurarse todo tipo de publicaciones de izquierda, incluso comunicados a multicopista, folletos de propaganda y octavillas («Perdona, ¿tienes un comunicado de los que repartieron los "purificadores" en la Universidad Técnica?») y los leía como un loco. En cierto momento en que el tiempo no le bastaba para leerlo todo y en que aún no había podido decidirse por ninguna «línea política», debió empezar a coleccionar todo aquello que no podía leer. En años posteriores tanto el leer como el llegar a una decisión perdieron su importancia y su único objetivo se convirtió en el de crear una presa capaz de contener en el mismo lugar aquel río de documentos que se iba ensanchando sin cesar, cada vez más ramificado, para evitar que se perdiera en vano (la comparación era del propio Saim, que era ingeniero de caminos). Y Saim entregó generosamente lo que le quedaba de vida a ese objetivo.
Como marido y mujer le observaban con miradas inquisitivas en el silencio posterior a que se acabara el programa, apagaran el aparato y se preguntaran por la salud, Galip comenzó de inmediato su historia: un estudiante universitario, al que él había aceptado defender, era acusado de un crimen político que no había cometido. No, no es que no hubiera un muerto de por medio; durante un torpe atraco a un banco cometido por tres torpes jóvenes, uno de ellos, que corría asustado el tramo que había entre el banco y el taxi robado que les esperaba, había chocado, entre la multitud que iba de compras, con una abuela pequeñita que pasaba por allí. La pobre mujer cayó al suelo por la violencia del choque, se golpeó la cabeza con la acera y se murió de inmediato en el lugar de los hechos («¡Para que veas!», dijo la mujer de Saim). En aquel momento sólo había sido capturado, en posesión de una pistola, un silencioso muchacho «de buena familia». Por supuesto quiso ocultar a la policía el nombre de sus compañeros, por los que sentía demasiado respeto y admiración, y lo más sorprendente es que lo logró a pesar de la tortura; pero lo peor del asunto era que con su silencio cargaba con la muerte de la abuela, de la que era inocente según las investigaciones posteriores de Galip. En cuanto al estudiante de arqueología llamado Mehmet Yilmaz, que había causado la muerte de la vieja al chocar con ella, había muerto también tres semanas después de los hechos en un tiroteo iniciado por personas sin identificar mientras escribía mensajes cifrados en el muro de una fábrica en un nuevo suburbio más allá de Ümraniye. En aquella situación era de esperar que el muchacho de buena familia explicara quién había sido el verdadero culpable; pero, de la misma forma que la policía no creía que el difunto Mehmet Yilmaz fuera el auténtico Mehmet Yilmaz, los dirigentes de la organización que había preparado el atraco declararon inesperadamente que Mehmet Yilmaz seguía vivo, que estaba con ellos e incluso que continuaba escribiendo sus artículos con su antigua decisión en la revista que publicaban. «Así pues», Galip, que se ocupaba de este caso a petición, más que del muchacho en prisión, de su rico y bienintencionado padre: 1) quería ver los artículos de Mehmet Yilmaz para probar que no era el antiguo Mehmet Yilmaz; 2) quería averiguar por los seudónimos quién era el que escribía utilizando la firma del difunto Mehmet Yilmaz; 3) como aquella extraña situación había sido provocada por la organización de la que en tiempos también había sido dirigente el ex marido de Rüya, como ya deberían haber supuesto Saim y su mujer, le gustaría echar un vistazo a la historia de esa fracción en los últimos seis meses; 4) estaba absolutamente decidido a resolver el misterio de los escritores fantasmas que escribían artículos en lugar de los muertos, de los seudónimos y de las personas desaparecidas.
Comenzaron de inmediato la investigación, que también entusiasmó a Saim. En las primeras dos horas, mientras se tomaban los tés y los trozos de bizcocho que les había traído la mujer de Saim, de la cual por fin Galip recordó el nombre (Rukiye), sólo miraron los nombres y los seudónimos de los autores de artículos. Luego ampliaron su investigación con los de los chivatos, muertos y trabajadores de las revistas; poco después la cabeza comenzó a darles vueltas a causa del hechizo de un mundo medio secreto, formado por esquelas mortuorias, amenazas, confesiones, bombas, errores tipográficos, poemas y eslóganes, y que había comenzado a ser olvidado mientras aún estaba vivo.
Encontraron seudónimos que no ocultaban que lo eran, otros fabricados a partir de ellos y otros compuestos a partir de la división de estos últimos. Descifraron acrósticos y anagramas imperfectos y nombres cifrados tan transparentes que no pudieron dilucidar si era algo intencionado o se debía a la casualidad. Rukiye también se sentó a un extremo de la mesa en la que estaban sentados Saim y Galip. En la habitación había más ese ambiente melancólico, mezcla de impaciencia y costumbre, de los que en Nochevieja juegan a las «carreras de caballos» con monedas o a la lotería mientras oyen la radio, que el propio de una investigación destinada a salvar a un joven injustamente acusado de asesinato o de encontrar la pista de una mujer perdida. Por las cortinas abiertas se veía la nieve que comenzaba a caer lentamente en el exterior.
Con el mismo entusiasmo de un profesor, que después de descubrir a un nuevo y brillante estudiante, es testigo pacientemente de cómo madura gracias a sus logros, seguían orgullosos entre las revistas las aventuras de los seudónimos, sus zigzagueos, subidas y bajadas y cuando se enteraban de que tal o cual había sido arrestado, torturado, condenado, o de que había desaparecido, o, cuando al ver en una de las revistas su fotografía por primera vez, de que había muerto por los disparos de alguien sin identificar, callaban por un momento con una tristeza que les alejaba del entusiasmo de sus investigaciones, y luego regresaban a la vida de los artículos al encontrarse con algún nuevo juego de palabras, una nueva casualidad o alguna rareza.
Según Saim, de la misma manera que la gran mayoría de los nombres y los personajes de las revistas que leían eran imaginarios, tampoco habían sido nunca realidad parte de las manifestaciones, reuniones, asambleas generales secretas, congresos ordinarios clandestinos y atracos a bancos. Como ejemplo extremo de lo que aseguraba, leyó la historia de un levantamiento popular que había ocurrido veinte años atrás en el este de Anatolia, en la pequeña ciudad de Küçük Ceruh, entre Erzincan y Kemah: durante aquella revuelta, cuya historia exponía con todo detalle una de las revistas, se formó un gobierno provisional, se imprimieron unos sellos color rosa sobre los que había la imagen de una paloma, murió el prefecto de la comarca, al que se le cayó un florero en la cabeza, se había editado un diario que publicaba poesía de principio a fin, los oculistas y las farmacias repartieron gafas gratis a los estrábicos, se procuró la leña necesaria para la estufa de la escuela primaria y, justo cuando se estaba construyendo un puente que uniera la ciudad a la civilización, llegaron las tropas del gobierno kemalista y, antes de que las vacas acabaran de comerse los tapices que olían a pies y que cubrían el suelo de tierra de la mezquita de la ciudad, se encargaron del asunto y colgaron a los rebeldes de los plátanos de la plaza. No obstante, tal y como le demostraba Saim señalándole el misterio de ciertas letras y ciertos mapas, de la misma forma que nunca había existido una ciudad llamada Küçük Ceruh, los nombres de aquellos que se declaraban herederos de dicha rebelión, que se elevaba como un ave legendaria en la historia de la ciudad, no eran sino seudónimos. En cierto momento en que estaban sumergidos en las rimas y en los estribillos, encontraron una pista que podía conducirles a Mehmet Yilmaz (mencionaba un asesinato político que había tenido lugar en Ümraniye en las fechas a las que se había referido Galip), pero no pudieron encontrar el final de aquello en los números posteriores de la revista, lo cual les ocurría con la mayor parte de las historias y noticias, que leían como si contemplaran fragmentos de antiguas películas nacionales.
En cierto momento Galip se levantó de la mesa, telefoneó a Rüya y con una voz afectuosa dijo que quizá se quedara hasta tarde trabajando en casa de Saim y que se acostara sin esperarle. El teléfono estaba en el otro extremo de la habitación. Saim y su mujer le mandaron recuerdos a Rüya; por supuesto, Rüya también a ellos.
Se encontraban completamente absortos en el juego de encontrar seudónimos, descifrarlos y formar otros nuevos con sus letras cuando la mujer de Saim dejó solos a los dos hombres en aquella habitación, forrada con papeles, periódicos, revistas y comunicados por todas las partes en que podía ser cubierta, y fue a acostarse. Hacía mucho que había pasado de la medianoche: sobre Estambul había un mágico silencio de nieve. Mientras Galip saboreaba los errores tipográficos y las faltas de ortografía de una colección realmente interesante («¡Faltan muchas cosas! ¡Es muy deficiente!», decía Saim con su modestia habitual) de papeles que había recolectado simplemente porque se habían repartido en cantinas universitarias que apestaban a humo de cigarrillos, en tiendas de campaña con las que los huelguistas se protegían de la lluvia y en remotas estaciones de tren y que habían sido multiplicados con la misma multicopista, que imprimía de una forma tan pálida, Saim le enseñó un ejemplar que trajo de una habitación del interior de la casa y al que, con orgullo de coleccionista, calificó de «muy raro»: Anti Ibn Zerhani o Un viajero por el sendero de la mística con los pies en la tierra .
Galip pasó con cuidado las páginas de aquel libro, encuadernado a pesar de estar mecanografiado. «Es de un compañero de una pequeña ciudad de Kayseri cuyo nombre ni siquiera aparece en un mapa de Turquía de tamaño mediano dijo Saim-. En su niñez su padre, que era el jeque de un Pequeño convento, le dio una educación religiosa y mística. Años más tarde, imitando a Lenin cuando leía a Hegel, se dedicó a escribir notas "materialistas" en los márgenes de La sabiduría del misterio perdido , del místico árabe del siglo XIII Ibn Zerhani, mientras lo leía. Después pasó a limpio aquellas notas reforzándolas con paréntesis tan largos como innecesarios. Luego escribió una explicación bastante larga de sus propias notas, como si fueran las meditaciones misteriosas, incomprensibles e indescifrables de algún otro, una especie de glosa. Y juntó todo aquello añadiéndole un "prólogo del editor" que él mismo escribió, pero de nuevo como si lo hubiera escrito otro, y lo pasó a máquina. Y al principio de todo agregó, en treinta páginas, su fantástica biografía religiosa y revolucionaria. Lo más interesante de todas esas fantasías es cómo el autor explica que descubrió, mientras paseaba una tarde por el cementerio de la ciudad, la intensa relación entre la filosofía mística que los occidentales llaman "panteísmo" y la especie de "materialismo filosófico" que había desarrollado como reacción a su padre el jeque. Al ver en aquel cementerio en el que pastaban las ovejas y dormitaban los fantasmas el mismo cuervo que había visto veinte años atrás -ya sabes que los cuervos turcos viven más de doscientos años-, sólo que ahora los cipreses eran algo más altos, comprendió que pase lo que pase con las patas y la cabeza de ese animal volador, alado y sinvergüenza al que llaman "pensamiento trascendente", su cuerpo y sus alas siempre, siempre, permanecerán iguales. El cuervo, que se ve en la portada del volumen, lo dibujó él mismo. Este libro demuestra que cualquier turco que aspire a la inmortalidad se verá obligado a ser a un tiempo él mismo y su propio Johnson y su Boswell, su Goethe y su Eckermann. Sólo existen seis copias mecanografiadas. No creo que ni el archivo del Servicio Nacional de Inteligencia tenga una».
Parecía que en la habitación, junto a los dos hombres, estuviera el fantasma de un tercero que les ligara al autor de aquel libro con el cuervo en la portada, a una vida que había transcurrido en una ciudad provinciana entre su casa y la pequeña herrería heredada de su padre, a la fuerza de la imaginación de aquella vida triste, opaca y silenciosa. A Galip le habría gustado decir: «¡Todas las letras, todas las palabras, todas esas fantasías de liberación y esos recuerdos de torturas y corrupción y todos los escritos que describen esos recuerdos y esas fantasías cuentan la misma historia!». Era como si Saim hubiera pescado aquella historia en algún lugar de su colección de papeles, periódicos y revistas, reunida con la paciencia de un pescador que durante años echa sus redes al mar, que la hubiera pescado y lo supiera pero que, de la misma forma que había sido incapaz de hacerse con ella con toda su desnudez entre tanto material apilado y clasificado, también hubiera perdido la palabra clave necesaria para la historia.
Cuando se encontraron por casualidad con el nombre de Mehmet Yilmaz en una revista de cuatro años antes, Galip dijo que se trataba sólo de eso, de una casualidad y pensó en regresar a casa, pero Saim le detuvo afirmando que nada de lo que pudiera haber en las revistas -ya decía «mis revistas»- podía aparecer por casualidad. En las dos horas posteriores, desarrollando un esfuerzo sobrehumano, saltando de una revista a otra, abriendo sus ojos como si fueran proyectores, descubrió que Mehmet Yilmaz había evolucionado en primer lugar a Ahmet Yilmaz; en una revista en cuya portada se veía un pozo y que rebosaba de cuestiones sobre pollos y campesinos, Ahmet Ydmaz se convirtió en Mete Cakmaz. A Saim no le costó demasiado trabajo descubrir que Metin Cakmaz y Ferit Cakmaz eran también la misma persona; entretanto su firma había abandonado los artículos teóricos y se había convertido en creador de textos para canciones de las que se entonan en los salones de celebración de bodas y en las ceremonias en memoria de alguien acompañadas por música de saz y humo de cigarrillos. Pero tampoco permaneció allí demasiado tiempo. Se transformó en una firma que, durante cierto periodo, demostraba que todos, menos él, eran policías y luego en un ambicioso e irritable economista-matemático que se dedicaba a desvelar las perversiones de los académicos ingleses. Pero aquellos oscuros y tristes moldes no eran lugar donde pudiera permanecer pacientemente. Saim encontró a su héroe como si él mismo lo hubiera colocado allí en el número de hacía tres años y dos meses de otra colección de revistas que trajo del dormitorio, en el que entró de puntillas: en esta ocasión se llamaba Ali Paísdelasmaravillas y contaba que en los hermosos días del futuro cambiarían las reglas del ajedrez porque ya no serían necesarios reyes ni reinas, que todos los niños llamados Ali crecerían altos y fuertes como robles porque se alimentarían bien y que huevos sentados con las piernas cruzadas a la turca sobre muros y en cuyos rostros estarían escritos sus nombres resolverían enigmas con la alegría que da la felicidad. En otro número se dieron cuenta de que Ali Paísdelasmaravillas era el traductor de aquel artículo. El autor original era un catedrático de matemáticas albanés. Pero lo que de veras sorprendió a Galip fue encontrarse, junto a la biografía del catedrático albanés, la reluciente firma del ex marido de Rüya sin que se ocultara tras ningún seudónimo.
– ¡Nada puede ser tan sorprendente como la vida! -dijo orgulloso Saim en ese momento de asombro y silencio-. Excepto la escritura.
Volvió a entrar de puntillas y trajo consigo dos grandes cajas de margarina Sana llenas a rebosar de revistas.
– Son revistas de una fracción que mantiene relaciones con Albania. Te voy a explicar un extraño secreto que me ha llevado años resolver porque creo que tiene que ver con lo que estás buscando.
Preparó té de nuevo, sacó de la caja varias revistas y bajó de la librería varios libros que consideraba necesarios para su historia y los colocó sobre la mesa.
– Fue hace seis años -comenzó-, un sábado por la tarde, mientras hojeaba por si encontraba algo que me interesara el último número de El trabajo del pueblo , una de las revistas que publicaban los que seguían al Partido de los Trabajadores de Albania y a su líder, Enver Hoxa (por entonces había tres revistas, enemigas despiadadas entre sí), una fotografía y un artículo me llamaron la atención: se hablaba de una ceremonia que se había celebrado con ocasión de las últimas incorporaciones a la organización. No, lo que me llamaba la atención no era que en nuestro país, en el que está prohibido todo tipo de actividades comunistas, se hablara de gente que se incorporaba a una organización marxista entre lecturas de poesías y música de saz ; en cada número de todas las revistas de las pequeñas organizaciones de izquierdas se publicaban artículos semejantes, desafiando los riesgos, porque se veían obligadas a proclamar que crecían si querían mantenerse en pie. Lo primero que me llamó la atención fue que, debajo de las fotografías en blanco y negro de los pósters de Enver Hoxa y Mao, de los recitadores de poesía y de la multitud que fumaba tan apasionadamente como si realizara alguna ceremonia sagrada, se hablara de las «doce» columnas del salón. Y todavía más raro era que, según escribía el artículo, todos los recién incorporados hubieran escogido como seudónimos nombres alevíes como Hasan, Hüseyin o Ali o, como descubrí luego, nombres de maestros bektasis . Si hubiera sabido lo fuerte que había sido antiguamente la secta orden de los bektasis en Albania, quizá ni me habría fijado en ese increíble misterio, pero, como no lo sabía, me lancé a investigar sobre aquellos hechos y los artículos que hablaban de ellos: durante cuatro años estuve leyendo sin descanso libros sobre los bektasis , el ejército jenízaro, los hurufíes y el comunismo albanés y descubrí una conspiración histórica que viene de ciento cincuenta años atrás.