Jugadores - Delillo Don 14 стр.


Volvió a llamar esa noche. Cuando sonó el teléfono, Lyle supo de inmediato quién era: J., y sintió un pro-r fundo alivio, como si temiera verse abandonado en manos de Marina y de Burks, expulsado a las categorías menos nítidas de la realidad. Hablando sin inflexión de ninguna clase, sin malgastar palabra, Kinnear recordó a Lyle que le había dado un número de teléfono para utilizarlo sólo cuando él, Kinnear, se lo indicase de manera específica. Antes de colgar, añadió que los tres dígitos del número del telegrama recibido por Lyle eran el prefijo, sólo que del revés.

Lyle se cambió de ropa sin saber por qué. Tomó un taxi, luego recorrió a pie varias manzanas, hasta Grand Central. Cambió cuatro dólares en monedas pequeñas y entró en una cabina.

– Creo que estamos operativos.

– Y eso significa…

– Dos o tres días libres, si te lo puedes permitir.

– ¿A empezar cuándo?

– Pasado mañana.

– No hay problema.

– Calcula tres mil quinientos dólares.

– ¿De qué forma?

– No hay límite a la cantidad en metálico que puedas llevarte al atravesar la frontera.

– He vuelto a hablar con Burks. Burks ya no tiene ningún interés. Lo cual tiene su lógica. Tenían a un informador y lo han perdido. No hay motivo para que nos echen los perros.

– Y una mierda -dijo Kinnear.

– Marina, no creo que sea capaz de encontrarte. Bastante tiene con hacer que alguien ensamble algo que haga ruido cuando le prendan fuego.

– Lyle, van a por mí.

– Cierto.

– Es muy capaz. Marina es muy capaz. La policía secreta sabe cómo me llamo. Saben cuál es mi historial. Les encantaría una charlita, ésa es mi impresión.

– En serio me lo pregunto.

– ¿Estamos operativos, sí o no?

– Pero sí van a por ti…

– Exacto.

– ¿Y cómo lo hacemos?

– Imagina que con tres mil quinientos compro documentos, billetes para viajar, cubro mis necesidades durante una temporada.

– No me digas.

– Sólo el tiempo necesario para comprar papel. El nombre y los números requeridos. ¿Y si viajo en un carguero?

– ¿Luego qué?

– ¿Para un tirado como yo?

– Volverás, te lo garantizo.

– Podría ser, Lyle.

– Burks dijo algo de Nueva Orleans.

– Ves, te lo dije, lo saben.

– No es mucho, J.

– Han dedicado mucho tiempo a seguirme. Saben a quién y cómo azuzar, de veras lo saben. Maldita sea, hablaron de Nueva Orleans, ¿sí o no? Hace ni me acuerdo cuánto de aquello. Como tres o siete vidas.

– Burks dijo algo interesante.

– ¿Qué dijo?

– Dijo Oswald.

– ¿En serio?

– Dijo Cuba, papeles echados a faltar, no sé.

– Son buenos -dijo Kinnear-. Le dedican tiempo.

– ¿Quiso decir Burks que tú conocías a Oswald antes de Dallas?

Los dos se echaron a reír. Lyle se volvió hacia la hilera de las cabinas. Una estaba ocupada por una mujer negra, de mediana edad, con un vestido de lunares.

– A lo mejor podemos hablar de eso en otro momento.

– En lo que se refiere a la pasta, Lyle, no sé si podré devolvértela.

– No es problema.

– ¿Es problema? Porque si lo es, Lyle…

– Olvídalo.

– Lo dejé estrictamente en los huesos. Ése es el mínimo minimísimo que necesito para abrirme. No te pido ni diez centavos de más.

Hicieron lo preciso. Lyle salió de la cabina y echó a caminar por Lexington. Era tarde. Un coche viró hacia él cuando subía a la acera. Frenó, un hombre de treinta y tantos, demasiado adelantado en el asiento, la cabeza girada hacia Lyle, inquisitivo, una mano entre los muslos, hinchando la tela y todo lo que hubiera bajo ella. Quedó claro que se trataba de una presentación. Lyle, directamente bajo la luz de una farola, evitó su mirada y concentró la suya por encima del coche, como si viera algo ineluctable en una ventana de la tercera planta, al otro lado de la calle, hasta que el coche por fin se fue.

8

Pammy salió a la terraza. Ethan aún trataba de aclararse la garganta, de pie ante la balaustrada, con una taza de café. La mañana estaba luminosa y cálida, ya pasaba de mediodía. Jack estaba en el otro extremo, apilando la leña. Cavidades nasales, membranas de los se-• nos. Ella entró, se puso una taza de café y volvió a la terraza. Se sentó en la balaustrada, con la cabeza bien alta, la cara ya en un plano inclinado.

– Pero… ¿no te encanta? -dijo Jack-. Todas las mañanas lo mismo. Siempre exactamente igual. Como si no hubiera nadie alrededor. Tose, carraspea, escupe, señor Esputador. Cualquiera diría que hace algo.

– Alivio rápido. Respira hondo, no te atosigues.

– Joder, por Dios, es que no veas, esto es lo que oigo cada mañana, todas las mañanas, sin respiro.

– Me gusta toser -dijo Ethan-. Y carraspear me gusta más. Es una de las últimas huellas distintivas de!a presencia humana y sensual en el planeta. Me gusta esputar.

– Es igual que el metro, a las dos de la mañana, te dan ganas de echar la pota.

– No, no.

– Te entran arcadas.

– Carraspear es a una arcada lo mismo que un haikú a una carrera de patinaje.

– ¿Cómo es posible que hables por la mañana? -dijo Pammy-. Mira que ponerte a trazar similitudes, analogías, proporciones, nada más levantarte, sin que importe la idiotez que representa… Yo apenas consigo abrir la boca para dar un sorbo.

– A mí me gusta sentir cómo se desprende la mucosa.

Entró y se hizo unas tostadas. Después, Pammy fue caminando hasta el pueblo de la Isla del Ciervo, seguida durante medio kilómetro por dos perrazos, y compró unas postales y algunos comestibles. Por el camino de vuelta la acompañó un buen trecho una chica en bicicleta, que respondió a todas las preguntas de Pammy con una o dos palabras, antes de internarse por un camino con baches que llevaba a una bonita casa antigua. Pammy se percató de que sonreía ante la casa, tal como había sonreído antes a la chica, y antes aún a los perros. Resolvió abstenerse de emplear esa sonrisa idiota y animada.

– ¿Y Ethan?

– En Stonington, de compras.

– Yo acabo de hacer la compra.

– Él quería pescado.

– No le vi pasar. Supongo que estaba en el mercado.

– ¿Qué te apetece hacer?

– ¿Vamos al prado? -dijo ella.

– No hay nada que hacer.

Caminaron por la playa. Jack iba descalzo, a paso ligero entre las rocas, aguantando unos leves dolores furtivos, la cabeza agachada, las manos bien separadas de los costados. Era un poco más bajo que Pam, la fuerza de su cintura escapular y de sus piernas fácil de discernir por la camiseta y los téjanos cortos que llevaba. Ella lo siguió para rodear una gran roca que sobresalía, tratando de juzgar hasta qué punto eran resbaladizas las piedras mientras avanzaba a saltos, con cuidado, de una a otra, rozando las olas. Caminaron otro centenar de metros hasta unas escaleras de madera que ascendían a un prado anchuroso, en algunos trechos la hierba alta hasta la cintura. Había un cartel: propiedad privada. Era un cuadrado de pasto, cercado de árboles por tres lados, la bahía al oeste. Pammy se tumbó y se desabrochó la camisa. A esa hora, el sol alcanzaba prácticamente todos los rincones del prado.

– Ya no estoy abatida.

– La hierba pincha. No es como la de las películas.

– Se nos ha olvidado el queso, la fruta, el pollo, el pan y los dos tipos de vino.

– Yo antes pensaba en la hierba e imaginaba un picnic -dijo él.

– He estado abatida en secreto. Ahora lo puedo contar. Quería ligar un bronceado agresivo. Vine aquí en busca de eso, ni más ni menos. Un intenso bronceado. Las señoras de mediana edad a veces lo consiguen. Es como si se te pusiera la piel tan apergaminada y tan bronceada que casi rozase el negro. Ese aspecto de cocción que se tiene a veces. Como si te sintieras inmensamente sana, fenomenal, pero te parecieras más bien a un ser, cómo explicarlo, quién es ese desenterrado con esas arrugas tan raras. Yo quería hacerlo una vez en la vida, pero como soy idiota no me di cuenta de que éste no sería el sitio adecuado. Por eso me voy a relajar y voy a superar mi abatimiento, y conseguir lo que se pueda, un tenue tinte rosado.

– Buena suerte.

– Túmbate en la hierba.

– Es que está llena de cosas.

– Vamos, Laws, tiéndete, sé uno, fúndete.

– Me dices que me una a la hierba.

– A la tierra, al terreno.

– A la tierra, al ser, al tacto.

– Fúndete -dijo ella.

– El aire, los árboles.

– Siente el viento.

– Las aves, volar, mira.

– Ala, pico.

– El sonido que emiten, las llamadas.

– Allá en el cielo.

– Son sonidos, charlas.

– Gaviota blanca, mucho aire para batir las alas.

– Anda, vuela sobre el agua ancha y llega a la tierra de Mamu, el oso.

Se incorporó un instante para quitarse las playeras, se desabrochó los téjanos, se los quitó con la ropa interior dentro, se los deslizó hasta los pies, un rechazo ejecutado a pedir de boca, para sacar el cuerpo al final de la camisa, que dispuso bajo ella antes de tumbarse de nuevo con los brazos pegados a los costados. Jack se puso en pie para desvestirse. A ella le gustó verlo recortado contra el cíelo, definido de ese modo, nítido, sin estorbos, los tonos de la carne una perfecta compensación, una gradación sardónica y rebajada, de ese azul tan extravagante. Un tópico, pensó ella. El cuerpo musculoso contra el cielo. Imágenes fascistas de porno blando, habría dicho Ethan. Pero qué caramba, tiene gracia mitificar las cosas.

– Desvestirse.

– ¿No te encanta?

– ¿Qué tendrá el desvestirse, aparte de salirse de ia ropa que uno lleva?

– Lo sé -dijo ella.

Levantó una pierna, procurando rozar el testículo izquierdo de jack con el dedo gordo del pie. Él se cubrió fingiendo con ironía estar espeluznado, y soltó un chillido. Brisa ligera.

Yacieron uno junto al otro, comenzaron a sudar un poco, de manera satisfactoria, a medida que el día alcanzaba su momento de máximo calor. Ella se incorporó apoyada en un codo, mirándolo. La hierba era todo un problema. Picaba, se clavaba en la piel.

Había de ser un acontecimiento sereno, sexo placentero, llevadero, facilísimo, entre amigos. La tensión que existiera quedaría blandamente rebajada en un mutuo apaciguamiento, un endulzamiento, clemente hasta sobrepasar el filo de la extrañeza, las incoherencias aparentes. El niño que Jack en el fondo era, eso iba a buscar ella, el inocente estrellado, desviado, desarraigado, dado a las visiones. Tenía que ser un acontecimiento preñado de simpatía.

Ella le rozó la barriga con el dorso de la mano. Jack la miró con cuidado, sondeando sus intenciones, como una pregunta que se formulase a las almas de ambos, la armadura, el meollo del respaldo, de su libre discreción respectiva. Le puso la mano en el hombro y la bajó a lo largo del brazo, hasta que se encontró con su mano. No es que la guiase, sino que más bien la acompañó.

Durante un rato fueron un conjunto de humores con ganas de jugar. Garabatearon cada uno en el cuerpo del otro. Se tocaron con respeto reverencial. Investigaron la meticulosidad con que las personas tratan de zafarse de años de privación emocional y sensorial. Por fin, los dos parecían decirlo al unísono: se nos permite resolver este misterio. Eso formaba parte del principio de infantilismo que ella quiso establecer como nivel de percepción reconocido por ambos. Con una curiosidad ligeramente piadosa, los dos manejaban, planeaban. Era la elaboración de una idea común, del amante de las fantasías. Eran los dos lentos y concienzudos, tratando de ponerse a la par del tempo de sus invenciones respectivas, puramente mentales, las manos que buscaban una plástica consistencia.

Ese intervalo no tardaría en pasar, esas abstracciones a media tarde, el manso amor al tacto, la superficie misma de contacto.

Jack se sentó de costado, apoyado en el brazo izquierdo, la pierna izquierda extendida y la derecha flexionada. Pammy se arrodilló apoyada en su cadera, en el hueco hondo formado por la cadera misma y el muslo curvo, una mano en su regazo, agazapada, inmóvil, la otra acariciándole la cabeza, la nuca, el mechón, la blanca señal de algo, el secreto tribal de Jack, su sentido, lo que tan prístino lo hacía ser. Con una pose casi clásica sobre la hierba, mantuvo la cara alejada de ella. Extraña la blancura antinatural, el tono puro de tiza, parecía, molida y mezclada con agua, la suerte de defecto transformador que hace que algo (por decirlo con tosquedad, pensó ella) suba de precio. Repasó la zona con el pulgar, pocos centímetros cuadrados, sintiendo cómo el cabello volvía a su sitio a su paso. Lo tenía bien cortado y mejor peinado, de una textura inequívoca.

Él se puso en pie y se plantó sobre ella, Jack con su polla enhiesta, trozos de hierba y de tierra pegados a la parte inferior del cuerpo.

De espaldas, llevó los pulgares a sus pezones. Tenía la cara colorada y húmeda, y parecía hallarse en un estado intermedio, parecía preguntarse, maravillado, o parecía haber olvidado algo.

Tras él, de costado los dos, ella se adelantó y elevó la pierna de él por encima de las suyas. Hubo un mínimo colapso en el formato y ella se acomodó bajo él, apoderándose de todo, tratando de abrirse camino, de cancelar toda diferenciación entre las superficies.

Se puso de nuevo a horcajadas sobre el pecho de él, las rodillas hincadas en sus sobacos. Le obligó a pegar más los brazos a su cuerpo y se encajó, empujó con las rodillas, desequilibrada, llenándose, adentrándose, tensándose, entrelazándose.

El aspecto y carácter de las zonas corporales, los nombres, la líquida fricción. Tenuemente ella buscó frases que designaran tales configuraciones.

Boca abajo sobre su propia camisa, notó las manos de él presionarle las nalgas, redistribuir la masa, abrírselas para deslizar la polla sobre ambos bordes de la mella. Ahí, a saber cómo, el objeto que desprendía energía era su camisa. Logró levantar la pelvis a duras penas, contrapesando la presión gravitatoria de su cuerpo, y metió la mano bajo la camisa, bajando entonces el cuerpo encima, despacio, el brazo izquierdo a modo de palanca, la mano derecha aferrada a la camisa, metiéndose un puñado entero en la entrepierna. Jack se fue cuando ella cerró las piernas sobre la camisa y rodó de costado, con las rodillas levantadas, la camisa colgada de la hendidura en la que se habían unido sus muslos.

Así, derecha e izquierda. La pierna, el dedo índice, el testículo, un pecho. Así, cruzándose por encima. El reacomodo de partes distribuidas al azar en algo hecho o improvisado por ambos. Por un tiempo parecieron los factores esenciales: la colocación, el peso, el equilibrio. El significado de la derecha y la izquierda. Las transposiciones.

Cruzado de piernas, Jack miraba. Ella se refrotó repetidas veces la camisa entre los muslos, aflojando la tensión de las rodillas con la presión y la fricción quirúrgicas. Se abrió entera hacia él, un punto paranoico, respirando cual si la meciera una corriente transversal de agotamiento y de necesidad, vacíos sus ojos de intención.

Ya había dejado de ser un acontecimiento diseñado para sorprender los placeres conocidos. Él se acercaría a ella y ella le tendería la mano a ciegas. Se pisarían el uno al otro, ella con la mano sujeta a la nuca de él. ¿Quiénes eran, tumbados de ese modo el uno sobre el otro, reencajándose, apretándose, comenzando a funcionar de nuevo? Su cuerpo de nadadora se arqueó contra el de él. El Jack de Ethan y Pam. De vez en cuando, ingrávida, pudo rasgar el velo y penetrar el otro lado, estudiar su propia implicación, prácticamente liberada de todo pánico, de la manipuladora administración de su propia sensación de lo adecuado, de lo que concuerda en la observancia de la razón. Duró sólo unos segundos. El resto fueron tinieblas, una obturación de la luz sobre temas extraños. Ella quiso darle salida en largos mecimientos, campanadas. Lo que le acometió, la indecible ordalía de ese placer, evolucionaría sin intervención ninguna, una secuencia que la transportase, consistente en quedarse atrás y en recobrar acto seguido el terreno perdido con su propio cuerpo, su transcurso preventivo, la exaltada violencia de sus sentimientos, los reabastecimientos que abruman el mortal faenar de los sentidos, empapándolos de los misterios de los músculos y la sangre. Ese segmento de terminación fue «factual», de un solo sentido, y ella lo iba a cerrar, aplastar, saciar, con un acceso de hipo.

Jack estaba sentado sobre la hierba, siguiendo con la mirada un ave de gran tamaño, un cormorán seguramente, que trazaba un arco sobre la bahía. Pammy se vistió mirando a Jack, preguntándose para sus adentros por qué estaba tan pendiente de él. ¿Era porque lo que habían hecho tuvo menor efecto en ella que en Jack? ¿Era por pensar que Jack podría irse de la lengua? ¿Era por suponer que Jack estaba molesto, que ya se estaba arrepintiendo? Tenía el cuerpo dolorido casi por todas partes. La tierra misma le había dolido. Maldito terreno. Se preguntó si llegaría a tornarse tan compleja como para que alguien le preocupase sin tener en consideración las razones posibles de ese concernirse.

– ¿Y mis zapatos?

– No traías zapatos.

– No vine con zapatos, cierto.

– Te lo digo de veras.

– No vine con zapatos -dijo él.

– Lo cual explica cómo tienes los pies.

– ¿Cómo, con cortes?

– Magullados -dijo ella.

Él se vistió y empezó a andar a la pata coja mientras se examinaba el otro pie. Pammy estaba arrodillada, atándose la segunda zapatilla. El esfuerzo de ponerse en pie se le antojaba excesivo.

– ¿Por dónde volvemos?

– No sé, pero supongo que más vale que echemos a andar.

– Supongo -dijo él.

– ¿Y qué decimos?

– Que estuvimos aquí, si es que lo pregunta.

– Dimos un paseo.

– Estamos, cómo diría, un poco alborotados.

– Mira, un crucero.

– Dimos un paseo hasta el prado.

– ¿No lo ves, con sus tres mástiles? No te apures. Dimos un paseo, eso es todo.

– Claro, tal que asi.

– Pues sí, tienes un par de arrugas en la camisa. No pasa nada, Jack.

– Qué hipo.

– ¿Por dónde?

– ¿Fuimos al prado y qué? Nos hemos pasado todo el tiempo mirando un crucero.

– No hay problema, Jack.

– No, para ti no lo hay

– Mira, estuvimos hora y media haciendo chipi-chapa. Saqueamos un cementerio. ¿Qué más da? No va a interrogarnos, te lo aseguro. Apaleamos a los cachorros de foca hasta matarlos, para quedarnos con sus pieles.

– Ethan es responsable de mí. Está deseoso de serlo. Lo acepta.

– Jack, no pasa nada.

– No tengo humor para armar ahora un jaleo con Ethan. Él lo acepta, sea lo que sea. Mi vida entera. Está deseoso de ser responsable.

Ella cayó en la cuenta de que se le había puesto una cara, fugazmente, mientras miraba el crucero, de sonrisa idiotizada. Echaron a caminar por el bosque, encontraron el camino de tierra sólo tras cierta confusión, un breve desacuerdo sobre los hitos del terreno.

Después de la lluvia, Pammy se sentó con Ethan junto a la chimenea. Desde ese ángulo, arrellanado en su sillón, parecía haberse dormido. Se alejó de la fuente de la luz y abrió una puerta lateral sólo io justo para asomarse a la noche. La fuerza contenida, el ramalazo del pino húmedo, bastó para sobresaltarla. Se veían por allí cerca algunos puntos de bioluminiscencia, gotas de luz abdominal. Le llegó un tenue olor a descomposición desde la bahía. Al deslizar la puerta corredera para cerrarla, notó en el acto el calor en la cama. La conciencia se le había caído a capas, volvió a su asiento. Ethan se levantó sólo para reavivar el fuego. El tronco siseó.

– Esta noche no sé que te pasa en el pelo. Lo tienes muy negro y reluciente. De una calidad japonesa. La luz, el modo en que te da.

– A juego con mi bocaza de alemán.

– Tendrías que hacerte un moño.

– ¿Cómo se llamaba aquel samurai?

– Tendrías que probarlo, Ethan. Un moño. Incluso en la oficina.

– ¿Acaso emito una suerte de amenaza feudal? Alargó la palabra «feudal». Jack entró entonces. Se quitó el jersey y lo echó sobre el respaldo de una silla. Se sentó en las losas cercanas a la chimenea, que ¡a rodeaban por espacio de algo más de un metro, la mirada clavada entre los pies. Habló en voz comedida, una fusión de insinuaciones de fatalismo y de cansancio estudiado. Hizo pausas para respirar hondo.

– Lo he vuelto a ver. Cerca del coche. Hay un claro entre los árboles. Estaba allí. No sé, a menos de cien metros. El mismo de la otra vez. Quizás no tan brillante. Verdoso. El mismo verde. Lo vi desde cerca del coche, justo encima de la bahía. Una luz verde azulada. Algo sólido detrás. Un objeto. La luz resplandecía, titilaba, de modo que era difícil precisar sus perfiles. Pero era sólido. Lo supe. Me lo dije mientras estaba allí de pie. Esta vez puse más empeño. El color, la forma, estuve concentrado. Dije: «No te muevas, no desaparezcas.» Ni siquiera moví la cabeza. No recuerdo haber parpadeado siquiera. Entonces se hundió un poco, se deslizó y, alejándose por la bahía, hacia el sur y el oeste, se hizo más pequeño. Los árboles no me dejaron verlo, así que fui corriendo a la orilla y aún lo vi. Sólo la luz, azul verdosa, empequeñeciéndose. Nada sólida. Pero antes sí lo era. Me dije: ahí está, indudable. Luz que emana de un objeto. Ahí hay algo.

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