Jugadores - Delillo Don 13 стр.


– ¿J. es homosexual?

Ella no lo sabía.

– ¿Cabe la posibilidad de que se entregue, de que estampe su firma en la línea de puntos?

Gesto de indiferencia.

– ¿Lo pueden matar? En caso afirmativo, ¿cuándo?

– Olvida todas tus dudas.

– Sí, lo van a matar.

– No es una cuestión de urgencia -dijo ella-. Tenemos otras cosas de qué ocuparnos.

Se apartó del volante y se acercó a Lyle con torpeza, dejando la pierna derecha en medio e impidiendo así el efecto que buscaba, una intimidad forzada, el intercambio de compromisos intensos. Por último le tocó la cara con ambas manos. Fue tal el contacto que sembró un cruce de canales, un camino de reciprocidad inmediata. Tenía la mirada fija, un punto enloquecida, de nuevo un efecto indeseado. Era interesante, siempre lo era, que le tocase una mujer, la primera vez, cuya mente uno sabe que circula por líneas distintas de las propias, que vive de acuerdo con otro mapa radicalmente distinto.

– ¿Estamos cerca de algo?

– A punto de llegar -dijo ella.

– ¿Tenemos a un Vilar en esto?

– Tendremos a alguien más que dispuesto.

– ¿Es posible que reciba instrucciones de tu hermano?

– Querrás decir que se haya preparado.

– Es que me sentaría fatal que algo detonase antes de lo previsto.

– Vilar está confinado por completo, privado de toda comunicación con el exterior. Ha intentado suicidarse varias veces. Lo tienen sujeto a vigilancia las veinticuatro horas del día. Antes que seguir en la cárcel, Vi-lar se quitará la vida. Es cuestión de tiempo, nada más. Es el acto que lleva toda la vida ensayando. Antes morir que la justicia del cerdo. Ése es el destino de nuestra clase.

Volvió a ocupar su sitio en el asiento y miró por la ventanilla los desechos en la calle. Otras tres botellas se estrellaron contra la acera a media manzana de allí, de nuevo en intervalos de diez segundos.

– Pero tienes a alguien.

– Por descontado.

– ¿Fabrica bombas?

– Falsifica pasaportes -dijo ella.

Era de noche. Un grupo de hombres y de jóvenes apareció en la esquina opuesta, riendo. Tres se separaron del grupo y se dirigieron al coche, meros adolescentes, uno con una botella entre las piernas, caminando como un pato.

– Así que espero.

– Será pronto, Lyle.

– Lo hacemos de la misma manera, ¿no? Yo le abro el paso a tu hombre, le franqueo la entrada en el parqué, será mi invitado. Deja lo que tenga que dejar. En plena noche, estalla.

– Hablaréis.

– ¿Quién es?

– Todavía no -dijo ella.

– ¿Soñaste alguna vez que encontrarías a otro George con tanta facilidad?

– Es propio de los americanos.

– ¿El qué?

– Es igual que los ingleses, que nunca dejarán de ser unos chiquillos. Los americanos están condenados a realizar actos heroicos.

– Qué comentario tan irónico, señaló él -dijo Lyle.

– Decide tú mismo cuál de las dos enfermedades es peor.

Le sonreía. Los tres chicos pasaron por delante del coche, mirando al interior, y se fueron por el solar vacío. Ella parecía esperar a que Lyle bajara del coche. Un hombre con unos pantalones demasiado grandes y una camiseta llena de agujeros se acercó al coche por el lado del conductor. Marina dijo algo en español. Luego miró a Lyle. El hombre había vomitado poco antes. Sin apartar los ojos de Lyle, dijo algo más y el hombre se largó.

– La botella es la diana -dijo Lyle-. Me lo repito como recordatorio. Además, me sosiega.

– Pronto hablaremos.

– Voy a bajar, ¿es eso?

– Sí.

– Y a caminar.

– Primero un paso, luego otro.

– A lo mejor podrías dejarme en Canal Street, si vas en aquella dirección, o en cualquier punto cercano a la parte baja de Broadway.

– Es mejor aquí mismo.

– O en Chinatown -dijo él-. A lo mejor hace tiempo que no vas por allí. Es una parte interesante de la ciudad.

Cuando llegó a casa, vació el contenido de sus bolsillos sobre la cómoda. La cartera, las llaves, el bolígrafo, el cuaderno de notas. Las fichas de transporte a la derecha de la cómoda, los centavos a la izquierda. Se comió un bocadillo y salió con una copa al terrado. En una de las mesas estaban sentadas cuatro personas de avanzada edad. Lyle se acercó al pretil. El ruido de las calles llegaba incierto, asordinado, una densidad subacuática. Los aparatos de aire acondicionado, los autobuses, los taxis. Más allá de eso, algo indiscernible: el tono sin connotaciones que parecía emanar de las calles mismas, que estaba presente incluso aunque no hubiese tráfico, en los amaneceres más callados. Era una perturbación innata, de baja frecuencia, en la materia misma de la ciudad física, un rugido espectral. Sostuvo la copa más allá del murete. Los demás habían guardado silencio desde que llegó. Dejó caer la copa con la mano derecha para cazarla con la izquierda. Hubo una fracción de segundo en la que ninguna de las dos manos rozó siquiera el cristal. Resolvió hacerlo cinco veces más, extendiendo la distancia entre las manos un poco más a cada vez, antes de bajar a su piso.

Estaba en la cama cuando llamó Kinnear.

– Tendrá que ser breve, Lyle.

– Estoy despierto, pero por los pelos.

– ¿En qué situación estás?

– Marina está más o menos decidida a localizarte. No creo que por ahora tenga ni idea de dónde puedes estar, al menos que yo sepa. Sigue con ganas de hacer lo de la Bolsa.

– ¿En qué situación estás, en dólares y centavos?

– ¿Andas necesitado?

– Me anticipo.

– ¿Cuánto necesitas?

– No lo sé con certeza. Hay diversas variables. Sólo quería precisar si estarías dispuesto a ayudarme y secundarme.

– ¿Te parece oportuno que retire una cantidad y que espere a saber de ti?

– Retira mil quinientos ahora, buena idea, en caso de que todo esto se materialice durante el fin de semana, lo cual podría entrañar problemas para conseguir fondos.

– ¿En dólares americanos?

– Buena pregunta.

– Hay una oficina de cambio cerca de mi banco.

– No, que sea en dólares americanos.

– ¿Podrás cambiarlos con facilidad?

– En dólares americanos está bien, Lyle.

– ¿Y dices que tienes mucha prisa?

– Fíjate cuánta. Adiós.

Al día siguiente, a Lyle lo llamaron por megafonía cuando estaba en el parqué y le hicieron entrega de un telegrama enviado desde la localidad, con tres palabras -nueve uno cinco- y el nombre del remitente, DESINFO.

Al día siguiente al día en que recibió el telegrama experimentó lo que en principio se le antojó una especie de variante del deja vu. Se terminó el almuerzo y se plantó en la puerta de un restaurante que hacía esquina, desde donde atinaba a ver, en ángulo agudo, al hombre ya viejo y flaco que a menudo aparecía delante de! Federal Hall con un cartel escrito a mano, de contenido político, sujeto encima de la cabeza, para regocijo de quienes se hubieran congregado en las escaleras. Lyle se estaba limpiando las uñas subrepticiamente, con un palillo que había tomado de un vaso situado junto a la caja registradora del restaurante. La paradoja de la materia que refluía hacia sí misma. En este caso no había ninguna ilusión implicada. Había estado en ese mismo punto no hacía todavía mucho, a la misma hora del día, haciendo exactamente lo mismo que ahora, la mirada fija en el viejo, cuyo cuerpo se alineaba a la perfección con el filo de una sombra en la fachada del edificio frontero, el cartelón sostenido en el mismo ángulo, el suceso convertido en una réplica sin vida por medio de la impregnación estructural, el mineral que suple la materia anterior. Lyle decidió esparcir el contenido dirigiéndose hacia el hombre en vez de volver a la Bolsa, tal como sin duda hizo ¡a vez anterior. Primero leyó la parte posterior del cartel, la que daba a la calle, y recordó su tenor. Luego se sentó en las escaleras con "otra media docena de personas, y buscó el tabaco en los bolsillos. Burks estaba en la otra acera, cerca de la entrada de la Banca Morgan. La gente volvía a sus trabajos poco a poco. Lyle fumó durante unos momentos, se levantó y se acercó al de la pancarta. Las láminas de madera que afianzaban los bordes del cartel se extendían casi veinte centímetros, con lo que el hombre tenía sendos asideros. Burks parecía entristecido, con los brazos cruzados.

– ¿Cuánto tiempo lleva haciendo esto -preguntó Lyle-, sujetando el cartel?

El hombre se volvió para ver quién lo interpelaba.

– Dieciocho años.

Le corría el sudor por las sienes, por el pálido perfil de su piel sonrojada. Gastaba traje, pero sin corbata. La vida que hubiera en su mirada se había disuelto. Se había adueñado de su propio espacio, un mundo en el que las personas eran bajorrelieves labrados en la roca. Le tembló un poco la mano derecha. Le hacía falta un buen corte de pelo.

– ¿Dónde, aquí mismo?

– No, antes no estaba aquí.

– ¿Dónde estaba antes?

– En la Casa Blanca.

– ¿En Washington?

– Me obligaron a largarme.

– ¿Quiénes le obligaron?

– Haldeman y Ehrlichman.

– No le permitían plantarse ante la verja.

– Los bancos dieron aviso.

Lyle no estuvo seguro de por qué hizo esa pausa, por qué se paró a hablar con el hombre. A lo lejos percibía una estrategia. Tai vez quisiera fastidiar a Burks, quien obviamente esperaba para conversar con él. Desdeñar a Burks para conversar con un teórico enemigo del Estado fue algo que le agradó. Entró en su campo visual otro hombre, un tipo de mediana edad, fornido, con el traje algo grande, unas gafas incongruentes, modernas, como de diseño. Lyle se volvió y se fijó en que Burks ya no estaba.

– ¿Por qué sostiene el cartel sobre la cabeza?

– La gente de hoy en día.

– Quieren quedarse perplejos.

– Justamente.

Lyle no sabía qué hacer a continuación. Mejor esperar a que uno de los otros diera el primer paso. Retrocedió para estudiar la parte delantera del cartel, que nunca se había parado a leer hasta ese instante.

Historia reciente de los obreros del mundo

1850-1920, aprox . Amputación de las manos a los obreros de las plantaciones de caucho del Congo por no cumplir con ¡as asignaciones de trabajo. Fotos en la caja fuerte del Banco de Inglaterra. Surge el capitalismo.

la edad industrial Trabajo infantil, accidentes, muertes.

Crueldad = beneficios. Barrios obreros en Glasgow, Nueva York, Londres. Pobreza, enfermedades, desmembración de las familias. Huelgas, boicoteos, etc. – tropas, policía, órdenes judiciales. Amarga cosecha de la Rev. Ind.

mayo de 1886 Revuelta de Haymarket, en Chicago. Los antidisturbios asesinan obreros, 10 muertos, 50 heridos, explosiones de bombas, fuego a discreción.

septiembre DE 1920 Estallido en Wall Street, autor o autores desconocidos, 40 muertos, 300 heridos, quedan huellas en el muro del edificio de J. P. Morgan. Triste recordatorio.

febrero de 1934 Fuego de artillería en las calles de Viena, bombardeo de las casas de los obreros, un millar de muertos, entre ellos 9 líderes socialistas ahorcados. Alzamiento de los nazis. Víspera de la Segunda guerra mundial, etc.

Aún había más, en letra pequeña, al pie del cartelón. El hombre fornido, mustio, pañuelo en mano, estaba a menos de metro y medio. Lyle bajó de la acera, tocó al viejo del cartel al pasar por detrás de él; puso una mano sobre el tejido desgastado que le cubría el hombro, muy fugazmente, en un gesto que no entendió. Luego acompañó al otro hombre por Bowling Green, donde tomaron asiento en un banco, junto a una mujer que daba de comer a las palomas.

– ¿Y qué tal si te pones nombre?

– Burks.

– ¿Qué Burks? ¿Qué se supone que significa Burks?

El hombre miró de reojo a un coche aparcado en la otra acera. Burks estaba sentado al volante, con el cinturón puesto, la mirada al frente.

– De repente es un nombre genérico.

– Hazlo a nuestra manera, Lyle.

– Ya. Viviré más tiempo.

– Yo no iría tan lejos, por pesimista que sea.

– Se tiñe el pelo. Kinnear. Olvidé comentarlo la última vez. Es posible que tenga un contacto en el juzgado de guardia, por lo que pueda valer.

– Por pura curiosidad, Lyle, una cosa: ¿dónde se encuentra?

– ¿No tienes mi línea de teléfono pinchada al ordenador que rige los destinos del mundo?

– Para nada, al menos que yo sepa. Además, no creo que tenga mayor importancia, porque A. J. 110 te va a contar nada, lo que se dice nada, que sea importante.

– Pues si tú no lo sabes, yo tampoco.

– Lo que te rote.

– Podría especular, claro está. Hacer deducciones lógicas. ¿Por qué no me dices antes algo acerca de él? Lo que sepas, lo que sea. Has encontrado su nombre en un registro de voz, por lo visto, o poniéndoles cintas grabadas a unos cuantos, diría yo. ¿Qué más sabes, eh?

Burks-2 estaba arrellanado y ocupaba medio banco. Se limpiaba las gafas modernas con el pañuelo que había tenido en la mano durante el cuarto de hora anterior. Su fatiga, su propio peso desparramado, dio a Lyle confianza. Parecía un hombre que patrocinase un equipo femenino de softball. Se mete el meñique en la nariz y tiene comercio sexual en los automóviles.

– A. J. enseñó vocalización y dicción en un instituto. Trabajaba a tiempo parcial para una agencia de cobro a morosos. Era cobrador. Como actividad suplementaria se dedicó a promover la reforma de las prisiones, a hablar con grupos, a recaudar fondos, en el estado de Nevada. Se fue radicalizando cada vez más, como suele,pasar, aunque lo que en realidad sucediera en el fondo de su corazoncito, Lyle, está abierto a discusión. Hubo un poco de bulla en Nueva Orleans, a finales de la primavera del 63. Es difícil precisar los detalles. Parece que se iba a proceder a un secuestro, por lo visto de un abogado que figuraba en un comité gubernamental. Disponía de información que alguien quería a toda costa. Hubo conexiones, curiosas corrientes soterradas. Por ejemplo, Oswald. Por ejemplo, Cuba. Documentos echados en falta. Pero parece ser que todo el montaje nunca se llegó a precisar. Alguien contactó con el departamento de Justicia con la muy conveniente antelación de cuarenta y ocho horas sobre la programación de la intentona. El bueno de Kinnear desapareció en ese punto, o poco más o menos. Reapareció en Bogotá tres años después, donde resulta que estuvo compinchado como un gilipollas con chusma implicada en el tráfico de cocaína. Acto seguido desaparece y justo después se procede a arrestar a docenas de personas. Luego nos lo encontramos en la Costa Oeste, con un grupo de antiguos rockeros de los tiempos de la universidad, que se dedican al negocio de los viajes, a trasladar a gente de manera clandestina, a sacarlos del país. A. J. hizo un poquito de todo. No es que tuviera mucho peso en el movimiento. Ha sido más bien un correo. Un pagador. Según nuestra reconstrucción, ha tratado de venderse como jefe operativo de tal o cual unidad terrorista. ¿No se te antoja peligroso?

– Puede que esté en Canadá.

– Mira, Lyle. Si quieres que te diga la verdad, me importa un pijo. Te lo juro. Por lo que a mí respecta, es como si A. J. estuviera en Limbo, estado de Arkansas. Si te lo he preguntado es por pura curiosidad, por pasar el rato.

– Puede que esté en Canadá o camino de Canadá, no estoy seguro, no creo que esté muy lejos, pero creo que Canadá, fijo.

Las migas de pan salieron volando de la mano de!a mujer. Una docena de palomas se acercaron a picotear. Burks-1 bajó la ventanilla con un bostezo. También bostezó Lyle a la vez que aguzaba la vista para leer la matrícula.

– Nos gustaría saber algo sobre Marina Vilar.

– Todavía quiere hacer algo en la Bolsa.

– ¿Dónde se le encuentra?

– Ni idea, de veras que no lo sé. Yo diría que vive en su maldito coche.

– ¿Quién está con ella, cuántos son?

– ¿No sabes nada de eso por medio de Vilar?

– Yo personalmente, Lyle, no sabría decirte si Vilar es mexicano o si es sueco, pero todo lo que alcanzo a saber me lleva a pensar que está en condiciones de apuntarse a clases de macramé. Como una jaula de grillos. No se adapta nada bien a su actual entorno.

– Sólo sé de una posibilidad, de otra persona, y es probablemente el que fabrique el explosivo.

– Tendrá un nombre, digo yo.

– Luis Ramírez, seguramente. He dicho seguramente. No lo sé con certeza. J, más o menos indicó que falsificaba pasaportes. Ha pasado algún tiempo con grupos de otros países, caso de que exista, caso de que se llame así. Es posible que los tres tengan alguna relación de familia. Es algo confuso.

– ¿Quién es J.?

– Kinnear.

– Ah, A. J.

– Tienes una información algo anticuada.

– Cuando dices tres, ¿a quiénes te refieres? ¿Los latinos?

– Correcto. Sólo que son suecos.

– No me parece que tenga ni pizca de gracia.

Burks le dio un número para que llamara en cuanto Marina se pusiera en contacto con él. Cuando alguien cogiera su llamada, debía darle su propio número de teléfono y luego facilitarle la información que poseyera. Todo el mundo le daba números o le proponía que diese números. Se le dan bien los números. No necesitaba anotar nada. Había desarrollado maneras de recordar, métodos que se remontaban a su más tierna adolescencia. Eran secretos trucos mnemotécnicos. No había nadie más que utilizara exactamente los mismos. De eso estaba seguro. Las fórmulas eran demasiado personales, estaban demasiado asentadas en su propia idiosincrasia, eran imposibles de duplicar.

– ¿Hay alguna fecha de la que te acuerdes en especial? -dijo Burks.

– Ella no dijo cuánto. Ni la más mínima alusión. Tampoco sé qué clase de explosivo.

– ¿Qué experiencia tienen?

– Algo hicieron una vez en Bruselas, e hicieron lo del aeropuerto de Alemania Occidental. Berlín Occidental, quiero decir. ¿Cómo se llama?

– Joder, pues no sé.

– Sea como fuere, le dieron al avión que no tocaba.

– Tuvo que ser el infierno.

– Se llevaron por delante el DC-9.

– ¿Con qué?

– Con misiles.

– Tuvo que ser la leche justificar todo eso ante el mando.

Lyle se puso en pie. El Burks original respondió arrancando en motor.

– ¿No se te exige por ley decirme exactamente a qué organización perteneces?

– Si tuviera la energía necesaria para levantar el pie, Lyie, se te exigiría recibir una patada en los huevos. Ahora mismo, ése es el único requerimiento efectivo.

7

En el parqué, Lyle se plegó a la racionalidad estricta del volumen y el precio en todas sus ramificaciones. Una atención consumada era una característica positiva, una mirada mansa por todas partes, la cordura que residía en cuantas caras le salían al paso. Era un trabajo sólido, nítido y a veces incluso animado, muy del Viejo Mundo en cierto modo, los hombres reunidos en una plaza para tomar parte del intercambio verbal, abierto, a la vez que tomaban nota de las cifras con lápices, los operarios desconcertados ante la caligrafía del personal. El papel se acumulaba bajo sus pies. Corrientes secretas, pensó, recordando el concepto de dinero electrónico según Marina. Olas, sistemas, invisibilidad, poder. Pensó: bip-bip-bip-bip-bip. Uno de los brokers le dio un golpéenlo en la cabeza, de broma, cual si fuera un combate de boxeo fingido. Lyle fue a la zona de fumadores y llamó a la sede de la empresa desde una de las cabinas, preguntó por Rosemary Moore. Le cogió Zeltner, colgó el teléfono. Fumó cruzado de brazos, dando brincos sobre los talones. Tenía un aura de sufrimiento viril, como si las cosas hubieran llegado a tal punto por el despeñadero del error que ya no podían expresarse de una manera verbal coherente, necesitadas de comentarios imposibles, de lágrimas o gritos.

– Bueno, Frank.

– El mundo sigue dando vueltas.

– Veo que te has afeitado.

– El mundo exterior.

– Aún sigue dando vueltas.

– Eso es obvio incluso para mí.

– Es buena cosa que dé vueltas -dijo Lyle-. Si no, no reinaría esta quietud. Necesitamos ese movimiento, ves, el fluir exterior, para seguir estando sanos y a salvo.

– A eso cuesta acostumbrarse.

– Porque nunca te lo dicen. Tus papaítos, digo. El vejete. Ya sabes, dándose un tirón en los tirantes. Nunca te lo dijo.

– ¿Y yo dónde quiero estar, Lyle?

– Dentro.

– Respuesta correcta -dijo McKcchnie.

– Oye, sobre la llamada que te pedí que hicieras. Da lo mismo. No te lo tendría que haber pedido. Todo está en su sitio.

– No me digas nada.

– Todo en orden. Nada que decir. Finito.

– Es que no te podría conceder toda mi atención, Lyle. ¿Sabes?

– Es un asunto religioso, Frank. Pronunciar ciertas palabras, los nombres de ciertas personas. Es un asunto profundamente personal.

– No sé de qué me hablas, pero estoy de acuerdo.

– Toca el nervio en los rincones más secretos.

Kinnear ya parecía muy distante en el tiempo y en el espacio. Las dos visitas de Lyle a la casa de madera gris eran puntos de niebla, casi míticos, el cuarto de estar y el patio, el arsenal del sótano. Era como si hubiese oído una descripción de esas zonas sin que supiera quién la hacía, como si jamás hubiera estado en ellas, físicamente, en persona, rascándose las costillas, con la garganta seca. Rebuscó en su memoria los detalles del lugar, cierta sensación de la textura y la dimensión. No había mucho más que Kinnear, con sus pasos almohadillados, sus rasgos faciales perfectos, su cabello de extraño color. Sus arrugas amistosas cuando sonreía. Su voz, madura y profesional: dos créditos, no obligatorios. Iba reduciéndose la serie de acontecimientos, su propia participación, a ese único elemento, la voz de J., las olas que la transportaban, emitidas desde algún lugar remoto.

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