Jugadores - Delillo Don 3 стр.


Rondaban por las calles en coches, y eso era nuevo para ella. Sintió una aguda humillación, un conocimiento inequívoco de haber visto reducida su valía. Comenzó a trazar una línea recta hacia la torre norte, pero sin tener verdadero sentido de la dirección emprendida. Repartía su cólera alrededor. Avanzaba entre enormes manchurrones indiferenciados, campos de cosas sin concretarse. En cierto modo era imposible rechazar esa clase de ofrecimiento. Verlo ya era aceptarlo de una manera automática. Él la había llevado en su coche a una terminal de carga, en la otra orilla del río, donde aparcó cerca de un edificio aislado, con las ventanas rotas. Allí le enseñó su manera de hablar, sus creencias y costumbres, los nombres de su padre y de su madre. Hecho esto, ya no tuvo que ponerle las manos encima. Ya eran el uno parte del otro. Ella lo llevaba encima, como si fuese un escarabajo muerto en su bolso.

Cuando estaba en la universidad, las chicas de su pasillo, en el colegio mayor, llamaban «vertidos» a los pervertidos. A cualquier ruido en el bosque, más allá de las ventanas, reaccionaban avisándose unas a otras: «Alerta de vertido, alerta de vertido.» Pammy enfiló la puerta de entrada y atravesó el inmenso vestíbulo, el espacio norte, unida de pronto a miles de personas llegadas de todas las demás aberturas, en especial de las bocas de metro, donde los vendedores ambulantes vendían paraguas colgados de unos ganchos de las instalaciones todavía sin terminar de construir. Habían sido tan bobos como para anunciarse con una rima.

Lyle verificó que llevaba en los bolsillos las monedas, las llaves, la cartera, el tabaco, el bolígrafo y la libreta de notas. Lo hacía unas seis o siete veces al día y lo hacía distraído; sus manos sólo rozaban la superficie de los pantalones y la chaqueta mientras caminaba, después de almorzar, al bajarse de un taxi. Era una rutina que no le exigía una planificación consciente, si bien le tranquilizaba, y eso tenía una importancia suprema, la presencia de sus objetos personales en sus lugares de costumbre. En la cómoda, en su casa, apilaba las monedas. A veces trataba de verificar durante cuánto tiempo era capaz de utilizar una toalla de manos para secarse la cara antes de verse obligado a echarla al cesto de la ropa sucia. A veces se ponía una de las tres o cuatro corbatas cuyo estampado y color en realidad le desagradaba bastante. Las otras corbatas, las buenas, las usaba con tiento; prefería verlas colgadas en el armario. Le producía placer el saber que iban a durar más que las corbatas de menor valía.

Tenía el cabello pajizo y era alto. Era el socio más joven de la empresa. Aunque nunca había usado gafas, siempre aparecía alguien que se empeñaba en preguntarle qué había sido de sus gafas. Algo había en su serenidad, quizás en su prácticamente innegable amaneramiento, que daba a entender lo apropiado de que llevara gafas. Alguien, uno de los mismos que se empeñaba en saber de sus gafas, al verle sacar un cigarrillo del paquete, sacudiéndolo, le preguntaba cuándo había empezado a fumar. A Lyle le dolía en secreto esa falta de atención o de memoria por parte de sus conocidos. Pero él creía que, de algún modo, el fallo era suyo.

En sus movimientos había una cierta formalidad, una precisión de cajero. Rara vez parecía ir con prisas, ni siquiera en el parqué, aunque esa apariencia era engañosa, resultado de un andar comedido, de su modo de maniobrar a la deriva en una sala. Su cuerpo estaba despojado de todo exceso. No tenía vello pectoral, no tenía más que una sedosa pilosidad en los brazos y las piernas, casi imperceptible. Tenía los ojos grisáceos y la mirada mansa, la conjetura de un cierto distanciamiento. Esa pálida mirada, esa sobriedad de rasgos, su ausencia de líneas marcadas, sus gestos espaciados daban a entender que era una persona a la que resultaría muy difícil conocer a fondo.

El viejo estaba de nuevo delante del Federal Hall, con los ojos lagrimosos y la barba rala, una vez más con el cartelón sobre la cabeza: bancos, tanques, corporaciones. El rótulo estaba hecho de estrechas lamas de madera, unidas unas a otras, con lo que resultaba relativamente firme incluso ante el viento cuando soplaba. Lyle cruzó la plaza en diagonal hacia la Bolsa. El aire ya estaba caldeado. A la hora del cierre de los negocios, todo el mundo buscaría a la desesperada lugares donde esconderse. En el distrito financiero todo tendía a desplazarse más allá de los limites de lo aceptable. Los edificios altos y apiñados contenían los objetos, reflectaban unos en otros el calor, canalizaban las ráfagas de viento oceánico durante todo el invierno. Era un ambiente de prueba también para los estados de ánimo extremos, mujeres con carros de la compra llenos de basura, un hombre que arrastraba un colchón, borrachuzos de a pie que llegaban desde la zona portuaria, desde los cráteres de los solares en construcción cerca del Hudson, gente que iba descalza por la calle, amputados, lisiados, friquis, hombres que se separaban de grupos de hombres que dormían sobre cajones de pescado, bajo los pasos elevados, y que cojeaban al deambular por delante de los terraplenes, el helipuerto, Broad Street, andrajos vivientes. Lyle pensaba en tales individuos como si fuesen infiltrados en el distrito. Elementos que se habían filtrado. Innominados despliegues de existencia. El recurso de la locura y la sordidez como textos para la denuncia del capitalismo no le parecía que encajase, y ello a pesar de las apariencias. Era otra cosa lo que habían terminado por significar tales hombres y mujeres que gritaban a voz en cuello y arrastraban el vómito pegado a los pies. EÍ que portaba el cartel a la entrada del Federal Hall no formaba parte de todo aquello. Estaba en su contexto, profesaba a las claras su oposición.

Lyle charló de cualquier intrascendencia con los demás ocupantes de su cabina. Encima de un teléfono, pegada a la pared con celo, se veía una hoja con la porra correspondiente a un partido de béisbol. El parqué empezaba a llenarse. Por lo genera!, la gente estaba animada. Se respiraba una sensación de cordura incluso en los momentos de máximo desatino. Todo estaba ensayado a fondo. Había reglas, criterios, costumbres. En medio del ruido electrónico era posible sentir que uno formaba parte de una sobrecogedora e intrincadísima búsqueda de orden, de elucidación, de identidad entre los elementos constitutivos de un sistema. Todo el mundo hacía un reconocimiento del terreno en pos de un cierto equilibrio. Tras los gritos de los brokers, las estimaciones, las pujas, la cadencia y el soniquete de una subasta, siempre se hallaba un precio final, bueno o malo, y una nivelación de los deseos de las criaturas de este mundo. Los integrantes del parqué eran gente práctica, realista. Se gastaban bromas pesadas. No se internaban más allá de los márgenes de las cosas. Lyle se preguntaba qué parte del mundo, el lugar del que compartían una lúcida visión, era la que aún le estaba adjudicada para vivir.

Momentos antes de mediodía algo sucedió cerca del puesto 12. A Lyle al principio le pareció un alabeo indistinto, un hundimiento del patrón habitual. Percibió la prisa, una turbulencia desacostumbrada, gente que se apiñaba y miraba en derredor. Reparó en el ruido agudo y seco que había oído momentos antes: un disparo. Armas de pequeño calibre, pensó. Hubo otra ráfaga de actividad, esta vez más deslavazada, en el puesto 4, más cerca de donde se hallaba Lyle, no lejos de la entrada al anexo de la sala azul. Un griterío, unos cuantos individuos, incertidumbre, las voces atrapadas en un saludo ^de cortés sobresalto. Vio la primera acción clara, hombres que se desplazaban deprisa en medio de la masa, de costado, sorteando a la gente, tratando de abrirse paso a la fuerza. Iban persiguiendo a alguien. Quienquiera que fuese se aproximó a la entrada de la sala azul. Allí reinaba una total confusión. Un guarda jurado pasó rozándolo. Era imposible correr en medio del gentío. Todo el que se desplazaba deprisa lo hacía de costado o de tres cuartos, pasito a paso. Sonó el gong electrónico. En el otro extremo de la sala vio algunas cabezas que subían y bajaban por encima de la muchedumbre, una fila entera: los perseguidores. Los que se hallaban en la sala azul no sabían adonde mirar. Una joven, una mensajera de traje de chaqueta azul, se tapó la boca con el papel que llevaba en ese momento a algún lugar. Lyie se volvió en redondo y se dirigió al puesto 12. Allí había un cuerpo tendido. Alguien le practicaba el boca a boca. La sangre se extendía sobre el pecho de la víctima. Lyle vio a un hombre apartarse de un reguero que se extendía por el suelo. Allí, todos parecían muy atentos. La quietud se había adueñado del lugar. Era la zona más calma de todo el parqué.

Entrada esa misma tarde se tomó una copa con Frank McKechnie en un bar no lejano de la Bolsa. McKechnie empezaba a tener pinta de ser el chófer personal de algún zar del crimen organizado. Era bajo y fornido, estaba cada vez más canoso, y sus prendas de vestir a duras penas soportaban el empuje de firmeza y de anchura que había experimentado a lo largo de los últimos años. Fumaron en silencio unos momentos, mirando las filas de botellas. McKechnie había pedido dos cañas frías con ademán casi beligerante.

– ¿Qué sabemos de momento?

– George Sedbauer.

– No me suena -dijo Lyle.

– Yo conocía a George. Era un tipo interesante. Con encanto. Capaz de encandilar al más pintado. Pero tenía casi un don especial para meterse en complicaciones. Era como si se desviviera por meterse en líos. Sí no hallaba una manera de meterse en líos, se la inventaba. Con la Comisión tuvo líos en bastantes ocasiones. George era un tipo que caía bien, aunque nunca se supiera de qué pie cojeaba.

– Hasta ahora.

– Ahora lo sabes.

– He oído que pillaron al tipo en Bridge Street, ¿no?

– Lo pillaron en la sala de las obligaciones del Estado. Nunca pudo llegar a la calle.

– Tengo entendido que fue en la calle.

– Sólo llegó a la sala de obligaciones -afirmó McKechnie-. Al que te haya hablado de Bridge Street dile que es un mentiroso y un sinvergüenza.

– Tengo entendido que logró salir.

– Fantasías.

– Un rosario de falsedades, ¿no?

– ¿Qué has sabido de su identidad?

– Nada -repuso Lyle.

– Me alegro, porque no hay nada que saber. Según lo que se sabe, es como si no hubiera existido hasta hoy mismo. Por cierto, ¿cuándo cono vas a venir a cenar con nosotros, con tu señora esposa y toda la pesca?

– Últimamente apenas salimos.

– MÍ mujer sigue haciéndose las pruebas.

– Es como si nos costara salir. No nos organizamos nada bien. Si yo soy un desastre, ella ni te cuento. Pero descuida; ya nos organizaremos cualquier día de estos.

– Lyle, ¿tú estás seguro de que estás casado? Se cuenta por ahí que tienes alguna historia, sólo que con tantas mujeres, y en tantos sitios a la vez, que es imposible que además estés casado. Eso se cuenta, vaya.

Lyle pestañeó mirando su cerveza y sonrió para sus adentros.

– Tengo entendido que llevaba una chapa de visitante.

– Correcto -dijo McKechnie.

– ¿Y visitante de quién? Es obvio que de eso se trata.

– Fue a visitar a George Sandbauer.

– Eso no lo sabía.

– George se lo encontró en el parqué.

– Pues no queda más remedio que preguntarse por qué, si se conocían, el tipo le pegó un tiro allí mismo, en vez de hacerlo en alguna callejuela.

– A lo mejor no tenía planeado pegarle un tiro.

– Tuvieron una discusión -dijo Lyle.

– Tuvieron una discusión y el tipo saca el arma. Que, por cierto, se ha encontrado por ahí. Una pistola de juez de atletismo, pero con el cañón ahuecado para disparar munición del calibre veintidós.

– ¿Cómo es posible tener una discusión en pleno parqué con un tipo de fuera? ¿Quién tiene tiempo para ponerse a discutir con alguien que, además, resulta que es tu visitante?

– No todo el que entra con una chapa de visitante es tu cuñada recién llegada de East Hartford. Es posible que George tuviera algunos amiguetes interesantes.

Con el dedo índice, McKechnie hizo un movimiento en zigzag sobre los vasos. El camarero se dirigió hacia ellos, aunque hablando con otro cliente por encima del hombro.

– Sabes bien lo que todo esto significa, ¿sí o no?

– Dímelo tú, Frank.

– Significa que instalarán uno de esos aparatos de detección de metales y todos tendremos que pasar por el aro al entrar en el parqué. Odio esos malditos artilugios. Te pueden dañar gravemente la médula ósea, ¿lo sabías? Bastante asquerosa es la vida que llevo ya.

3

Lyle estaba sentado en su casa junto a la ventana, en vaqueros y camiseta, descalzo, bebiendo una cerveza irlandesa.

Pammy compró fruta en un puesto callejero. Le encantaba la pinta de la fruta en las cajas, al aire libre, las ' hileras superpuestas de melocotones y de uvas. Comprar fruta fresca le hacía sentirse bien. Era un acto de excelencia moral. Estaba deseando llegar a casa con las uvas, colocarlas en un frutero y rociar los racimos con abundante agua fría. Le producía un gran placer sopesar los racimos con ambas manos, notar el agua que los enfriaba. Y luego, los melocotones. El tacto de los melocotones.

Lyle recordó haber visto algunas monedas sueltas en el dormitorio. Fue allí. Los encontró al cabo de diez minutos. Tres monedas de un centavo sobre una caja de Kleenex color cobre y castaño. Oyó a Pam sacar las llaves del bolso. Apiló las monedas sobre la cómoda. Las fichas de transporte en el lado derecho, las monedas en el izquierdo. Volvió a la ventana.

Pammy tuvo que dejar la bolsa de la fruta antes de lograr abrir la puerta. Se acordó de lo que le había inquietado, la vaga presencia. Su vida. Detestaba su vida. Era una cosa de medio pelo, una molestia menor. Tendía a olvidarla a la primera de cambio. Cuando se acordaba de lo que había estado pensando, se daba por satisfecha al recordarlo y aliviada en el fondo de que no fuese nada peor. Empujó la puerta del apartamento.

– Vaya, ya llega.

– Hola. Si estás en casa…

– ¿Qué llevas en ese bolsón tan gracioso y tan húmedo?

– A lo mejor no te lo enseño.

– Fruta.

– Te he comprado un melón de Aviñón.

– ¿A mí me gusta el melón de Aviñón? -dijo Lyle.

– Y mira qué ciruelas. ¿A que no te lo crees?

– ¿Quién se comerá todo eso? Tú nunca las pruebas. Pruebas un poco cuando lo sacas de la bolsa y se acabó, Chiquita. Tratándose de fruta, te encoges.

– Pero a ti te gustan las ciruelas.

– Así que dices que es para mí, mira qué te he traído, la mandarina más grande del mundo, ñam, ñam.

– Es que para mí la fruta es muy bonita.

– Sí, en el cajón de la nevera correspondiente, donde cada pieza encoge como un feto.

– ¿Y esa cerveza que me ibas a poner? -dijo ella.

Él había adoptado una mueca rara, presunta imitación de la cara de virtuosa de la fruta que tenía ella, y que a ella le hizo reír. Avanzó por al apartamento quitándose prendas de vestir, dejando la fruta en su sitio, sacando una fuente de queso y galletas saladas. Había pedazos de ella por todas partes. Lyle la observó, tarareando algo.

– Hoy han matado a un fulano en el parqué. De un disparo.

– ¿Cómo? ¿En la Bolsa?

– Alguien le pegó un tiro. De sopetón.

– ¿Tú lo viste?

– Bingo.

– ¡Joder! ¿Quién ha sido? ¿Otra vez los puertorriqueños?

Él extendió la mano cuando ella pasaba por delante. Ella se acomodó en él a la vez que él se levantaba de la silla. Notó el pulgar de él en la base de la espalda, colándose por el sujetador. Se estiró para cerrar las cortinas. Él se sentó de nuevo, tarareando algo, con los brazos en alto, mientras ella le quitaba la camiseta.

– No diría yo que hayan sido los puertorriqueños. No querría yo decir, mejor dicho, que hayan sido ciudadanos de color, ni ninguno de los blancos cargados de buenas intenciones, que han enarbolado la lucha contra la lucha, sin saber, date cuenta, que el sistema capitalista y la estructura del poder y los patrones represivos son por sí mismos una dura lucha. No es cosa fácil ser el opresor del otro. Es un trabajo duro, diario, de perros, sin ningún encanto. Peor que triturar las aceras, rebuscar en archivos, llamar por teléfono una y mil veces. El éxito de la opresión depende de ello. Por eso diría, a modo de conclusión, que se empeñan en luchar contra la lucha. Pero no querría yo decir que hayan sido los puertorriqueños, los antisistema, lo que quieras. No fue una bomba, tenlo en cuenta. Fue un arma. Bang, bingo.

Pammy y Lyle, desnudos, estaban cara a cara en la cama blanca, arrodillados, las manos del uno en los hombros del otro, bajo una luz plana, que menguaba por décimas de segundo. La habitación estaba a salvo del escueto atardecer de la calle, la hora de los ruidos pensativos, cuando todo queda suspenso. Funcionaba el aparato del aire acondicionado, un zumbido agudo. Con cada descarga, un tinte neutro, un residuo, como de ceniza enfriada, impregnaba la habitación. Pammy y Lyle comenzaron a tocarse. Conocían las imágenes cambiantes de la similitud física. Era un vínculo tácito, parte de su conciencia compartida, el silencio minado entre personas que viven juntas. Acurrucado cada cual en las extremidades y siluetas del otro, parecían repetibles, células hijas de alguna división muy precisa. Sus lenguas derivaron sobre carne más húmeda. Este presentimiento de lo húmedo, una intuición de la naturaleza sumergida, fue lo que los puso a cien uno con otro, a mordiscos, a arañazos de ansia. A él le supo a vinagre el pelo alborotado de ella. Se separaron un momento, se tocaron desde una distancia calculada, se sondearon introspectivamente, un intercambio complejo. Él se levantó de la cama para apagar el aire acondicionado y subir la ventana. La velada se había recargado de fragancias. Atronaba encima de ellos. Lo mejor del verano eran esas tormentas que llenan una habitación, casi medicinalmente, de climatología, de luz variable. La lluvia golpeaba con fuerza los cristales. Vieron los árboles capear vientos racheados. Lyle se había mojado al abrir la ventana, las manos y el abdomen, y ambos esperaron a que se secara, hablando con acentos extranjeros de una tormenta que les había pillado en coche, en los Alpes, riéndose en «portugués» y en «holandés». Ella se retorció apretándose contra él, la soledad de ambos convertida en un refugio contra la tormenta. Perdieron contacto durante un momento. Ella lo atrajo hacia sí, necesitada de ese conflicto de superficies, la palpable lógica de su polla dentro de ella. Lo agarró con fuerza, se soltó al contagio del movimiento recurrente, alzándose, doloridos y juguetones, asilvestrados como dos cachorros de tigre.

Es hora de «actuar», pensó él. Ella tenía que quedar «satisfecha». Él tenía que ponerse a «su servicio». Ambos harían esfuerzos por «interactuar».

Cuando estuvo seguro de que habían acabado los dos, él se apartó y notó una mínima rociada de lluvia después de que alcanzara el alféizar. Tumbados de espaldas recuperaron el aliento. Ella quiso una pizza. Se sintió culpable por no apetecerle la fruta. Pero se había pasado el día trabajando, tomando ascensores, trenes. No podía afrontar las consecuencias de la fruta, su condición perecedera, la obligación que entrañaba el comerla. Quería sentarse en un rincón, sola, y atiborrarse de comida basura.

«Está a punto de encerrarse en el cuarto de baño», pensó él.

Oscureció. Ella se sentó al pie de la cama para vestirse. La lluvia amainó. Pammy oyó la camioneta de los helados de Mister Softee en la calle. Se anunciaba con música enlatada, un sonido que ella odiaba, la misma cantinela mecánica, de organillo, que le llegaba todas las noches. No era capaz de oír ese ruido sin sentir una grave opresión mental. Para indicarlo, emitió un zumbido grave, sordo, con una trémula «m» para reseñar que estaba de veras al filo de lo insoportable.

– Hay un auténtico Mister Softee.

– Ya lo creo -dijo ella.

– Va sentado en la trasera de la camioneta. Es el que hace el ruido, no es una música grabada en cinta. Lo hace con la boca. Le sale por ¡a boca. Ése es su lenguaje. Así es como hablan en las traseras de las camionetas de los helados por toda la ciudad. No diré que por toda la nación, aún no se ha extendido tanto.

– Un fenómeno local.

– Está ahí sentado, babeando. Es gordísimo, paste-loso. Ni siquiera se puede levantar. No tiene consistencia en las carnes.

– Ni tampoco genitales.

– Sí, deben de estar por alguna parte.

– Dejémonos de bromas y hablemos -dijo ella.

Se tumbó en la cama con camiseta y vaqueros, y se acomodó a su lado, apretándose contenta contra él. Él hizo un ruido y le dio un mordisco en la cabeza. Ella le arañó las costillas.

– Cuidado.

– Es que yo me gano la vida mordiendo cabezas.

– Ándate con cuidado, que sé dónde y cómo duele.

Él hizo un ruido de succión. Parecía interesarle más que cualquier otro de los ruidos que hiciera. Había desarrollado atragantamientos y resuellos a partir del ruido original. Comenzó a ahogarse, a asfixiarse, respirando trabajosamente, convulso. Pammy contestó el teléfono al cuarto o quinto timbrazo, como hacía siempre, a juicio de él, bien porque le parecía chic, bien por fastidiarle. Era Ethan Segal. Había pensado en acercarse a verlos con Jack. ¿Qué tenemos para darles de beber?

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