Lyle llamó a un Dial-a-Steak. Cuando llegó la comida encargada todos estaban algo achispados. Ethan se acercó a la mesa con una sonrisa de jugador de ajedrez. Se sentaron con las copas en la mano y comenzaron a retirar el papel de aluminio de las chuletas, las patatas, el pan, la sal y la pimienta.
– Es el cumpleaños de Jack.
Nadie dijo nada.
– Cumplo treinta.
– Bienvenido al Valle de la Muerte -dijo Lyle.
– Me siento distinto.
– Pero no te sentirás más sabio -dijo Ethan.
– Antes pensaba que treinta años era ser muy viejo. Conocía a gente que tenía treinta años y pensaba: Dios mío, treinta, qué horror.
– Pues espera a plantarte en los cuarenta -dijo Ethan-. Allí se desata la caja de los truenos al menos durante diez minutos. Luego empiezas a envejecer y tú tan tranquilo. La verdad es que no está del todo mal. Te pones zapatillas de andar por casa para ir al teatro y a todo el mundo le da por pensar que eres un tipo de lo más interesante, increíble, a punto de salir en un artículo de ecos de sociedad o de habladurías a la orden del día, en Vogue o en una revista así.
– Se nos ha olvidado abrir el vino -dijo Jack.
– ¿En qué momento en concreto -dijo Pammy- se convierte uno en cuarentañero?
– ¿Y el vino, Lyle?
– No queda. Se nos ha terminado. Hemos subastado la bodega para pagar los impuestos.
– Nosotros hemos traído vino -dijo Jack-. Vinimos con el vino.
– No hay vino, Jack. Puedes comprobarlo si quieres.
– Se nos quedó en el taxi -dijo Ethan.
– En el taxi -añadió Jack.
– Se nos ha olvidado en el taxi. Recuerdo con toda claridad que lo llevábamos en el taxi, pero no recuerdo haberlo visto después.
– Será porque te lo has bebido -dijo Pammy.
– Ya, porque me lo he bebido en el taxi…
– ¿Alguien ha dicho Coca-Cola light?
Hablaban deprisa y se reían sólo de las entonaciones, de la perspectiva del ingenio. «Esto en realidad no tiene ninguna gracia -pensó Lyle-. Parece que la tiene porque nos estamos agarrando todos una cogorza monumental, pero la verdad es que nadie dice nada que tenga ni pizca de gracia. Mañana ella dirá que vaya noche tan divertida, y yo diré que sólo pareció divertida, y ella me mirará como suele. Me mirará.» Vio su forma de mirarlo, pero no la expresó de forma verbal, pasando a la siguiente disposición sin espado, a un marco de «palabras» atomizadas y sólo a medias coherentes. «Pero no me cabrá duda de que estoy en lo cierto, porque por algo tomo nota ahora, mentalmente, para que no se me olvide, mañana, que en realidad todo esto no tiene gracia ninguna.»
«Cállate», se dijo.
Jack Laws alimentaba un punto de histeria en su risa. Ladeaba la cabeza más acaso de lo deseado, se llevaba las manos al pecho cual si fueran garras, se sacudía de encima algunos gritos de alborozo fóbico. Era todo un manierismo cultural puesto al día, un índice de la sospecha de que nada de cuanto digamos, nada de cuanto hagamos puede medirse como es debido sin referencia al miedo que impregna cada situación y cada cosa en particular. Jack era ancho de hombros, más bien bajo. Tenía la nariz respingona, la boca pequeña y el mentón bien hendido. En conjunto, su rostro era dueño de una taimada inocencia que rápida pero paulatinamente se disipaba en la incertidumbre o la combatividad, según fuera la situación. Su presencia era un valor añadido en la mayoría de las reuniones. La zona que ocupase parecía un remanso de sociabilidad y de animación. En algunas habitaciones, sin embargo, la manera en que reaccionaba la gente con Jack, ya fuera amistosa, ya fuera indiferente, se basaba más que nada en lo que sintiera hacia Ethan. Pammy tenía conciencia de estos ángulos de refracción. En tales ocasiones, con sutileza, trataba de desviar la atención de Jack.
Ethan de nuevo estaba en el sillón, de nuevo con su críptica sonrisa. Bebía vodka a pelo. Jack se había terminado la chuleta de Pammy, hablando al mismo tiempo de un amigo suyo que tenía previsto cruzar a nado algún estrecho en Europa, por lo visto el primero en intentarlo de norte a sur o algo parecido. En el aparato de música se oía la banda sonora de una comedia. Lo último de Lyle. Ponía esos discos a menudo y memorizaba los gags al detalle, el fraseo, los dialectos, para repetírselos después a los compañeros del parqué en los ratos de asueto. Ése lo había puesto pensando en Ethan. Lo mitraba, estudiaba sus reacciones según sonaba el disco, mientras Jack comía y hablaba a la vez y Pammy iba de un lado a otro. Al cabo de un rato la siguió hasta las estanterías de los libros.
– ¿Pagaste lo de Saks?
– No, ¿el qué?
– Están que se suben por las paredes -dijo-. Adjuntan cartas con la factura. Para que no se te olvide. Te llaman «señora de».
– La semana que viene, sin falta.
– Eso ya lo habías dicho.
– Lo esperan.
– ¿Dónde te dije que estaba la pila para el reloj italiano, para cuando se acabe la que tiene?
– Ni idea.
– Ya lo has olvidado.
– ¿Qué pila? -dijo ella.
– La estuve buscando en doce sitios. Es de cuatro voltios. No se encuentra a la vuelta de la esquina. Tiene un tamaño peculiar. Lo menos que podrías hacer es recordar dónde está, al menos si yo te lo he pedido.
– Ahí hay una pila.
– Para cuando se acaba la que tiene -dijo él-. Tiene una duración de unos diez meses, y el reloj lo tenemos desde hace casi todo ese tiempo. -Vale, ¿y dónde está la pila?
– En el cajón de la cocina, con los sacacorchos y las cintas.
Lyle fue al dormitorio y encendió el televisor. Era la única luz de la habitación. Lo miró unos minutos y comenzó a cambiar de canal. Llegó Jack, hizo un alto en su recorrido. A Lyle le ponía nervioso ver televisión con alguien en el dormitorio, incluso con Pammy e incluso aunque no cambiase de canal cada veinte segundos. Había algo privado en la televisión. Era íntimo, algo susceptible de provocar cierto embarazo
– ¿Qué ponen?
– Poca cosa.
– ¿Ves mucha televisión? -dijo Jack-. Yo sí.
– Bueno, a veces.
– Así te distraes. No tienes que implicarte demasiado. Escuchas, hablas, lo que sea.
– Yo me paso el día hablando -dijo Lyle.
– Sí, lo sé.
Jack no se había movido de la puerta. Estaba comiendo un melocotón, de pie, iluminado por la luz del pasillo. Cuando se dio la vuelta y se rió, inspirado por algo que había dicho Ethan, o Pam, Lyle vio el brote de vello blanco que le asomaba por el cuello de la camisa.
Pensó en decir algo al respecto, pero cuando Jack volvió a mirarlo había perdido todo interés.
– La cama está hecha un asco, pero ven si quieres, o busca una silla, o lo que sea.
– Está bien así, sólo estoy fisgando un poco.
– Parece que no dan nada sensato.
– A veces es de no creerse lo que dan. A mí me parece un asco, Lyle. Increíble. Cuánta sordidez. ¿Quién es toda esa gente que sale en la tele? Yo me niego a verla. De veras que me niego. Ethan sí ve la tele a menudo.
– A veces pescas algo, ¿sabes?, que tiene cierto interés… en otro sentido, no sé.
– ¿En qué otro sentido?
– No sé.
– Yo de veras que no me lo puedo creer. Qué cosas pasan. Y pasan ahí mismo, en la tele.
– ¿Tú qué haces últimamente, Jack?
– Estoy pensando en armar un plan.
– ¿De qué tipo?
– Sé de dónde se pueden sacar listas de mailings microfílmadas. Doscientos mil suscriptores de ocho o nueve publicaciones de salud. Sólo de la A a la M.
– ¿Y qué vas a hacer? ¿Venderlas?
– Pues claro. ¿Qué, si no?
– Venderlas, desde luego.
Siguieron mirando el televisor, escuchando por espacio de diez minutos, mientras dos comentaristas trataban de llenar el hueco abierto por la lluvia, que había interrumpido un partido de béisbol.
– Nosotros tenemos dos televisores -dijo Jack.
– Yo me lo estoy pensando.
– Le dije a él que se consiguiera uno adicional.
Se rió ligeramente, aunque terminó con un punto de aprensión, y volvió a la sala. Pammy estaba sentada en el suelo. Con el dedo índice golpeaba un cubito de hielo en su vaso, mirándolo hundirse brevemente antes de añorar a la superficie.
– ¿Sabes en qué no pienso? -dijo ella-. Yo es que no creo que pueda soportar la idea del mañana.
Miró a Ethan, que miraba fijamente la alfombra. -De veras te lo digo, parece como que no fuera capaz.
– Es a esa hora de la noche -dijo Jack. -Es que tengo la impresión de que ya no puedo acomodarme a más tiempo del que realmente tengo. Es como… A ver, adonde vamos; ése de ahí es tu amigo, junto conmigo. Elige con precisión la palabra, porque es importante. No el sitio, que es la palabra que corresponde a ascensor. No el despacho, la oficina, el edificio, que son tan corrientes que sirven casi para cualquier cosa.
– Entorno. -Gracias, Jack. -¿Preparo café?
– No, ésta no es una conversación de café. Es un asunto de tripas. Espera un instante, enseguida Siego a lo que iba. No vayas a pensar que no sé que este amigo tuyo hace ya una eternidad, poco más o menos, que no comenta lo que se dice ni palabra de su trabajo. ¿Por qué? Porque sabes tan bien como yo, Jack, qué le suele pasar a todo el mundo. Tu amigo, éste de aquí, antes hacía chistes. Seguro que te acuerdas, Jack, igual de bien que yo. Los dos le hemos oído hablar. Tenía tanta gracia al hablar de su trabajo, de la gente del campo… Qué chistes, qué anécdotas. De no creer. ¿Tarifas del precio por día de una consulta en caso de enfermedad terminal? Si la cosa se alarga, olvídalo: te tenemos bien pillado, cogido por los huevos. ¿Y aquella mujer de Syracuse? Aquella de la mascota destrozada por la pena, ¿qué bicho era?, un canario, ¿no?, en Syracuse, que la otra se le murió, no es la del canario, joder, mierda, me parece que me estoy haciendo un lío. Pero no pasa nada. Sois amigos del alma. Amiguísimos somos todos. Lo que pasa es que ya no cuenta chistes. Eso es lo que importa; bueno, eso y, además, que él cree que yo no me he dado cuenta. Porque es una tontería como la copa de un pino. Es una tontería, una modernez. A mí lo que de veras me da miedo es eso de que la gente se convierta en robots. Y el entorno, Jack, muchas gracias.
– Nunca había oído hablar de un canario destrozado por la pena.
– Jack, sí que lo sabías. Todos oímos aquello. -Señaló hacia el dormitorio-. Él aún sigue hablando de aquello. Basta con que a Lyle le digas «Syracuse» y en un visto y no visto se echa a reír, en serio, aunque sea pestañeando.
Ethan hizo un movimiento con el brazo como si abarcara todo lo que le rodeaba, un gesto de cancelación. Su corbata, un irónico adorno, de entrada, se le había caído de costado sobre el pecho, de modo que más parecía llevar una bufanda infantil.
– Lo que pasa… -dijo. Los demás aguardaron.
– Para forjar un cambio que uno tal vez sea reacio a forjar, que quizás resulte problemático por tal o cual razón, hay que decírselo a todo el mundo. Hay que hablar, hay que proclamarlo. Jack entiende muy bien lo que trato de decir. Hay que ponerlo de manifiesto. Aun cuando en el momento de hacerlo no tengas la menor intención, ya sea por miedo o por algún otro escrúpulo, a pesar de todo es preciso que le des visos de realidad por el sencillo sistema de expresarlo. Así cambia uno el curso de su vida: basta con decirlo para que los cambios empiecen a materializarse. Si al final decides seguir por el camino por e! que fueras, por eso que ha sido tan problemático a lo largo de tu vida, pues muy bien, que te aproveche, es cosa tuya. Pero si tienes la necesidad de sentir que estás en puertas de un cambio maravilloso, tanto si lo estás como si no, lo que hay que hacer es decirlo a los cuatro vientos. «Estoy a punto de experimentar un cambio maravilloso. Lo que estoy a punto de hacer será electrizante. Hasta las fibras mismas de tu ser se electrizarán, señor mío, cuando te cuente qué es lo que me he propuesto hacer.» Decirlo con las palabras adecuadas equivale a ver cómo brota la posibilidad. En qué consista es más bien lo de menos. Por eso no te rompas los cuernos. Por lo que hace a esta conversación, podría ser dedicarte al montañismo o ese amigo de Jack, el escamoso y tantas veces citado pájaro que tiene previsto atravesar a nado el mar del Norte sólo con la mano izquierda. Nuestras vidas se enriquecen por medio de estas notas publicitarias que nos mandamos los unos a los otros. Son cosas que es necesario hacer. «Voy a volver a estudiar, a aprender árabe, lo que sea.» Díselo a la gente durante seis meses. «Me voy a vivir a Maine, o lo que sea.» Jack entiende bien a qué me refiero. Díselo a todo el mundo, publícalo, que se enteren. Invéntate algo. Lo que cuenta es que parezca que estás a punto de. Entonces empieza a hacerse realidad, aunque sólo sea un poco. No sé, puede que baste con hablar. Quizás no quieras forjar ese cambio. Quizás el cambio consista en decírselo a la gente. ¿Cómo voy a saberlo? ¿Por qué me lo preguntas? ¿Y Lyle, dónde está Lyle? Despidámonos de Lyle.
– Creo que ya entiendo lo que quieres decir -dijo Pammy.
– ¿Lo entiendes o lo atisbas? -Creo que lo atisbo.
– Ya encontraremos un taxi en la calle, Jack. Seguro que nuestra botella de vino sigue en el asiento de atrás. Asi se cerrará el círculo. Yo creo en los círculos cerrados.
– Jack, feliz cumpleaños, te lo deseo de todo corazón.
– Sólo he procurado agarrarme una buena.
– No es preciso que pidas disculpas -dijo ella-. Dile a tu amigo que creo haber entendido a qué se refiere.
– Pues yo no -dijo Jack.
En el dormitorio, Lyle veía la televisión. Entró Pammy, se sentó a los pies de la cama, donde antes se había vestido, y se desnudó. No tenía ni pies ni cabeza todo ese vestirse y desvestirse. Al menos si se tiene en cuenta el tiempo empleado. Horas enteras. Al cabo de un rato se puso en pie, desnuda, y se acercó a Lyle, que estaba sentado en su silla de director, de espaldas a ella. Le puso las manos sobre los hombros. El volumen del televisor estaba muy bajo. Oyó el ruido de los coches en la calle, el sonido de los neumáticos sobre el pavimento mojado, el siseo susurrado. Su cara tenía un contorno nórdico, parecía impecable con esa luz. Él extendió un brazo sobre su pecho y la tomó de la mano.
4
Tras el cierre, Lyle se encaminó hacia el norte por Pearl. Las rachas de aire húmedo barrían las calles. Mientras esperaba a que cambiase un semáforo reparó en una silueta cercana, una mujer furtiva, que se acercaba a él palmo a palmo. Se volvió ligeramente para plantarle cara. Ella se detuvo en seco y habló, aunque no directamente a Lyle, con la cabeza un tanto ladeada.
– Ésa es un aliviadero para hombres, un putón desorejado. Y a él lo han incapacitado legalmente. Se pasa el día sentado con sus relojes de mesa, de pulsera, de pared, para no verla ejercer. Las tres de la mañana, las cuatro. Por favor: ¿quién necesita una cosa así? Por culpa de él un día de éstos revienta. Me lo espero de un día para otro.
Lyle cayó en la cuenta de que tendría unos cincuenta y tantos años, que era un poco raquítica, que vestía con normalidad, y que probablemente no era judia a pesar del tenue acento con que hablaba. Siguió hacia el este por John Street a la vez que enumeraba para sus adentros todos estos datos, como sí conversara con alguien que estuviera deseoso de disponer de una descripción precisa de la mujer. Era algo que, por norma, sólo hacía en los autobuses. Su atención se concentraba a su pesar en alguien que viajara al otro lado del pasillo, y sin darse cuenta componía una descripción física del hombre o la mujer, casi siempre un hombre. El concepto de interrogatorio policial formaba/ parte de la idea. Era un testigo en el brete de identificar a un sospechoso. Esos interludios se desarrollaban sin que los planease; lisa y llanamente se encontraba refiriendo (a quien fuese) el color de unos zapatos, de un pantalón y una chaqueta; la estatura y peso aproximados, negro, blanco, lo que fuera. En el instante en que se daba cuenta de lo que estaba haciendo, lo dejaba, se obligaba a callar. A veces, caminando, memorizaba los números de las matrículas de ciertos coches. Horas después repetía esos números para cerciorarse de que no los había olvidado. Las comprobaciones de un testigo perenne.
Casi al pie de John Street estaba el rascacielos de juguete donde su empresa tenía la sede central. Los bancos del exterior estaban pintados en colores primarios, al igual que diversos detalles decorativos en la franja inferior de la fachada. Pensó en los bloques de construcción de un juego infantil, en juegos de luces rutilantes. Había caprichosas cabinas de teléfonos y un reloj digital inmenso. Para llegar a la zona de los ascensores atravesó un túnel iluminado por tubos de neón azul. Salió del ascensor y lo abordó Teddy Mackel, un hombre de mediana edad que estaba al cargo de la sala de correo.
– Me parece que deberías pasarte por el despacho de Zeltner, Lyle.
– Eso me han dicho.
– Ganas me dan de retomar el voto de castidad que hice cuando estaba con los hermanos maristas, a comienzos de siglo. Es la leche, Lyle.
– Por aquí nos haría falta algo que nos subiera la moral.
– Que sea alta. Eso me gusta de una mujer. Alta y amable.
– Más de lo mismo.
– Nunca termines una frase así -dijo Mackel-. Es lo otro que aprendí con los maristas. Son una orden dedicada a la enseñanza. Ésas fueron las dos cosas que nos enseñaron: la castidad y el cómo terminar las frases. Seguro que aciertas cuál es la que menos me ha servido. -Yo diría que por ahí, por ahí. -Dime una cosa confidencial, Lyle; ¿tú crees que vamos a sobrevivir? Mis hijos están preocupados. Les gustaría terminar sus estudios. Tú estás a diario en el campo de batalla. Dedica unas palabras a nuestro público, que nos mira con tanta atención.
Había un hueco a la entrada del despacho de Zeltner. Ahí estaba ella, ante una mesa, leyendo un libro de bolsillo, con los hombros caídos de un modo que indicaba una especial hondura, una reconcentrada soledad, le recordó una de las figuras de Hopper. Volvió por el otro lado tras hacer un alto en el surtidor de agua. Cabello bastante largo, rubio. Eso fue todo lo que registró entonces. Se detuvo en el extremo del pasillo, preguntándose cómo proceder a continuación. Había dos o tres personas a las que podría visitar, de modo más o menos convincente, en sus despachos. No creyó que le apeteciera, pero tampoco quería marcharse. Marcharse equivaldría a un vacío. Oyó abrirse la puerta del ascensor y decidió que no podía seguir allí ni un segundo más. Volvió al hueco. Se inclinó sobre la mesa y golpeó con el índice la superficie.
– ¿Dónde se ha metido? ¿Está por ahí?
– No ha dicho nada.
– Ahí no se mueve ni el aire.
– No sé dónde para.
– Qué escurridizo es ese Zeltner.
– Es que se le olvida decirme dónde estará.
– Cierto, se me había olvidado ese detalle tan suyo.
– ¿Quién le digo que ha preguntado por él?
– No tiene importancia, ya volveré.
Cabello rubio, poco maquillaje, o nada; una cara inexpresiva, aunque de rasgos gratos. Los dientes y las uñas más bien sosos. Lo de ser rubia, y seguramente un tipazo, explicarían su popularidad. Hay que verla en movimiento, seguro.
En la planta 83 de la torre norte, Pammy se las ingenió para pasar el tiempo ideando una pregunta que formular a Ethan Segal. Si los ascensores del World Trade Center eran sitios, tal como ella creía que lo eran, y si los vestíbulos eran meros espacios, como ella también creía, ¿qué era entonces el World Trade Center en sí? ¿Una condición, un acontecimiento, un suceso físico, una circunstancia existente y dada de antemano, una presencia, un estado, un conjunto de invariables? Ethan no contestó y ella cambió de tema, a la par que lo veía mecanografiar cifras en las casillas de un largo impreso, doblado sobre el carro de su máquina, volcado en su tarea y moviendo los dedos tan sólo.
– No hemos planeado nada -dijo ella-. Lyle no cree que al final se pueda marchar. Ahora mismo es todo espeluznante, o eso deduzco. Habla de que no será posible antes de octubre.
– Es una buena época del año. -Yo creo que cualquier momento sería bueno si hiciésemos algo juntos.
– ¿Dónde?
– Donde sea.
– Valles inmensos de espacio y tiempo.
– Creo que saldría pero que muy bien, Ethan. Puede salir bien lo de estar los dos solos. Los dos nos las ingeniaríamos.
– Pero Lyle no está disponible.
– Octubre no te parecerá suficientemente pronto, claro.
– Yo nunca aguantaría tanto, Pam.
– Es esta ciudad.
– Julio, agosto.
– Estoy pensando en ir a clases de claque -dijo ella.
– Déjame seguir con esto.
– ¿Sin comentarios?
– Déjame que mecanografíe un rato -dijo él-. Me gusta llenar con cifras estas casillas. Las cifras son indispensables en la visión del mundo que tengo actualmente. Ni siquiera creo que esté haciendo esto. Es un trabajo tedioso, pero la verdad es que lo disfruto. Es analmente de lo más satisfactorio. Por fin la satisfacción plena.