– Caramba -dijo-. He te tomar el tren. Tengo que ir al quinto pino a ver a un amigo mío y a su mujer. Tienen toda clase de problemas. Dios del cielo, odio los hospitales. Tienen al hijo hecho un cromo. La mujer tal vez tenga algo grave. Le dije que iría sin falta esta noche. Larry, almorzamos cuanto antes, sin falta.
Dedicó una sonrisa a las mujeres, dejó dinero sobre la mesa, salió con prisa, procurando desgajarse del pequeño desastre de su parlamento. En las calles, hora punta. Llegó casi corriendo hasta la esquina por donde pasaba el Volkswagen a recogerla. Tenia el cuerpo erizado de actividad química, chorros de un regocijo desesperado. Ella aún estaba allí, a la espera. De nuevo vio moverse sus propios labios al hablar con ella, como si hablara a través de un agujero abierto en el aire. Rosemary se puso las gafas de sol.
Tomaron un taxi con rumbo a la parte alta de la ciudad. Estratégicamente, él había elegido un bar cercano a la embocadura de! puente de Queensboro. Parecía idóneo para tratarse con ella. Era una de esas mujeres cuya propia ausencia de reacciones concitaba en él la apremiante necesidad de recurrir a tácticas desacreditadas. El taxista se llamaba Wolodymyr Koltowski. Lyle procuró hacer caso omiso del número de Ucencia. Sudaba copiosamente. Por East River Drive, el tráfico era insólitamente maníaco-depresivo, un ramalazo embalado de excitación y de humor suicida. Lyle se sintió a la baja, como le ocurría en los taxis, con una mujer, siempre que el tráfico era demasiado lento, o bien cuando se circulaba a esa velocidad brutal. Se percató de que había olvidado poner unos cuantos sellos a los sobres la noche anterior.
El local estaba atestado. No había mesas libres, no pudieron acercarse a la barra. El no conocía demasiado bien la zona. No sabía qué podía encontrar por los alrededores. Ese espacio inacabado había estado presente durante todo el día, una conciencia negativa. Alcanzó como pudo las copas y volvió a duras penas con ella. Estaba cerca de la puerta, las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Se había propuesto no olvidar poner los sellos en los sobres. Contenían facturas. Había rellenado los cheques, quería haberlos puesto en el correo. Pagar una factura equivalía a sellar el mundo para que no tuviera acceso a él. El placer era de interiorización, una afirmación del yo. El momento decisivo era el de poner los sellos en los sobres. Los sellos eran los emblemas de la autenticación. Ella tenía las manos recogidas al frente, el bolso le colgaba de una de las muñecas. Wo-lodymyr Koltowskí. «Cállate», se dijo. La muchedumbre del bar iba en aumento, la presión era cada vez mayor. No parecía que a Rosemary le importase.
Era un desafío lanzado a algo más profundo que la mera virilidad. Que lo reconociera esa mujer, que lo aceptase en su diferencia, que acogiera su presencia en lo más opaco de su fuero interno; ése era el fin hacia el que estaban encaminadas ahora sus pasiones.
Tomaron un taxi para pasar el puente y enfilar por Queens Boulevard. Se bajaron del taxi y caminaron media manzana hacia el norte. Aún había luz diurna. Ella vivía en la planta baja de una casa adosada, idéntica a las del resto de la hilera, con una marquesina de aluminio ondulado sobre la entrada, y sillas de playa apiladas en el vestíbulo.
Había tres habitaciones pequeñas y una cocina grande. Hasta que llegaron, a la cocina, no vio nada que pudiera identificar a Rosemary como habitante del lugar: Rosemary Moore por contraste con alguien a quien nunca había visto, con quien nunca había hablado, a quien nunca quiso tocar, otra mujer completamente distinta, o un hombre disfrazado de mujer, que lo arrastrase de un vestíbulo oscuro a ese abolsamiento de espacio cuadrado, esos matices del gris y del beis. No existía la menor sensación de historia individual, no había narración en las cosas, hábitos intactos en las pertenencias propias.
En la cocina se plantó ante un gran tablero de corcho en el que se veían clavadas entradas de espectáculos, cartas, cajas de cerillas, fotos de Rosemary con distintas personas. Los ecos de su ensimismamiento convergían justo ahí, en apariencia al menos. En una foto aparecía sentada en un sofá entre dos hombres. No había nadie más en la foto, aunque Lyle sospechó que había otras personas presentes en la habitación, además del fotógrafo. Un hombre miraba de reojo, y el semblante medio abotargado del otro indicaba la posibilidad de que hubiera testigos presenciales. El hombre de aire abotargado era George Sedbauer, fornido y con una calvicie incipiente. Lyle había visto fotos recientes después del asesinato. También lo había visto muerto, claro está, aunque no habría sido capaz de identificar a Sedbauer a partir de aquellos instantes en que lo entrevió tan sólo tendido en el parqué. Rosemary le pasó una copa. Sólo llevaba dos cubitos de hielo. No estaría fría del todo. Le hubiese apetecido algo muy frío. Se dio cuenta, de un modo increíble, que había olvidado lo que le iba a preguntar. Tendría que ingeniárselas para retomar el hilo.
– Ése es George, ¿no?
– Sí.
– ¿Y el que está con él?
– La del medio soy yo. El otro es un tal Vilas, o Vilar. Creo que fue un fin de semana, estuvimos en Lake Piacid, me parece. En teoría, íbamos a esquiar. Estamos en el vestíbulo del hotel donde nos alojamos. O puede que sea la habitación. Creo que era la habitación de alguien.
– ¿Quién es el tal Vilas?
– El tipo que asesinó a George.
– Interesante -comentó él.
– A veces se dejaba ver muy a menudo. Otras veces pasaba largas temporadas sin dar señales de vida.
– Pues me parece muy interesante, dijo el joven con los ojos como platos.
– George no esquiaba. Sí, eso fue. Después de hacer todo el viaje, resultó que George odiaba la nieve.
Insegura por algo, había entornado los ojos y miraba a lo lejos. Gesticulaba despacio. Su cara delataba un mínimo abandono cuando se volvió hacia él y se lo encontró mirándola. Era preciso, y él lo sabía, hablar con ella de ella misma. Era alta, más pálida que clara de tez, caminaba envuelta en un gélido caparazón.
Estar a solas con ella era ocupar el centro inmediato de las cosas. No existían gradaciones en esa clase de deseo. Todo viraba en torno a su perfil trazado con tiza. Sería esencial charlar un poco. Se las ingeniaría para alcanzarla de nuevo mediante ese proceso de rellenado.
– A esta copa le harían falta unos once cubitos de hielo.
– No creo que te puedas quedar mucho rato.
– Vayamos al cuarto de estar. Me encantan los cuartos de estar. En realidad, soy un entusiasta. No sé qué les encuentro a los cuartos de estar. Sin un cuarto de estar soy hombre muerto, o poco más o menos.
El placer sensual de la banalidad era un tema merecedor de las más hondas indagaciones. Se demoró en la cocina para verla caminar hasta la habitación contigua. Se sentó frente a ella, a tres metros, a sabiendas de que cruzaría las piernas. Había cigarrillos y licor, necesidades inapelables cuando estaba con ella. Trató de limitar sus comentarios a las consabidas ampliaciones de lo previsible. Se esforzaba por llegar a un estado puro, a una ciencia embrionaria del deseo, quizás llamada a ser conocida como hipnosis recíproca. Cuando ella hablaba, él concentraba todos sus esfuerzos en impostar una cara que le devolviese a ella no sólo cierta idea clara de lo que había dicho, sino también de la persona que lo había dicho, Rosemary Moore, en vestido de tirantes. Se cambió de sitio al sofá para acomodarse al lado de ella. Juntos idearían la construcción del hierro de marcar a fuego el carácter.
– Cuando era azafata y volaba -dijo ella-, o dormía o muy poco o dormía demasiado. A veces me pasaba días enteros durmiendo. Esto es algo más regular. Pero no sé si terminará siendo muy interesante. No hay gran cosa que hacer. Tengo que decidir si me quedaré o no. La gente es muy amable, desde luego. Nada que ver con aquel trabajo que tuve, hablando con los compradores sin parar. Aquello era la locura. Todo el mundo gritaba por teléfono. Y eso es algo que no me gusta nada.
Él le retiró la copa de la mano y la depositó sobre la mesa, junto a la suya. Ella hizo un breve movimiento de cabeza, apartándose el pelo de los ojos o poniendo fin a una secuencia del encuentro para dar comienzo a otra. En el instante en que él la tocó, el tacto se volvió asidero.
8
Pammy puso los zapatos de claque y la malla correspondiente en su bolso de bandolera. Tenía la clase en la Calle 14 Oeste, dos noches por semana, de ocho y media a diez. Estaba al frente de la clase Nan Fryer, una mujer de cabello erizado y una cicatriz en la mejilla, casi en el mentón. Algunas noches se juntaban hasta cuarenta personas. El estudio se lo alquilaba a un grupo de teatro que respondía al nombre de Tranquilidad Dinámica. Nan era integrante del grupo; atribuía sus progresos en el baile de claque a los sistemas de disciplina ética.
– Saltad, que no os veo. Y arrastrad los pies.
Pammy bailaba frente a un espejo, en la parte posterior de la sala. Su cuerpo se adaptaba a las mallas de baile, uno de los contados cuerpos que asi se dejaban ver sin tapujos. Practicaba un ejercicio en el que intervenía un cambio de equilibrio en precario. A Pammy le encantaba el claque. Tenía perfectos pies de bailarina al parecer. Una bailarina de nacimiento. Alzaba los brazos, hacía crujir los dedos de los pies, con los talones marcaba una serie de compases magnéticos, buscaba con ahínco una determinada cadencia, el único ejemplo de lucidez capaz de enaltecerla, de auparla a una embriagadora esfera de éxtasis y de sudor. El claque era pura nitidez cuando se ejecutaba correctamente, era algo reconfortante, placentero para la propia sensación corporal, el cuerpo como organismo coordinado, capaz de descifrar su propia aritmética.
Nan Fryer dio palmas para indicar un alto en el ejercicio. Los aprendices de bailarín se dejaron caer un poco, los cuerpos palpitantes. Los hombres de la clase vestían de modo muy variado, desde los del chándal hasta los de la ropa deportiva bastante rutinaria. Casi todas las mujeres llevaban mallas, o pantalones pirata abiertos por los laterales. Nan deambulaba entre todos ellos sin dejar de hablar. Llevaba unos zapatos plateados, vaqueros cortados a media pierna y una camiseta de Tranquilidad Dinámica. Era un atuendo que daba mayor realce trágico a la cicatriz de su cara.
– Me gusta cómo respiráis. Todos estáis respirando muy bien. Esto tiene importancia por lo que respecta al movimiento y a las fuerzas que afectan a la ejecución y control del movimiento. Hay zonas, hay conciencias en vosotros a las que el claque os da acceso. Sois accesibles para vosotros mismos. Fijaos qué grado de tranquilidad estáis alcanzando. Poco a poco, cada vez más profunda. Desbloquead vuestros sistemas nerviosos. Creeros vuestra propia respiración. Esto es esencial para sacar el máximo rendimiento del claque. Cuando yo empecé a bailar claque, creía que no era más que un baile sencillito, clic-clac y a correr. Puede ser muchísimo más. Movimiento y fuerza, fuerza y energía, energía y paz. Sois personas ubres por vez primera, notadlo: todo vuestro cuerpo tiene conciencia plena del universo físico y del universo moral.
Pammy miró por una ventana abierta en la pared del fondo de la sala. El tráfico circulaba con fluidez. Había arreboles del crepúsculo en una puerta cristalera, al otro lado de la calle, una tienda de baratillo. Se había tapado las orejas con las manos.
– Muy bien, chicos y chicas. Hora del cruce.
Durante el resto de la sesión, Pammy bailó invirtiendo en ello la totalidad de sus sentidos, concentrándose en las plañías de los pies, el contacto definido. Ensayó durante un rato el ejercicio intermedio, el paso número dos, desplazándose de lado frente al espejo, hasta verse frente a un radiador y unas tuberías. Nan puso una vieja melodía en el fonógrafo y ejecutó un conjunto de combinaciones avanzadas de baile. Los alumnos formaron un corrillo a su alrededor. No tardaron en ponerse todos a bailar, tratando de emular el complejo dibujo de sus pies en el suelo, combinaciones de punta-tacón, meneos de lado, haciéndose cada cual un hueco hasta entrar en un espacio privado en el que bailar un rato, sin hacer ruido, sobre el suelo de tarima.
– No os tenséis. Soltura total. Relajad los tobillos. Arnold Maslow, no te tenses tanto, chico.
Lyle se encontraba en una cabina de teléfonos en Grand Central, a la espera de que McKechnie cogiese el teléfono, viendo a los transeúntes camino de sus trenes, arrastrando los pies, cabizbajos; toda una jornada laboral, rematada con una o dos copas al final, era la causante de una sutil destrucción, de un desmadejamiento más allá de lo meramente físico; todos se desplazaban en medio de un ruido constante y de origen impreciso, las bocas entreabiertas, los peces de las ciudades.
– Seguro que no es muy tarde.
– Lyle, tú di lo que quieras decir.
– El otro día hablamos de George Sedbauer. Quién lo mató y todas esas zarandajas. Bien, ¿te acuerdas de que hablaste de la secretaria de Zeltner una vez? Ella está enterada de algo. Tengo que llegar a conocerla un poco mejor, eso sí. En primer lugar, conocía a Sedbauer. Conocía o conoce mejor dicho al tipo que le pegó el tiro. Eso es el punto clave. Hay una fotografía, yo la he visto. Y ella sabe lo de la pistola, qué clase de pistola era, pero lo de la pistola podría haberlo sabido por los periódicos, claro. Lo clave es el tipo que le pegó el tiro. Ella lo conoce. ¿Convendría decírselo a alguien? ¿O tú qué opinas, Frank?
– Tú has visto esa foto.
– Estaban los tres en ella. George, ella, el otro menda. A menos que sean invenciones suyas, pero ¿por qué se lo iba a inventar?
– Quiero que hables con un amigo mío -dijo McKechnie-. Le diré que se ponga en contacto contigo. Sí, eso será lo más sensato.
Ethan y Jack se acercaron a la noche siguiente con unos restos de pastel de carne. Subieron todos a la azotea, donde los operarios de mantenimiento habían colocado una cubierta de tela alquitranada y cuatro mesas de picnic (encadenadas a las paredes), así como varios arbustos plantados en tiestos de gran tamaño. Por fin llegó Lyle con las copas en una bandeja.
– No tenia ni idea de que esto de arriba estuviera así -dijo Jack.
– Es para que Pammy disfrute de una buena panorámica del World Trade Center cada vez que se deprime. Así remonta de nuevo.
– Yo quiero algo clásico de beber -dijo Ethan-. Nada de tequilas y rollos de esos. ¿Qué es eso? ¿Tequila? He decidido seguir vivo, se acabaron los remolinos venenosos.
– Qué poético -dijo Pammy-. Que sirva alguien. Yo quiero un trozo pequeño. ¿Comemos o bebemos? Empiezo a estar confusa, y eso que apenas acabamos de empezar.
– ¿Qué es aquello? -dijo Jack-. ¿El Edificio Municipal? ¿Y ese otro? ¿El Woolworth? No, imposible que se vea desde aquí, ¿verdad que no?
– SÍ hubieras traído vino te podría servir algo clásico. Pero te puedo servir vino.
– Hemos traído pastel de carne. ¿Quién más trae pastel de carne?
– Entiendo que os habéis dejado el vino en e) taxi, supongo que debido a vuestra experiencia anterior.
– Nos ha traído un taxista que no veas -dijo Jack-. No hablaba ni papa de inglés. Se empeñó en venir aquí pasando por Chinatown.
– Ah, ya veo.
– Amenaza de daños físicos -dijo Ethan.
– ¿Y aquí quién es qué? Me gustaría un poco de pan con esto. No, mejor que no. Olvídalo. Cancele el pedido, camarero, que ahora soy bailarina. Mi vida es la austeridad. ¿Cómo se dice? Un régimen austero, eso es. Aceptaré una copa de todos modos siempre y cuando alguno de ustedes, pedazos de zurullo, me alcance un vaso y ponga en todo momento un cuidado exquisito, que son nuevos y sumamente caros.
– Esta ensalada está de fábula.
– Gracias, Jack.
– Una ensalada única entre las ensaladas del mundo -dijo Ethan.
– La ha preparado Lyle.
– Arrecian los aplausos, ovación prolongada.
– La preparé yo.
– Quería preguntarte una cosa, Lyle: ¿qué pasa en la calle?
– Es la calle de las calles.
– ¿Es que te han declarado oficialmente chapado a la antigua, o qué? ¿Eres viable, Lyle? Todos queremos que nos lo digas clarinete. ¿Seguirá existiendo un parqué donde negociar compras y ventas de activos en un futuro próximo? ¿O acaso ha de ingresar todo eso en la bruma de la historia, damas y caballeros?
– Yo voto por la bruma de la historia. La verdad es que nadie sabe nada. Se ventila una fortísima discusión desde el punto de vista de los miembros. Pero la corriente va por otros derroteros.
– De veras, ¿todo eso te vas a tragar?
– No es cuestión de tragárselo. Es cuestión de abrirse. Claro está que uno nunca sabe qué es exactamente lo que abre, eso es lo malo de las corrientes, y más si van soterradas.
– Podrían arrastrarte hasta la misma catarata.
– Y propulsarte por encima y hacerte caer en picado.
– ¿Hay motivo de preocupación? -preguntó Ethan.
– Escoge una apertura y entra con todas. Ése es, qué quieres que te diga, el único método de… de lo que sea, de mantener cierta resolución, cierta presencia de ánimo, de ser específico en las propias intenciones. Ahí fuera, en la calle, los amanuenses de la historia, los que envuelven los paquetes. Libertad, libertad.
– Bien aprendida llevas la lección, Espartaco.
Casi había anochecido. Lyle bajó a por más alcohol y más hielo. Marcó el número de Rosemary. No le contestó nadie. En la cocina, pasó por delante de un armario con puerta acristalada y reparó en que tenía un defecto en su reflejo. Algo desconocido en plena cara. AI mismo tiempo, notó la humedad. Entró en el cuarto de baño. Era su nariz, le estaba sangrando. Se taponó el orificio con papel higiénico hasta que menguó el flujo de la sangre. Acto seguido puso una caja de Kleenex en la bandeja, con el tequila, el vodka, limones verdes, hielo, y volvió a la azotea. Había alguien en otra de las mesas. Era un chiquillo que llevaba un panamá de paja. Estaba de pie contra la silla, apartando la mirada. Lyle tuvo la sensación de que los demás lo miraban con intención de medir las dimensiones cómicas de su reacción ante el muchacho. Caminó hacia donde estaban y miró bajo la sombrilla que los cubría. Adrede, despacio, dejó la bandeja sobre la mesa y apartó el resto de los objetos con un desdén calculado. Los demás esperaron a que dijera algo. Se sentó tan despacio como pudo. De nuevo comenzó a sangrar por la nariz. Ése fue el chiste, cómo no. Mucho más divertido que cualquier cosa que dijera. Se insertó un Kleenex en el orificio y se lo dejó colgando, adoptando una expresión de paciencia hastiada.
– Lo ha dejado su madre -dijo Jack-. Dijo que vendría enseguida. ¿A quién se le ocurre dejar a un chiquillo en la azotea?
– Es un chiquillo de los años cuarenta -dijo Pammy.
– Lleva un sombrero panamá de no creérselo.
– Es un chiquillo de los años cuarenta. Mira qué traje lleva, un traje de dos tonos a juego. Me apuesto lo que quieras a que nunca crecerá. Se quedará en el metro cincuenta y poco. Fumará una pipa pequeña y nunca irá a ninguna parte si no es con su sombrero y su traje de dos tonos a juego. Se llamará Bill Follett. Me gustaría casarme con él. También me gustaría un poco de vino blanco con soda, por favor.
– ¿Y de dónde se supone que lo saco?
– De donde sea. Existe, eso es todo. Existencial-mente tendrías que ser capaz de conseguirlo.
– Es una nínfula gruñona donde las haya -dijo Ethan-. ¿A que lo es en ocasiones? En la oficina da miedo nada más verla.
– Es una chica de gángster de las que ya no quedan, te lo aseguro.
– Anda, quítate el Kleenex de la nariz.
– Nariz, qué nariz, ni qué… y calló.
Se zamparon los restos del pastel de carne. Pammy se acercó a hablar con el chiquillo. Tuvieron una grata conversación sobre los perros del barrio. Las atenciones que ella le prestó le dieron renovados ánimos. Ella creyó que él era consciente de toda la escena, no sólo de su conversación. Disfrutaba al formar parte de todo ello. El niño entre los adultos. Bonito traje. El ambiente. Llegó su madre para llevárselo. Pammy volvió con los demás.
– Lo que yo digo es que basta -dijo entonces Lyle-, y que no sabemos qué significa. Se nos ha caído encima a trozos. Es algo que se adelanta a cualquier planificación. Nos ha salido el tiro por la culata. Aquí y ahora.
– Valles inmensos de espacio y tiempo.
– Si yo tuviera una madre como ésa -dijo Jack-, también saldría a hacer el gamba por los terrados. De todos modos, es lo que hago, anda que no.
– ¿Qué es esto? ¿Tequila? -preguntó Ethan-. Yo no quiero esto. Que alguien se lo lleve. SÍ esto es tequila y yo estoy bebiendo tequila, es que algo está gravemente trastocado en el orden de las cosas.
– Mira, da la impresión de que ese avión va a estrellarse.
– Chicos, creo que me estoy poniendo fatal.
– Tenía muchísimas ganas de que esta noche estuviésemos juntos y fuésemos la bomba.
– Me parece que voy a echar la pastilla dentro de nada.
– Estaba seguro de que se iba a estrellar -dijo Jack.
– No quisiera echarle la culpa al pastel de carne, pero es que me está pasando algo en el estómago, algo que no tendría por qué.
– Va a echar la papa, Lyle. Anda, llévatela de aquí.
– Si hubiésemos bebido algo brillante, la bomba, aún lo entendería. Hace ya mucho que me conformo con lo que no es precisamente lo mejor.
– Lyle, ¿tú fumas? No sabía que fumases. ¿Cuándo has empezado a fumar?
En el espejo del cuarto de baño se miró y vio gotear la sangre. En cierto modo era hermoso. Manaba muy despacio, un fluir idealizado, sin la menor sensación de que hubiese una fuerza que la impelía a fluir. Vio cómo llenaba la sangre la hendidura que se le formaba sobre el labio. Le intrigó el color de su sangre, esa floración carnosa, casi una película de la savia más alegre que se pudiera imaginar. Echó la cabeza por fin para atrás y así quedó un rato, hasta que cesó la hemorragia, y entonces fue a la cocina, donde se hallaba Pammy ante la fregadera humeante. Abrió la nevera comprimiéndola a ella contra la fregadera, un descarado gesto para molestar, ni siquiera una tenue irritación, y sacó un tarro de aceitunas.